III
EL ALMA DEL MUNDO

Uno

Un trueno cruje en algún rincón del cielo al otro lado de la ventana. El día ha amanecido gris y el aire pesa dentro y fuera, cargado de una humedad casi líquida. Desde primera hora de la mañana, las nubes grises se deslizan sobre el mar, salpicadas de electricidad.

El reloj blanco marca la una y cuarto. Sentadas la una delante de la otra, Rocío e Ilona llevan unos minutos hablando. El marco vacío ha desaparecido del escritorio.

—No lo entiendo —dice Ilona. Tiene el ceño fruncido. Una sombra de confusión le vela los ojos, cuyas pupilas circulan, inquietas, por el espacio en blanco que rodea la cabeza de Rocío.

Rocío pierde durante un instante la mirada en el inmenso nubarrón negro que navega por el ventanal que comunica con el jardín. Luego inspira hondo.

—No seguirás acompañando a ninguno de los dos, porque a partir de mañana tendrás a tu cargo a un nuevo cliente —dice con una voz que quiere ser amable y determinante a la vez—. A tiempo completo —añade con una sonrisa parca—. Te quiere a tiempo completo.

Ilona niega despacio con la cabeza y traga saliva.

—Pero… —empieza, retorciéndose las manos sobre las rodillas. Tú me dijiste que…

—Te dije que no podía decirte nada hasta hoy, porque todavía se estaban barajando algunas variables.

—Sí.

—Y también te advertí de que no debías encariñarte con tus clientes.

Ilona asiente con la cabeza. Es un gesto mecánico, sin vida.

—Pero Otto y Clea son… especiales.

—No, Ilona. El señor Stephens y la señora Ross no son especiales —interviene Rocío, cortante—. Son clientes de Buenavista como otros cualquiera. Eres tú la que les ha hecho especiales. Para ti lo son. Solo para ti.

Ilona baja la mirada y encoge los hombros.

—Las variables se han zanjado hoy, Ilona. Esta mañana —anuncia Rocío, poniendo las palmas abiertas encima del escritorio—. El señor Stephens y la señora Ross han decidido abandonar el centro esta misma tarde.

Ilona inclina ligeramente la cabeza.

—¿Cómo?

Rocío tensa el cuello. «Esto no va a ser fácil», piensa sintiendo la boca seca.

—Se van, Ilona. Clea y Otto se van.

Ilona parpadea. La cabeza se inclina unos grados más.

—Pero… ¿así? ¿Sin avisar?

Rocío busca el botellín de agua con los ojos. «En el bolso —piensa aliviada—. Tengo uno lleno en el bolso».

—Sabíamos que podía ser algo temporal —declara—. Ya lo habíamos hablado.

Ilona no dice nada. Está de pie al borde de un pozo de aguas desconocidas de las que hasta el momento solo alcanza a oír el susurro.

—Sí —murmura.

—Eran tres meses de prueba.

—Sí.

—Hoy ha expirado el plazo y han decidido marcharse.

Los ojos de Ilona buscan los de Rocío, que aguanta su mirada durante apenas un instante y luego parpadea, Ilona deja quietas las manos sobre las rodillas antes de cerrarlas imperceptiblemente sobre el hueso.

—Sin decir nada… todas estas semanas… y anoche… —murmura, recorriendo la ventana que encuadra a Rocío y en la que ahora un jirón grisáceo se funde con una capa blanca y espesa de nube. En el contacto de gris y blanco, un destello seguido por el rugido de un trueno.

Ilona vuelve a mirar a Rocío. Los ojos abiertos. Interrogantes.

—¿Ha pasado algo?

Rocío niega con la cabeza y, ante la negativa, Ilona arruga la frente. Los ojos vuelven a asomarse a la oscuridad del pozo. «No lo entiende —piensa Rocío—. Y no me extraña». Ilona parpadea y se masajea despacio una rodilla. Las arrugas que le cruzan la frente parecen haber estado ahí siempre. Cuando vuelve a hablar, lo hace con una voz pequeña, tan preocupada que Rocío siente que algo se le descoloca en alguna parte que no alcanza a localizar.

—Es por mí, ¿verdad? —dice Ilona con una sonrisa triste, llevándose la mano izquierda a la sien y empezando a frotarse la piel con la yema del índice y del dedo medio. Rocío traga saliva—. ¿He hecho algo que…?

—No, Ilona —la corta Rocío.

—¿No?

Rocío intenta una sonrisa.

—No.

El reflejo del gris blanquecino del cielo se desliza sobre los ojos de Ilona. Vuelve el ceño. También el susurro del pozo.

—Querían decírtelo ellos —dice Rocío por fin—, pero me ha parecido conveniente hacerlo yo. —Ilona no la mira. Ha bajado de nuevo la cabeza—. Es mi responsabilidad —añade, arrugando las manos sobre la mesa—. Luego hablarán contigo.

Suena un trueno sobre Buenavista, esta vez más cercano. Rocío se estremece. No le gustan las tormentas. Lo destrozan todo. Delante de ella, al otro lado del escritorio, Ilona sigue masajeándose las rodillas con la mirada perdida en algún punto del suelo, asomada a ese pozo que ahora Rocío casi intuye abierto a sus pies.

—Tiene que haber pasado algo —susurra Ilona—. Tiene que haber pasado algo.

Ida. Ilona está empezando a irse, y Rocío entiende que si deja que se vaya, que se pierda en lo oscuro de ese pozo al que está asomada, quizá la pierda. Siente el peligro.

—Sí, Ilona —suelta de pronto—. Hace tiempo, mucho tiempo, que está pasando algo —añade con una voz seca que cruje en la blancura del despacho como uno de los truenos que están por llegar desde el exterior—. Que pasan cosas que tú desconoces.

Ilona se queda quieta. Las manos reposan sobre las rodillas. Tensas.

—Desde el principio, Ilona.

