8

Me desperté en mitad de la noche. En mi sueño había miedo; miedo y llamas. Durante un instante interminable me pregunté dónde estaba. Tenía el rostro ardiendo, sudoroso.

La sombra gris de las cortinas y la tenue luz amarilla de las luces de la calle que se colaba entre ellas me devolvieron a la realidad. Teníamos que buscar a la doctora Hunter, averiguar qué le había ocurrido a Max Kaiser.

Durante meses, desde nuestro retorno de Estambul, había querido mantener una larga conversación con Kaiser, hacerle saber mi sincera opinión sobre el hecho de que hubiese proclamado que el libro que habíamos encontrado en Estambul era suyo. Necesitaba que alguien le pinchase un poco el ego. Aquello habría terminado en un intercambio de gritos o en algo peor, pero no me importaba.

Pero ahora había muerto y, además, de un modo tan horrible que mi instinto vengativo se había convertido en lástima. Recogía lo que había sembrado. Solo Dios sabía a cuánta gente habría enfurecido antes que a mí.

Me volví a quedar dormido con la esperanza de que aquel sueño no se repitiese, pero lo hizo, y esta vez las llamas estaban más cerca y más calientes.

Me despertó una voz.

—Sean, Sean, despierta —dijo Isabel con tono preocupado. El ritmo de mi respiración era acelerado. Me incorporé y me senté en la cama.

—¿Ha sido el mismo de siempre? —preguntó, abrazándome.

—Sí. —No tuve agallas para decirle lo de las llamas. Esa parte era nueva. El miedo no.

—¿Quieres hablar de ello?

—No, ya se me pasa —respondí.

Volví a tumbarme. Isabel se había pasado un par de noches preguntándomelo todo acerca de lo que le había ocurrido a Irene y cómo me sentía yo con todo lo ocurrido. Me había sentado bien hablar, pero esto se me antojaba diferente y, después de su discurso sobre gente abrasada viva antes de viajar allí, no me pareció correcto contarle lo que estaba ocurriendo en mis sueños.

Cuando me desperté de nuevo, ya había luz. Había dormido durante un buen rato. Isabel estaba en la ducha. El zumbido de los coches, el estruendo de un claxon en la distancia y los sonidos matutinos de Jerusalén inundaron el aire cuando abrí la puerta del balcón. Me alegraba que la noche se hubiese terminado.

El tráfico era denso. Una campana repicaba a lo lejos. Me quedé contemplando la vieja muralla de la ciudad. Parecía atrezo de una película sobre cruzados y sarracenos. Una ondulada capa de nubes cubría el cielo.

Busqué el nombre de Max Kaiser en internet. Había unas pocas noticias sobre el hallazgo de su cuerpo sin vida en la parte trasera del palacio de Lady Tunshuq. La policía había interrogado a algunos islamistas de la línea dura y buscaba a otros tantos. Era evidente de quién sospechaban.

Encontré un artículo más antiguo sobre algún trabajo que Kaiser había llevado a cabo con un científico vinculado a la Universidad Hebrea. Su nombre era Simon Marcus. ¿Lo habría conocido Kaiser estando allí?

Rastreé la página web de la Universidad Hebrea en busca de alguien a quien pudiese conocer. Necesitaba que alguien me presentase a Simon Marcus, alguien en quien él confiase.

A punto de darme por vencido, por fin encontré lo que estaba buscando: una tal doctora Talli Miller, del departamento de Investigación con Láser. Teníamos una conexión muy indirecta, pero era mejor que nada. Había presentado una ponencia en un congreso en el que yo había participado y habíamos coincidido en la misma mesa a la hora del almuerzo. Era suficiente.

Encontré un número de contacto y cogí el teléfono del hotel para llamarla. El tono sonaba una y otra vez. Miré el reloj. Pasaban unos minutos de las nueve de la mañana. La universidad tenía que estar abierta.

Por fin contestó una voz.

