22

El hombre tenía el cabello gris y peinado hacia atrás, y un rostro grande y pálido. Llevaba gafas con montura dorada y aparentaba cincuenta y tantos.

—Eh, ¿quiénes son ustedes? —preguntó con acento alemán.

—Estamos aquí para echar un vistazo a la excavación. Yo era colega de Max Kaiser. Soy Sean Ryan, del Instituto de Investigación Aplicada de Óxford. Esta es mi colega, Isabel Sharp. Hemos venido con un profesor de la Universidad Hebrea que está arriba. Él fue quien recomendó a Max para esta excavación.

Se frotó la frente.

—Esperábamos recibir visita después de lo que le ocurrió a Max. Nos afectó mucho a todos. Soy Dieter Mendhol, de la Universidad de Dusseldorf. Mi colega, Walter Schleibell, está abajo.

Lo seguimos escaleras abajo. El piso inferior presentaba un aspecto totalmente diferente. Las paredes estaban cubiertas de yeso amarillento. Una de ellas tenía unos frescos desvaídos que representaban a personas de figura estilizada y ataviadas con toga, similares a los que podrían verse en Pompeya.

Me recorrió una oleada de emoción. Aquello era algo real: una estancia que había sido utilizada casi dos mil años antes. Tal vez hubiesen estado allí contemporáneos de Jesucristo o de César.

En las paredes había huecos en los que se podían colocar bustos. El suelo era más blanco que el de arriba, y también más liso. Parecía estar hecho de una arenisca similar a la utilizada en otras partes de la construcción, pero procedente de distinto lugar, de una cantera de mayor calidad.

Otro hombre de aspecto germánico, de la quinta de Dieter y ataviado con un conjunto de pantalón y camisa del mismo tono arena, aguardaba con los brazos en jarra al otro lado de la estancia, junto a la pared, asintiendo con la cabeza mientras nosotros bajábamos.

Se hicieron las presentaciones de rigor y todos nos estrechamos la mano. Yo les di mi tarjeta y todos y cada uno de ellos la examinaron. Les conté que su colega del piso de arriba nos había permitido entrar para echar un vistazo rápido y el motivo de aquello. Se miraron unos a otros y se encogieron de hombros.

—Realmente hay algo aquí abajo —dije.

Ja, sin ninguna duda. Creemos que es del siglo I —apuntó Dieter—. Todo apunta a finales de la era herodiana. Presentaremos un artículo sobre el descubrimiento, por supuesto, e incluiremos pruebas de carbono que respalden nuestras conclusiones. Eso lo probará todo.

—El canal Historia les concederá una serie completa.

Él se encogió de hombros, como si no le importase.

—¿Cuántas estancias como esta han encontrado?

—Solo esta y la de abajo.

Había otro hueco irregular, en el rincón más alejado de la sala. Cerca de él, en el suelo, había una sábana de plástico azul y algunos rollos de cinta adhesiva negra. ¿Lo utilizaban para cubrir el agujero?

—¿Temen a la contaminación?

Ja, especialmente a la humedad. Estas estancias han estado herméticamente cerradas durante mucho tiempo. La humedad se cuela por la noche cuando la temperatura del aire del exterior desciende. Sellamos el piso inferior lo mejor que podemos. Vengan, echen un vistazo —dijo, aparentemente orgulloso de mostrar su hallazgo.

Junto al agujero había dos pilas de cajas de plástico transparente. Todas ellas tenían unos treinta centímetros de ancho por unos quince de alto. Algunas, las del montón de la izquierda, contenían cosas: pedacitos de pergamino, trozos de madera, un fragmento de mármol. Todas las cajas estaban numeradas. Miré por el agujero: el lugar que se atisbaba era extraordinario.

Parecía como una especie de foso de basura en el que hubieran arrojado el contenido de varios edificios. Había trozos de madera asomando entre el montón de escombros, como si fuesen huesos blanqueados en un viejo osario.

Algunos de los trozos de madera parecían tablones de estanterías, y otros estaban intrincadamente tallados. También se veían un montón de manuscritos, algunos aplastados, otros hechos jirones, pero muchos de ellos estaban completos. Entre los escombros había fragmentos de mampostería y restos de muebles. Toda aquella pila cubría por completo la planta de abajo, de tal modo que no fui capaz de intuir la profundidad del montículo.

