Arap Anach cogió la gruesa vela amarilla de su soporte. Ardía con una llama de un blanco azulado y emitía un dulce aroma: aceite de oliva mezclado con mirra, el incienso en el que se dice que la reina Esther se había bañado durante seis meses como tratamiento para embellecerse para el rey de Persia.
La mirra se había utilizado en tiempos de sacrificio. Arap conocía su aroma desde su infancia. Un hombre en particular olía a ella; un hombre que había traído el dolor a su vida.
Cerró los ojos mientras respiraba aquel olor a antiguo. La mirra procedía de un arbusto espinoso que supuraba por el tallo una vez cortado. Algunas variedades valen más de su peso en oro.
Estiró la mano izquierda y la colocó sobre la llama. El dolor le resultaba familiar. Las paredes de la habitación bailaban a su alrededor con las sombras de la vela jugueteando sobre ellas. Apartó sus pensamientos de la llama y los centró en los tapices de la pared. El que más le gustaba era el rojo grueso bordado con estilizadas llamas.
Dobló la espalda. El agudo dolor de su mano se incrementaba por momentos, como si ascendiese hacia un crescendo definitivo. Echó la cabeza hacia atrás y abrió los ojos. No faltaba mucho. Segundos. Uno…
El techo de escayola blanco de escasa altura, repleto de diminutas grietas, empezó a dar vueltas ante sus ojos. Las grietas se movían. Siempre le sorprendía lo que el dolor podía hacer con la consciencia de una persona.
Ahora la necesidad de apartar la mano hacía que el brazo le temblase. Se revolvía, balanceándose mientras los espasmos musculares provocados por el dolor le sacudían los nervios. Mantuvo la mano sobre la llama.
Tenía que hacerlo. Era el único modo. Tenía que conocer el dolor que iba a infligir a los demás para disfrutar lo más posible haciéndolo cuando llegase el momento.
Apartó la mano con una sacudida mientras respiraba lentamente. Era el momento de hacer la llamada.
Encendió el teléfono móvil y pulsó los números con rapidez. La mano le temblaba y el dolor de la piel chamuscada latía en oleadas. Al llevarse el teléfono a la oreja oyó el tono de llamada al otro lado de la línea.
—Rehan —dijo una voz.
—Padre Rehan, ¡me alegro tanto de encontrarlo! Solamente llamo para comprobar que todo está en orden. —Arap Anach se obligaba a sí mismo a sonar amable. La entusiasta respiración agitada no tenía que fingirla.
—Sí, sí, hijo mío. Hemos recibido tu donación y nos sentimos muy agradecidos. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
Arap Anach vaciló.
—No, en realidad no, padre. Simplemente me alegra poder contribuir a la restauración de la iglesia.
Tosió.
—Por favor, debe de haber algo, aunque sea pequeño, que pueda hacer por ti mientras estás aquí.
Arap volvió a toser y entonces dijo:
—Hay una cosa que me haría muy feliz y por la que he rezado durante muchos años.