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Bajé el volumen de la radio. El Coro de los esclavos hebreos de Verdi ya había rebasado el clímax.

—Esta página web dice que Abingdon es la ciudad de Gran Bretaña que más tiempo seguido ha tenido población. —Una cortina de agua sacudió el lateral del coche—. Dice que ha vivido gente en ella durante seis mil años. En el ayuntamiento debe de haber una lista de alcaldes kilométrica.

Resultaba difícil leer mientras Isabel conducía, no solo porque fuese una mañana lluviosa de febrero, sino también porque la carretera por la que circulábamos, la A415 desde Dorchester, se volvía curvada y sinuosa en aquel tramo, bajo la espesura de los árboles.

—En el año 1084, Guillermo el Conquistador celebró aquí la Pascua —dije mirando a Isabel, que mantenía su atención puesta en la carretera.

—Estamos buscando la iglesia de Santa Elena, ¿no?

—Sí —respondí.

—Fue el primer monasterio que se estableció en Inglaterra —dijo—. Es incluso más antiguo que Glastonbury. Por visitarlo podrían perdonársete cuatro años de purgatorio. Es un buen trato, ¿no crees?

Sonreía mientras hablaba. Llevaba su largo cabello negro recogido hacia atrás. Estaba muy guapa.

—La Iglesia sigue buscando todo tipo de tretas para tener a la gente atada. ¿Te ha contado Lizzie que tuvieron que asistir a un curso prematrimonial para poder casarse? —comenté.

—A mí no me cuenta ese tipo de cosas. —Profirió un sonido apenas audible, pero con claro significado.

No respondí. No iba a entrar ahí. Lizzie trabajaba en el Instituto de Investigación Aplicada de Óxford, en el despacho contiguo al mío. Siempre nos habíamos llevado bien, pero aquello nunca había conducido a nada. Su futuro esposo, Alex Wincly, la había perseguido como un perrito faldero durante años.

—Se pasaron tres noches de miércoles hablando de su relación —dije—. Qué pesadilla. ¿Cómo se les ocurriría de qué hablar durante tanto tiempo?

—A mí me parece una buena idea. —Isabel seguía atenta al tráfico, pero había alzado la ceja más de un centímetro.

—Me imagino que estará embarazada —dije—. ¿Por qué si no iban a casarse en febrero?

—Hay un montón de razones por las que la gente se casa en invierno, aparte de un embarazo.

La radio del coche crepitó al pasar bajo unos cables eléctricos tendidos entre postes gigantescos. «Comienza el informativo de las once en Radio Tres», dijo el locutor.

Se oyó otro sonoro zumbido y me perdí unos segundos de la siguiente frase: «El cuerpo calcinado descubierto en la Ciudad Vieja de Jerusalén a primera hora de esta mañana pertenecía a un arqueólogo estadounidense llamado Max Kaiser, según las autoridades locales. Su muerte se atribuye a extremistas islámicos. En otro orden de cosas…».

Isabel aminoró la velocidad. El coche que teníamos detrás, que iba bastante pegado a nosotros, hizo sonar el claxon.

—Kaiser ha muerto —susurró.

Agarró con fuerza el volante y aceleró de nuevo el coche.

Noté esa sensación extracorpórea que se experimenta cuando descubres que alguien de quien has oído hablar ha muerto, como si todos tus sentidos se agudizasen al darte cuenta de lo afortunado que eres de estar vivo.

No conocíamos bien a Max Kaiser. Solamente lo habíamos visto una vez en Estambul, cuando nos ayudó a salir del agua en plena noche y nos dejó secarnos en su yate, pero nos habíamos implicado mucho con él. Había reivindicado públicamente el descubrimiento del manuscrito que encontramos en Estambul, por lo que no era precisamente mi candidato a hombre del año, pero no merecía morir así.

—Pobre cabrón —dije.

—Resulta difícil de creer —respondió ella.

—¿Crees que le contó la verdad a Susan Hunter?

Isabel se encogió de hombros. Estaba pálida.

—Susan no se habría tragado sus chorradas —dijo, mirándome—. ¿Han dicho que murió calcinado?

—Sí.

Se quedó en silencio.

La doctora Susan Hunter era la arqueóloga de Cambridge que estaba elaborando un informe para el Gobierno turco acerca del antiguo manuscrito que habíamos hallado en un conducto de aguas en los pasadizos subterráneos de Estambul. Aquel era el acuerdo que se había alcanzado poco después de encontrar el manuscrito.

La doctora Hunter era la mayor experta del mundo en manuscritos de principios de la era bizantina. Su promesa de implicarse personalmente probablemente había servido de garantía para que las autoridades turcas en arqueología permitiesen que el manuscrito se estudiase en Inglaterra.

—Leí ese libro que escribió sobre las supersticiones bizantinas. Creían en cosas absolutamente demenciales —dijo Isabel, moviendo la cabeza como si se quisiera sacudir algo de encima.

—Parece que la tormenta arrecia —comenté, inclinándome hacia delante para mirar a través del cristal.

Para cuando la recepción hubo terminado, ya habíamos experimentado lo mejor que Abingdon tenía que ofrecernos. Llovió la mayor parte de la tarde, pero los novios pudieron hacerse sus fotos de boda en el embarcadero privado del hotel, sobre el Támesis. Disfrutamos del banquete, especialmente del grupo de música exclusivamente femenino de Windsor. Bailamos sin parar y, gracias a que Isabel no bebió, pudimos regresar a Londres bien entrada la noche.