Una brillante escalera de mano de acero conducía hacia abajo. Extendí la mano para sujetarme a ella.

—No queremos que nadie baje ahí —se apresuró a decir Dieter—. Tuvimos un problema hace unas semanas. Creemos que se quebrantó nuestra seguridad. —Se acercó a mí y puso una mano en lo alto de la columna de cajas—. Como arqueólogo cualificado, sabe que tenemos que asegurarnos de que todo lo que aparezca en este hallazgo sea debidamente registrado; de que cada objeto sea identificado y fotografiado tal cual está, en su posición original, antes de moverlo. —Sonaba como si me estuviese dando una clase y aquello solamente fuese la primera lección.

—¿Cómo de lejos han llegado con todo esto? —preguntó Isabel.

—Ahora mismo estamos seleccionando objetos de muestra para realizarles pruebas. —Miró a su compañero y luego miró de nuevo a Isabel—. Esperamos que la Autoridad de Antigüedades israelí se haga cargo del lugar en cuanto publiquemos nuestros hallazgos. Organizarán la retirada de objetos por secciones para preservar impresiones y cualquier resto orgánico. Si este lugar es lo que creemos que es, habrá mucho trabajo que hacer aquí. Lo único que hemos hecho hasta ahora ha sido dejarlo al descubierto. —Sonaba encantado con la idea, pero su compañero no lo parecía tanto.

—Hemos solicitado una ampliación de nuestros permisos, por supuesto, pero es difícil saber lo que pasará después del asesinato de Max y todo lo que está ocurriendo ahí arriba —dijo señalando hacia el techo.

No discutí con él. Estaba distraído por la cantidad de material que había allí abajo.

—¿Por qué cree que todo eso está ahí de ese modo, todo mezclado? —preguntó Simon. Había bajado por la escalera mientras Dieter hablaba.

—Tenemos una teoría, si desea oírla —apuntó Walter.

—Desde luego.

Tenía la frente caliente y notaba la piel tirante. Allí abajo había la suficiente temperatura y ausencia de humedad para preservar cualquier cosa. La recomendación para conservar hallazgos arqueológicos, especialmente componentes orgánicos, es permitir una fluctuación del tres por ciento de la humedad relativa con respecto a las condiciones en las que se halló el objeto.

Era un margen diminuto, dado que las fluctuaciones diarias al nivel del suelo probablemente alcanzasen el treinta por ciento en aquella época del año. La conservación de los hallazgos era una de las áreas de especialidad de Susan Hunter. ¿Era ese el motivo por el que había ido allí?

—Creemos que la mayor parte del material se encontraba en esta estancia o sus alrededores antes de que alguien lo arrojase todo ahí abajo. Es poco habitual encontrar una sala repleta de material como esa, pero creemos saber la razón. En el año 66 después de Cristo, un grupo de zelotes, extremistas denominados Sicarii, tomaron esta parte de la ciudad. Eran un buen montón. Solían acudir al foro y apuñalar a los romanos que pasaban. Intentaban echarlos a todos. Pero al final los únicos a los que consiguieron echar fueron las tropas de Herodes Agripa. En aquella época puede que los oficiales romanos se refugiasen en esta casa y en otras similares. Pudieron haber arrojado estanterías enteras de pergaminos a esa estancia para tener más espacio mientras esperaban a ser rescatados.

Allí abajo se podían ver los restos de madera astillada.

—Tal vez intentaron escapar alguna noche. Si eran atrapados por las patrullas de zelotes, serían degollados en el acto. Las cosas estaban complicadas en el otoño del 66.

—¿Y entonces por qué no se ha encontrado antes todo esto? —preguntó Simon.

