—Mi confesión también es muy breve —dice Otto.
En algún rincón del edificio principal un reloj da la hora. Las once y media. Otto inspira hondo y recorre con la mirada las paredes y los ventanales del cenador, admirando, como lo ha hecho en múltiples ocasiones, la estructura circular de la sala y el artesonado del techo. Busca tiempo, aunque sabe que tiempo es precisamente lo que no tiene, y Clea aprovecha el pequeño paréntesis de silencio para volver los ojos hacia la puerta que comunica con la cocina. No le importaría tomar otra taza de té.
—Suelen serlo —replica Clea con una mueca de fastidio—. Breves. Las confesiones. A nuestra edad, al menos.
Otto sonríe. Su sonrisa no dura.
—A nuestra edad casi todo suele ser bastante breve, no solo las confesiones, ¿no le parece?
Clea clava en él una mirada que dice poco. Está impaciente y Otto, que recibe el mensaje al instante, suspira antes de hablar, quizá para darse valor.
—Se trata de mis infidelidades —dice por fin.
Clea chasquea la lengua.
—Eso ya lo ha dicho antes, señor Stephens.
—Lo sé.
—¿Entonces? ¿Alguna novedad que merezca la pena añadir? —pregunta ella, ladeando la cabeza.
—Bueno… —empieza él—. Más que añadir, yo diría «restar».
Clea arquea una ceja.
—¿Restar? ¿Cómo que restar?
—Sí. Restar. A mis infidelidades.
Clea suelta un bufido de impaciencia y busca un cigarrillo en el paquete con dedos nerviosos.
—Mire, señor Stephens, si vamos a empezar a jugar a las adivinanzas, mejor nos retiramos y damos la cena por terminada. No estoy de humor, la verdad.
Otto tensa entonces la espalda y agita la mano en el aire.
—No, no… si no son adivinanzas, señora Ross.
—¿Ah, no? ¿Y qué se supone que son entonces? ¿Refranes populares?
—No —responde Otto con un tímido esbozo de sonrisa—. Lo que intento decirle es que mis infidelidades no… no han sido tales.
Clea parpadea y se lleva el cigarrillo a los labios.
—¿Ah, no? —pregunta—. ¿Y cómo las llamaría usted, si puede saberse?
—Veo que no me está entendiendo.
—Puede ser. O quizá sea usted el que no se está explicando.
Otto inspira hondo.
—Muy bien. Se lo explicaré.
—Eso espero.
Otto intenta de nuevo una sonrisa y habla.
—No hubo tales infidelidades, señora Ross —empieza, cerrando los ojos durante un instante. Y, antes de que ella pueda decir nada, vuelve a hablar—: Ni una. Jamás le fui infiel a mi esposa —añade, bajando un poco la voz—. No hubo ni un beso, ni una caricia, ni siquiera el deseo de hacerlo. —Deja pasar un par de segundos antes de proseguir—: Ésa es mi confesión. Extraña, lo sé. Pero es la verdad.
—¿La… verdad?
—Sí.
Clea echa despacio la ceniza en el cenicero y traga saliva. Luego carraspea una, dos veces.
—¿Quiere eso decir que…?
—En la vida de Otto Stephens no ha habido ninguna otra mujer —la interrumpe él con suavidad, moviendo la cabeza varias veces—. Nunca, señora Ross.
Hay de pronto unos segundos de silencio que se enredan entre las copas y el humo del cigarrillo de Clea, caracoleando sobre el mantel como notas sueltas de una melodía que no suena bien. Cuando los segundos se desvanecen, la voz de Clea llega frágil, reducida.
—¿Podría servirme un poco de agua, señor Stephens?
Otto busca la botella de agua con los ojos y se inclina sobre la mesa para llenar la copa de Clea.
—Está caliente.
—No importa.
Clea se acerca el agua a los labios y se toma la copa entera. Siente cómo el agua le resbala por la garganta, cayendo a plomo sobre el estómago lleno, y se lleva la mano al vientre.
—¿Se encuentra bien? —pregunta Otto con voz preocupada.
—Sí —responde ella—. Un poco cansada. Nada más.
—Ah.
