10

La chica que antes se había dirigido a mí se separó de Simon Marcus justo antes de que este llegara al café. Isabel me decía algo en aquel preciso momento, pero mi mente estaba en otra parte, en el pasado.

—Tierra llamando a Sean. Adelante, Sean —dijo haciendo aspavientos delante de mi cara.

—Muy divertido. ¿Has visto quién viene?

Se volvió deprisa, justo a tiempo de ver a Simon Marcus entrando por la puerta principal.

Me incliné sobre la mesa y le susurré a Isabel:

—Probablemente necesitemos tu don de gentes con este tipo.

—Adoro los retos —replicó.

Talli ya estaba medio levantada de su asiento.

—Simon, me alegro de verte.

Se sentó a mi lado, frente a Talli.

—¿Este es el hombre del que me hablaste? —preguntó volviéndose hacia mí y tendiéndome la mano.

La estreché. Tenía la piel áspera y me dio un firme apretón. También le estrechó la mano a Isabel.

Debía de medir uno noventa y vestía vaqueros gastados y una holgada chaqueta de pana de color azul marino. Tenía la cara muy grande y su cabello rubio empezaba a clarear un poco, pero aquello no le restaba prestancia a la imagen que ofrecía, que era la de un talludo vikingo.

—¿Quién era la que estaba fuera con usted? —pregunté señalando con el pulgar.

—Una estudiante de posgrado. Me está ayudando con un importante trabajo que estoy llevando a cabo. —Esbozaba una fina sonrisa y su expresión era de desconcierto—. ¿La conoce?

—Puede que trabajase en mi instituto como becaria durante un breve período de tiempo.

—Estuvo estudiando en Inglaterra. Iba a acompañarnos, pero su madre está enferma y ha tenido que irse —explicó, encogiéndose de hombros.

Talli se inclinó y comenzó a hablar con Simon en hebreo. Hablaba a gran velocidad y yo no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Resultaba desconcertante.

Por fin, Simon levantó las manos y se volvió dirigiéndose a mí en mi idioma.

—¿Se trata de la doctora Hunter?

Asentí.

—Estamos intentando encontrarla. Estaba haciendo unas traducciones de un libro que encontramos en Estambul —dije, señalándonos a Isabel y a mí.

Simon le dedicó una sonrisa a Isabel. Era una sonrisa cálida, como si estuviese entusiasmado de conocerla. Isabel se la devolvió.

Mi teléfono empezó a sonar. Tardé medio minuto en sacarlo del bolsillo; es lo que ocurre cuando llevas unos holgados pantalones chinos con bolsillos enormes.

—¿Hablo con el señor Ryan? —preguntó una voz femenina con acento escocés.

—Sí.

—Esta es una llamada de comprobación, señor Ryan. Su teléfono ha sido utilizado en un país que usted nunca había visitado con anterioridad. Esta llamada es, simplemente, para verificar que no le han robado.

—Están ustedes muy concienciados con la seguridad.

—Cuidamos de nuestros clientes —dijo ella—. ¿Le importa si le hago unas preguntas?

Accedí en cuanto me dijo que posiblemente tendrían que restringirme el servicio telefónico si no lo hacía. Me preguntó mi fecha de nacimiento, así como otras cuestiones habituales que se suelen preguntar en ese tipo de situaciones. Me alejé de la mesa y bajé la voz para responder.

Cuando hube terminado, Isabel y Simon estaban manteniendo una apasionada conversación sobre Londres.

—¿Vio a la doctora Hunter mientras estuvo aquí? —le pregunté, interrumpiéndolos.

—No, no la vi —dijo negando con la cabeza.

—¿Ha oído lo que le ocurrió a Max Kaiser?

—Sí, sí, me he enterado. Es terrible —contestó mirándome a los ojos—. Debe tener cuidado, señor Ryan, son días aciagos.

—¿Por qué alguien querría matar a una persona de esa forma?

