6

Delante de nosotros en la cola había un hombre gigantesco y calvo que aguardaba junto con su acompañante, de rostro glacial. Debía de medir más de dos metros. Yo mido casi uno noventa y se alzaba sobre mí como una torre. Oí que intercambiaban algunas palabras en ruso.

—Parece como si fuesen a hacer pruebas para la Organizatsiya —susurró Isabel.

Yo negué con la cabeza.

—La mafia de judíos rusos —dijo.

—Eso es un poco cruel —dije—. ¿En qué nos convierte eso a nosotros?

—En marginados de la generación Z.

—Habla por ti. Yo no me he retirado a los treinta y seis, como algunas personas que conozco.

Me dedicó una de sus sonrisas y apartó la mirada, como si estuviese buscando a alguien. Me volví. Había demasiada gente detrás de nosotros como para averiguar a quién estaba mirando.

—¿Esperas a un amigo?

—No, no es eso. —Se inclinó hacia mí—. Me ha parecido ver a alguien que conozco. —Negó con la cabeza—. Pero no era él.

En el avión, empleé la mayor parte del tiempo en leer una guía sobre Israel. Más o menos a mitad de trayecto, un pequeño grupo de hombres con casquete se dirigieron a la parte delantera de la cabina y se balancearon de atrás adelante con las cabezas agachadas. Estaban rezando.

Más tarde, miré por la ventanilla al oír que alguien decía que se veía la isla de Miconos. Apenas se divisaba a través de una neblina azul próxima al horizonte. No debía de haber demasiada gente en la playa en aquel momento.

Cuando emprendimos el descenso y la señal de los cinturones de seguridad se encendió de nuevo, vi una columna de humo que se extendía por el cielo.

—Es un bosque del Monte Carmelo —dijo Isabel.

—¿Cómo coño sabes eso?

—Esta mañana vi un artículo sobre eso en la página web del Jerusalem Post.

Cuando aterrizamos en el aeropuerto, cerca de Tel Aviv, sentí a mi alrededor el murmullo de la exaltación. Llegamos al control de inmigración a través de un amplio paso elevado iluminado por el sol. Al otro lado había una enorme cola para el control de pasaportes, pero avanzaba con rapidez. Los «amigos de la mafia rusa» de Isabel nos dejaron pasar delante. Le di un codazo. La mujer llevaba un rosario en la mano.

Isabel me puso una mueca, como diciendo «vale, tenías razón». Pasamos el control de inmigración enseguida. Fuera, unos soldados jóvenes de mirada atenta flanqueaban el edificio ataviados con uniformes marrones que les venían ligeramente grandes, con las ametralladoras colgadas al hombro.

Tomamos un taxi hasta Jerusalén, hasta la calle de Hebrón, cerca de la Ciudad Vieja. El trayecto hasta la ciudad por una autopista moderna, con enormes letreros en hebreo, árabe e inglés, fue una experiencia surrealista. Pasamos junto a tanques verde oscuro que circulaban en sentido contrario sobre camiones también verde oscuro. Debía de haber unos diez. A medida que nos acercábamos a la ciudad, un brillo dorado centelleaba en el horizonte, contra las suaves colinas y el entramado de edificios.

—Esa debe de ser la cúpula de la Roca —dije señalando por la ventanilla—, donde Salomón construyó su famoso templo.

Isabel me cogió la mano.

—Siempre he querido venir aquí —dijo.

La autopista describió un giro y el brillo dorado desapareció. Edificios de apartamentos modernos color crema, de dos y tres pisos, se agolpaban sobre las bajas colinas que nos rodeaban. Ya en las inmediaciones de la ciudad, los edificios eran más antiguos y lo que imperaba eran los largos bulevares flanqueados por árboles y edificios de apartamentos.

Además, había muchísimo tráfico.

—Aquí el domingo es el comienzo de la semana —dijo nuestro taxista.

