20

—Poncio Pilato era el gobernador de la provincia de Judea en tiempos de Jesús. Los gobernadores romanos del Bajo Imperio en las provincias orientales mantenían un registro de su mandato en el que se incluía un listado de ejecuciones, y lo guardaban en sus villas por motivos de seguridad.

Simon paró de hablar. El barullo de la calle nos envolvía. Observé cómo un turista japonés y su esposa entraban en el bar de zumos. Parecían alarmados por la manifestación de fuera. Isabel me dio un codazo.

—Mi colega, después de apretarle un poco las tuercas, me contó que habían encontrado referencias a Poncio Pilato en esta excavación —explicaba Simon en tono discreto, casi en un susurro.

—Impresionante —dijo Isabel—. ¡Poncio Pilato!

—¡Chist! —profirió él extendiendo la mano y mirando rápidamente a su alrededor para ver si alguien estaba escuchando—. Aún no está confirmado.

—¿Qué es lo que no está confirmado aún? —Don Directo Al Grano, ese era yo.

Se acercó más a nosotros y susurró:

—Al parecer han encontrado un montón de pergaminos bajo unos restos de la era romana. Los restos estaban cubiertos por una capa de hollín, lo que significa que es muy probable que el lugar se mantuviese intacto desde el año 70 después de Cristo, cuando esta parte de Jerusalén fue destruida tras la gran revuelta judía. Todo esto sucedió mucho antes de los inicios del islam. Lograr acceder a esos pergaminos sería algo maravilloso para un arqueólogo.

—¿Esa gente de ahí fuera sabe algo sobre esto? —pregunté gesticulando hacia la multitud de la calle. Estaban a unos metros calle arriba, pero lo bastante cerca como para que oyésemos los cánticos que entonaban.

—No lo sé —respondió Simon.

No tenía ni idea de lo que decían, pero la tensión se palpaba en el ambiente. Casi todos los clientes del bar giraban la cabeza cada pocos segundos para ver qué estaba ocurriendo. En la calle, la gente pasaba a toda prisa.

Me incliné hacia delante estirándome hasta que alcancé a ver a los manifestantes. La multitud era mayor que la última vez que había mirado. Ahora bloqueaba por completo la Via Dolorosa.

—¿Qué están cantando? —preguntó Isabel.

—Dicen que nadie debería poder excavar en esta zona —contestó Simon—. Dicen que ahí había una madraza que se quemó durante una revuelta hace cinco años con todos los alumnos dentro. Dicen que la excavación está profanando un lugar de sepultura. —Acabó de sorber su zumo ruidosamente.

—¿Es así? —pregunté yo.

—En esta ciudad hay huesos debajo de todas las casas —dijo—. Me sorprende que lograran permiso siquiera para la excavación.

—Una cosa está clara —comenté—: Un montón de gente se va a interesar por este lugar.

Apoyó la mano extendida en la mesa.

—No tengo ni idea de lo que se demostrará en este lugar, pero tiene usted razón: hay gente que se preocupará por cualquier registro que pueda aparecer de la época de Poncio Pilato, por si alguno de ellos evidencia que lo que ocurrió realmente en esos años difiere de lo que dice la Biblia.

—Puede que el regocijo sea generalizado.

—¿Y sigue creyendo que puede hacer que entremos en esa excavación? —preguntó Isabel.

Simon la miró, me miró a mí y volvió a mirarla a ella. Yo también la miré: llevaba el cabello recogido en un moño desarreglado del que asomaban varios mechones de pelo. Estaba muy guapa así peinada.

—Vamos a ver si podemos —respondió levantándose.

Dimos toda la vuelta para llegar al otro lado del callejón en el que la muchedumbre se manifestaba. Por detrás de la Via Dolorosa, las callejuelas no pasaban del metro y medio o dos metros de ancho en algunas zonas. Los altos muros de los edificios, construidos fundamentalmente de arenisca, las hacían parecer aún más estrechas. Igual que las ventanas, enrejadas como las de una prisión, y en su mayor parte demasiado altas como para poder alcanzarlas, sin importar lo mucho que se saltase.

De todos modos, muchas de ellas estaban cerradas con gruesos postigos color arena. Otras, además, tenían barras de hierro. La mayor parte de las puertas de madera, estrechas y finas, estaban separadas del suelo por uno o dos escalones desgastados. En algunos sitios, los toldos de lona y los arcos de piedra en lo alto bloqueaban por completo la entrada de luz solar.

Aquellas no eran callejuelas medievales como las que se podían encontrar en las ciudades europeas; eran callejuelas de la era bíblica.

Nos cruzamos con un grupo de chicos jóvenes que pasaron precipitadamente a nuestro lado, seguidos por otros tres, todos ellos muy apresurados.

