Henry Mowlam, agente veterano de los servicios de seguridad, arrojó la botella de agua hacia el contenedor azul de reciclaje de plásticos situado junto a la pared de la sala de control subterránea del MI5 en Whitehall, en el centro de Londres.
No alcanzó el contenedor y, al caer, se abrió. Una lluvia de agua roció su pared amarilla.
—¡Joder! —dijo Henry en voz alta.
La sargento Finch estaba al final de la fila de monitores. Levantó la cabeza y echó a andar hacia él.
—¿Te encuentras bien hoy, Henry? ¿Trabajar los fines de semana no te sienta bien?
Su camisa blanca almidonada era el objeto más brillante de la habitación.
—Sí, señora. —La saludó abruptamente.
Ella pasó de largo y empujó con el pie la botella de plástico hacia el contenedor. Parecía como si estuviese comprobando qué era aquella botella. Luego regresó junto a él. La lámpara que simulaba luz exterior zumbaba sobre su cabeza.
—¿Seguro que te encuentras bien?
—Sí, señora —respondió con la vista clavada en la pantalla.
Ella se alejó.
El informe que tenía en pantalla, que era el último resumen del seguimiento electrónico de lord Bidoner, exmiembro de la Cámara de los Lores únicamente porque había heredado el título de su padre, no ofrecía nada nuevo para seguir con la investigación. Lord Bidoner era uno de esos lores que no cumplía con sus responsabilidades, y cuyas turbias conexiones y trapicheos le garantizaban que nunca recibiría una invitación para asistir a una fiesta en los jardines del palacio de Buckingham.
Aun así, no tenían nada definitivo contra lord Bidoner. Recibir una llamada telefónica de alguien que se quedó a tan solo dos pasos de consumar un plan para propagar un virus de la peste en Londres era suficiente para que te pusieran en una lista de vigilancia y te investigasen, pero no bastaba para que te arrestasen.
—Tenemos nuevas amenazas, Henry. A él ya lo hemos investigado. Sabes que ha llegado una oleada de sospechosos procedentes de Pakistán y Egipto. Tenemos que dejar a lord Bidoner a un lado por el momento. —Eso era lo que la sargento Finch le había dicho una semana antes.
Pero Henry no estaba convencido.
Lo había vuelto a mencionar en su reunión matutina de los lunes. El jefe de unidad había mostrado el expediente de Bidoner en la pantalla grande y había detallado la investigación de antecedentes a la que había estado sujeto en los últimos seis meses.
—Ha superado todas las comprobaciones. Su padre era un hombre muy respetado, un pilar de la Cámara. Sé que su madre era austriaca, pero ya no tenemos nada en contra de esa gente, Henry. —Se habían oído risitas en la sala, y él no había respondido.
Lo que hacía sospechar a Henry no era que tuviese una madre austriaca, sino el uso que Bidoner hacía de los sistemas cifrados de teléfono y correo electrónico, sus continuos beneficios en el mercado de valores gracias a las acciones de empresas de la industria militar que adquiría con inusitada presciencia, y sus discursos políticos en barrios periféricos acerca de los cambios en la población europea y el auge del islam. Todas estas cosas consideradas una por una eran de lo más lícitas, pero juntas daban a Henry mucho que pensar.
Contempló su pantalla. Tenía más trabajo que hacer. Vaciló con el cursor sobre el informe de Bidoner. Debería borrarlo, y también solicitar a la Unidad de Vigilancia Electrónica que suspendiese el proyecto.
Pulsó en otra parte de la pantalla. Pediría la cancelación de los informes de vigilancia más tarde. Tenía que revisar un incidente sucedido en Ámsterdam.
Las víctimas de una extraña muerte por calcinación habían sido identificadas. Eran un hermano y un primo de los hombres arrestados en Londres como parte de la conspiración del virus de la peste el mes de agosto pasado. Los hombres arrestados no sabían nada acerca de lo que habían hecho aquel día. Los habían engañado, pero seguían en prisión preventiva.
Realmente parecía como si quienquiera que estuviese detrás de aquella conspiración se estuviese haciendo cargo de algunas personas que podrían traicionarlo.
Había otro hecho en aquel incidente que preocupaba a Henry. Todos aquellos «primos» eran palestinos exiliados, procedentes de un pueblo situado al sur de Jerusalén. Un pueblo en el que estaba teniendo lugar una serie de perturbadores incidentes.