Le había dado un repaso a las últimas noticias procedentes de Egipto y a la situación en Israel durante casi todo el trayecto desde el aeropuerto. Nuestro hotel, el Zion Palace, era de cuatro estrellas, pero nadie lo diría por su aspecto externo. Para entrar había que descender un tramo de amplios escalones, como si fuese la entrada de una cueva, pero el vestíbulo era de gran tamaño y tenía el suelo de mármol. Al fondo había mesitas bajas de latón rodeadas por sillas de cuero marrón chocolate con respaldo alto. Los rincones del vestíbulo estaban adornados con enormes vasijas de cerámica y de las paredes pendían pinturas de la antigua Jerusalén.

Las vistas desde el pequeño balcón de nuestro cuarto me hicieron contener la respiración. Nos quedamos contemplando la ciudad. A nuestra derecha se alzaban los muros de arenisca de color dorado pálido de la Ciudad Vieja.

Hacia la derecha, al fondo, se divisaba la colina del monte Sión, coronada por la abadía de la Dormición, con sus altos tejados con aspecto de embudo invertido y su torre abovedada.

Había algo de magia antigua en aquellas vistas. Se respiraba religión e historia en cada rincón, y algo aún más antiguo que subyacía a todo aquello. Se habían librado incontables guerras en aquel trozo de tierra, y su destino seguía siendo motivo de amargas disputas.

En la calle se oía el murmullo del tráfico, los cláxones de los coches y gritos ocasionales. Unas nubes plomizas avanzaban lentamente sobre nuestras cabezas.

Señalé la muralla de la Ciudad Vieja.

—Por ahí, un poco más arriba, está la puerta de Jaffa —comenté—. ¿Ves el valle que hay a la derecha de la muralla? —Isabel asintió—. Ahí es donde los adoradores de Baal y Moloch sacrificaban a sus hijos prendiéndoles fuego, mientras los sacerdotes hacían sonar tambores para sofocar los gritos.

—Dios, eso es demasiado espeluznante.

—Lo llaman Gehena, el valle del infierno. —Me acerqué al borde del balcón, como si algo me atrajese hacia delante. El arranque del valle, la parte que veíamos desde allí, parecía seco, rocoso, y sus raquíticos árboles mustios polvorientos.

—Ahí es donde está la entrada del infierno para muchos judíos, y también para algunos cristianos y musulmanes. Creen que ahí es donde los malos se alinearán para ser castigados cuando llegue el fin del mundo.

—Y ahora se puede encontrar en un mapa —apuntó Isabel.

Cuando llegamos al comedor del hotel, famélicos, nos sentamos inmediatamente a cenar en un íntimo silencio. El cansancio del viaje capturaba nuestros pensamientos. De vuelta a la habitación, di un repaso a las páginas web israelíes en busca de alguna noticia nueva sobre la doctora Hunter. No había novedad alguna acerca del asunto. Lo único que encontré fueron los artículos originales sobre su desaparición.

La noticia de cabecera de la página web del Haaretz trataba sobre una familia judía a la que habían quemado viva la noche anterior en un ataque incendiario en un asentamiento cerca de Hebrón. El horror de aquella historia desbordaba la pantalla. Fotografías de una casita ennegrecida con una ambulancia delante y rodeada por soldados israelíes llenaban la página. Isabel miraba por encima de mi hombro mientras yo leía.

—Culpan a unos palestinos —dije.

—¿A cuánta gente más van a quemar viva? —preguntó.

—También te pueden disparar —dije, señalando otro artículo. Trataba sobre el funeral de un joven palestino al que le habían disparado por la espalda tras haber participado en una manifestación en un pueblo rodeado por asentamientos judíos. Culpaban de su muerte a un judío.

—Es todo escalofriante —dijo Isabel.

—Aquí se está librando una batalla sanguinaria, de odio visceral —contesté. Al abrir mi correo electrónico me encontré con el habitual despliegue de ofertas especiales de todas las líneas aéreas, redes sociales y hoteles que había usado alguna vez, y también de algunos que no había usado. Descubrí un correo del doctor Beresford-Ellis, con un archivo adjunto. Pulsé sobre él, pero el mensaje no se abría. La pantalla se quedó congelada, sin más.

