Susan Hunter rezaba. Rezaba por su marido que esperaba su regreso a Cambridge y rezaba por su hermana. Y acabó rezando por sí misma. No estaba acostumbrada a rezar. No lo había hecho desde los ocho años, y desde entonces nunca lo había vuelto a hacer con tal empeño.
Pero ahora tenía todos los motivos del mundo para empezar.
Aquel sótano estaba inmerso en una oscuridad total. Sabía cuántos pasos separaban una pared de otra: quince en una dirección y veinte en la otra, pero a veces la oscuridad parecía interminable, independientemente de lo que le dijera su cerebro. Se apretaba fuerte el estómago con las manos.
El dolor la estaba atravesando.
Hacía todo lo que podía por ignorarlo.
Quería llorar, gritar, pero no iba a hacerlo. Él podría estar escuchando. Y disfrutaba demasiado de aquello.
No sabía en qué lugar del sótano había colocado el micrófono, pero su existencia era irrefutable.
Había bajado después de que ella se pasase un rato gimoteando y le había puesto una grabación de los ruidos que profería, para animarla.
Pero aquellos sonidos no la animaban, sino que la aterraban hasta hacerla sentir vacía.
Luego la había llevado al piso de arriba. Entonces el dolor había sido horrible. Y finalmente la había obligado a decir cosas y las había grabado.
Después le dijo que disfrutaría quemándola de nuevo si no hacía exactamente lo que se le decía.
El recuerdo de cómo había dicho aquello, de la seguridad de sus palabras, bastó para que se pusiese de nuevo a rezar.