—Cuando esta parte de la ciudad fue finalmente reconquistada por Tito unos años más tarde, en su represión de la gran revuelta judía —explicó Dieter con un tono cada vez más confiado a medida que hablaba—, el edificio de ahí arriba probablemente fuese destruido y convertido en escombros. Tito ordenó que todos los edificios de la ciudad fuesen reducidos a cenizas. Y además se hizo rápido: no se dejó en pie ni un solo arco o tejado. Más tarde, cuando los constructores se pusieron a trabajar, utilizarían los escombros que había en el suelo como cimientos. No se molestarían en rebuscar qué había debajo. Probablemente serían esclavos romanos con órdenes de construir nuevos edificios para un nuevo plan urbanístico.

—Todo eso es verosímil —opinó Isabel—, pero me asombra que estas estancias no se hayan descubierto hasta ahora. Estamos hablando de alrededor de dos mil años.

—Gran parte de esta ciudad estuvo abandonada y en ruinas durante décadas después de la revuelta judía, no solo durante unos años. Ese fue el acontecimiento clave de la historia judía: la ciudad quedó deliberadamente despoblada. Se reconstruyó con un diseño completamente diferente por orden de Adriano en el 130 d. C. —Gesticuló hacia el techo girando la mano ahuecada—. Esta parte de la ciudad también estuvo abandonada posteriormente durante un largo periodo. Los trabajos de construcción estuvieron prohibidos durante siglos en las zonas judías de Jerusalén.

—¿Cómo escapó la gente que estaba aquí abajo? —pregunté.

Dieter señaló un pequeño agujero en una de las paredes. Justo al otro lado había un polvoriento muro de escombros, pero el hueco podía haberse usado para escapar hacia otro edificio antes de que aquel fuese arrasado también.

—¿Cuál ha sido su mayor hallazgo? —pregunté. Me acerqué a las cajas, me incliné, apoyé la rodilla en el suelo y los miré.

—Esa es una buena pregunta —contestó Walter vacilante, mirando a Dieter.

—Este es uno de los mejores —dijo Dieter con tono suave. Cogió una de las cajas de plástico que estaba aparte de las demás. Lo único que tenía dentro era un fragmento triangular de mármol del tamaño de una tableta de chocolate grande. Parecía una especie de letrero que pudiera encontrarse en lo alto de una vieja estantería. Estaba escrito con caracteres romanos. El mármol estaba roto, aparentemente en dos, pero la segunda parte de la inscripción se hizo visible al mover la caja, de modo que la bombilla de larga duración y luz amarillenta que pendía sobre nuestras cabezas la alumbró directamente.

Decía: «s pilatus».

—¿Creen que aquí decía «Poncio Pilato»? —La tendí hacia Isabel para que la viera.

Walter asintió con vigor:

—El latín es el mismo que encontraron en la inscripción de Cesarea Marítima.

—Entonces han encontrado material de la época de Poncio Pilato —dijo Simon—. ¿Quién sabe qué más hay ahí abajo? Tal vez los planos del templo de Herodes.

—O un recibo del banquete de las bodas de Caná —sugerí.

Un eco resonó desde arriba.

—¿Quién hay ahí abajo? —El acento de quienquiera que estuviese gritando era estadounidense.

El ambiente de la estancia cambió en cuestión de un segundo, como si alguien hubiese gritado «fuego». Nuestros dos amigos alemanes se miraron entre sí como si los hubiesen descubierto. Luego una especie de traqueteo inundó el lugar.

Walter extendió la mano, cogió la caja que yo sostenía y la volvió a dejar en su sitio. Yo me aparté del agujero y de la escalera.

Alguien estaba bajando. Por el ruido que hacían, había más de una persona. Luego se vieron unas piernas enfundadas en uniformes militares verdes que bajaban las escaleras. Aparecieron dos hombres con el pelo rapado, ambos de más de uno ochenta de estatura y lo bastante corpulentos para ser defensas de los Jets. Se quedaron junto a nosotros, como si fuesen guardias de seguridad y nos hubiesen sorprendido allanando una propiedad privada.

Tras ellos bajó un tercer americano, un tipo de mayor edad con cabello blanco y una poblada barba también canosa. Llevaba un enorme pañuelo blanco en la mano y se limpiaba la frente mientras se acercaba.

—¿Cómo demonios han entrado aquí? No deberían estar aquí bajo ningún concepto. Esto es un yacimiento cerrado al público. —Se situó ante mí y me clavó ligeramente el dedo índice en el pecho. Yo lo aparté de un manotazo y él retiró la mano.