«Universidad» fue la única palabra que entendí. Era una voz débil que hablaba en hebreo, el idioma más utilizado en Israel, la antigua lengua del judaísmo. Yo tan solo conocía un puñado de palabras; palabras sencillas, como shalom, «hola».

—¿Doctora Talli Miller? —dije.

Lo normal sería que me hubiese pasado algún tiempo aprendiendo el idioma si iba a visitar algún lugar. Mi alemán no era malo después de un proyecto en el que habíamos estado trabajando en la selva Negra, pero un día y medio no era tiempo suficiente para aprender ninguna lengua, por mucha dedicación que se le pusiera.

La comunicación parecía haberse cortado. ¿Había colgado?

Entonces se oyó un ruido.

Shalom —dijo una voz femenina, la voz de Talli.

—Hola, soy Sean Ryan. Estoy en Jerusalén.

Se produjo un largo silencio.

—¿Quién?

Qué gusto que lo reconozcan a uno con tanta rapidez.

—Sean Ryan. Fui ponente en el congreso de la Universidad de Londres en el que usted habló sobre láseres de alta temperatura.

—Sean, Sean… —repitió despacio—. ¿Cómo estás? —De repente su tono se volvió agradable y su voz recuperó la normalidad. Durante unos minutos nos pusimos al día. Luego le pregunté si conocía al doctor Simon Marcus. Lo conocía, pero no muy bien.

—Es una lástima —dije—. Necesito hablar con él urgentemente.

—Tal vez pueda hacer algo. Lo llamaré en unos minutos. ¿En qué hotel te alojas?

Se lo dije. Me animé un poco. Lo había logrado: mis contactos iban a llevarme hasta Simon Marcus.

Desayunamos en un gran comedor de techos altos junto con varios grupos que hablaban francés, polaco y español, todos ellos peregrinos de visita en su Ciudad Santa.

El desayuno, una selección de quesos, huevos revueltos, aceitunas, mermeladas y pan de molde, habría saciado a cualquiera.

Uno de los camareros, un sonriente hombre de cabello oscuro, se acercó a nuestra mesa con un teléfono inalámbrico en la mano cuando estábamos terminando.

—¿Doctor Ryan? —dijo.

Asentí. Nunca utilizaba mi título en público, pero tal vez Talli lo hubiese usado al llamar a recepción. Cogí el teléfono.

—¿Diga?

—Estaré en tu hotel en una hora. Prepárate y espérame allí. —Era la voz de Talli, pero su tono agradable se había esfumado. En su lugar se percibía una dureza evidente, el tipo de actitud que probablemente reservase para sus alumnos más irrespetuosos, los que no supieran comportarse en clase.

La línea se cortó.

—Viene de camino —dije.

Una hora más tarde estábamos en el vestíbulo del hotel. Salí a la calle para ver si venía. Hacía fresco, pero mi chaqueta de ante bastaba para abrigarme. Pasado un rato regresé adentro.

Una hora y media más tarde seguíamos esperando.

Para entonces ya eran casi las once. Llamé a la Universidad Hebrea y me contestó una recepcionista que, tras comprobarlo, me informó de que la doctora Talli Miller no estaba disponible.

A las once y media yo ya estaba muy cabreado. Nos turnamos para regresar a la habitación. Solo Dios sabía lo que le habría ocurrido a Talli. ¿Había entendido mal la hora de la cita? No, no podía ser. Incluso probé a preguntar en el hotel si podían recuperar el número de la persona que me había llamado, pero no podían.

Por hacer algo, busqué los principales hospitales de Jerusalén y entré en sus páginas web desde mi móvil, conectándome a la wifi del vestíbulo del hotel. Pensaba llamar y preguntar si había ingresado una tal doctora Susan Hunter. Tal vez tuviésemos suerte. Anoté sus números de teléfono y estaba a punto de empezar a llamar cuando Talli apareció por la puerta giratoria del hotel con el pelo hecho un desastre.

