La agente de policía había abierto la puerta trasera del vehículo policial y había entrado en él. Me la imaginé examinando mi pasaporte con detalle, tal vez fotografiándolo, o verificándolo en el ordenador, pero podría estar haciendo cualquier cosa detrás de aquellos cristales tintados.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Isabel, que estaba a mi lado.
La otra agente controlaba a la gente que pasaba y no me quitaba el ojo de encima. No era necesario que se molestase: no me iba a ir a ninguna parte sin mi pasaporte.
—Quería saber si estoy ayudando a Simon. Tengo la impresión de que lo sabe todo sobre él.
Isabel esperó conmigo.
Entonces reapareció la primera agente. Solamente había estado fuera unos minutos. Me devolvió mi pasaporte mientras decía:
—Tenga cuidado en Israel, doctor Ryan. La situación actualmente es complicada. Tenemos que comprobarlo todo dos veces. Lamento haberlo entretenido.
Pasé rápidamente junto a ella. Era evidente lo que había querido decir: estaba avisado.
Observé cómo Isabel le entregaba su pasaporte. La agente lo examinó con cuidado, le hizo unas preguntas y se lo devolvió.
No nos habían preguntado sobre dónde nos alojábamos y eso me intrigaba. Tal vez no fuese necesario: el hotel había fotocopiado nuestros pasaportes en nuestra presencia al hacer el registro. Probablemente usasen esas copias para hacer comprobaciones con la policía. Y con la cantidad de cámaras de seguridad que nos rodeaban, seguro que sabían más acerca de nuestros movimientos que si hubiesen puesto a alguien para seguirnos.
Retrocedimos hacia la puerta de Jaffa.
—¿Cuál es el número de teléfono de Simon? —le pregunté a Talli.
—Te ha dicho todo lo que sabe, estoy segura —respondió ella después de facilitármelo—. Tenemos fama de ayudar a académicos de otras universidades. —Extendió la mano para despedirse.
—Gracias, Talli. Aprecio tu ayuda, significa mucho para mí. Dentro de una o dos semanas envíame un correo para contarme en qué estás trabajando. Tal vez puedas venir tú también y hacer una ponencia.
Sonrió y se marchó. Isabel y yo nos dirigimos a un taxi que acababa de pararse y estaba descargando a una familia de turistas estadounidenses.
Volví a comprobar mi teléfono: Susan no me había devuelto la llamada. Marqué su número. Debía de ser la décima vez que lo hacía desde que había sonado mi móvil por última vez. Seguía sin estar disponible.
La posibilidad de que la llamada hubiese sido accidental adquiría cada vez más peso. Tal vez le hubiesen robado el teléfono. Tal vez alguien lo hubieses encendido un momento y pulsado el botón de rellamada antes de extraer la tarjeta SIM.
—¿Puede llevarnos a Jabotinsky? —le pregunté al taxista. Me miró como si fuese un cebo a la deriva sobre la superficie del agua. Luego sonrió con picardía. Era joven, llevaba barba de varios días y una camiseta con un estampado de manchas de pintura rojas y verdes.
—Son ustedes turistas, ¿verdad? ¿A qué parte de Jabotinsky van? Es una calle larga, amigo.
—Más o menos por el medio —respondí. Se puso en marcha. Isabel intercambió con él frases de cortesía durante unos minutos. Yo intentaba averiguar el significado de todo lo que me había contado Simon. ¿Era relevante que estuviese implicado en un proyecto del becerro rojo? Probablemente no. No eran más que otro puñado de apocalípticos, ¿no?
Aun así, me sentía intranquilo.
El taxi se detuvo unos minutos más tarde en una larga calle que conducía a una colina y que estaba flanqueada de edificios de apartamentos de tres plantas. Los edificios estaban retirados de la carretera. Palmeras, algarrobos, eucaliptos y una serie de arbustos los separaban de la calle. En lo alto de la colina había una pequeña rotonda.
—Este es el centro de Jabotinsky. Desde aquí pueden caminar en cualquiera de las dos direcciones, pero no hay demasiado que ver.
Yo estaba desanimado: aquello no iba a resultar fácil. Me esperaba una calle bulliciosa con tiendas, tal vez cafés, gente con la que pudiésemos hablar para preguntarles si habían visto a un estadounidense que encajase con la descripción de Kaiser. No era un tipo anodino que pasase desapercibido. Pero aquella era una calle muy larga repleta de edificios de apartamentos sin personalidad.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Isabel.
—¿Qué te parece si buscamos un sitio para cenar? Mira todos esos restaurantes —dije haciendo un gesto a nuestro alrededor.
Ella se colocó las manos en la cadera y giró sobre sus talones.