Las manos se abren y se cierran, automáticas.

«La verdad —piensa Rocío, hundiendo la mano en el bolso que cuelga del respaldo de la silla y sacando el botellín de agua—. Dile la verdad».

—El señor Stephens y la señora Ross han decidido volver a casa, Ilona —dice, rodeando el tapón del botellín con los dedos.

Ilona inclina ligeramente la cabeza. Al otro lado del ventanal pasan dos figuras cargadas con cestas de ropa. Hablan del calor y de la tormenta que avanza en toda su negrura sobre la playa. Se desvanecen.

—Juntos —vuelve a hablar Rocío, abriendo el botellín, que deja escapar un chasquido—. Se van como llegaron.

Ilona sonríe. Es una sonrisa ausente, suspendida entre sus pómulos como la mueca de una muñeca antigua. «No lo entiende», piensa Rocío, tomando un sorbo de agua. «No, no me está entendiendo», decide con un suspiro cansado que Ilona ni siquiera percibe.

—La verdad, Ilona —empieza, dejando el botellín sobre la mesa y entrelazando los dedos sobre la madera blanca—, es que Otto y Clea ya se conocían antes de ingresar en el centro.

Un parpadeo. La sonrisa sigue ahí, pétrea. Rocío decide seguir. Hasta el final.

—Bueno, decir que se conocían es decir nada —continúa con una mueca torcida—. Ross es el apellido de soltera de Clea —dice, tensando la espalda—. Su nombre de casada es Stephens, Ilona. Clea Stephens.

Vuelve el ceño. Las manos se ponen en movimiento sobre las rodillas, lentamente, y los ojos de Ilona buscan en el suelo cosas que no están, que ella no entiende. Rocío percibe en ella un suave balanceo, casi imperceptible, y sobre la cabeza de Ilona un destello ilumina el ventanal desde fuera. El crujido seco de un trueno se hace eco de la luz, rompiendo el silencio.

—¿Entonces, Otto y Clea son…?

Rocío hace un gesto afirmativo.

—Sí.

Más balanceo. Los ojos se velan. El silencio aturdido de Ilona espolea la alarma en Rocío, que se apresura a llenarlo.

—Clea y Otto Stephens vinieron a verme hace unos meses —explica Rocío sin perder de vista el balanceo de Ilona—. La verdad, no sé si me corresponde a mí contarte esto, pero me voy a tomar la libertad de hacerlo porque creo que te ayudará saberlo.

Ilona no la mira. Sigue perdida en los cuadros blancos del suelo con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido.

—Cuando los tuve aquí sentados, justo donde estás tú ahora, y Clea me contó lo que… lo que habían decidido, no supe cómo negarme, porque jamás hubiera imaginado que nadie vendría a pedirme una cosa así, te lo aseguro. —Baja los ojos durante un breve instante, tan fugaz que Ilona no se da cuenta—. No pude negarme, porque de algún modo entendí que si lo hacía estaba faltando a mi responsabilidad aquí —dice con una sonrisa forzada—. Me refiero a mi responsabilidad profesional, claro. A fin de cuentas, que yo sepa, en Buenavista no existe ninguna normativa, escrita o no, que prohíba esa clase de… de admisiones.

Ilona no dice nada. El silencio que mana de ella es una nube rota: jirones de preguntas inconclusas, fragmentos de frases torcidas, respiración difícil.

—En suma: Clea y Otto Stephens depositaron su confianza en mí y en el centro. Fueron muy claros desde el primer momento y yo lo agradecí —declara ligeramente apresurada. Luego añade, hablando más despacio—: En lo profesional, como directora de… esto…, me pareció una propuesta perfectamente aceptable —dice con un tono que no llega a sonar todo lo certero que le hubiera gustado—. En lo personal… me resultó extraño, muy extraño. Pero sobre todo me pareció… —Suelta un pequeño suspiro por la nariz y termina—: Enternecedor.

Ilona cierra los ojos y los mantiene así mientras Rocío se da un instante de tregua. Cuando vuelve a hablar, en la oscuridad del pozo al que Ilona se asoma, el agua despide imágenes y voces que no son las de Rocío. Las imágenes se superponen poco a poco, creando un caleidoscopio de ojos, ecos y gestos que van arremolinándose en desorden circular. Al fondo, en un rincón del presente que queda cada vez más alejado, Rocío narra la escena, reviviéndola para ella.

En el pozo de aguas negras que la confunden, Ilona mira desde arriba y lo que ve es atrás.

Es antes.

Primavera.

Clea y Otto sentados hace apenas unos meses en el lugar que ella ocupa ahora. Clea hablando y Rocío escuchando. Otto se pasaba la mano por el pelo en un gesto que Ilona conoce bien.

—Te lo explicaré de otro modo, pequeña —decía Clea, retomando la conversación y dirigiéndose a Rocío mientras se adelantaba un poco en la silla y se llevaba los dedos al collar de perlas que lucía sobre el suéter—. Hace una semana cumplí noventa años y no organicé ninguna fiesta.

Rocío apoyó la barbilla en las manos. No dijo nada.

—¿Sabes por qué?

Silencio.

—No hubo fiesta porque de repente tuve la triste sensación de que no había nada que celebrar, hija.

Rocío no habló. Clea ladeó la cabeza y prosiguió.

—Y porque de haberla habido no habría tenido a quién invitar —añadió, bajando la mirada.

Otto se aclaró la garganta y sonrió. Fue una sonrisa tímida, de compromiso.

