16

El edificio de apartamentos de Jabotinsky tenía cuatro plantas y ocho apartamentos, dos por planta. Había resultado fácil averiguar qué edificio era el de Kaiser: había una enorme mancha negra a la altura del balcón en la fachada. Habíamos recorrido todo el camino hasta la rotonda y habíamos vuelto sobre nuestros pasos, y era el único edificio que tenía daños por fuego.

Parecía como si un murciélago gigante se hubiese estampado contra la fachada, más o menos a media altura.

Las ventanas del apartamento estaban manchadas de hollín y la puerta del pequeño balcón estaba ennegrecida, como si el humo se hubiese colado a través de ella.

La entrada al portal estaba en un lateral del edificio. La puerta principal era de madera pintada de negro y tenía un aspecto sólido y seguro. Tras tres intentos fallidos de llamar al portero automático de cada uno de los apartamentos diciendo que necesitábamos entrar a una fiesta, entramos.

Subimos en un diminuto ascensor metálico. La puerta del apartamento que había sido de Kaiser estaba cerrada con llave. Llamé suavemente y nadie respondió. Estaba precintada con cinta azul y blanca, así que en realidad no esperaba que hubiese nadie. La puerta también era de un color diferente al del resto de las del rellano: la que había pertenecido al apartamento de Kaiser estaba sin pintar.

Parecía como si hubiesen echado abajo la original y la hubieran sustituido. La gente que vivía en el resto del bloque había tenido suerte de que el fuego no hubiese arrasado todo el edificio. Alguien debió de llamar a los bomberos con bastante rapidez.

—Apuesto a que uno de los vecinos avisará a la policía después de que hayamos llamado a todos los timbres —dijo Isabel—. No deberíamos entretenernos demasiado. Pensarán que hemos vuelto para quemar el resto del edificio.

—No hay nada como ser optimista —dije yo.

—No estaba siendo optimista —repuso.

—Eso es lo que he dicho.

—Deberías presentar tu propio programa de humor —replicó pulsando un botón junto al ascensor.

Empujé la puerta del apartamento de Kaiser, pero no tuvimos suerte: no abrió. Busqué en la parte de arriba del marco de la puerta, y en el de un ventanuco que había cerca. Alguien debía de haber dejado una llave por allí. Hasta miré en una polvorienta planta de aloe vera que estaba sobre el alféizar de la ventana. No hubo suerte.

El ascensor llegó. Mientras entrábamos en él, Isabel dijo:

—¿De verdad crees que esto nos ayudará a encontrar a Susan?

—No lo sé. —Las puertas se cerraron. Olía a desinfectante.

—Me recuerdas a un yorkshire terrier que tuvimos una vez. Cuando atrapaba algo con los dientes, era endemoniadamente reacio a que se lo quitaran.

Por supuesto, tenía razón. No deberíamos estar allí, tentando otra vez a nuestra suerte. Deberíamos estar de vuelta en Londres, especialmente después del lío en el que nos habíamos metido en Estambul.

Pero la parte testaruda de mí decía «A la mierda todo eso: te quedaste de brazos cruzados una vez, Sean, antes de que muriese Irene. Eso se ha acabado: ya no eres el tío que se queda de brazos cruzados».

Y además, no me importaban las consecuencias que me acarrease aquello.

—A lo mejor es que el drama es mi debilidad —contesté.

Salimos afuera.

—No, tu debilidad es hacer lo correcto —replicó ella con tono suave—. Y te culpas demasiado por ello.

Tenía razón. Pero era como si necesitase que alguien me lo repitiera una y otra vez para que me entrase en la cabeza.

Le agarré el brazo.

—Mira, ahí es donde tiran la basura —dije señalando una hilera de cubos de plástico negros situados en una esquina bajo un cobertizo de madera y con un número cada uno.

—Diviértete —dijo.

Me dirigí al cubo que tenía un número tres pintado en blanco en un lateral. No había nada dentro. La policía debía de haberse llevado las bolsas.

Se oyó un portazo y el eco de unos pasos. Me sentí como un delincuente, allí junto a los cubos de basura. Me encaminé de nuevo hacia donde Isabel me estaba esperando, cerca de la carretera.

—¿Puedo ayudarlo? —dijo una voz aflautada.

Me volví. Era un hombre mayor con cabello blanco y aspecto desgarbado. En un abrir y cerrar de ojos, tomé una decisión.

—Hemos venido a ver lo que le hicieron a la casa de Max.

Se giró y miró hacia arriba, hacia la fachada del edificio.

—Sí, es terrible —dijo—. El señor Kaiser no se merecía eso. Siempre era muy amable con nosotros cuando nos encontrábamos.

Dirigió sus pasos de nuevo hacia el edificio.

Isabel, a mi lado, preguntó:

—¿Le dijo en qué lugar de la ciudad estaba trabajando?

El hombre se detuvo y se giró.

—¿Quiénes son ustedes? —dijo.

—Trabajamos en un proyecto con Max en Estambul —respondí. Lo cierto era que las circunstancias nos habían hecho tropezar brevemente, pero eso no iba a decirlo.

Saqué mi cartera, cogí una de mis tarjetas y se la ofrecí. Él la miró como si estuviera sucia.

—Estamos intentando averiguar qué le sucedió a Max.

—Nunca me contó dónde trabajaba. No puedo ayudarlos. Buenas noches.