—Sí, hay mucho donde elegir.
Junto a nosotros pasó una moto de reparto de pizza.
—Hay pizza en alguna parte —dije.
—Maravilloso, ¿vas a echar a correr detrás de él? —El ruido de la moto desapareciendo de nuestra vista se diluyó en la distancia.
—Vayamos hacia allá —propuse señalando hacia abajo, hacia la Ciudad Vieja—. Tenía que vivir a uno de los lados de la rotonda. Eso nos da un cincuenta por ciento de posibilidades de estar en la buena dirección. —Echamos a andar por la acera.
El tiempo estaba empeorando. Eran las tres y media de la tarde y hacía más frío del que esperaba, como en Londres a mediados de marzo. Lo único que le faltaba a Jerusalén para parecerse del todo era que empezase a llover.
Más adelante, donde la carretera describía una curva, había un coche rojo aparcado. Mientras lo observábamos, arrancó y se alejó. Un grupo de jóvenes caminaba hacia nosotros. Eran como una especie de fiesta en movimiento: los chicos se arremolinaban en la parte exterior del grupo vestidos con largas camisetas, la mayor parte con el nombre de grupos de música oscura. Las chicas iban agarradas del brazo y riéndose.
Cuando estuvieron más cerca, me aproximé a uno de los chicos. Era alto, tenía una expresión de desconcierto y llevaba unas gafas a lo Clark Kent.
—¿Conoces a un arqueólogo estadounidense que vive por aquí? —le pregunté.
Contestó con un acento claramente neoyorquino.
—Sí, claro, la mitad de los profesores de nuestra universidad parecen arqueólogos estadounidenses.
Una de las chicas se detuvo delante de nosotros.
—¿Qué estáis haciendo en Israel? —dijo. Tenía una espesa mata de cabello castaño y rizado y una agradable sonrisa.
—Estamos buscando a un amigo nuestro que se ha perdido —dijo Isabel.
Todos ellos rondaban la veintena.
—Todo el mundo busca a alguien —dijo la chica.
El chico observaba a Isabel con mucha atención y una gran sonrisa en la cara. Ya me había percatado de que la mayor parte de los hombres la encontraban atractiva.
—¿Quieres venir con nosotros a tomar unas cervezas? —preguntó, sin siquiera mirarme a mí. El cabello negro y liso de Isabel, junto con sus vaqueros oscuros y ceñidos, le quitaban al menos cinco años de encima. Podría pasar fácilmente por alguien de veintimuchos años.
—Tú también puedes venir —añadió la chica, apartándose el pelo de la cara—. Vamos todos a una fiesta. ¿Sois judíos?
Negué con la cabeza.
—No importa —replicó—. Percibo acento americano en tu forma de hablar.
—Crecí en los Estados Unidos —le expliqué—. Luego destinaron a mi padre a Inglaterra.
—Oh, pobrecito, teniendo que escuchar Oasis todos los días.
—Me gusta Oasis.
Isabel me miraba escéptica. Le indiqué con un gesto que continuásemos con ellos. Tal vez pudiésemos hacerles unas cuantas preguntas sobre lo que ocurría en aquel barrio.
Mientras caminábamos, la chica se volvió hacia su amiga, que era más alta que ella y me sonreía. Aparté la mirada. La siguiente vez que la miré tenía un enorme porro en la boca que desprendía una nube de humo azul, como si de una central térmica se tratara. Aquello no era lo que yo necesitaba: ser arrestado no entraba dentro de mis planes.
—Creo que es mejor que tires eso —dije, volviéndome hacia ella—. Hay un coche de policía justo detrás de nosotros. —Era cierto, acababa de verlo. Tenían que estar siguiendo a aquel grupito.
La chica giró rápidamente la cabeza y me miró de nuevo.
—Maldita sea —dijo.
El porro se escurrió entre sus dedos.
—Os alcanzaremos después —dije, cogiendo a Isabel del brazo—. Van a arrestarlos a todos en cualquier momento. —Isabel les dijo adiós con la mano mientras nos apartábamos de ellos y nos dirigíamos a un portal, como si fuésemos a entrar en uno de los edificios de apartamentos—. No creo que pasar la noche en una celda vaya a ayudarnos.
—Puede que supiesen algo —dijo Isabel.
Negué con la cabeza.
—Tiene que haber un modo mejor.
Me detuve y me agaché a atarme los cordones de las zapatillas, mirando hacia la carretera. El coche de policía pasó junto a nosotros a velocidad de peatón. La agente que estaba de nuestro lado, que llevaba unas enormes gafas de sol, nos miró, inquisitiva, al pasar. A cambio, le dediqué una sonrisa. ¿Qué podían hacernos? ¿Acusarnos de hablar con alguien?
