A la mañana siguiente cogimos un taxi hacia la Via Dolorosa. Si uno se imagina la Ciudad Vieja de Jerusalén como un cuadrado trazado toscamente, un laberinto de callejones tortuosos, la colina del monte del Templo con la dorada cúpula de la Roca flotando sobre ella se sitúa abajo a la derecha. Y la Via Dolorosa corre casi de derecha a izquierda atravesando el centro, de este a oeste, justo sobre el monte del Templo. Digo «casi» deliberadamente, porque la carretera describe una curva y sus dos lados no se alinean exactamente en el centro.
La Via Dolorosa termina en el interior de la iglesia del Santo Sepulcro, un lugar venerado a través de los siglos, en el que Jesús fue crucificado y enterrado. El Santo Sepulcro fue descubierto por Helena, la madre de Constantino el Grande, en el año 326 después de Cristo, después de que su hijo se convirtiese en el primer emperador cristiano de Roma. Milagrosamente, también encontró la cruz en la que Jesús había muerto, a pesar de la total destrucción física que sufrió Jerusalén a manos de Tito en el año 70 después de Cristo.
La Via Dolorosa se veneró primero en tiempos de los romanos, antes de que la ciudad cayese en manos del islam en abril del año 637. Después de aquello, los franciscanos mantuvieron vivos los rituales cristianos en la medida de lo posible. Establecieron muchos de los ritos que hoy en día se relacionan con la ruta. Sin embargo, aún se siguen dando algunas malas interpretaciones. Por ejemplo, muchos peregrinos siguen creyendo que el arco del foro de Adriano, construido en el siglo II, fue el lugar en el que Pilato presentó a Jesús a la multitud.
Leyenda, fe y una sangrienta historia se encontraban frente a frente en Jerusalén.
El taxi nos dejó en la puerta de Jaffa. Caminamos por la Ciudad Vieja hacia la capilla de Nuestra Señora. Las calles eran estrechas y estaban repletas de tiendas de suvenires y pequeños cafés. El suelo era de losas de piedra. El primer callejón descendía en pequeños escalones. Una maraña de arcos y lonas impedían el paso del sol matutino. En el principio de la Via Dolorosa pasamos junto a un grupo de peregrinos cristianos que seguían a un hombre alto con aspecto de europeo del Este que portaba una cruz sobre los hombros.
Las tiendas, de bote en bote, vendían cruces de madera, iconos, estatuas de la virgen María, rosarios, biblias, cerámica, vasos, camisetas, tazas y cientos de suvenires por el estilo. Algunas tenían alfombras persas y kilims turcos colgados fuera. Delante de muchas de ellas habían dispuesto mesas bajas con caballetes.
Eran las diez y media de la mañana y la calle estaba muy transitada. Había monjes con largos hábitos, básicamente marrones o negros, árabes con tocados, mujeres con la cabeza cubierta y turistas con cámaras; y en el cruce principal en el que se confluían dos bulliciosos y angostos callejones, soldados israelíes de mirada dura y armados con pistolas que nos vigilaban a todos.
Por fin encontramos la capilla. Casi nos la pasamos. Había una multitud amontonada en la entrada de un callejón que quedaba justo frente a ella. Me llamó la atención. La Via Dolorosa se ensanchaba en aquel punto, tal vez unos cinco o seis metros, y la entrada a la capilla estaba entre dos edificios altos de aquel inconfundible estilo mameluco que combina piedra clara y oscura.
La multitud del otro lado de la calle estaba compuesta fundamentalmente por hombres árabes, con la cabeza descubierta o con kufiyas que se agitaban suavemente sobre sus hombros. Había un cámara grabándolo todo. Me acerqué a él.
—¿Qué está ocurriendo? —pregunté.
Me miró, escupió en el suelo y prosiguió con su trabajo.
Nos dirigimos a la capilla. Tenía una antigua puerta de madera gris que, por su aspecto, era nueva cuando los cruzados llegaron a la ciudad. Estaba cerrada y había una placa sobre ella escrita en griego. Otra placa de latón pulido decía, sencillamente, «Capilla de Nuestra Señora».