—¿Y quién es usted? —pregunté yo. Sus dos amigos se aproximaron a él, uno por cada lado.

—El chico de ahí arriba cometió un grave error dejándolos bajar aquí solamente porque le hayan dado referencias. Están ustedes en una propiedad privada. Tienen que marcharse ahora mismo. —Se volvió hacia Dieter e inquirió—: No les has dejado bajar, ¿verdad?

—No —replicó Dieter—, de ninguna manera. —Lo dijo con tal deferencia que al instante deduje que aquel hombre era su jefe.

—¿Nos ha dicho quién es usted y no me he enterado? —dije—. ¿Va a darnos alguna idea de por qué deberíamos escucharlo? —Yo no era uno de sus empleados.

—No necesitan saber quién soy yo. Lo que tienen que hacer es irse de este lugar inmediatamente. —Parecía como si un montón de ratas estuviesen royéndole la cara desde dentro, de lo fruncido que tenía el gesto. En algunas zonas hasta se había puesto morado.

—Sufrirá un ataque al corazón si se lo toma todo tan a la tremenda —apuntó Isabel.

—Este lugar va más allá de su comprensión —dijo él—. Ha sido hallado gracias a la divina providencia. Ustedes no deberían estar aquí.

—Espero que todo el mundo llegue a ver lo que hay aquí abajo —replicó Isabel.

Pude comprobar que ese comentario no le hizo ninguna gracia. Su rostro se puso aún más morado.

—Llevadlos arriba —ordenó, antes de dirigirse hacia las escaleras.

—¿Quién es este tío? —pregunté, volviéndome hacia Dieter.

—El pastor Stevson. Él financia esta excavación —dijo Walter.

—Bueno, de todas formas ya nos íbamos —dije—. Hemos concluido la visita y hemos visto todo lo que necesitábamos, gracias —añadí haciendo hincapié en la palabra «todo».

El tipo rapado que se encontraba más cerca de Isabel volvió a levantar la mano, como si fuese a agarrarla. Di dos pasos hacia él, alcé mi mano y la interpuse entre él e Isabel.

—Nos vamos —dije—. No nos ponga la maldita mano encima, a menos que quiera acabar con su culo en el agujero de basura que hay ahí abajo —advertí señalando con la cabeza hacia el hueco, que no distaba demasiado del lugar en el que se encontraba el muchacho.

—Váyanse —repuso el otro joven—. ¡Y rápido!

—¿Nadie le ha enseñado modales? —pregunté.

Respondió con una mueca burlona y un ligero gruñido.

Nos encaminamos escaleras arriba. Isabel y Simon iban delante. No nos movíamos con la agilidad que ellos querían. Me dieron dos empujones en la espalda, pero sacudí el codo violentamente para advertirlos y no volvió a suceder.

Una vez arriba, el hombre que nos había dejado pasar aguardaba avergonzado a un lado de la puerta que daba al callejón.

La abrió y ya no volaban piedras a nuestro alrededor, sino rocas. No tantas como antes, una cada pocos segundos, pero suficientes como para convertir el callejón en un lugar en el que no apetecía pararse a discutir sobre el tiempo.

—¡Eh! —gritó Isabel cuando la puerta se cerró de un golpe a nuestras espaldas.

Una roca le había dado en la pantorrilla y le había roto los vaqueros, que estaban salpicados de sangre. Levanté la mano para tratar de impedir que la golpease cualquier otra cosa.

—Tenemos que llegar hasta la esquina —dijo Simon—. Deberíamos ir al hospital a que le echen un vistazo a eso.

—¿Dónde está el hospital más cercano? —le pregunté al policía que abrió la barrera para dejarnos pasar.

—Vayan al Bikur Jolim —dijo—. Tienen una buena sala de urgencias y está cerca de aquí. —Luego apartó la vista con un gesto inexpresivo que parecía indicar que había visto cosas mucho peores que el rasguño sufrido por Isabel.

Regresamos hacia la puerta de Jaffa y llegamos junto a una fila de taxis. Simon se despidió de nosotros allí.

—Cualquiera de estos taxis los llevará al hospital —dijo. Llámenme si necesitan más ayuda.