Las puertas abatibles se abren de improviso para dejar paso al camarero, que se acerca deslizándose entre las mesas con una bandeja vacía en alto y una sonrisa de satisfacción en el rostro. Al llegar a la mesa, se planta entre Otto y Clea y pregunta:
—¿Desean algo más los señores o puedo recoger?
Silencio. El camarero mira a Otto. Otto mira a Clea y Clea clava una mirada amarga en el camarero.
—Tila. Doble —ladra, cerrando la mano sobre el paquete de cigarrillos. El camarero responde con una breve inclinación de cabeza y se vuelve a mirar a Otto.
—Para mí nada, gracias, Antonio.
—Muy bien. Si me disculpan…
Clea sigue con la mirada al camarero, que se aleja entre las mesas hacia la puerta. Cuando saca un cigarrillo del paquete, Otto cree ver en sus dedos un temblor que antes no estaba allí.
—Supongo que lo que acaba de decir no es más que otra muestra de ese sentido del humor tan… suyo, señor Stephens —dice Clea mientras las puertas abatibles se cierran tras el camarero.
Otto la mira y niega con la cabeza.
—No, señora Ross. Supone usted mal —responde con una sonrisa que la luz de los velones ilumina durante unos segundos.
—Entonces, ¿habla usted en serio?
—Totalmente.
Clea enciende el cigarrillo y aspira el humo despacio, fijando la mirada en la parpadeante luz de uno de los velones.
—Lo dice usted como si estuviera orgulloso —apunta—. Más que una confesión, habla como si estuviera dando una gran noticia, señor Stephens, y eso me hace dudar.
Otto parpadea. Dos profundas arrugas como dos pequeños rayos le cruzan la frente.
—Creía que le alegraría saberlo —dice—. Que le parecería una gran noticia.
—¿Alegrarme?
—Sí. Imaginaba que la ayudaría a verme de otro modo —añade—. Mejor.
—¿Mejor?
—Sí.
—Ya —suelta Clea, dejando escapar un bufido—. Entiendo. Debería verle mejor porque resulta que se ha pasado más de media vida dejando que su esposa creyera que le era infiel cuando resulta que no es verdad —dice entre dientes—. Claro. Cómo no.
Otto no sabe qué decir. Se aclara la garganta, pidiendo tiempo, pero Clea no está dispuesta a dárselo.
—Muy bien —dice—. Preciosa historia, señor Stephens. Le felicito.
Otto se lleva la mano al cuello y se retoca el nudo del pañuelo. La reacción de Clea no es ni de lejos la que había anticipado. Sorprendido, está sorprendido por lo que ve en ella y también por su propia ingenuidad, y todo parece indicar que es demasiado tarde para poner remedio a la tormenta que su confesión acaba de desatar en la mesa.
—¿El motivo? —pregunta Clea, sacando el humo por la nariz. Y al ver que él no responde, insiste—: Del engaño. Porque entiendo que habría algún motivo, ¿no?
Otto apoya la espalda contra el respaldo de la silla e inspira hondo.
—Supongo que tenía miedo —declara con un hilo de voz.
—¿Supone?
Otto asiente con la cabeza.
—Tenía miedo.
Una ceja arqueada. Humo. Clea.
—¿Miedo? ¿De qué?
Un hombro encogido. Carraspera. Otto.
—De que ella no quisiera seguir a mi lado. De no encontrarla en casa a mi regreso de algún viaje, qué sé yo… —Unos segundos de silencio. La espera tensa de Clea. El humo de Clea—. De que decidiera que la vida que yo le ofrecía no bastaba, de no ser suficiente —dice finalmente—. De… tantas cosas…
Al otro lado de la mesa, Clea Ross aplasta el cigarrillo en el cenicero y deja escapar una tos contenida.
—Ya —ruge—. Y, como tenía miedo, decidió que una mujer celosa es una mujer paralizada y que una mujer paralizada es una mujer que se queda. En su pequeñez, el gran director de orquesta entendió que si lograba que su esposa estuviera pendiente de no perderle, de… usted, evitaría que pensara en sí misma y se planteara dejarle. Es eso, ¿no? —Otto baja la cabeza y Clea cierra las manos sobre la servilleta antes de murmurar—: Dios mío.
