La llamada saltó directamente al buzón de voz. Me desinflé de forma inmediata. Isabel debió de notármelo en la cara.
—¿Quién era?
—Susan Hunter. ¿Te lo puedes creer? Ahora tiene el teléfono apagado. ¡Ni siquiera he podido llegar a hablar con ella!
—¿Entonces está en alguna parte?
—No tengo ni idea. Volveré a intentarlo en unos minutos.
Simon estaba de pie a mi lado.
—Puedo colocar yo estos —dijo, poniendo la mano sobre los informes.
—No importa, yo lo hago —repliqué.
Retiró la mano.
—Intento ayudarle, doctor Ryan.
—Lo sé —dije—, es solo que estoy un poco distraído.
Me giré y retomé el reparto de las carpetas.
Intenté llamar al teléfono de Susan otras dos veces en los siguientes cinco minutos. La respuesta fue la misma que en todas las ocasiones que había tratado de llamarla en los últimos seis días, desde que me había enterado de lo de Kaiser.
«El número que ha marcado no se encuentra disponible. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde». Debían de ser las dieciséis palabras más frustrantes que había oído nunca.
Cuando terminé con los informes, Simon estaba colocando una pila de folletos en una de las mesas de la zona alta de la sala. En la otra mesa había un ordenador portátil listo para ser utilizado.
Se sentó frente al ordenador, se volvió y me hizo gestos para que me acercara a él.
—Esto es lo que quería enseñarles. —Hizo clic en un archivo que se abrió lentamente.
—¿Quién viene a esta reunión? —pregunté, agachándome un poco.
—Unos cuantos solideos de hierro —respondió sin levantar la cabeza.
—¿Solideos de hierro?
—Son un tipo de judíos ortodoxos —apuntó Isabel.
Se había situado al otro lado de la mesa. Estaba muy guapa con su camisa negra.
—Tiene usted razón —dijo él señalando a Isabel—, pero eso no significa que comparta sus puntos de vista.
—¿Qué puntos de vista?
Escruté lo que aparecía en la pantalla de Simon. Era una imagen ampliada de una cadena de ADN real con líneas y etiquetas que señalaban varios rasgos de la misma. Estábamos observando algo que medía unos dos nanómetros y medio, una milmillonésima parte de un metro. Resulta difícil imaginar siquiera algo así de pequeño.
—No voy a explicar lo que ellos creen, pero les diré una cosa: están buscando a alguien que pueda llevar a cabo una disección de ADN no destructiva, alguien que pueda manipularlo hasta el nivel molecular. Y están dispuestos a pagar una buena cantidad de dinero por la investigación que pueda lograr algo así.
—Participa en uno de esos proyectos del becerro rojo, ¿verdad? —preguntó Isabel con los ojos como platos.
Él la miró fijamente, sonriendo.
—¿Qué es un proyecto del becerro rojo? —pregunté yo.
—Es un proyecto para crear uno de los símbolos bíblicos de la llegada del mesías —contestó Isabel.
—¿Qué? —dije.
—Los cristianos apocalípticos quieren criar una vaca roja perfecta, acto que significaría que ha llegado el momento de construir un nuevo templo —explicó ella.
Si aquello era en lo que Simon estaba trabajando, estaba más loco de lo que yo creía.
Simon sacudió la cabeza de un lado a otro, como si se estuviese sacudiendo agua.
—No lleva mucho tiempo en Jerusalén, ¿verdad? —inquirió con una benévola expresión de irritante superioridad—. En esta ciudad hay más locos por metro cuadrado que en cualquier otro lugar del mundo. Pare a la gente por la calle e intente preguntarles sobre su opinión religiosa. Obtendrá predicciones sobre el fin del mundo, o sobre el mahdi, o sobre que las puertas del infierno pronto se abrirán para los no creyentes —explicó con gesto decidido.
»No me entiendan mal: todo el mundo tiene derecho a tener una opinión, pero ¿dónde dice que yo tengo que creer las mismas cosas que creen mis patrocinadores? Ustedes dos deben de entender esto, no me digan que no. —Avanzó unas cuantas diapositivas en su portátil y luego volvió a retroceder.
—¿Usted no cree que el mesías esté por llegar? —preguntó Isabel.
—Mis patrocinadores lo creen. Imparten clases de estudio de la Biblia aquí en Jerusalén. Llevan años haciéndolo. Tienen un comedor de beneficencia y un servicio de casamenteros. Si alguien así está dispuesto a cubrir el coste de unos cuantos años de nuestra investigación, ¿no debería coger el dinero? —Echó la cabeza hacia atrás y dirigió su mirada directamente hacia mí.
No respondí. Nosotros teníamos normas estrictas acerca de las personas de las que podíamos aceptar donaciones. Pero éramos afortunados: disponíamos de adelantos importantísimos, y estábamos en Óxford; atraíamos financiación de muchas fuentes. Y en la investigación aplicada, igual que en todo lo demás, el éxito genera éxito.