Se dirigió hacia nosotros con gesto solemne. No era la persona que recordaba de la última vez que nos habíamos visto. Recordaba a alguien que se reía mucho, hacía bromas y llenaba cualquier habitación con su energía. Todo eso había desaparecido.

Tras un breve intercambio de saludos, dijo, haciéndonos gestos de que la siguiéramos:

—Vámonos.

—¿Qué ha pasado con lo de estar aquí en una hora? —dije, tratando de no sonar excesivamente irritado, aunque creo que sin éxito.

—¿Quieres mi ayuda o no? —Tenía las mejillas hinchadas y enormemente sonrojadas, como si hubiese venido corriendo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Isabel, con una dulce sonrisa, representando el papel del acompañante sereno.

—A la Universidad Hebrea. Simon Marcus os está esperando.

—Entonces, vamos —dije.

Tardamos solamente veinte minutos en llegar al Campus Edmund J. Safra de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Estaba situado en el lomo de una colina ubicada ligeramente al oeste del centro de la ciudad. Los edificios lectivos y administrativos eran modernos bloques de hormigón separados por césped de aspecto seco, cipreses altos y endebles, pinos achaparrados y alguna palmera.

Talli dijo que Simon Marcus impartía un seminario aquel mediodía en uno de los laboratorios para sus alumnos de posgrado.

Nos condujo hasta allí en un viejo y desvencijado Mercedes azul pálido. Se excusó por su aspecto, contándonos lo mal pagados que estaban los académicos en Israel, y lo elevados que eran los impuestos que pagaban.

Pasamos junto a un cartel que indicaba el laboratorio de enseñanza Manchester. Varios grupos de estudiantes holgazaneaban fuera, junto al edificio contiguo. Talli se encaminó directamente hacia la persona de uno de aquellos grupitos que más cerca se encontraba y comenzó a hablar. Nosotros aguardamos unos metros más allá, junto a un banco de hormigón. Regresó con nosotros en cuestión de un momento.

Alzó las manos en el aire y dijo:

—Simon no está aquí. No es propio de él, dicen. No ha avisado a nadie. —Puso los ojos en blanco y añadió—: Hablé con él justo antes de reunirme con vosotros. Me dijo que estaría aquí. —Suspiró—. Debe de haber ocurrido algo —concluyó, mirándome de forma acusadora.

Le devolví la mirada. Si algo le había ocurrido, no podía culparme. Por el camino le había contado que Max Kaiser había muerto calcinado y que Susan Hunter había desaparecido. Empezaba a lamentar haberle dicho nada.

—Uno de los alumnos ha ido a buscarlo. Aparte de eso, no se me ocurre qué más hacer. —Agitó una mano en el aire con displicencia y luego se dejó caer pesadamente sobre el banco.

Cayeron unas gotas de lluvia y, justo después, se desató un chaparrón. Todos salimos corriendo.

Talli había dejado el coche en un aparcamiento subterráneo, cerca del centro deportivo. Una vez dentro, se sacudió la lluvia y se dirigió, chapoteando, hacia la planta inferior. Al doblar la esquina oí una voz que pronunciaba mi nombre.

Me volví.

Una joven con gesto serio, cabello negro y rizado a la altura de los hombros y vestida con una camiseta rosa con marcas de gotas y unos vaqueros de color claro se dirigía hacia mí con decisión. Me saludó con la mano, como si me conociese. Isabel iba unos pasos por delante de mí y Talli, que iba aún más lejos, bajó a la siguiente planta, donde estaba el coche.

—Estás muy lejos de casa —dijo la mujer.

—Sí que lo estoy.

—¿No me recuerdas?

—¿Cuándo nos conocimos? —Tenía un vago recuerdo de ella, tal vez de los viejos tiempos en Óxford. Al principio, cuando montamos el instituto, solíamos reunir a un montón de gente de prácticas.

Ladeó la cabeza, atisbando por encima de mi hombro.

Me giré. Isabel estaba a mi lado.