—Otto me llevó a cenar a un restaurante al que le tengo un cariño especial por… bueno, por muchas cosas —continuó Clea—. Durante la cena, hablamos de todo y de nada, eso que hacen los viejos cuando llevan mil años juntos y están tan mayores que ni ganas de recordar tienen —dijo, soltando un pequeño bufido que Otto saludó con una nueva sonrisa, está más triste—. Y así transcurrió la cena de mi noventa cumpleaños: Otto y yo solos porque los amigos, los pocos que ha habido a lo largo de todos estos años, los de verdad, se fueron antes, la vida se los llevó antes… como se llevó también a nuestro hijo y como ha instalado a nuestra única hija en el otro extremo del mundo, empeñada en tener una vida propia, como si no pudiera tenerla cerca de sus padres, o como si nosotros, que se la dimos, confabuláramos para que nos la devolviera porque no es la hija que nos habría… —lanzó una fugaz mirada a Otto antes de concluir—, que me habría gustado tener.

Rocío a punto estuvo de hablar, pero Clea levantó la mano y le mostró una palma arrugada, surcada de una maraña de líneas hondas y vivas.

—Y en ese momento, mientras mirábamos la carta de los postres, sentí que me faltaba el aire —continuó—. Miré a Otto, que seguía estudiando su carta, y se lo dije.

Rocío arqueó una ceja.

—Se lo dije entonces, sí.

Dos

En la calle llovía. Dentro, en el restaurante, los camareros se movían en silencio, atendiendo cada uno su mesa, solícitos. Clea levantó los ojos de la carta y miró a Otto.

—Ya sé lo que quiero.

Él siguió estudiando su carta.

—A ver si lo adivino. ¿El helado de coco con virutas de trufa fresca y pimentón dulce?

Clea apoyó los codos en la mesa y entrelazó las manos.

—No, Otto. No me refería al postre.

—¿Ah, no?

—No. Me refería a mi regalo.

Otto apartó la carta a un lado.

—Ah.

Al instante, el camarero recogió las cartas y sonrió.

—¿Han decidido ya los señores?

Otto le devolvió la sonrisa.

—Yo tomaré la Sacher con sopa de almíbar.

—¿La señora?

Clea agitó la mano, despidiendo al camarero y Otto bebió un poco de agua.

—Te escucho —dijo.

—He estado dándole muchas vueltas, Otto, y por fin lo sé.

—Ajá.

—Quiero… que hagamos un viaje. Unas vacaciones.

Otto se secó la boca con la servilleta.

—¿Unas… vacaciones?

—Eso he dicho.

—¿Unas vacaciones a dónde?

Clea negó con la cabeza.

—No es el dónde lo que importa, Otto, sino de qué.

Otto frunció el ceño.

—Creo que no te sigo.

Clea inspiró hondo y arrugó un poco los labios antes de hablar.

—Quiero que nos tomemos unas vacaciones de… nosotros.

Otto parpadeó y tragó saliva. Clea no.

—De repente, lo he visto, Otto. Hoy lo he visto. Aquí. Sentados los dos. —Guardó un par de segundos de silencio antes de preguntar—: ¿Qué hacemos, Otto?

—Clea…

—No, Otto. Dime y sé sincero: ¿qué hacemos desde hace años? ¿Vivir? ¿Convivir? ¿Esperar a que pase el tiempo? ¿Durar? Sí… ya sé lo que piensas, pero a mí no me valen esas paparruchas sobre la vejez tranquila y saludable de las revistas baratas. Como si los viejos no estuviéramos vivos, demonios. ¿Y si no para qué estamos?

Otto parpadeó, sorprendido.

—Siento que llevo años esperando contigo a morirme porque soy vieja y porque eso es lo que hacen las viejas buenas: callar, ser buenas y no molestar —continuó Clea—. Pero es que yo no soy una vieja buena, Otto. Yo tengo una vida detrás y, mientras tenga tiempo, la tendré también por delante. Y estoy cansada. Cansada de tener buena salud y buena cabeza porque no me sirven de nada si no hago algo con ellas —dijo palmeando con suavidad la servilleta—. Somos viejos, Otto, pero no estamos muertos. Y yo no quiero irme de aquí odiando la vida. Me dan igual los años vividos juntos, los hijos paridos y criados, tus éxitos, mis renuncias… todo. Me da igual porque hoy todo eso no cuenta.

Silencio. Apenas unos segundos.

—Quiero morirme viva. Ése es el regalo que te pido.

Cuando Otto iba a decir algo, apareció el camarero con el postre. Despacio, rodeó la mesa y depositó el plato con la Sacher delante de él. Luego se incorporó y sonrió antes de desaparecer.

—No sé qué decir, Clea.

—Di que sí. Es muy fácil.

—Pero es que todavía no sé lo que quieres.

Clea se reclinó contra el respaldo de la silla y buscó en él una comodidad renovada antes de volver a hablar.

—Hoy, mientras veníamos en el coche hacia aquí, he ido repasando todas las cosas que hemos sido juntos —empezó—. Hemos sido padres, marido y mujer, novios, viajeros, enemigos… contigo he conocido el amor, el desamor, el dolor, el duelo, el castigo, el rencor, los celos, la juventud compartida y también robada, la madurez acompañada, la vejez soportada… y he entendido que, después de todo, lo único que nos queda a día de hoy es la compañía y los recuerdos. Entonces he pensado: «Lo hemos hecho mal. Lo has hecho mal, Clea Ross, porque, a pesar de todo lo vivido, somos en cierto modo dos extraños». —Cerró los dedos sobre la servilleta y se llevó la otra mano al cuello—. Hemos vivido mal, Otto.

Otto apoyó el puño en la mesa y la miró, pero no dijo nada.

—¿Y sabes por qué?

Otto negó.

—Porque desde que nos conocimos hemos vivido aterrados por la idea de perdernos. Los dos. Como si esto fuera a durar eternamente. Como si no fuéramos a morirnos nunca.

Otto suspiró y apoyó los codos en el mantel. Siguió sin decir nada.

—Nos hemos equivocado, Otto.

—Yo no diría tanto —contestó él por fin.

—Y creo que nos merecemos una oportunidad.

Otto frunció el ceño. No estaba entendiendo.

—¿Una oportunidad?