—¿En qué cree usted, Sean? —preguntó.
—En la tarta de manzana, en la llegada del hombre a la luna… En muchas cosas.
—Mire, usted puede creer en todo lo que quiera. No le pedí que rellenara un cuestionario antes de venir aquí, ¿verdad? Todos somos libres de pensar lo que queramos. —Retorció los hombros, como si quisiera aliviarse un dolor de espalda.
—¿Qué hay de sus resultados? —preguntó Isabel—. ¿Han conseguido el becerro rojo perfecto?
Se frotó la barbilla.
—Hemos criado miles de becerros rojos. La cuestión es: ¿alguno es perfecto? El nivel es alto, muy alto. No pueden tener ni un solo pelo negro, marrón o blanco, por prohibición divina.
—Si consiguen criar uno, mucha gente va a proclamar que se aproxima el fin del mundo —apuntó Isabel.
—La gente lo proclama todo el tiempo. No creo que eso conduzca a una situación de pánico.
Isabel había rodeado la mesa y observaba detenidamente la diapositiva que aparecía en la pantalla. En voz baja, replicó:
—Espero que esté en lo cierto.
—¿Puede contarnos algo más sobre Max Kaiser? —pregunté yo. Era hora de sacar algo en limpio de todo aquello.
—Con el debido respeto, ustedes son extraños aquí, doctor Ryan. Nuestra policía es la mejor opción para buscar a su amiga Susan Hunter. Creo que deben hablar con ellos, por su propio bien.
Talli se había acercado a nuestro lado.
—¿Sabías que la organización del doctor Ryan, el Instituto de Investigación Aplicada, organiza uno de los mejores congresos académicos del Reino Unido actualmente? Asisten muchos de los investigadores más importantes del mundo, o eso he oído. —Me dedicó una sonrisa vacilante. Se me pasó por la cabeza que tal vez quisiese hablar en uno de nuestros eventos—. Lo único que digo es que yo no me crearía enemigos, Simon —prosiguió.
Su descripción de nuestro congreso podría ser discutida por muchos, pero varios de los investigadores más vanguardistas estarían de acuerdo con ella. Nos habíamos ganado fama de saber divertirnos también, y de evitar algunas de las cosas aburridas que cabría esperar de ese tipo de congresos.
Simon me miró con expresión interesada. ¿Era aquel el modo de lograr que nos ayudase, o debía pulsar otro botón?
Escudriñó la pantalla del portátil.
—Están diseccionando a un nivel nanométrico, ¿verdad? Eso es insólito. ¿Cuál es el umbral de daño?
—Más bajo de lo que podría soñar.
—Podrán ser candidatos al premio Nobel, si consiguen que las personas adecuadas promocionen su descubrimiento.
Ahora su expresión rozaba el engreimiento. No me sorprendía que quisiese mostrarme en qué estaba trabajando. No mucha gente comprendería el verdadero avance que había logrado.
—¿Cómo llegaron a este punto? —Las personas como Simon normalmente anhelan tener un público, gente que las escuche y comprenda lo realmente listas que son.
Parecía encantado cuando empezó a contarme la historia de su proyecto.
Lo dejé hablar. Adoraba escucharse a sí mismo. Sus ojos se abrieron como si se encontrarse ante los faros de un camión mientras repasaba los pormenores de su trabajo: cómo él mismo había descubierto el avance, cómo un colega lo había abandonado en las primeras fases del proyecto, momento en el que incluso llegó a cuestionarse sus resultados, y cómo finalmente se habían demostrado. La habitual historia de apuñalamientos académicos a la cara y por la espalda.
Cuando se quedó sin fuelle, Isabel dijo:
—Definitivamente, debería acudir al congreso de nuestro instituto el año que viene. ¿No te parece, Sean?
Su expresión era de absoluto embeleso. No sabía que estuviese tan interesada en la ciencia óptica.
—Olvidé preguntarle si recuerda dónde se alojó Kaiser la última vez que estuvo aquí —añadió.
Él le sonrió y se apresuró a responder:
—En algún lugar de Jabotinsky.
—¿En qué número? —dije yo. No había oído hablar del lugar, pero imaginaba que haría falta algo más que el nombre de una calle para averiguar dónde se había hospedado Kaiser. Jabotinsky, por lo que yo sabía, podía terminar en Tel Aviv.
—No lo recuerdo —dijo encogiéndose de hombros con desdén.
Sabía más, estaba seguro.
Isabel seguía mirando la pantalla.
—¿Quedó con él allí? —preguntó con tono suave y amable.
—Lo recogí un par de veces, nada más. Era, sin duda, el arqueólogo más arrogante que he conocido nunca.
—¿Cómo lo ayudaba usted? —preguntó Isabel.
—Utilizó mi nombre para que lo admitieran en una excavación. Me llamó alguien para realizar unas comprobaciones, para ver si era quien decía ser. Lo que pasa es que no me dijeron dónde era la excavación. Pero sí que habían oído hablar de mí.