Al dar la vuelta a otra esquina nos topamos con el edificio del que habían salido. Parecía una especie de escuela de la que salían chicos a toda prisa con bolsas bajo el brazo o mochilas a la espalda.

Una vez que pasamos la escuela, la concentración de gente se redujo. Describimos un círculo como si regresásemos a la Via Dolorosa y nos internamos en un callejón más estrecho que cualquiera de los que habíamos dejado atrás. Parecía como si los edificios que se alzaban a cada uno de sus lados lo estrujasen. No podríamos hacer gran cosa si alguien nos asaltaba con un cuchillo exigiendo que le entregásemos nuestros objetos de valor.

Finalmente doblamos otra esquina y vimos nuestro camino bloqueado por una barrera azul de plástico de alrededor de un metro y medio de altura. Tras ella montaban guardia varios soldados israelíes vestidos de caqui y con cascos negros de viseras de plástico transparente cubriéndoles los rostros.

Éramos las únicas personas que había allí aparte de ellos. Desde nuestro lado de la barrera, Simon agitó en el aire un carné de identidad. Uno de los soldados le gritó algo. Simon pasó el carné por encima y medio minuto después la barrera se retiró hacia atrás y hacia un lado.

Al otro lado, detrás de los soldados, había un montón de escudos de plástico. Dos de los soldados empuñaban lo que parecían pistolas de paintball. Probablemente fuesen armas eléctricas o algo peor. Parecían preparados para casi cualquier cosa.

Simon dijo algo en hebreo mientras uno de los soldados examinaba su identificación. Se la pasaron al que parecía el más veterano. Todos tendrían unos veintidós o veintitrés años. El veterano se retiró la protección de la cara y comenzó a hablar en hebreo a gran velocidad.

Simon respondió con tranquilidad y luego se volvió hacia nosotros.

—¿Tienen aquí sus pasaportes? —nos preguntó.

Saqué el mío del bolsillo trasero de mi pantalón, lo abrí por la página de la fotografía y extendí el brazo hacia delante. El soldado lo cogió y escudriñó detenidamente cada página. Afortunadamente, era nuevo, así que no tenía sellos que pudiesen disgustarlo.

Isabel sacó el suyo y un botellín de agua del bolso. Ese gesto hizo que nos apuntaran cuatro armas a la vez.

Simon levantó las manos y dijo algo que terminó con un «eeeeeeh».

Isabel les mostró su pasaporte con una mano y bebió agua de la botella con la otra antes de pasármela.

El soldado cogió su pasaporte y lo examinó durante un rato que se me antojó un siglo. Finalmente se lo devolvió y nos dejaron pasar.

Instantes más tarde, doblamos una esquina y divisamos la gran barrera de acero que bloqueaba el otro lado del callejón. Entre nosotros y ella había un grupo de soldados israelíes protegidos con casco. Podían oírse los cánticos en árabe que entonaban al otro lado de la valla.

De repente aparecieron un par de manos y un rostro amarronado asomó por encima. Los soldados golpearon la barrera con porras metálicas. El rostro se retiró y se oyó un grito, como si hubiesen herido a aquel hombre. O tal vez se hubiese retirado al vernos a nosotros al otro lado.

Fuese cual fuese el motivo, justo después comenzaron a llover piedras por encima de la barrera y en nuestra dirección.

Levanté el brazo para proteger a Isabel.

La puerta que teníamos delante, estrecha y con un escalón de arenisca, estaba cerrada como todas las demás y tenía un letrero pegado con cinta adhesiva azul. Simon llamó a la puerta. No pasó nada. Llovían piedras a nuestro alrededor.

Simon volvió a golpear la puerta, esta vez con más fuerza. Entonces se abrió y apareció un hombre que ocupaba todo el ancho de la puerta. Tenía pecas, las cejas y el cabello pelirrojos y la piel pálida y rosada. Su camiseta, a punto de reventar, tenía una franja roja desvaída en el centro.

—¿Qué quieren? —dijo don Pelirrojo con un tono de lo más antipático y con un acento que sonaba a lo más profundo del sur de los Estados Unidos. Por un segundo pensé que podría inspirarle un poco de empatía al ver mi pasaporte estadounidense, pero volvió a abrir la boca para proferir algo parecido a un gruñido—. No se admiten visitas —dijo. Cerró rápidamente la puerta. Seguían lloviendo piedras.

—¡Au! —se quejó Isabel, llevándose la mano a un costado.

Golpeé la puerta con el puño hasta hacerla temblar.

—¡Abran! ¡Abran, por el amor de Dios! —grité.

Seguí aporreándola una y otra vez hasta que se abrió.

—Les he dicho que nada de visitas —dijo el simpático don Pelirrojo.

Simon le mostró su identificación.