¿Era aquel el final de nuestra caza de fantasmas? Miré a mi alrededor. Delante de la multitud había un grupo de policías con camisa azul que bloqueaba la entrada a uno de los callejones.
—¿Y si nos tomamos un café? Mira, por ahí hay un sitio —dije. Señalé un café de aspecto anticuado que estaba en la dirección por la que habíamos venido. Tenía un cartel de plástico rojo sobre la puerta y un menú pegado en el cristal.
Unos minutos más tarde estábamos saboreando un fuerte café solo en un rincón tranquilo del establecimiento. No pudimos conseguir mesa junto al ventanal. El resto del local estaba lleno de turistas que consultaban mapas, o de nativos apiñados alrededor de vasitos de té o tazas con bebidas de yogur.
—Hay una comisaría de policía allá atrás, cerca de la puerta de Jaffa —dijo Isabel—. En algún lugar llamado edificio Quishle. Tal vez podamos preguntarles si saben algo sobre Susan Hunter. No estoy segura de que vayamos a llegar a ninguna parte vagando por ahí sin rumbo —añadió con tono de preocupación.
—No estamos vagando sin rumbo. Estamos haciendo turismo.
—¿Qué crees que vamos a encontrar aquí? Kaiser está muerto. Lo más probable es que simplemente mencionase este lugar, sin más.
—¿Y para qué está aquí toda esa gente?
Miró el menú.
Una monja con hábito negro había entrado en el café. Debía de tener unos ochenta años. Tenía la piel arrugada, traslúcida, como la cubierta de un libro que está a punto de deshacerse. Se percibían las venas azuladas alrededor de sus ojos. Su hábito era de una lana desvaída y de aspecto áspero, y caminaba encorvada.
La oí pedir té con un acento claramente británico. Me puse de pie y me situé a su lado.
—Lamento molestarla —dije—. No he podido evitar oírla. ¿Habla usted mi idioma? —pregunté sonriente.
Me miró de arriba abajo como si se estuviese preguntando qué estupidez iba a salir a continuación de mi boca.
Levanté las manos:
—No se preocupe, no quiero pedirle nada. —Vacilé deliberadamente, y luego proseguí—: Bueno, al menos nada material.
Entrecerró los ojos. Me imaginé que se estaba preguntando si yo sería una de esas personas que padecen síndrome de Jerusalén cuando llegan a la ciudad e imaginan que son el mesías y que tienen poder para cambiar el mundo.
—Es solo que me preguntaba qué hace toda esa gente junta ahí fuera. ¿Lo sabe usted?
Tomó aire por la nariz y las fosas nasales se le comprimieron.
—Joven, no soy un servicio de noticias. —Miró al suelo, como para evitar seguir hablando. Un camarero le puso delante un vaso de papel tapado.
—Por favor —supliqué—, necesito un poco de ayuda.
—Es usted periodista, supongo —dijo ella.
Abrí la boca para negarlo, pero decidí no hacerlo.
—Me imagino que me pregunta por el djinn que todo el mundo dice que se ha liberado en esa excavación. —Volvió a inspirar con fuerza mientras me miraba fijamente a los ojos, como si supiera lo que estaba pensando, incluso aunque ni yo lo supiera—. Bueno, no tengo nada que ofrecerle sobre tales supersticiones.
Cogió el té con una mano que se me antojó una garra y echó un vistazo por encima de mi hombro como si analizase a alguien que estuviese detrás de mí.
—Encontraron a ese pobre hombre cerca de aquí, ¿sabe? —Se inclinó hacia mí—. Murió abrasado. Todos esos creen que fue obra de un djinn —dijo mirando hacia el cristal—. Espero —añadió santiguándose— que no vaya a escribir sobre espíritus malignos en la Via Dolorosa, porque no hay ninguno. Son todo supersticiones.
Negué con la cabeza.
—Desde luego que no lo haré.