Desde el exterior, el chillido de una gaviota resquebraja la tensión casi sólida que se respira ahora en el cenador. Su eco muere en el jardín, esperando una respuesta que no llega.
—Dios mío —repite Clea, abriendo y cerrando las manos sobre la servilleta en un gesto mecánico y rítmico como el de un bebé—. Es usted un demonio, señor Stephens —sisea de pronto, salpicando de saliva la copa de agua que tiene delante—. Un auténtico monstruo.
Otto levanta los ojos. En su mirada no solo hay desconcierto. Hay también decepción, y quizá arrepentimiento ante la propia torpeza.
—Creía que había dicho usted que los amigos, los de verdad, no se juzgan —dice.
Clea suelta una especie de risotada cargada de flemas antes de hablar.
—¿Y quién le ha dicho que usted y yo somos amigos?
Otto se encoge de hombros. Más.
—Creía que lo éramos.
—Y yo que era usted mejor persona.
—No diga eso.
—Digo lo que me da la gana —suelta furiosa.
En ese preciso instante las puertas abatibles se abren de golpe y el camarero aparece una vez más con la bandeja en alto. Otto y Clea guardan silencio a medida que él avanza hasta llegar a la mesa. Una vez allí, coloca la taza y una pequeña jarra humeante delante de Clea.
—Su tila, señora —anuncia—. Doble.
Clea le mira, pero no dice nada.
—Tenga usted cuidado —dice el camarero con una sonrisa de complicidad—. Con lo cargada que está, a ver si se va a quedar dormida antes de llegar a la cama.
Silencio. Clea tuerce la boca y traga saliva.
—Largo —sisea con una voz ronca y baja.
El camarero se queda donde está, perplejo no solo por el mensaje, sino también por el tono. No sabe si ha oído bien.
—Váyase —ruge Clea—. A la mierda. La tila y usted. —Y volviéndose hacia Otto, escupe—: Váyanse a la mierda, los dos.
—Señora… —empieza el camarero, que no consigue ocultar su asombro.
Clea ni siquiera se vuelve a mirarle. Tiene los ojos clavados en Otto. Chispean.
—¿Cómo puede haberle hecho algo así a una mujer? —suelta entre babas—. ¿Cómo ha podido ser tan cobarde? ¿Y tan… maligno?
El camarero carraspea, se apoya la bandeja en el pecho y da un paso atrás antes de volverse de espaldas y alejarse a toda prisa hacia la cocina. A su paso, las puertas abatibles vuelven a cerrarse con un par de chasquidos. En la mesa, Otto se pasa la servilleta por la frente, secándose el sudor que la baña de repente.
—¿Y qué… le hace pensar que su confesión es menos… horrible que la mía? —balbucea con la voz quebrada—. ¿Por qué su infidelidad es más perdonable que mi fidelidad? —pregunta visiblemente ofuscado—. ¿Cuál es, según usted, la diferencia? Dígame.
Clea Ross mueve la cabeza varias veces con lentitud y se levanta trabajosamente de la silla, apoyándose en la mesa y en el bastón. Coge luego el paquete de cigarrillos y el encendedor y, sin molestarse en responder, se vuelve de espaldas y se aleja despacio en dirección a uno de los grandes ventanales del cenador que da acceso al jardín, seguida en silencio por la mirada ansiosa de Otto. Cuando llega al ventanal, se detiene y apoya la mano en el marco de hierro.
—La diferencia, mi querido señor Stephens, es que mi confesión es mentira —dice, todavía de espaldas. Luego, dejando escapar un profundo suspiro, masculla, rompiendo el silencio de la noche—: No sabe usted cuánto me entristece que haya podido creerme capaz de algo así.
Sentado a la mesa, Otto retira la silla, a punto de levantarse.
—Yo… —empieza, apoyándose sobre el mantel. Pero su voz queda interrumpida de pronto por la mano alzada de Clea, que, sin volverse, ordena:
—No. Ahora no. Esta vieja necesita estar sola. Y pensar. Tengo que pensar —añade antes de dar un paso y dejar que la oscuridad la engulla entre las sombras del jardín.
Es la grandeza de una visión que quizá no vuelva a repetirse nunca.