Había una mujer observándonos junto a la puerta del bloque de apartamentos. Sostenía un gato entre sus brazos.

—Tal vez se lo contó a su esposa —sugerí.

Él se encogió de hombros. Fui tras él, que se detuvo en la puerta y se volvió.

—Lamento molestarla —dije. La mujer me miraba fijamente con expresión suspicaz—. Estamos intentando averiguar lo que le ocurrió a Max Kaiser. ¿Alguna vez le dijo dónde trabajaba, aquí en Jerusalén?

Miró a su marido, que se encogió de hombros.

—Lo que le ocurrió fue espeluznante —dijo—. ¿Sabe? Son ustedes las primeras personas que vienen aquí a interesarse por él. ¿Cómo es que lo conocían?

—Lo conocimos en Estambul. Yo trabajaba allí para el Consulado Británico —contestó Isabel.

La mujer sonrió.

—Mi madre huyó a Inglaterra durante la guerra —dijo.

Quería presionarla un poco más, pero decidí esperar.

Se llevó la mano a la mejilla.

—Solíamos encontrarnos al señor Kaiser en la escalera. Siempre iba cubierto de polvo, y siempre a toda prisa.

—¿Le dijo dónde trabajaba?

—No.

Estaba a punto de volverme para irme cuando añadió:

—Pero le oí decir algo sobre la iglesia de Nuestra Señora. No me pregunte dónde está. Yo estaba buscando a mi pequeño Fluffy por allí y él estaba entrando en un taxi con otro hombre. —Acarició la cabeza del gato y luego señaló los arbustos que había junto a la carretera—. No pretendía fisgonear —dijo mirándome a mí y luego a Isabel.

—Gracias —le dije. No tenía ni idea de si la información iba a resultarme útil, pero al menos tenía algo.

Volvimos sobre nuestros pasos en dirección a la rotonda. Esperaba volver a ver el coche de policía, pero no apareció. Finalmente vimos un taxi con la luz encendida. Quince minutos más tarde estábamos en el hotel.

—¿Puede decirme dónde está la iglesia de Nuestra Señora? —le pregunté al recepcionista.

El hombre de detrás del mostrador negó con la cabeza.

—Hay una en alguna parte de la Ciudad Vieja —respondió—, pero es todo lo que sé.

Al llegar arriba lo busqué en internet. La wifi funcionaba de nuevo; con lentitud, pero al menos estaba conectada y funcionando.

—¿Ha habido suerte? —preguntó Isabel, saliendo del baño.

—Lo que más se parece a ese nombre es la capilla de Nuestra Señora, justo en la Via Dolorosa.

—Esa es la calle por la que la gente carga con la cruz en Pascua, ¿verdad? —dijo Isabel.

—No solo en Pascua, todo el año.

—Estupendo, nos estamos metiendo en la boca del lobo.

—Tal vez Kaiser solo estuviese haciendo un poco de turismo —sugerí.

—¿En una oscura capilla?

—Vayamos mañana a echar un vistazo.

La Via Dolorosa era una de las atracciones turísticas más transitadas de la ciudad. Irene había querido ir a Jerusalén durante mucho tiempo. Le interesaban todas esas cosas. Yo siempre estaba muy ocupado, siempre creí que íbamos a tener más tiempo.

Irene había crecido con las historias sobre Jerusalén de la catequesis de los domingos de la escuela anglicana. A mí me habían educado en la fe católica, pero el exceso de escándalos y sus anticuadas normas me habían apartado de ella. Ahora, en cambio, quería ver la Via Dolorosa.

Me asaltó el recuerdo de mi padre acudiendo asiduamente a misa. Nunca me había obligado a ir con él, pero siempre supe que quería que lo hiciera.

Tras marcharme de casa, nunca más volví. Irene solía fastidiarme con ese tema preguntándome en qué creía yo. Nunca había podido darle una buena respuesta, salvo que la indiferencia se pudiese considerar una buena réplica. Entonces era muy bueno en eso.

Para Irene, todo aquello tenía más significado. No era practicante, pero creía en lo de ayudar a la gente.

Se había presentado voluntaria para ir a Afganistán. No tenía por qué hacerlo; dirigía la sala de emergencias de un ajetreado hospital. Había sido la más joven de su promoción en alcanzar un puesto de tal importancia. Tenía responsabilidades, y ella se imponía muchas más. Pero quería dar.

Pude sentir la ira creciendo dentro de mí.

Durante un tiempo, desde que estaba con Isabel, la ira se había disipado. Estar en Jerusalén buscando a Susan estaba trayéndola de vuelta.

Esa noche hicimos el amor. Isabel estaba muy hermosa, pero yo estaba distraído, algo que nunca me había ocurrido con ella. La visita a Jerusalén me estaba desestabilizando.

Uno de mis problemas era que en los diez años que había estado con Irene no había deseado a nadie más. Sé que suena irreal, pero es verdad. Había cerrado mi mente a otras mujeres. Por supuesto, algunas me parecían atractivas, pero Irene era todo lo que siempre había querido en mi vida.

Y me resultó difícil abrirme a alguien después de su muerte.

Isabel era la primera persona en la que sentía que podía confiar de verdad. Uno de los comentarios que había hecho se me había quedado grabado en la cabeza: «Eres fuerte, Sean, pero eso no basta: necesitas amor».

Eso era lo mejor de estar con Isabel: que me sentía cuidado.

Me sentía querido.