La embajada británica en El Cairo se encuentra en la calle Ahmed Ragheb, en un barrio acomodado llamado Garden City, en la orilla este del Nilo, entre el río y el centro de la ciudad, al sur de la plaza Tahrir. El edificio, de estilo colonial y color crema, con su balcón en el primer piso y su extensión de césped descendiendo hacia el río, correspondía más a un estilo propio de la época del Raj. Pero tras su apariencia antigua se escondían una serie de alteraciones cuyo objetivo era acercar el edificio al siglo XXI.
La zona del sótano había sido ampliada y ahora albergaba instalaciones de Inteligencia; una estación de control para los servicios de Inteligencia británicos en El Cairo.
Era lunes; la una y media de la tarde en Jerusalén, las doce y media en El Cairo y las once y media en Londres. Mark Headsell, trasladado a la embajada después de tres años y medio en Iraq, contemplaba una gran pantalla LCD situada en la pared del fondo de la sala.
La pantalla mostraba el paso fronterizo desde la franja de Gaza a Egipto. El paso estaba abierto y había camiones atravesándolo, en fila, internándose lentamente en Gaza. Parecía como si no estuviesen siendo vigilados.
La última vez que esto había ocurrido se había producido un ataque aéreo israelí y habían muerto dos personas. Los israelíes habían alegado que podían probar que aquellos camiones contenían componentes de misiles para Hamás. Dijesen lo que dijesen las Naciones Unidas sobre Israel, no se podía negar el hecho de que el país se defendería siempre que se sintiese amenazado.
La preocupación de Mark en aquel momento pasaba por lo lejos que llegaría esa defensa. Desde las elecciones posteriores al mandato de Mubarak las cosas se habían puesto impredecibles. Los jugadores estaban cambiando y el ejército estaba intranquilo, ansioso por recuperar su influencia. La reacción del ejército egipcio al siguiente ataque aéreo israelí no podía predecirse.
También le preocupaban otras cosas respecto de la situación en Egipto. Algunas de ellas aparecían en otras pantallas más pequeñas repartidas por toda la pared. Una mostraba una manifestación en contra de Israel que estaba teniendo lugar en la plaza Tahrir. Había una unidad militar procedente de Zagazig destacada allí aquel día, y la preocupación de Mark se debía al modo en que reaccionarían ante dicha manifestación.
También lo intranquilizaba un informe sobre el movimiento de un submarino iraní cerca de la entrada sur del canal de Suez. En otra pantalla diferente aparecía una imagen de satélite, cortesía de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, con un mapa de radares de la zona superpuesto.
Pero la pantalla grande de su escritorio mostraba aquello que más le interesaba aquel día. Una cámara de seguridad de alta definición emitía desde el vestíbulo de entrada del hotel de Jerusalén en el que se había alojado la doctora Susan Hunter. La emisión estaba pausada. El hotel Herod Citadel era uno de los mejores de Jerusalén, pero Susan Hunter no lo había escogido por sus instalaciones de cinco estrellas. Lo había escogido por sus medidas de seguridad. Una de ellas, cuya existencia ella ni siquiera conocía, y tampoco el personal de seguridad del hotel, era que los servicios de Inteligencia británicos tenían pinchado el sistema de cámaras de seguridad.
La capacidad de pinchar sistemas de seguridad privados para transmitir imágenes de diplomáticos y poderosos hombres de negocios desde cualquier lugar del mundo no era algo que los servicios de seguridad británicos quisiesen airear demasiado.
Afrontar el escándalo público que generaría semejante invasión de la privacidad supondría un derroche de recursos. Explicar que casi todo el mundo estaría más seguro con personas vigilando sus espaldas probablemente no calmaría la furia de los liberales auténticos. Las personas que nunca habían tenido que tratar con la amenaza de un ataque armado o con el intento de un terrorista suicida de exterminar a su especie tendían a no ser conscientes de lo que se hacía todos los días en su nombre.
Y si gigantes empresariales, líderes religiosos y peces gordos del Gobierno temían que imágenes suyas con acompañantes adolescentes, o con ayudantes demasiado jóvenes y a todas luces homosexuales, terminasen en los medios de comunicación, siempre podían empezar a comportarse decentemente.
Mark se inclinó hacia delante. La mujer que ocupaba el centro de la pantalla (el motivo por el que la cámara de seguridad había congelado la imagen, al identificarla el software de reconocimiento facial como «posible») tenía una complexión y un tono de pelo similares a los de Susan Hunter, pero definitivamente no era ella. Pulsó Ctrl+X en el teclado y la pantalla volvió a mostrar imágenes en tiempo real.
Se volvió hacia su pantalla de mensajería instantánea de seguridad. El mensaje que había destacado unos minutos antes estaba en el centro, en una pequeña pantalla emergente. Otros mensajes de redes sociales, tuits y actualizaciones de Facebook iban apareciendo a continuación. Marcó el mensaje como importante y a continuación cerró la ventana emergente.
Se volvió hacia su sistema de correo de seguridad y leyó sus mensajes. Se había interceptado una señal del teléfono de la doctora Susan Hunter. Solamente había durado diez segundos y medio y no se había podido completar el rastreo de la localización exacta de la transmisión, pero lo más interesante era que se había captado una señal.
Podía tratarse de un truco, desde luego, o de un llamamiento, pero también podía ser que los captores hubiesen cometido un error de principiante. La duración del tiempo en que la señal había estado activa lo convertía en una posibilidad real. Alguien que quisiera atraerlos habría dejado el teléfono de Susan Hunter encendido durante más tiempo. Todo el mundo sabe que se tarda treinta segundos en establecer la localización de un teléfono de forma fiable.
Poca gente conocía el último y ultrarrápido software de rastreo que utilizaban los israelíes. No siempre acertaba, pero con un poco de suerte pronto serían capaces de identificar la ubicación del teléfono de Susan Hunter, además de alguna otra información interesante.
La pantalla que tenía a la izquierda mostraba noticias del canal Nile News, el servicio estatal de noticias egipcio. La contempló durante unos segundos y subió el volumen.
La imagen que aparecía era de una casa calcinada en la que habían encontrado a una pobre familia judía unos días atrás. El texto en árabe que cruzaba la pantalla de derecha a izquierda hablaba de una recompensa «sin preguntas» de un millón de dólares ofrecida por un grupo americano-israelí a cualquiera que pudiese colaborar en el arresto de los culpables.
Quienesquiera que hubiesen bloqueado la puerta y quemado aquella casa ya podían esperar que todo aquel que supiese de sus actos estuviese tan volcado en la causa como ellos.
¿Y qué ocurriría si alguien señalaba con el dedo a un terrorista que había cruzado desde Egipto recientemente?
¿Qué harían entonces los israelíes? ¿Empezar a bombardear los pasos a Gaza?