A cinco minutos a pie del mercado de Waterlooplein, en Ámsterdam, había una calle lateral que terminaba en un muro. El edificio de ladrillo rojo situado al final de la calle había sido, durante mucho tiempo, una casa ocupada. En los últimos tiempos se había convertido en un edificio de pequeños apartamentos, habitaciones en realidad, que se alquilaban por semana.
Los dos jóvenes que habían alquilado la habitación del último piso diez días antes presentaban un aspecto desaliñado. Cuando llegaron iban sin afeitar y ataviados con ropa sucia (vaqueros, camisas y chaquetas finas), a pesar de que el sol de febrero en Ámsterdam es más bien frío.
El hecho de que no se dejasen ver fuera de su habitación durante una semana no le llamó la atención a nadie. Solo cuando la patrona, una mujer corpulenta y pelo ralo, llamó a su puerta, se empezó a pensar que algo no iba bien. Y eso se debió al penetrante olor que invadía el pequeño descansillo que separaba la puerta de las destartaladas escaleras. Cuando abrió la estrecha puerta utilizando su llave, el panorama que la recibió fue algo que no había visto ni una sola vez en sus sesenta y seis años de vida. Y había visto muchas cosas, sobre todo en los viejos tiempos en el barrio rojo.
Los dos jóvenes estaban atados a la cama. Alguien había retirado los colchones y colocado el armazón de hierro en vertical. Ambos estaban desnudos, pero aquello no fue lo que la perturbó.
Tenían la piel ennegrecida y apergaminada hasta el punto de que parecían más bien esculturas de madera quemadas, en lugar de humanos. La ventana que tenían detrás estaba abierta y la habitación, gélida.
Las autoridades médicas de la ciudad determinarían más tarde que las palomas debieron de pasarse horas alimentándose de los cuerpos, especialmente de sus rostros, antes de que los encontraran. La causa de la muerte resultaba obvia: ambos habían sufrido quemaduras en el cien por cien de su cuerpo. Pero no de una sola vez.
Les habían hecho quemaduras con un soplete o algún otro aparato en cada una de las partes de su cuerpo, sin causar daños en la habitación de no ser por las marcas de hollín en los somieres. El trapo que les habían metido en la boca para mantenerlos callados debía de haberse prendido, ya que en ambos casos lo único que quedaba era un mantillo negro.
El juez de instrucción confirmó que uno de los hombres había muerto cinco días atrás, y el otro cuatro. Era probable que hubiesen utilizado la tortura de uno de ellos para hacer hablar al otro. Era difícil saber si lo había hecho o no. Sin duda, no había salido bien parado.
Pasarían otras veinticuatro horas antes de que la base de datos nacional de delincuentes del Reino Unido revelase a las autoridades quiénes eran aquellos dos hombres y en qué andaban metidos.