—Hola —dijo, con tono agradable. El coche de Talli arrancó con un rugido en la planta inferior y el estruendo lo invadió todo.

La chica retrocedía. Parecía como si esperase que yo recordase algo más de ella.

—Tengo que irme —dijo. Se volvió y se alejó rápidamente.

—¿De qué iba todo eso? —preguntó Isabel.

Me encogí de hombros.

—Creo que la conocí en Óxford.

—¿No la recuerdas? —dijo ella.

—Teníamos a un montón de estudiantes de intercambio haciendo prácticas en el instituto. Algunos de ellos enviaban correos de solicitud larguísimos. Dejé de leerlos. Ahora es Beresford-Ellis el que se ocupa de eso. Tal vez esperase conseguir otro trabajo.

El coche de Talli estaba justo detrás de nosotros. Tocó el claxon y nos subimos.

Mientras salíamos del campus eché un vistazo en busca de aquella chica, pero no la vi. El teléfono de Talli empezó a sonar y ella se echó a un lado para atender la llamada. Estábamos parados en un sitio peligroso, bloqueando en parte una carretera secundaria que conducía de vuelta a la universidad.

En cuestión de segundos me había hecho una idea de con quién estaba hablando. Era Simon Marcus.

Talli hablaba en hebreo, mirándonos y gesticulando. Luego se quedó en silencio mientras escuchaba.

—¿No recuerdas a esa chica? —susurró Isabel.

—Solíamos celebrar una fiesta en el mes de mayo para despedir a los becarios. Normalmente alquilábamos una sala en el Randolph de Óxford y bebíamos toda la noche. La última vez que lo hicimos nos pidieron que nos marcháramos. Alguien vació un extintor en una de las escaleras. Fue una pesadilla.

Isabel sacudió la cabeza fingiendo desaprobación:

—No me sorprende que no recuerdes a la gente.

Aquel incidente era el verdadero motivo por el que habíamos dejado de celebrar las fiestas de becarios, y las cosas se habían calmado tras nuestros primeros años de éxitos. Habíamos tenido suerte de que nadie enviase a los medios una foto de las escaleras llenas de espuma y la gente revolcándose sobre ella. Aquel año habíamos solicitado fondos para investigación, y la imagen de uno de nuestros investigadores blandiendo un extintor no habría sido una gran carta de presentación.

Talli hablaba atropelladamente por teléfono, con tono de enfado. Luego se calló para escuchar a su interlocutor.

—¿Qué opinaba Irene de esas fiestas? —preguntó Isabel burlonamente.

—Le gustaban —respondí—. Pero de eso hace diez años.

Isabel apartó la mirada.

Me había hablado de un antiguo novio suyo que solía beber hasta perder el conocimiento. Había roto con él porque este se negaba a dejarlo.

Isabel era muy diferente a Irene. Irene y yo nos corríamos juergas ocasionalmente hasta el momento en que falleció.

Después de aquello, el dolor había eliminado cualquier deseo de emborracharme. Beber me traía demasiados recuerdos.

Talli concluyó su llamada y puso el coche de nuevo en marcha.

—¿Qué ha dicho? —pregunté.

—Hemos quedado con él en media hora en un café.

—¿Qué le ha ocurrido?

—Dejaré que os lo cuente él mismo.

Veinte minutos más tarde estábamos en un pequeño café armenio cerca de la puerta de Jaffa. La puerta de Jaffa era historia viva. Había sido construida por Herodes el Grande durante la era romana. Además, era una de las entradas a la Ciudad Vieja por la que podían circular los coches. La entrada se había abierto en 1898 para que el emperador alemán Guillermo II pudiese acceder a la Ciudad Vieja. La muralla almenada se extendía hacia cada uno de los lados de la puerta.

Cuando el general Allenby tomó Jerusalén en 1917 y recuperó la ciudad de las manos del islam después de setecientos años bajo su control, entró a pie a través de la puerta de Jaffa original.