—Tengo una idea —dije.
—Espero que sea mejor que la última.
—Vamos.
Caminamos hacia la parte baja de la calle. Diez minutos más tarde estábamos en el local más cercano de pizza para llevar.
—No, quiero sentarme a comer —protestó Isabel—, no comer pizza junto a la carretera.
—No tienes que comer nada —dije—, no te preocupes.
Saqué dos billetes de doscientos shéquels de mi cartera y me dirigí al repartidor que estaba junto al gran escaparate de la pizzería. Estaba apoyado en su moto y tenía puestos unos enormes auriculares que se quitó cuando empecé a hablar.
—Hola, ¿puedes ayudarnos? Se supone que he quedado con un amigo mío aquí para ir a una fiesta. Es estadounidense, un tipo llamado Max Kaiser. Es un tío grande, con pelo negro y espeso, un profesor de aspecto juvenil. Vive en Jabotinsky, pero por más que me empeño no recuerdo en qué número. Si puedes decirme dónde vive, te doy esto a cambio. —Extendí la mano con los dos billetes—. No quiero perder la oportunidad con esa —añadí señalando a Isabel con la cabeza.
El chico, con aspecto más de árabe que de judío, me miró como si yo fuese un demente. Tenía la barba mal repartida por la cara y llevaba colgada al cuello una colección de collares de cuentas.
—No puedo ayudarte —dijo—. No sé de quién me estás hablando. —Se giró, dejando claro que incluso aunque supiera algo, no me iba a decir nada útil.
—¿Cuántos repartidores tiene este sitio?
Me miró y apartó la vista, llevándose el móvil a la oreja como si de repente hubiese recordado que tenía que hacer una llamada urgente.
Entramos en el local y le pregunté al chico que estaba detrás del mostrador cuántos repartidores tenían. Me miró como si no tuviera idea de en qué idioma le estaba hablando. Señaló el cartel de plástico que había sobre su cabeza. Otro chico más corpulento nos observaba fijamente, como si se estuviese preparando para sacar un bate de béisbol al menor atisbo de problemas. Sin embargo, teniendo en cuenta el país en el que nos encontrábamos, probablemente tuviese un subfusil Uzi con la licencia en regla bajo el mostrador.
—¿Qué pizza quiere? —dijo el primer hombre. Sonaba como si llevase un siglo fumando.
Isabel se inclinó sobre el mostrador; el hombre no le quitaba los ojos de encima.
—¿Tenéis un repartidor que se llama David? —preguntó.
Se miraron entre sí, tratando de dilucidar por qué una mujer como Isabel estaría buscando a un repartidor en concreto. Casi podía ver sus cerebros repasando todas las posibilidades.
—No tenemos a ningún David aquí, lo siento —respondió negando con la cabeza.
—¿Cuántos repartidores tenéis?
—Dos. Allí está el segundo, y no se llama David —dijo señalando.
Me volví. Una segunda moto de reparto se había detenido fuera. El chico que la montaba era inmenso y hacía que la moto pareciese diminuta. Salí y me dirigí a él.
—Tu jefe ha dicho que podrías ayudarnos —dije señalando hacia el local. El tipo que estaba detrás del mostrador nos saludó con la mano. El repartidor lo miró a él y luego a mí—. Estamos buscando a un estadounidense llamado Max, un tipo con mucho pelo. Se supone que tenemos que ir a su casa esta noche, pero he perdido su número. Sé que vive en alguna parte de Jabotinsky. —Me incliné hacia él—. Tu jefe dice que puedo darte esto —añadí tendiéndole los dos billetes que tenía en la mano.
Él los miró y luego me volvió a mirar a mí.
—Sí, conozco a tu amigo americano, pero llegas tarde. Su apartamento ardió. Hace semanas que no está aquí. Si vas por Jabotinsky, el sitio no tiene pérdida. Pero no creo que quieras ir esta noche, no lo encontrarás ahí. —Cogió los billetes de mi mano extendida y entró en el local.
Isabel seguía hablando con el hombre del mostrador. Si el apartamento de Kaiser había ardido, era probable que resultase fácil verlo desde la calle. Teníamos que volver por Jabotinsky.
Pero una parte de mí no quería hacerlo.
No quería ver lo que le había ocurrido a su apartamento. Hasta aquel momento su muerte había sido algo lejano.
Ahora no podía evitar pensar en lo que le había ocurrido, y aquello hizo crecer la intranquilidad dentro de mí.
Me imaginaba cómo debía de haber sido: las llamas calcinándolo. No se me ocurría una tortura peor. Pronto no me haría falta imaginármelo.