—Sí —respondió Clea, asintiendo despacio con la cabeza—. Una oportunidad de conocernos de otra manera, como… como si no nos conociéramos. De querernos de verdad, desde lo que no se tiene, viéndonos por lo que somos, como si pudiéramos volver a empezar y hacerlo bien, sin miedos, sin lastres… sin nada que perder. Y que haya ilusión, poca o mucha, y risa, y volver a divertirnos… poder inventar mientras esperamos a irnos.

Otto seguía mirándola sin entender.

—Pero…

—Y, sobre todo, quiero poder perdonar, Otto. Irme limpia. Ligera.

—¿Perdonar?

—Perdonarte.

Otto no dijo nada. Bajó la cabeza y se quedó así unos segundos, respirando pesadamente hasta que por fin habló.

—Yo creía que ya estaba todo perdonado, Clea.

Aunque le dolía hablar, Clea supo que ya no había marcha atrás.

—No, Otto. No está todo perdonado porque no está todo dicho ni todo vivido.

Otto se recostó contra el respaldo de la silla y encogió ligeramente los hombros.

—Supongo que ésa es una afirmación que no admite discusión, ¿no? —dijo.

—No es una afirmación, Otto —respondió ella—. Es una emoción. Y es mía. Y también un vacío que desde un tiempo a esta parte se me hace insoportable.

Otto la miró durante unos segundos a los ojos. Luego separó la espalda del respaldo de la silla para acercarse a la mesa.

—¿Y qué sugieres? —preguntó.

Clea sacó un cigarrillo del paquete que tenía junto al plato. Otto hizo un gesto con la cabeza.

—No dejan fumar. Ya lo sabes.

—Separarnos —respondió ella, sosteniendo el cigarrillo en alto—. Empezar de nuevo.

Otto cogió el paquete de tabaco y acarició distraídamente la suavidad del plástico transparente en un gesto que Clea conocía bien y que significaba: «Dame un segundo, estoy intentando pensar».

—¿Quieres… quieres separarte de mí? —preguntó por fin con una voz tan tímida que durante una décima de segundo a Clea se le encogió el pecho y a punto estuvo de decirle que no, que lo olvidara, que todo era una broma de las suyas. Una pesadez más.

—No —respondió, en cambio—. No me estás entendiendo.

—¿No? —La pregunta llegó acompañada de una mirada repentinamente iluminada como la que aparece en los ojos de un niño cuando le hablamos de un regalo que todavía no ha visto.

—Empezar de nuevo no es empezar lejos el uno del otro —aclaró ella—. No cada uno por su cuenta.

Otto respiró hondo. Aliviado.

—¿Entonces?

—Empezar de nuevo es… empezar de cero.

Una nueva sombra le nubló la expresión. Más confusión. Más miedo.

—Quiero que empecemos de nuevo como si fuéramos dos desconocidos —explicó Clea—. Que nos inventemos una vida en la que poder probarnos, crear un espacio en el que coincidir y descubrir si somos capaces.

Otto parpadeó, tomó un poco de vino y se aclaró la garganta.

—¿Inventarnos?

—Eso he dicho, sí.

—Pero… ¿cómo? Tú y yo somos quienes somos, Clea. No es tan fácil.

—No, nada fácil. Pero menos fácil es seguir viviendo así, esperando a morirnos porque, según las estadísticas, nos toca.

Otto no dijo nada.

—Yo quiero volver a emocionarme, Otto. Y para eso tenemos que aprender a… jugar.

—¿A jugar?

—A jugar, sí. Y a vivir. Y a arriesgar. Porque… ¿qué miedo podemos tener ya a estas alturas? Dime, ¿qué podemos perder?

Otto la miró y tardó en responder.

—Yo no quiero perderte —dijo.

—Entonces, juega conmigo. Y ayúdame —fue la respuesta de Clea.

El bajo la mirada y, antes de que dijera nada, pasaron tres cosas. La primera fue que apareció el camarero para tomar nota de los cafés, que no pidieron. La segunda fue que Clea a punto estuvo de encender un cigarrillo, aunque se contuvo a tiempo. Y la tercera, que en ese breve intervalo de interrupción ella supo el cómo y también el dónde.

Cuando el camarero desapareció, anunció a Otto:

—Tengo un plan.

Él se volvió a mirarla, se llenó la copa de vino y se la acercó a los labios antes de murmurar:

—Tú siempre tienes algún plan. —Clea prefirió no contestar a eso. Entendió que Otto no hablaba desde el enfado, sino desde el temor. Reconoció en esa voz al Otto más triste, al más vulnerable. Cuando terminó de beber, dejó la copa sobre la mesa e intentó una sonrisa—. Te escucho —dijo.

* * *

En el despacho, la luz oscura y gris se deshilacha ahora poco a poco, separándose de las negras aguas en las que Ilona ve y oye en primera persona lo que Rocío narra desde su lado de la mesa. El caleidoscopio gira de nuevo y las voces, los rostros de Otto y Clea y el olor a primavera se desvanecen en lo profundo hasta que el violento estallido de un nuevo trueno rompe el aire de la habitación, despertando bruscamente al presente.

Ilona abre los ojos y el bamboleo de su cuerpo se detiene durante un instante.