—Dios lo bendiga, eso espero. Las cosas ya están bastante mal aquí. No necesitamos historias sobre espíritus malignos. —Se llevó la mano a la boca, como si hubiese hablado demasiado, y luego se santiguó—. Que Dios esté con usted —dijo antes de volverse. Atisbé el brillo de una cruz de oro que llevaba colgada al cuello. Era sencilla y de aspecto macizo.
De vuelta a la mesa, Isabel me susurró al oído:
—Espero que no la estuvieses molestando.
—Solo he averiguado que hay una excavación en marcha por ahí —dije, señalando a la multitud—. Y que la gente cree que se ha desenterrado, o molestado, o algo parecido, a un djinn. Creen que tiene algo que ver con la muerte de Max.
—¿Qué demonios es un djinn?
—Es un espíritu, ya sabes, un genio, si crees en ese tipo de cosas.
—¿Crees que Kaiser trabajaba ahí?
—Es posible.
—¿Qué tipo de excavación es?
Me encogí de hombros.
—Preguntemos por ahí, discretamente, a ver si alguien lo sabe.
Parecía una idea sencilla, pero tardamos dos horas en darnos cuenta de que no íbamos a conseguir ninguna respuesta. Nada en absoluto, ni un susurro. Cuatro comerciantes nos pidieron que saliésemos de sus locales, con distintos grados de vehemencia, tras haberles preguntado por la excavación que se estaba llevando a cabo frente a la capilla de Nuestra Señora.
La única información útil que obtuvimos fue la que nos proporcionó un policía. Tras mostrarle mi tarjeta, dijo que tenía que presentar una petición a través de una universidad israelí. Cuando terminamos de hablar con él nos dirigimos a un bar cercano cuya especialidad eran los zumos.
—Llamemos a Simon Marcus —dije.
Isabel tomó un sorbo de su zumo de naranja natural mientras miraba a través del cristal hacia el exterior. La Via Dolorosa estaba casi intransitable. Lo que había empezado siendo un grupito pequeño se había convertido en una gran aglomeración con aclamaciones y abucheos, y jóvenes soldados vestidos de color caqui y policías de azul observándolo todo.
Llamé a Simon por teléfono. Necesité tres intentos para que diera señal.
No sonaba muy contento cuando respondió.
—¿Hablaron con la policía en el vestíbulo cuando salieron del hotel? —preguntó, sin darme tiempo siquiera de contarle por qué lo llamaba.
—Me preguntaron dónde había estado. Tenía que decírselo.
—La mitad de la gente que se suponía que tenía que haber venido ayer no apareció, señor Ryan. Más tarde averigüé que les impidieron el paso en un control de seguridad en el vestíbulo. Alguien ha estado pregonando afirmaciones estúpidas sobre lo que estamos haciendo.
—No fui yo. Yo no hablé para nada de su trabajo. —Hice una pausa—. Necesitamos ayuda, Simon, por favor. —Se produjo un silencio que duró unos segundos.
—¿Qué clase de ayuda? —No sonaba demasiado entusiasta.
—Estamos intentando averiguar algo sobre la excavación en la que Kaiser estaba trabajando. Todo el mundo se anda con evasivas.
Isabel me hacía gestos para que le pasase el teléfono.
—Isabel quiere hablar con usted. —Le di el teléfono a ella.
Habló con él durante unos minutos. Sonaba a que se entendían bien. Demasiado bien.
—Es muy amable por su parte el ofrecerse a que nos veamos —dijo, después de un largo rato escuchándolo—. Estamos en un bar de zumos en la Via Dolorosa, cerca de la capilla de Nuestra Señora. Creemos que es donde trabajaba Kaiser. ¿Lo conoce?
Él dijo algo y ella le dio de nuevo las gracias.
—Le estabas dorando la píldora —dije cuando hubo concluido la llamada.
—¿Quieres su ayuda o no?
—Sí, pero si te pide una cita, que se lleve un rápido y despectivo «no» —respondí señalándola con el dedo.
—Yo diría que lo que le interesa es otra cosa.
Pensé en ello por un segundo.
—¿Crees que quiere trabajar con el instituto?