Durante el viaje consulté mi correo y di un repaso a las páginas de noticias online para ver si decían algo sobre la muerte de Max Kaiser. No la mencionaban. Releí el último correo electrónico que había recibido de la doctora Hunter a principios de semana. En él decía que aún no se había fijado fecha para la publicación del informe. Yo le había contestado agradeciéndole por mantenerme al corriente y pidiéndole que me pusiese en la lista de distribución tan pronto como el informe estuviese disponible. No había respondido.

Habían pasado seis meses desde nuestro regreso de Estambul. Esperaba que la doctora Hunter dijese que su informe estaría listo al cabo de otro año, o incluso más. Al menos no lo había hecho. A todos en el instituto nos desesperaban algunas de las razones que los académicos esgrimían para tardar tanto en hacer las cosas. Para nosotros era ya una especie de chiste recurrente.

—¿Crees que la muerte de Kaiser hará variar en algo su informe, Sean?

Me encogí de hombros.

—No tengo ni idea —respondí.

Ya en casa, redacté un correo electrónico para la doctora Hunter en el que le preguntaba si estaba al tanto de lo de Kaiser. También le preguntaba por su nivel de cooperación con ella. Probablemente me estuviese pasando de la raya, metiendo la nariz en lo que no me importaba, pero no podía evitarlo.

Necesitaba saber si ella era consciente de lo importante que era su informe para nosotros. Se había convertido en un talismán. Alek, un colega y amigo que trabajaba conmigo en el instituto y había viajado a Estambul antes que yo, había sido asesinado allí. El manuscrito que encontramos era lo único bueno que habíamos sacado de su muerte. Era casi como si hubiese dado la vida por él. Tenía que saber qué contenía, qué revelaría la traducción de la doctora Hunter.

Mi jefe, el doctor Beresford-Ellis, había pospuesto nuestra reunión final de proyecto sobre lo que había ocurrido en Estambul a causa del informe. Ahora todo mi trabajo dependía de aquello; aquel había sido mi error.

Pero sabía que había hecho bien en no dejarlo correr.

Al investigar qué le había sucedido a Alek habíamos detenido un plan para infectar a miles de personas con un virus mortal de la peste durante una manifestación musulmana en Londres. Pero algunas de las personas que se encontraban tras dicho plan habían escapado.

Aquella era la parte inquietante. Mi amigo Alek había muerto allí por culpa de aquella gente. Isabel y yo también habíamos estado a punto de perder la vida. Y quienquiera que estuviese excavando bajo Estambul, en busca de aquel virus de la peste, era obviamente una persona de recursos cuyos motivos para implicarse en algo tan rebuscado seguían sin estar claros.

Lo único positivo de todo aquello, dejando a un lado todo lo demás, era lo bien que estábamos Isabel y yo. Había decidido dejar su trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Quería dejar atrás su vieja vida. No me contó todos los detalles, pero sí lo suficiente para entender por qué quería apartarse de ese empleo.

El resto de aquel fin de semana transcurrió de forma tranquila, pero el lunes por la mañana algo me volvió a sacudir: estaba consultando la web de noticias de la BBC antes de salir hacia Óxford para una reunión del instituto, cuando encontré un artículo sobre un incendio en Cambridge en el que había fallecido una persona. El artículo no daba nombres, pero el fuego se había originado en Elliot Way, lo que hizo que algo se retorciese en mi interior.

Se me vino a la cabeza una conversación que había mantenido con la doctora Hunter, en la que ella había mencionado que quería mudarse de su casa en Elliot Way, ya que ahora le resultaba excesivamente grande para sus necesidades.

Tenía que tratarse de una coincidencia. ¿Me estaba volviendo paranoico?

Tal vez mi médico de cabecera estuviese en lo cierto. Iba a tardar mucho tiempo en retomar mi vida normal. Aquel hombre era el maestro zen del sentido común. Solamente había ido a verlo para que Isabel dejase de darme la lata. Tener dificultades para conciliar el sueño semana tras semana era la clase de problema que normalmente intentaba resolver por mi cuenta. Supongo que es típico de los hombres, ¿no? Creemos que deberíamos ser capaces de arreglarlo todo, incluso a nosotros mismos.

Revisé mi correo electrónico.

Me relajé de inmediato: tenía un mensaje de la doctora Hunter. Lo abrí rápidamente: «Sean, estoy en Jerusalén. Regresaré a Londres el viernes. Lo llamaré entonces. Necesito que hablemos de algo. S. H.». Lo había enviado el domingo por la tarde.

Pensé en responder, en preguntarle qué era tan importante, pero decidí no hacerlo. No tardaría en averiguarlo, y tenía que seguir trabajando en mi paciencia.

El viernes tuve mi teléfono móvil a mano durante todo el día, a pesar de que Isabel me dijo que estaba perdiendo la cabeza. Incluso lo dejé en modo vibración durante una reunión de directivos. Los asuntos económicos habían sido el tema principal de aquellas reuniones durante el último año; todos habíamos sufrido un recorte salarial. Nuestra supervivencia no estaba en entredicho, pero sí en qué nos gastábamos el dinero. Aquella noche comprobé la carpeta de correo no deseado, por si un nuevo e-mail de la doctora Hunter hubiese terminado en el lugar equivocado. No era así. No estaba demasiado preocupado, pero busqué a la doctora Hunter en internet. Lo que averigüé me perturbó.