Diez minutos más tarde nos bajábamos del coche en la puerta del hospital. Eran las cuatro menos cinco de la tarde del martes. Solamente llevábamos dos días en la ciudad y ya habíamos necesitado acudir a un hospital.

El lugar estaba muy concurrido. La parte más antigua del hospital era un edificio victoriano-otomano en forma de tarta nupcial hecho de arenisca de color claro y aspecto de hielo. Tenía ventanas rematadas en arco ojival y un balcón en el primer piso desde el cual miembros de la familia real de la era eduardiana podrían haber saludado a las multitudes que acudiesen a verlos. Probablemente ya no se utilizaría para aquella clase de cosas.

Le sujeté la mano a Isabel mientras la enfermera le limpiaba la herida de la pierna en una moderna sala de urgencias. Solo habían tardado veinte minutos en verla a pesar de la cantidad de gente que había en la sala de espera, lo cual dice mucho del sistema sanitario israelí. El box en el que nos encontrábamos era tan moderno como el de un hospital londinense o de cualquier otro lugar del mundo.

—No voy a permitir que me dejen aquí —dijo Isabel con expresión decidida mientras esperábamos a que regresase la enfermera.

Se oía un fuerte zumbido procedente de los equipos de color azul y gris que nos rodeaban, y de la iluminación, pero lo que más me llamó la atención fue que aquel hospital tenía como pacientes a personas de lo más variopinto: había árabes, judíos ortodoxos con tirabuzones, judíos laicos, turistas franceses, dos mujeres exageradamente delgadas con aspecto de etíopes y una corpulenta rubia centroeuropea.

Y eso era únicamente lo que yo alcanzaba a ver a nuestro alrededor. Estoy seguro de que si mirase en las habitaciones, encontraría aún más variedad. Aquel lugar no era un crisol de culturas, ¡era un auténtico hervidero!

La enfermera que atendía a Isabel era una mujer menuda y pálida con el cabello corto y rubio. Era atractiva, aunque jugaba en una liga diferente a la de Isabel.

Cuando regresó, le propuso ponerle la vacuna del tétanos, e Isabel rechazó la invitación alegando que se la había puesto seis meses antes.

La enfermera se marchó de nuevo. Iba a buscar un médico que le diese el visto bueno a Isabel antes de darle el alta. La camilla de exploración sobre la que estaba sentada era bastante alta y estaba cubierta con un pliego de papel blanco con grandes caracteres hebreos en azul.

—Has tenido suerte —dije.

—¿Siempre tienes que mirar el lado bueno de las cosas? —dijo frotándose la frente.

—¿Preferirías que me lamentase?

—¿Crees que la desaparición de Susan tiene que ver con esa excavación? —preguntó.

—Podría ser. Kaiser siempre estaba metiéndose en rollos extraños, por lo que veo.

Isabel enderezó la espalda.

—No haría falta un genio para inscribir el nombre de Poncio Pilato en cualquier trozo de mármol. Espero que no te hayas dejado engatusar por todo eso —dijo.

—Podría ser cierto —repuse—. Creo que Kaiser le pidió a Susan que viniera para darle su opinión de especialista sobre la conservación del contenido de ese edificio. Tal vez incluso la llevó abajo a ver lo que estaban haciendo. Probablemente querría que ella verificase que el lugar es auténtico.

El volumen del sonido ambiente creció de forma repentina. Alcé la vista y vi a dos policías israelíes que se dirigían hacia nosotros. Durante un largo instante di por hecho que iban a por otra persona, a por algún delincuente que estaba a punto de recibir su merecido, pero me equivocaba.

Éramos nosotros los que estábamos en su punto de mira.

—¿Es usted Sean Ryan? —dijo en tono elevado el más corpulento de los dos cuando llegaron junto a nosotros. Tenía los ojos clavados en nosotros, igual que el resto de la gente que nos rodeaba. Se hizo un silencio en la sala.

Todo el mundo aguardaba mi respuesta.

Incluso la maquinaria de la sala parecía haber enmudecido. Lo único que alcanzaba a oír era el zumbido de mis oídos. ¿Qué coño estaba ocurriendo?