—¿Tú no querrías? Tu instituto está a la cabeza mundial de la investigación académica en un montón de áreas. O eso es lo que dice vuestra página web. ¿Acaso es mentira?
—¿Has entrado en nuestra página web?
—Solo para asegurarme de que no eras un impostor.
—Muy bonito.
Pero tenía razón. Probablemente buscase información sobre nosotros tan pronto como salimos del hotel. Y no me había colgado el teléfono, aunque estuviese enfadado.
Pedí otro zumo. Observamos a la gente que nos rodeaba. En una mesa cercana había un grupito de hombres estadounidenses con la cabeza rapada. Parecía como si estuviesen rezando; todos tenían los ojos cerrados y uno de ellos susurraba algo que no alcancé a captar. Con ellos había un tipo con una larga barba que parecía un profeta del Antiguo Testamento. Leía algo en un pesado libro con los bordes de las páginas dorados y mascullaba.
—Djinn es una palabra que deriva de la raíz árabe que significa «esconder» —nos explicó Simon una hora más tarde, cuando llegó y le conté lo que habíamos averiguado hasta entonces.
—Es una palabra interesante —dijo Isabel.
—Lo interesante es que la gente siga creyendo en esas cosas —repuse yo.
Simon ladeó la cabeza y me dedicó su mejor expresión condescendiente.
—Pero en la muerte de Max hubo maldad, ¿no es cierto? Así que el mal no ha muerto, Sean. Las otras palabras que derivan de la palabra «djinn» también son interesantes. Son «majnūn» (loco) y «janin» (embrión).
—¿Qué clase de excavación es esa? —preguntó Isabel, dedicándole una de sus sonrisas rebosantes de amabilidad. Le propiné una patada por debajo de la mesa y su sonrisa se volvió aún más cálida.
—Puedo decirle algo mejor —dijo él, con el pecho henchido mientras hablaba—. He hecho unas preguntas por ahí después de que ustedes me contaran que probablemente Kaiser trabajase aquí. Uno de mis colegas arqueólogos estuvo implicado en los inicios de esta excavación. Me lo contó todo sobre lo que afirman haber encontrado. —Hizo una pausa, sonriendo—. Pero lo mejor de todo es que, si este es el sitio para el que le di a Max mi recomendación, deberían permitirme echar un vistazo. Tengo todos los motivos del mundo para ver el lugar después de lo que le ocurrió.
—¿Por qué no vamos allí ahora? —dije medio levantándome de la silla.
—¿No quiere saber lo que averigüé sobre la excavación? —preguntó Simon.
Me volví a sentar.
—Adelante.
Antes de hablar miró a su alrededor, como si fuese a decir algo importante.
—En primer lugar, debo hacerles una advertencia, igual que mi colega me la hizo a mí. —Debió de percibir la expresión de mi rostro, pues a continuación añadió—: Todos debemos ser escépticos acerca de los lugares sagrados que de vez en cuando se proclama haber encontrado en esta ciudad. Les recomiendo fervientemente que lo sean. —Hizo un gesto con la mano en el aire para enfatizar las palabras «recomiendo fervientemente».
—¿Qué se proclama? —preguntó Isabel.
—Mi amigo dijo que han encontrado el sótano de una villa romana del siglo I.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—No, eso no es todo. —Volvió la vista hacia atrás. Los americanos seguían rezando. Simon movió su silla de plástico hacia delante y bajó la voz—. Encontraron una referencia a Poncio Pilato —dijo, alzando las cejas.
—¿Se refiere al tipo que condenó a muerte a Jesús? —preguntó Isabel con ojos maravillados. Era buena actriz.
—Sí, sí.
—Creí que no había pruebas siquiera de su existencia —dije.
—Eso no es cierto —replicó Isabel negando con la cabeza—. Encontraron una inscripción referente a Pilato en la ciudad de Cesarea Maritíma hace unos años.
Simon le sonrió.
—¿Entonces qué han encontrado aquí?
—Algo asombroso —dijo él—. No van a creerlo.