—El plan de Clea era tan sencillo que en un primer momento me resultó casi infantil —sigue contando Rocío—. Había decidido que tanto ella como Otto se instalarían aquí, en el centro, durante un plazo de tres meses. «Un plazo de prueba», así lo llamó ella. Ingresarían utilizando su apellido de solteros y fingirían desde el primer momento no conocerse. Nadie en el centro, salvo yo, debía saber la verdad. «Necesitamos un entorno nuevo, distinto», me dijo Clea, «Un escenario». A partir de ahí, según me contó, intentarían, cada uno por su parte, descubrir al otro desde una perspectiva distinta, olvidándose de los vínculos existentes entre los dos. «Quiere saber si podemos ser amigos y si es capaz de perdonar… de perdonarme», aclaró Otto en una de sus pocas intervenciones. Ambos eran conscientes de que las posibilidades de que algo así saliera bien eran mínimas, pero Clea estaba totalmente decidida. «Si no funciona», dijo, «si después de estos meses resulta que no puede ser, lo más probable es que yo me quede aquí definitivamente y él vuelva a… a casa. O quizá se vaya a vivir con nuestra hija a Montreal. Quién sabe». Cuando quise preguntar, ella me atajó. «Somos dos viejos cansados y demasiado lúcidos para nuestra edad que tienen derecho a darse una última oportunidad. Solo eso», dijo. «Bueno, quizá yo más que él», añadió con una sonrisa. «Más cansada, quiero decir. No más lúcida» —explica Rocío con una risa minúscula.

Ilona recorre durante un instante con los ojos la ventana que enmarca la cabeza de Rocío. Sigue en silencio. Tiene los labios apretados y se masajea ahora el vientre con una mano. La otra sigue aún sobre la rodilla izquierda.

—El resto, ya lo sabes —dice Rocío. Como Ilona sigue sin hablar, añade con una sonrisa forzada—: Les ha salido bien. Por eso se van, Ilona.

Más silencio. La mano se detiene ahora sobre la rodilla y la otra, la que acaricia el vientre, sigue circulando despacio sobre el blanco de la camiseta.

—Deberíamos alegrarnos —dice Rocío antes de inspirar hondo y seguir durante unos segundos con la mirada el movimiento circular de la mano de Ilona—. ¿No te parece?

Ilona baja los ojos. Un nuevo trueno restalla al otro lado de la ventana. El cristal vibra. Rocío se estremece.

—Va a llover —dice Ilona, clavando una mirada plana en la ventana que ahora se ilumina desde fuera con un fogonazo de luz blanca.

Rocío inclina la cabeza y deja escapar un leve suspiro por la nariz.

—Quién sabe. Ayer también parecía que iba a llover y ya ves lo que pasó.

Ilona no aparta los ojos de la ventana. —Va a llover— repite al tiempo que un par de truenos se encadenan entre las nubes que están ahora justo encima del despacho. Luego apoya las manos sobre las rodillas y se levanta despacio, trabajosamente. En su rostro se dibuja una mueca tan hueca y tan ida que Rocío siente un pequeño calambrazo de alarma.

—Ilona…

Ilona termina de levantarse, retira la silla a un lado y se dirige con paso mecánico hacia el ventanal que da al jardín. Rocío la observa caminar desde atrás con la espalda encogida, herida, diríase que a tientas.

—Ilona, espera…

En el umbral de madera blanca, Ilona se detiene un instante, encuadrada sobre el fondo verde del jardín y un trozo de cielo negro y móvil, y, sin volverse de espaldas, dice por última vez, probablemente a nadie:

—Va a llover.

Tres

La cama cubierta de ropa: camisetas, bragas, calcetines, un par de toallas, abrigos y suéteres. Hay una maleta de lona amarilla abierta a los pies y también un portátil sobre su funda de cuero negro en el suelo. A un lado, el armario con las dos puertas abiertas de par en par, casi vacío, salvo por unas gastadas botas de piel y una gabardina cubierta por un plástico transparente.

Cuando entran a la habitación, Clea y Otto Stephens se quedan de pie junto a la puerta, visiblemente extrañados. Sebastián sale de pronto de debajo de la cama y corretea despacio a saludar, levantándose sobre las dos patas traseras y apoyando las delanteras en la pierna de Clea, que se agacha a acariciarle la cabeza y le susurra unas palabras cariñosas.

A su lado, Otto recorre la habitación con la mirada. Las dos fotografías han desaparecido de la cómoda y las postales que estaban enganchadas al espejo también. Lo que tiene ante sus ojos es una habitación prácticamente desnuda.

—Clea —dice en voz baja.

Clea se incorpora y estudia ella también el espacio. «Qué poca ropa», se sorprende pensando al barrer con los ojos los montones de ropa ordenadamente colocados sobre el edredón blanco de la cama. Luego, también capta la desnudez de la habitación, los detalles borrados. «Ilona se va», piensa entonces mientras un trueno ruge sobre sus cabezas, haciendo temblar los cristales de las tres ventanas. Justo en ese instante, una pequeña corriente de aire cierra la puerta a sus espaldas. Clea se estremece y Otto le pone la mano en el brazo. Los dos giran la cabeza para mirar atrás.

Cuando vuelven la mirada a la habitación, un rayo ilumina desde fuera la cama y la ropa que la cubre, enmarcando al fondo la figura de Ilona contra la puerta del cuarto de baño. Va vestida de blanco, con una camiseta y un pantalón de algodón, y lleva un neceser en la mano. Está inmóvil.

—Señorita Ilona —balbucea Otto con una sonrisa tímida. Ilona mueve los ojos hacia él, pero no dice nada. A pesar de la hora, la luz que entra desde el exterior es prácticamente inexistente. En la negra oscuridad del cielo que corona el jardín, parpadeos cada vez más repetidos de electricidad.

—Ilona —dice Clea con suavidad. Luego, al ver que la figura sigue donde está, sin inmutarse, traga saliva—. Hija.

Silencio. La figura sigue inmóvil, ensombrecida por la falta de luz como un borrón. Clea deja escapar un suspiro antes de volver a hablar.

—¿Estás bien, niña?

El silencio se prolonga desde la puerta del baño y el borrón se encoge ligeramente sobre sí mismo. Clea baja durante un instante la cabeza.

—Ya te has enterado, ¿verdad?

Silencio. Más. Más hondo. Más cargado.

—Supongo que te lo ha dicho Rocío.

La figura parece moverse ahora, aunque el gesto es tan leve que ni Otto ni Clea saben con seguridad si realmente ha existido.