Alargó la mano hacia delante, levantó los dedos índice y pulgar y los apretó uno contra otro.

—Algunas personas disfrutan siendo malvadas. —Extendió las manos sobre la mesa, como si estuviese conteniéndola—. Rezo por que detengan a los terroristas que lo hicieron. ¿Están ustedes investigando su muerte?

Isabel intervino:

—Kaiser pudo haberse citado con Susan Hunter. Estamos buscándola. Si averiguamos en qué estaba trabajando Kaiser, tal vez podamos seguirle la pista a ella también.

—Estaba trabajando en una excavación, es todo lo que sé. Me usó como intermediario para llegar hasta ella, pero nadie me dijo exactamente dónde está la excavación. Max vivía en su propio mundo —respondió Simon.

—Eso es verdad —admití—. ¿En qué zona está esa excavación?

—En alguna parte de Jerusalén —dijo encogiéndose de hombros—. Lo siento, sé que eso no les dice gran cosa.

Talli intervino en la conversación.

—Estoy segura de que encontraréis a la doctora Hunter. ¿Habéis hablado con la policía?

—Todavía no, pero lo haremos —dije, antes de dirigirme a Simon—: ¿Qué ocurrió con la cita a la hora de comer?

Respondió despacio:

—Hubo una amenaza de bomba en mi edificio. Hay un montón de idiotas por ahí. La policía no me dejaba sacar el coche. Al principio dijeron que podía, pero luego cambiaron de opinión. —Se puso una mano en la frente y se la frotó—. Alguna gente me vuelve loco. Soy un hombre ocupado. —Bajó la cabeza—. Pero tengo que aceptarlo. Todo es por seguridad. —Juntó las palmas y agachó la cabeza como si estuviera rezando. Entonces la levantó y me miró—. ¿Cuál es su área de especialidad?

—Análisis digital, reconocimiento de mosaicos. Yo ayudé a fundar el Instituto de Investigación Aplicada. Tenemos equipos de investigación multidisciplinar. Somos un grupo de académicos que quiere que la investigación aplicada se utilice para cuestiones prácticas, y lo antes posible.

Parecía interesado.

—Bien, bien. Creo que he oído hablar de ustedes. Les gustaría lo que estoy haciendo. Tal vez incluso vayamos por delante de la gran Universidad de Óxford —dijo con una amplia sonrisa. Era una de esas sonrisas que había visto antes en los académicos, cuando creían haber descubierto algo interesante o, al menos, más interesante que aquello en lo que estabas trabajando tú.

—¿Cuál es el proyecto? —pregunté.

—Aún no está publicado, así que no puedo decírselo. —Su sonrisa era enigmática—. Pero le enviaré el artículo en cuanto salga.

—¿En qué área se enmarca? —preguntó Isabel ladeando la cabeza.

—El uso de láseres para la manipulación de moléculas, células y tejido. Se llama óptica biomédica y es una ciencia totalmente nueva. Tenemos revista propia tan solo desde el año 2011.

—Dos de nuestros investigadores han publicado artículos en esa revista este año —intervine—. Somos el instituto de investigación que más artículos ha publicado en ella hasta la fecha. —Si aquello hubiese sido un concurso de escupitajos, el mío habría alcanzado la máxima distancia.

Se le enrojecieron las mejillas.

—Entonces deberían ver lo que estamos haciendo. Vamos por delante de todos —dijo pinchándome con el dedo.

El camarero se paseaba en torno a nuestra mesa. Simon pidió un café. Nosotros habíamos terminados nuestros kebabs. Estaban buenos: tiernos y especiados.

Isabel hablaba de lo interesante que era Jerusalén. Talli le dio algún consejo sobre los lugares que debíamos visitar mientras estuviésemos allí. Trajeron el café de Simon. Observé cómo lo removía.

—Mucha gente viene aquí por motivos espirituales —dijo, gesticulando hacia los peatones que pasaban por delante del cristal—. Creen que encontrarán su alma en unas piedras viejas. Buscan, y luego buscan un poco más, pero un alma no es fácil de encontrar.

