La trampilla cubierta de baldosas era pesada, incluso para Arap Anach. Sabía que para entonces Susan Hunter ya estaría desesperada. La luz que se colase en el interior al levantarla probablemente la cegase parcialmente, si se encontraba cerca cuando la abriese. Después de veinticuatro horas de oscuridad, los ojos podían dañarse al volver a entrar en contacto con la luz.
La sed también la habría debilitado. Tal vez incluso estuviese inconsciente e hiciese falta una bofetada para hacerla volver en sí.
No ocurrió nada de eso.
Atisbó los escalones de piedra descendentes y parte del suelo de tierra que había al pie de la escalera. Mientras bajaba, la luz de la cocina invadió todos los rincones del sótano.
Estaba sentada, abrazada a sus rodillas, contra la pared del fondo. Tenía la mirada fija en un punto frente a ella, como si tratase de ignorarlo. De su boca no salió ni una palabra, ni un grito de clemencia.
Estuvo tentado de admirarla por aquello, pero la sensación le duró poco.
Dejó una botella de agua en el suelo.
—Esto es para usted. Me resulta más útil viva que muerta.
Cabeceó una vez, como si la idea del agua le hubiese provocado una respuesta involuntaria que controló lo más rápido que pudo. No abrió la boca.
—Aquí tiene un poco de arroz. —Le mostró una tarrina de arroz mezclado con huevo—. Y ahora hará una cosa más por mí.
Los ojos de ella estaban clavados en él. Eran los ojos de un gato que contempla a un depredador inmensamente más grande que él.
Se dirigió hacia ella y dejó una hoja de papel en el suelo con un lápiz al lado.
—Va a escribir ahí unas cuantas frases sobre por qué vino a Israel y luego a firmar con su nombre.
Retrocedió y los ojos de ella lo siguieron.
—Espero poder soltarla pronto, doctora Hunter —dijo—. Ya ha sufrido bastante y no quiero retenerla más de lo necesario. Estoy negociando su liberación ahora mismo. En cuanto escriba lo que le digo, se lo enviaré a la gente con la que estoy negociando.
Ella no se movió.
Arap cogió la botella de agua y se la colocó sobre la parte interna del brazo, a la altura del codo, junto con la tarrina de arroz. Se volvió en dirección a la escalera.
—Eso es lo que han pedido, una prueba de que sigue usted viva. Tal vez se muestre más dispuesta a cooperar mañana, cuando esté un poco más débil.
—Lo haré —dijo ella. Su voz aún era fuerte; eso era buena señal.
Tardó solo un minuto en escribir las pocas frases que él le dictó y en añadir su firma. Luego bebió con ansia de la botella. Ni siquiera hizo amago de coger la tarrina de plástico, pero él la dejó allí de todos modos.
Una vez arriba, después de empujar la trampilla hasta que las baldosas del suelo quedaron de nuevo perfectamente alineadas, salió al patio en el que estaba el brasero de hierro. Se sostenía sobre tres patas a poco más de un metro del suelo. El receptáculo en forma de cuenco, que pendía de una fina cadena de hierro, estaba ennegrecido por el uso y el tiempo.
Se lo había comprado muchos años atrás a un hombre que afirmaba que había sido forjado en un templo en honor a Baal descubierto a solo unos cientos de metros de donde se encontraba. Era la razón por la que había alquilado el olivar y la vieja granja otomana. El receptáculo tenía forma de dos manos juntas y ahuecadas.
Había repetido aquella ceremonia unas cuantas docenas de veces. Le ayudaba a despejar toda duda. No había sufrido de aflicción durante un largo tiempo, pero era importante seguir celebrando la ceremonia. Le recordaba qué era lo importante, que el fin justifica los medios.
Los antiguos sabían cómo funcionaba la mente humana. Cuando las tribus se disputaban el poder, necesitaban una ceremonia para ayudar a sus gentes a lograr un estado mental en el que resultase placentero asesinar a otro ser humano, derrotar a su enemigo, ver a alguien sufrir, morir y disfrutar de ello.
Era una ceremonia que se remontaba a una época anterior a Mahoma, anterior a Cristo, anterior incluso a Moisés, y a toda su charlatanería sobre la compasión y el amor al prójimo.
Arrugó el papel en el que Susan había escrito y lo puso en el receptáculo. Luego cogió el cuchillo que colgaba de la parte superior de una de las patas, puso la punta en la llama y se pinchó el dorso de la mano. Brotó una gota de sangre. Inclinó la mano y la gota cayó sobre el papel formando una mancha de un rojo intenso.
Acercó la vela de cera de abeja al papel, que se destruyó en segundos. Solo quedaron cenizas. Las apretó con los dedos y se embadurnó la cara con ellas. Todo estaba listo. Las esperanzas de ella habían crecido. Era el momento.
El juego final podía empezar. La muerte estaba esperando a que le tocase representar su papel estelar.