La puerta está al oeste de la maraña de edificios y callejones de tejado plano y color arena que conforman la Ciudad Vieja. Una vez dentro, a la derecha está el barrio armenio, a la izquierda el cristiano y, de frente, los barrios musulmán y judío.

La calzada para vehículos describía una curva a la derecha pasada la puerta y a mano izquierda había una pequeña zona adoquinada con tiendas y cafés. Todos estos edificios eran tiendas de tres y cuatro plantas de estilo otomano, con ventanas altas, azoteas y arcos de entrada. Letreros de plástico, toldos e hileras de postales se alineaban delante de los cafés, los puntos de información turística y los locales de cambio de divisas.

—Yo tomaré el kebab de cordero y una Coca-Cola —le indicó Isabel al camarero de camisa blanca que nos abordó. Yo pedí lo mismo, con un café. Talli pidió café únicamente.

—Espero que no nos vuelva a dejar tirados —dijo.

—Disfrutemos de la comida, y luego ya veremos —replicó Isabel—. No almorzamos en Jerusalén todas las semanas.

—¿A qué te dedicas, Isabel? —preguntó Talli.

Durante los minutos siguientes, Isabel le habló a Talli acerca del trabajo sucio que solía realizar para el consulado británico en Estambul. Creo que exagera en ese asunto. Nunca he conocido a nadie que haga que su anterior trabajo suene tan deslucido. Las cejas de Talli se arqueaban cada vez más a medida que Isabel describía cómo tenía que rescatar a hombres de negocios borrachos de los bares equivocados en las cercanías de la plaza Taksim.

Observé a través de la ventana del café cómo la gente entraba a pie por la entrada abierta en la muralla de la Ciudad Vieja. Al otro lado de la calle, tres policías hablaban entre sí junto a un grupo de bolardos de hormigón cerca de una parada de taxis.

Pasaba todo tipo de gente junto al escaparate: sacerdotes con sotanas negras, monjes de marrón, monjas con el cabello cubierto, un grupo de mujeres árabes de atuendo igual de modesto, turistas estadounidenses, turistas chinos, chicas israelíes profiriendo risitas…

Un coche blanco de la policía pasó a poca velocidad.

La lluvia había cesado, pero las nubes no se habían dispersado. Estaban acumuladas sobre nuestras cabezas, como si fuesen una tapa que cubriese la ciudad.

—El hermano de mi abuelo murió cerca de esta puerta —comentó Talli, señalando a través del cristal.

—¿Cuándo fue eso? —pregunté, creyendo que iba a relatarme algún incidente con un suicida kamikaze.

—En el 48. Estaba en la Haganá. Luchó contra los británicos y después contra los jordanos. En esta puerta era donde más se recrudecía la lucha. Los árabes nos querían echar a todos de una patada de Israel. No es broma. Le dispararon en la cabeza. Agonizó justo ahí durante cuatro horas antes de que sus camaradas pudieran llegar hasta él —dijo señalando un punto a medio camino de la puerta.

»Aquella vez no nos hicimos con la Ciudad Vieja, pero abrió el camino para que los judíos pudiesen vivir libremente en Jerusalén después de mil cuatrocientos años de vejaciones y exilio. —Hizo una pausa y clavó la vista en el mantel de cuadros rojos y blancos—. Su novia, Sheila, nunca se casó. La conocí una vez. Sus ojos eran pozos de tristeza. ¡Era tan increíblemente hermosa cuando era joven! Pero cuando la conocí era vieja y gris. Y ahora está muerta.

Eché un vistazo al otro lado del cristal. Dos judíos ortodoxos, aparentemente apresurados por solidaridad, pasaron a toda velocidad junto a la ventana. Sus largas barbas eran negras y espesas, y sus camisas blancas e impecables.

Hacia nosotros se dirigía un hombre mayor, bastante alto. La chica que se había acercado a mí en el aparcamiento de la universidad lo acompañaba. El corazón me dio un vuelco.

¿Qué hacía ella allí?