—Queríamos hablar contigo antes —dice Otto, intentando ocultar su inquietud—, pero ella nos ha pedido que esperáramos.

Ilona parpadea despacio. Tiene la mirada clavada en algún punto de la pared que, desde donde están, ni Otto ni Clea alcanzan a ubicar. La luz amarilla del baño la ilumina por detrás, oscureciéndole los rasgos, y el aire de la habitación está tan cargado que la humedad parece cubrirlo todo.

Por fin, Ilona se mueve. Avanza despacio arrastrando los pies hacia la cama con el neceser contra el pecho y, cuando llega al centro de la habitación, se vuelve a mirar hacia una de las ventanas y dice:

—Va a llover.

Otto cierra su mano sobre el brazo de Clea como un garfio débil y oxidado y Clea entiende que, de todos los escenarios que hubieran podido barajar antes de entrar al búngalo, el que la suerte les ha regalado es el peor. Automáticamente levanta la mano y acaricia con los dedos la de Otto. A un par de metros, Ilona se pasa la suya por el vientre.

—Estoy tan cansada… —dice en un susurro lleno de aire, como si pensara en voz alta, todavía con los ojos clavados en la pared. Luego guarda silencio durante un suspiro antes de seguir—: Es difícil imaginar lo que cansa tener que desprenderse tantas veces de tantas cosas… —añade sin dejar de masajearse el vientre con un movimiento circular. Y, antes de que Clea u Otto puedan hablar, continúa, ahora con los ojos fijos en la ventana—: En este lado, los perdedores. En ése, los que perdemos por el camino, los que se van sin avisar y nos dejan así, dejados. —Se vuelve entonces a mirar a Clea y a Otto con una sonrisa tan dura que Otto baja los ojos en un gesto casi inconsciente, avergonzado—. Lo triste, lo realmente triste, es que quizá si yo estuviera en el otro lado, en el de los que dejan, también me dejaría.

Clea entrecierra los ojos y cierra la mano sobre la de Otto.

—No hables así, niña.

La sonrisa queda ahora emblanquecida por el resplandor de un relámpago que cubre de luz el jardín.

—Es que yo… —dice Ilona, apretándose el neceser contra el pecho—. Yo creía que importaba.

Clea traga saliva y Otto se aclara la garganta.

—Quería importar —añade con una voz que empieza a resquebrajarse contra la semioscuridad de la habitación.

—No digas eso —se oye decir Otto con un tono tan delicado, tan lleno de compasión, que durante un instante a Clea le cuesta reconocerle en él.

—Qué fácil, ¿verdad? —susurra ahora Ilona, bajando los ojos—. Qué fácil desprenderse de Ilona. Qué fácil debemos de ponerlo las Ilonas del mundo para que contemos tan poco. —Vuelve a alzar la mirada antes de seguir—. ¿Qué mal hacemos en pedir tan poco, en esperar tan poco, en querer que nos vean y que vean que también estamos y que la vida nos duele tanto como a cualquiera si nos hacen daño? ¿Qué mal hacemos confiando, esperando, creyendo? —Inspira hondo y traga saliva—. ¿Por qué lo hacemos tan mal? ¿Por qué sigo haciéndolo tan mal y por qué no cambia nada?

El rostro de Ilona es ahora un pozo hondo y negro en el que las aguas del fondo se arremolinan contra el moho oscuro de las paredes. Tiene los dientes apretados, la mandíbula perfilada contra la penumbra y los ojos brillantes.

—Por lo menos han venido a decir adiós —susurra con una mueca fea—. Hace mucho tiempo que nadie lo hacía.

Clea carraspea junto a la puerta. Las últimas palabras de Ilona siguen todavía resonando en sus oídos cuando al fin habla.

—No hemos venido a despedirnos, niña.

Ilona se acerca despacio a la cama. El comentario de Clea queda engullido por un nuevo trueno que encuentra su eco en otro, encadenados los dos. Cuando Ilona toca el colchón con la pierna vuelve a detenerse.

—Yo… preferiría que se marcharan.

Otto da un paso adelante, pero Clea tira de él hacia atrás y le dedica una mirada tranquilizadora. «Calma —dice su mirada—. Yo me ocupo». Otto suelta un suspiro de resignación y opta por quedarse donde está.

—Hemos venido a hablar contigo, Ilona, no a despedirnos.

Ilona tarda unos segundos en moverse. Cuando lo hace, es para dejar el neceser dentro de la maleta. Luego se queda mirando la cama y recorre con los ojos toda la ropa que la cubre.

—Parece mentira lo poco que ocupa una vida, ¿no? —dice con un amago de carcajada que suena como un crujido hueco—. Una maleta, un ordenador… quizá ni siquiera necesite tanta ropa. Estos suéteres… podría dejarlos aquí. Éste, por ejemplo —coge uno rojo de algodón con capucha—, seguro que le sirve a alguna de las cuidadoras. O éste. —Coge uno blanco de cuello vuelto que no se ha puesto desde hace años—. ¿Para qué quiero yo esto si no me lo pongo nunca?

Clea da un paso adelante.

—Queremos decirte algo, niña.

—Y estos pantalones. Cuánto hace que dejaron de llevarse estos pantalones… —prosigue Ilona, totalmente ajena a Clea y a lo que ocurre a su alrededor.

Clea avanza despacio en la penumbra, observando atentamente el perfil de la figura ahora recortada contra el aire caliente de la habitación. Ilona sigue hablando a nadie con una alegría que no es real porque llega ciega y sorda, bañada en moho.

—Escúchame, niña.

Ilona sigue concentrada en su bucle de palabras vacías, sacando ahora otro suéter del montón, ahora unos calcetines, parloteando en voz baja sin parar, como una autómata, desechando piezas, desbaratando zapatos, desplegando sábanas, toallas… hasta que Clea alarga la mano y cierra los dedos sobre su muñeca.