—¿Sabe por lo menos en qué zona de Jabotinsky se alojaba? —preguntó Isabel.
—Más o menos por el medio. Sinceramente, no puedo decirle más. Nunca estuve en su apartamento. Quedé con él en la calle dos veces: una en una parada de autobús más o menos en el centro de la calle; la otra, en una cafetería al final —contestó, dedicándole a Isabel una mirada cordial.
—Es una calle muy larga —dijo Talli, mirándome a mí—. Hay un montón de edificios de apartamentos. Si vais puerta por puerta, tardaréis días.
—No puedo ayudarlos más —dijo Simon, mirando su reloj—. Mi reunión va a empezar enseguida y… —No terminó la frase. Era evidente que quería que nos marchásemos. Se percibía tensión en su rostro, alrededor de los ojos, como si estuviese a punto de perder el último tren de vuelta a casa por Yom Kipur.
—Nos vamos de aquí —dije—. Gracias por mostrarme en lo que está trabajando. Ha sido interesante. —Le tendí la mano.
Segundos más tarde, aguardábamos junto a los ascensores. Había dos hombres con traje oscuro en el pasillo, fuera de la sala de la que acabábamos de salir. Uno de ellos tenía el pelo rapado; el otro lo llevaba más largo y era más joven. Ambos tenían la mirada atenta. Parecía como si sospechasen de sus mismísimas esposas.
—¿Esa es la CIA local? —dije, medio en broma, mientras el ascensor bajaba.
—Chist —replicó Talli, mirando hacia la pequeña cúpula negra de la cámara de seguridad que había en un rincón del ascensor.
Cuando llegamos abajo se volvió hacia mí.
—Esos eran de los servicios secretos. Me apostaría mi pensión.
—¿Simon es un tipo importante? —preguntó Isabel.
Talli se encogió de hombros.
Fue entonces cuando divisé al grupo de personas, tal vez seis o siete, que aguardaban junto a una mesa cerca de la puerta giratoria que comunicaba con el exterior. Dos mujeres policía ataviadas con camisa azul pasaban unos lectores ópticos de medio metro de largo alrededor de cada una de las personas que querían entrar o salir antes de permitírselo. Nos pusimos a la cola.
Nunca había visto que registrasen a la gente tanto para salir de un lugar como para entrar en él.
Talli alzó su mirada hacia el techo mientras esperaba. Susurró:
—Aquí nunca sabes qué va a ser lo siguiente que hagan los de los servicios de seguridad.
Primero me tocó a mí. La que parecía mayor de las dos agentes extendió la mano:
—¿Identificación? —dijo. Le entregué mi pasaporte.
No podía ser mucho mayor que yo, tal vez un año o dos, pero seguro que no tenía más de cuarenta, y era una mujer atractiva. Tenía una densa mata de cabello castaño, ojos grandes y dulces, piel radiante y unos modales autoritarios. Tenía las piernas separadas y la cabeza ligeramente echada hacia atrás, como si en cualquier momento fuera a proferir una orden.
—¿Qué estaba haciendo en este hotel? —dijo con un leve acento.
—Estábamos visitando a un amigo.
—¿Alguien que se hospeda aquí? —Pasaba despacio las hojas de mi pasaporte. Se detuvo en una página y se lo acercó al rostro para examinarlo.
—No, alguien que tenía una reunión aquí.
—¿Quién?
—Simon Marcus. Está arriba.
Cerró mi pasaporte con brusquedad y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.
—Necesito eso —dije.
—¿Cómo es que conoce a Simon Marcus? —La otra agente le hacía señas al siguiente para que pasase. Isabel estaba detrás de mí.
—Es profesor, y conoce a una amiga mía. Nos presentaron hace unas horas.
—¿Está aquí para ayudarlo con su trabajo? —Me miraba como si yo fuese un conspirador, como si ocultase algo.
—No, no estoy aquí para ayudarlo.
—¿Se quedará en Jerusalén mucho más tiempo? —Se me pasó por la cabeza que tal vez en realidad estuviese diciendo que debería irme de Israel.
—Unos cuantos días más. Estaremos aquí menos de una semana. ¿Por qué lo pregunta?
Retrocedió y me miró de arriba abajo. Parecía como si se estuviese debatiendo entre arrestarme o responder a mi pregunta.
—Tenemos un montón de problemas de seguridad aquí en Jerusalén, doctor Ryan. No querríamos que le sucediese nada a uno de nuestros distinguidos huéspedes.
Señaló unas sillas de respaldo alto que había por allí cerca.
—Espere aquí, no se vaya. —Se volvió y salió por la puerta de cristal en dirección a un todoterreno policial que estaba aparcado fuera. Yo me dirigí a las sillas, pero no me senté. La observé. El todoterreno tenía los cristales tintados.
¿Qué coño estaba haciendo? Miré a mi alrededor. Otros dos hombres con aspecto de agentes de los servicios secretos hacían guardia junto al ascensor y miraban fijamente hacia donde yo estaba.