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Las llamas cobraron vida con un rugido. Era una noche inusitadamente fría para ser finales de febrero en Jerusalén. Unas nubes plomizas procedentes del mar Muerto, al este de la ciudad, amenazaban lluvia desde el mediodía. A las diez de aquella noche las calles del barrio musulmán de la Ciudad Vieja estaban desiertas. Por las ventanas cerradas se colaba el olor a café con cardamomo y a kofta.

A las diez y un minuto, el eco de unas sonoras pisadas resonó en los escalones del callejón Aqabat at Takiya. Dos hombres vestidos con trajes polvorientos y kufiyas de cuadros descendían a toda prisa por la amplia escalera.

Los altos muros de mampostería que flanqueaban el callejón le conferían el aspecto de un pasadizo entre prisiones. Cuando los hombres se aproximaron al pórtico del palacio de Lady Tunshuq vieron las llamas anaranjadas procedentes de la entrada.

Se detuvieron, aguardaron unos segundos contra la pared y a continuación comenzaron a avanzar lentamente, estirando el cuello hasta alcanzar a ver qué era lo que estaba ardiendo. Quienquiera que hubiese originado el fuego ya había desaparecido en el laberinto de estrechos callejones que rodeaba el lugar.

Una ráfaga de viento avivó las llamas y vieron el cuerpo ardiendo ferozmente delante de las puertas de acero de doble altura. Entonces los asaltó un asfixiante hedor a carne quemada. El hombre que había visto las llamas primero estaba ya hablando por su teléfono móvil. Podía sentir el calor del fuego en la cara, a pesar de que se encontraban a unos cinco metros de distancia. Tosió y se echó hacia atrás. Aquel olor acre crecía en intensidad.

Observaron cómo las llamas se elevaban. A lo lejos se oyó el aullido de una ambulancia mientras la piel ennegrecida del rostro de aquel hombre se consumía. Un blanquísimo pómulo asomó a la vista.

Un humo más blanco emergía de lo alto de su cabeza, donde debería haber cabello. Ahora aquel desagradable olor se esparcía por todos los rincones. Un hombre gritó desde una ventana a medio cerrar, en lo alto. Una mujer dirigía sus lamentos a Dios.

Las llamaradas se reflejaban en las franjas claras y oscuras que se alternaban en los muros de mampostería mameluca y en las estalactitas de piedra que pendían sobre la entrada. Su crepitar resonaba a lo largo del callejón.