—Niña.

Ilona calla de golpe y al instante un silencio casi sólido se expande sobre la cama como las nubes que ahora oscurecen el jardín, anegándolo todo en un falso eclipse. Los dedos de Clea tocan la tensión de su muñeca y tiran del brazo hacia ella, pero Ilona está clavada al suelo y no se mueve.

—Niña.

No hay movimiento. Solo dureza y resistencia. Y electricidad, fuera y también dentro.

—No hemos venido a dejarte, pequeña —dice Clea, sin dejar de tirar mientras Ilona sigue recorriendo la cama con los ojos como si buscara algo que no aparece.

Lejos, está lejos Ilona, y Clea la sujeta con los dedos crispados y el hombro convertido en un pequeño nudo de dolor. «Se me va —piensa Clea de pronto—. Si la suelto, la perderemos. Entonces no habrá marcha atrás».

—Otto y yo volvemos a casa, es cierto —dice con una voz ronca y esforzadamente dulce—. Pero no queremos despedirnos de ti.

Un trueno cruje sobre el bungaló y un instante después algo repiquetea tímidamente contra el tejado.

—Queremos que vengas con nosotros.

La muñeca se relaja durante apenas un segundo. Sobre el techo de la habitación, las gotas caen como una cortina de finas agujas que suenan sobre Clea, Otto e Ilona como cientos de miles de pies diminutos en un inquietante desfile y los truenos restallan ahora sin tregua, como si alguien estuviera rompiendo cartones viejos desde arriba.

—En casa hay sitio de sobra para ti y para… el niño.

Ilona traga saliva, todavía de perfil. Luego se vuelve despacio a mirar a Clea. Tiene los ojos velados por algo que no es dolor. Es ausencia. Defensa.

—¿El… niño?

Clea suelta el aire por la nariz.

—Cosas de Otto —dice con una sonrisa de anciana rendida y un tono cariñoso con el que intenta atrapar a Ilona en lo más inmediato, devolverla a la habitación—. Ya sabes cuánto le habría gustado ser abuelo. —Al ver la expresión pétrea de Ilona, añade, ligeramente impaciente—: En fin, ya sé que quizá te parezca una locura, pero tenía que decírtelo, porque desde que sabe que estás embarazada, este viejo no piensa en otra cosa y no hay quien le calle.

Ilona parpadea y durante una décima de segundo su mirada se encuentra con la de Otto, que sigue de pie junto a la puerta con la espalda encogida. El que ven sus ojos es un Otto hasta ahora desconocido: un anciano encogido y tímido, mayor, casi frágil. «Desvalido», piensa Ilona en su nube de aguas negras, intentando añadir ese nuevo plano de Otto a la figura que guarda en la memoria más reciente. Poco a poco, en los segundos que siguen, el pozo empieza a quedar abajo, más y más abajo, y al rostro de Ilona asoma un minúsculo atisbo de luz como asoma ahora el corazón de la tormenta sobre el jardín, empapando árboles, tejados y césped.

Piedras, miles de piedras rebotan repentinamente contra todo, rompiendo ramas, hojas y cubriendo la arena de la playa de un manto blanco y helado. El mar ruge desde abajo, espumeando la escarcha. Ilona se balancea ahora ligeramente a un lado y a otro sin decir nada. Clea lo nota en su muñeca, que sigue resistiéndose a ella.

—Yo… —empieza Clea a su lado mientras el diluvio de piedra y agua lo cubre ya todo. Habla con una voz distinta, desacostumbrada—. Yo quisiera tu compañía, niña. Y… bueno… tenerte cerca. —Traga saliva una vez más. No es fácil. Para Clea no—. No quiero… —continúa antes de interrumpirse y volverse a mirar a Otto, que desde su rincón esboza una sonrisa tan triste que Clea a punto está de no seguir—, no queremos perderte. —Y, bajando los ojos, añade—: Nosotros también hemos perdido demasiadas cosas por el camino, hija.

Ilona vuelve los ojos hacia Clea. Las dos mujeres se miran.

—Y si no quieres tenerlo —dice Clea, inspirando hondo—, será mejor que no pases por eso sola. —Se vuelve a mirar a Otto, que se encoge aún más contra la pared y parpadea, antes de bajar la cabeza—. Alguien tendrá que cuidar de ti, hija.

Ilona mueve despacio la cabeza a un lado, desviando la mirada, y sus ojos reparan entonces en los dedos que le envuelven la muñeca. Nota la tensión, la propia y la ajena, y que la mano lleva un rato tirando de ella, sujetándola, pidiendo una cercanía que hasta ese momento no ha sabido entender.

—Demasiadas cosas —repite con un hilo de voz que desde fuera la tormenta apenas respeta—. Son demasiadas cosas —insiste, encogiéndose un poco sobre sí misma, porque el nudo que tiene en el pecho ha dado un tirón a traición y con él ha llegado también un dolor nuevo, más cálido, más acompañado.

Clea cierra aún más los dedos sobre su muñeca y tira de nuevo.

—Niña.

La muñeca se relaja, Ilona inspira hondo por la boca y con una voz entrecortada en la que apenas cabe el aire logra decir:

—Es que yo…

Clea tira, tensándose entera una vez más. Un trueno ruge en algún punto de lo que no es tierra y la voz de Ilona corona su eco.

—Yo solo quiero que me abracen.

En su rincón, Otto cierra con fuerza los ojos y agradece la oscuridad que encapsula el aire húmedo de la habitación, porque siente que la humedad no solo está fuera, sino también dentro: en la boca, en los ojos, en todo lo blando. Siente que tiene pena, aunque no sea la suya, y siente también que tiene miedo de que este momento tenga un final que no merece. «Dios mío —se oye pensar—. Que venga».