—Estoy autorizado a entrar e inspeccionar esta excavación. Soy profesor de la Universidad Hebrea. Le di referencias a Max Kaiser para poder participar en la excavación. Necesito ver en qué estaba trabajando, por lo que le ha ocurrido. Estas dos personas son mis colegas —dijo, señalándonos.

El pelirrojo alzó las manos y replicó:

—No tenemos tiempo para visitas guiadas.

—No tardaremos demasiado. Si tengo que regresar con mi amigo de la Autoridad de Antigüedades nos llevará mucho más tiempo. Es muy minucioso con la gestión de los yacimientos.

El pelirrojo frunció el ceño.

—¿Usted recomendó a Max? —preguntó. Simon asintió y la expresión suspicaz del gorila se desvaneció.

—¿Está trabajando en un proyecto del becerro rojo? —indagó.

—Sí.

—Max hablaba de usted.

Simon sonrió levemente.

—No quiero tener que regresar en otro momento. Usted me conoce, déjenos entrar.

El pelirrojo suspiró.

—De acuerdo, entren, pero la visita tendrá que ser rápida.

Se hizo a un lado. Entré yo primero e Isabel me siguió. El pelirrojo nos gritó que no tocásemos nada.

—Tengan mucho cuidado —dijo—. Ningún seguro cubre a los visitantes. —Sus palabras resonaron por todo el edificio—. Y no hagan fotos. Y quiero hablar con usted. —Miré hacia atrás. Había parado a Simon en el umbral.

—Echen un vistazo —dijo Simon—, ahora los sigo.

Estábamos dentro. Lo había conseguido. Se oía una vibración amortiguada procedente de algún lugar de la planta inferior. Había una escalera al otro lado de la enorme y polvorienta estancia en la que nos encontrábamos. Una parte conducía hacia abajo y la otra hacia arriba. Describir aquel lugar como sucio sería quedarse corto.

Había tanto polvo como en un cajón de arena. También tierra acumulada y telarañas por todas las esquinas, y una gruesa capa de arena con huellas de pisadas cubría el suelo. Y un montón de polvo delante de la escalera, como si hubiesen barrido hasta allí los escombros del piso de arriba.

Desde luego, aquella casa parecía llevar décadas abandonada. Nos dirigimos al piso de abajo. Estaba más oscuro y lleno de telarañas. Allí no había escaleras hacia abajo, tan solo un agujero en el suelo, de un metro de ancho, por el que asomaba una luz. El zumbido procedía de allí. Me asomé a mirar. Isabel vino tras de mí. Ya no se oía hablar a Simon y al pelirrojo; se oían otras voces que sonaban a europeas. Alguien hablaba alemán allí abajo, y le respondía otra voz también alemana. ¿Quién demonios trabajaba en aquella excavación?

Una brillante escalerilla conducía al interior del agujero. Me agarré a ella y me dispuse a bajar.

—Esta es una de esas ocasiones en las que no creo que se aplique eso de «las damas primero».

Miré hacia abajo.

Vi el equipo de trabajo, un generador portátil y varias cajas herméticas de plástico blanco en el suelo. Y allí había otro agujero de tamaño similar.

—No tienes que bajar si no quieres.

—¿Por qué no pruebas a impedírmelo?

No existía una respuesta educada para aquello.

En la parte baja de la escalera el aire era denso. El generador estaba funcionando y de él salía una tubería roja de unos dos o tres centímetros de grosor que se internaba en el siguiente agujero. El interior de mi boca estaba cubierto por una arenosa capa de polvo. En aquella planta las paredes estaban hechas de unos bloques de piedra cuadrados de unos treinta centímetros de anchura. No estaban cubiertos de escayola como los de la planta superior.

Miré a mi alrededor. En un rincón había una pila de madera vieja de color pálido que me llegaba más o menos a la altura de la rodilla. Aquella estancia tenía una forma distinta a las de arriba. Estaba orientada en una dirección diferente, en diagonal con respecto a las de arriba, como si el edificio del que había formado parte estuviese orientado de forma distinta. Olía a combustible y el ruido era mucho más audible ahora que nos encontrábamos en la misma planta que el generador.

El agujero que conducía abajo estaba en el rincón, del otro lado de la habitación. Esta vez vi que asomaba una escalera en condiciones que descendía a la planta inferior. Nos encontrábamos a muchos metros bajo el nivel de la calle. Cerca de la escalera había una puerta totalmente bloqueada por un montón de escombros que parecían llevar allí mucho tiempo. ¿Adónde conduciría? ¿Por qué la habrían bloqueado desde dentro?

La temperatura allí abajo era elevada. Sentí el sudor corriéndome por la frente. La camisa se me estaba empapando a la altura de la parte baja de la espalda. Entonces asomó una cabeza por el hueco de la escalera. Y quienquiera que fuese, estaba cabreado.