—Necesitan mapas mejores —dijo Talli con solemnidad.

—¿Saben lo del espectáculo de la torre de David? —preguntó haciendo un gesto con la cabeza hacia el museo y la fortaleza amurallada que se encontraban al final de la carretera.

—Pero no es de la época del rey David, ¿o sí? —dijo Isabel.

—Es una perfecta ilustración de la confusión que reina en esta maravillosa ciudad. La ciudadela se llama torre de David porque los cristianos bizantinos creían que la había construido él. Pero fue construida por Herodes el Grande. —Alzó las manos al aire—. Un hombre que asesinó a su familia.

Talli le puso la mano en el brazo.

—¿Tú no deberías estar en alguna parte? —dijo. Simon miró su reloj.

—Sí, sí. ¿En qué estoy pensando? —Nos señaló a mí y a Isabel—. Ustedes vendrán conmigo —dijo—. Verán en lo que estamos trabajando y cuando regresen les contarán a sus amigos de Óxford lo avanzados que estamos.

Se puso en pie y pagó nuestras consumiciones.

—¿Adónde vamos? —pregunté, mientras nos dirigíamos a la puerta de Jaffa.

—A otra ciudadela. —Me agarró del brazo. Yo puse mi mano sobre la suya y le propiné un apretón, cordial pero firme.

Se inclinó hacia mí.

—Tengo una reunión esta tarde en el hotel Herod Citadel. Mi presentación es a las cinco y media. La reunión será privada, pero me gustaría que viesen mi presentación. Creo que les sorprenderá lo que estamos haciendo. ¡Y tal vez les dé un poco de envidia!

No mordí el anzuelo. Pero realmente quería ver lo que estaba haciendo. Cruzamos un puente que pasaba sobre una bulliciosa autopista y pasamos junto a unos modernos bloques de apartamentos. Había refrescado, y la pesadez del aire presagiaba lluvia.

El hotel Herod Citadel, de cinco estrellas, estaba un nivel por encima del que yo había escogido para mí e Isabel.

El restaurante Old Terrace se situaba en la azotea del hotel y contaba con unas vistas asombrosas a la Ciudad Vieja, así como de la dorada Cúpula de la Roca y de las colinas que había más allá. Y tenía un techo acristalado que parecía capaz de resistir a una lluvia de meteoritos.

Aguardamos cerca de los ascensores. Simon se alejó a través del restaurante.

Regresó un minuto más tarde con una mujer alta, tremendamente delgada, de cabello negro y con un majestuoso atractivo. Muchas de las cabezas masculinas del restaurante se giraron a mirar a su paso.

—Esta es Rachel, mi ayudante —dijo Simon—. Vamos, tenemos trabajo que hacer.

Bajamos a la sala de reuniones; sus paredes estaban cubiertas con papel rojo intenso y dorado y estaba dispuesta para una presentación, con hileras de sillas de respaldo alto y dorado y tres mesas alineadas en la zona más alta de la sala. Cerca de las mesas había un montón de cajas de cartón marrones.

—Pueden ayudarnos —dijo Simon—, si quieren. Saquen los informes de esas cajas y pongan uno en cada silla. —Señaló las sillas y enseguida se puso a abrir cajas.

Isabel me sonrió. Era su sonrisa de «vamos a ser amables». Simon debía de ser la persona más avasalladora que había conocido en años. Estuve tentado de no cooperar, pero tenía preguntas que hacerle. Merecía la pena ayudarlo unos minutos para conseguir algunas respuestas. Cogí un montón de carpetas de color azul claro y fui colocando una en cada silla. Luego me detuve.

Mi teléfono vibraba. Me lo saqué del bolsillo y vi el nombre de Susan Hunter en la pantalla, pero cuando pulsé el botón verde la línea se cortó. Mi euforia la ver la llamada se convirtió en frustración en cuestión de un segundo.