¿Se había caído la conexión a internet? Abrí otra pestaña e intenté visitar otra página. Tampoco funcionaba. Nada funcionaba. Aguardé un rato más.

—Voy a bajar a ver si puedo conseguir algo de señal, a ver si en el vestíbulo la cosa mejora —dijo Isabel.

—¿Puedes mirar si hay algo de fruta? Sigo hambriento —le pedí.

Diez minutos después, la conexión a internet seguía sin funcionar e Isabel aún no había regresado. Salí de la habitación dejando que la puerta se cerrase a mi espalda y guardé la anticuada llave en mi bolsillo mientras esperaba el ascensor. Esperaba que se abriesen las puertas y encontrarme con el rostro sonriente de Isabel tras ellas, pero cuando llegó estaba vacío.

En el vestíbulo tampoco había rastro alguno de ella. Me dirigí a la recepción. La chica de cabello oscuro que nos había registrado se había ido. En su lugar había un hombre de más edad con una calva incipiente que trataba de disimular con el resto del cabello estirado por encima. Estaba en una esquina del mostrador de recepción, que estaba adornado con azulejos de color añil y blancos de la era otomana.

—No, no he visto a una mujer con vaqueros azul oscuro y cabello liso y negro —dijo, después de que le describiera a Isabel. Su expresión era burlona, como si se preguntase si le estaba pidiendo que me buscase una cita—. Tal vez haya ido al mercado. Está calle abajo, no muy lejos.

Me sonrió dejando a la vista sus dientes amarillentos.

—¿Hay algún problema con la wifi? —pregunté.

—No, señor. Funciona perfectamente.

—A mí no me funciona. ¿Cómo de lejos está ese mercado?

—No demasiado —respondió, señalando hacia la fachada del hotel y luego a la izquierda.

Salí por la puerta de cristal y subí los escalones hasta la calle para ver si venía Isabel. Nunca me había mostrado tan protector con Irene, mi esposa, una médico que había viajado como voluntaria a Afganistán dos años antes y había sido asesinada, pero después de lo que le había ocurrido a ella no podía ignorar mi impulso de cuidar de Isabel. A Irene le habían arrebatado la vida, y no podría soportar que algo así le ocurriese a nadie más.

Fuera estaba oscuro.

Tuve que obligarme a dejar de pensar como un paranoico. Volví la vista hacia las puertas del hotel. Un hombre me escrutaba a través de la puerta de cristal.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Me echabas de menos?

Me volví. Isabel venía hacia mí desde la dirección opuesta al mercado con una bolsa de papel marrón entre los brazos.

—Te he comprado fruta.

Me tendió la bolsa, sonrió y me tocó el brazo al pasar junto a mí. De repente se me quitó de encima aquel ridículo peso de hierro. Cuando regresamos a la habitación, la wifi funcionaba perfectamente.

—Me llamó Mark mientras estaba fuera —comentó—. Lo han destinado a El Cairo. No está precisamente a un millón de kilómetros de aquí.

—¿Por qué te sigue llamando? —dije despacio—. Creí que habíais terminado.

Ella lo había dejado hacía un año.

—¡Eres tan celoso! —exclamó, con una nota de comprensión en su voz.

Le dediqué mi mejor sonrisa de «no me importa nada».

—Quiere que nos veamos. —Sacudió la cabeza, como si le pareciese una idea horrible.

—¿Qué? —Aquello empezaba a ser un fastidio.

—No voy a hacerlo, no te preocupes.

Abrí la puerta del balcón y salí a observar las luces que iluminaban las murallas de la Ciudad Vieja. Isabel no solo tenía trapos sucios en el armario; tenía sábanas enteras, esperando a que alguien las sacara.

Noté una mano en la espalda e Isabel me susurró al oído.

—Ven a la cama, Sean. Quiero demostrarte que no hay nadie más. —Me tomó de la mano y tiró de mí hacia el interior del cuarto. Una hora más tarde, me quedé dormido.