A tres metros escasos de donde él se encuentra, Clea tira por última vez de la muñeca de Ilona y nota ahora un abandono lento, muscular y filial en la figura que se acerca a ella desde la cama con el cuerpo entrenado para la tensión.

—Niña.

Entonces Clea le pasa las manos por debajo de los brazos y, apoyándolas en los hombros, pega a Ilona contra su pecho, encajando la barbilla sobre su clavícula.

—Niña —le susurra al oído.

E Ilona se queda así, anclada al pecho huesudo de Clea como una marioneta, con los brazos a los lados, sin respirar siquiera, y la mejilla encajada contra la dureza del pómulo reseco y viejo de Clea. Y, entre el estruendo de la piedra y del agua que retumba sobre Buenavista, un ladrido seco se abre camino desde algún rincón del jardín, rasgando el rugido natural de la tormenta y de las olas que en la playa se abalanzan sobre la escarcha blanca que cubre la arena.

O es una tos ronca.

O es quizá un pequeño pozo oscuro y hondo cuyas piedras se derrumban ahora sobre el agua en una lluvia de moho y suciedad.

Y una voz llena de arena, mocos y agua colgada sobre el pecho de una anciana de huesos fuertes que no deja de acariciar la herida que llora entre sus brazos mientras le susurra una y otra vez:

—Niñaniñaniñaniñaniña.

En la semioscuridad del bungaló, los ojos de Otto ven lo que sabe que no ha de olvidar en los años que le quedan de vida: a Clea abrazada, dando calor, envuelta en una ternura que tal vez él jamás reciba, y a Ilona dejándose abrazar, torpe y encogida contra un cariño que le es nuevo, empapándose en calidez. Fuera, la tormenta cae a plomo, desatada, limpiando aire y tierra y llevándose cosas que nadie ve pero que importan.

Y, desde su rincón, Otto saca su pañuelo de la chaqueta y empieza a secarse despacio la cara con una sonrisa avergonzada.

Sonríe, sí.

«Está bien. Esto está bien», piensa, secándose los ojos. «Está bien porque suena bien», decide con un nudo en la garganta mientras al otro lado de la ventana, la lluvia continúa cayendo con fuerza sobre el jardín, y más allá, en el edificio principal, Rocío sigue el curso de la tormenta, haciendo un automático inventario de cada rama rota, de la parte de la buganvilla que ha quedado arrancada de una de las paredes, de las hortensias combadas y la hierba cubierta de escarcha.

Suspira por la nariz. Luego se acaricia la barbilla y arruga los labios. A lo lejos, sobre el horizonte, un destello despeja luz sobre el mar. No hay trueno. Ya no hay eco.

—Cuánto trabajo —murmura antes de sacudir la cabeza y chasquear la lengua con una mueca en la que se mezclan por igual resignación y fastidio—. Condenada tormenta.

Cuatro

El Mercedes se desliza lentamente por el camino hacia el portón. Clea y Otto van sentados detrás. Desde la puerta del búngalo, Ilona ve sus cabezas enmarcadas en la luna trasera como las coronillas grises de dos marionetas de tamaño real.

La grava mojada cruje al paso del coche, que refleja en su lustre negro las escasas nubes que pueblan el cielo del crepúsculo. La tormenta es pasado. Queda solo su huella húmeda y violenta, nada más. Y queda también un aire fresco que es el primer soplo real del otoño.

Cuando el coche llega al portón, la ventanilla del chófer baja silenciosa y el guarda se acerca. Parco intercambio de frases entre chófer y guarda, y el portón metálico chasquea antes de empezar a abrirse con un chirrido.

Ilona se abraza y se acaricia los brazos con los dedos, apoyada en el marco de la puerta del bungaló, mientras el portón termina de abrirse y el guarda vuelve a acercarse al coche. En ese momento, Clea gira la cabeza en la pantalla de cristal de la luna trasera y sus ojos barren el jardín mojado hasta encuadrar la figura de Ilona y depositar en ella la mirada.

Ilona inclina la cabeza y se frota la piel con más fuerza. Los ojos de Clea brillan contra los suyos desde el coche y las miradas de las dos se encuentran, directas y enfocadas.

Hay entonces un vacío de espera. Y hay también un puente que las dos mujeres tienden sobre ese vacío como un hilo de seda, suave y flexible. Inmediato.

A este lado del puente, Ilona, respirando los restos de lluvia desde sus ojos azules y despejados.

Al otro, Clea, mirando tranquila, recorriendo la geografía de Ilona como una fiera con su cría y abrazándola con los ojos mientras dura la quietud y el motor del coche ronronea, a punto de volver a la vida.

Dos mujeres.

Dos extremos.

Y en el segundo que antecede a la partida, Clea se gira un poco más y, sin voz, articula desde sus labios arrugados un mensaje que cruza el puente sobre el vacío hasta clavarse en las pupilas de Ilona: «Niña», dicen los labios desde el coche.

Ilona parpadea desde su extremo del puente y se abraza con más fuerza, buscando su propio calor.

El coche arranca por fin.

El puente se tensa.

Y en la puerta del búngalo, Ilona sonríe, y su sonrisa se columpia sobre el vacío hasta que encuentra su eco en los labios de Clea y las dos se miran.

Como solo saben hacerlo dos mujeres que saben que han de volverse a ver.

Muy pronto.

Así se miran.

Entonces el Mercedes arranca, elaborando dos surcos paralelos sobre la grava mojada hasta desaparecer tras el portón como una sombra, Ilona apoya la cabeza despacio contra el marco de la puerta y una paz inmensa la envuelve desde el jardín, relajándole poco a poco los ojos sobre esa sonrisa que todavía dura. Que ha de durar.

Y el chillido de una gaviota que aletea ahora desde el acantilado, alzando el vuelo sobre Buenavista.

Sobre el coche que se aleja.

Sobre Ilona inclinada contra la puerta del bungaló.

Y sobre Rocío en su ventana. Rumbo a mar abierto.