Es lo que Clea Ross jamás permitiría que nadie viera. Lo que pocos, muy pocos, han podido ver de ella hasta ahora.
Es la vulnerabilidad de la vejez después de noventa años de lucha diaria bregando con y contra la vida.
Es lo más hermoso y lo más aterrador de la condición humana, eso es exactamente: el agotamiento de una anciana, ese velo que cruza el alma y que, visto desde fuera, nos recuerda que esto es finito, que la vida, con sus más y sus menos, también termina.
Es Ilona de pie en la terraza de la suite de Clea, oculta tras el inmenso Pittosporum que tapiza con sus cientos de hojas parte de uno de los ventanales. Ilona quieta, con los ojos clavados en la ventana, incapaz de apartar la mirada. Al otro lado del cristal, sentada delante del espejo, Clea acaricia mecánicamente el lomo de Rita, que parece dormir sobre sus rodillas, mientras va desmaquillándose despacio, dibujándose pequeños círculos sobre los ojos, la frente, las mejillas, el cuello.
Hay lágrimas en los ojos de Clea Ross. El algodón las barre despacio, una a una. El algodón barre, enrojeciendo la piel.
Desde la oscuridad de la terraza, la visión se alarga en el tiempo, suspendida durante unos minutos en los ojos de Ilona: la rigidez de esa espalda, los dedos cerrados sobre el algodón y la mirada velada, ésas son cosas que Ilona no ve, prendida como está en la expresión de tristeza y de abandono que, protegida por la oscuridad de la noche, alcanza a vislumbrar en la imagen que ahora habla entre susurros con la espalda encogida.
Vieja.
Ilona traga saliva. Hace apenas unos meses la imagen era la misma: Kata ante el espejo, dejándose peinar. También era de noche y la primera tibieza de la primavera había invadido Budapest desde el sur, anunciando el verano temprano en la ciudad. Ilona la peinaba mientras en la radio sonaba una pieza para piano. Ligera, tímida, Liszt. De pronto, Kata levantó la mano y la cerró con suavidad sobre la suya. El cepillo se detuvo sobre el cabello. Kata intentó una sonrisa y dijo con un hilo de voz:
—No he sabido quererte de otra forma, hija.
Ilona tragó saliva, pero no dijo nada. Desde la llegada de la enfermedad, Kata actuaba así con frecuencia. Decía cosas que parecía haber estado rumiando durante años, sin conexión con nada que estuviera a la vista, conectada tan solo a lo que ya no estaba. Arrebatos de sinceridad. Quizá de demencia.
—Es hermoso que una hija pueda peinar a su madre —volvió a hablar—. Para la madre lo es —añadió, esta vez con una voz menos vacilante, todavía con la mano sobre la de Ilona—. Pero no quiero que sigas, hija. —Tiró de la mano hacia abajo—. No, no sigas.
Ilona la miró en el espejo, extrañada.
—¿Por qué, mamá?
Kata se llevó la mano de Ilona a la cara y, aspirando el olor de sus dedos, cerró los ojos durante un instante.
—Ya no hay nada que peinar —dijo, antes de abrirlos y rozar con sus labios secos la mano de Ilona—. Muy pronto ni siquiera habrá nada que mirar —añadió, clavando los ojos en los de ella—. Quiero que estés preparada.
Ilona recuerda el dolor, también el pinchazo en el pecho. En el espejo, Kata era una anciana digna, enferma y agotada que anunciaba su final, y ella, una mujer de cuarenta y dos años, sana, sola y asustada que no sabía decir adiós a su madre, y no porque no estuviera preparada para despedirse de ella, sino porque no sabía si sería capaz de vivir sin ella, sola la Ilona hija con la Ilona mujer, fundidas las dos en una.
—No —dijo. Luego cerró ella también los ojos durante un segundo, volvió a levantar el cepillo hasta el pelo de Kata y siguió peinando en silencio como si no hubiera oído nada. Su madre la observaba con una pena y un cansancio insondables en los ojos, como una muñeca anciana y paciente. Tristemente conformada.
Ahora la mirada es la misma. Los ojos de Clea se buscan en el espejo, cansados y extrañamente tristes, e Ilona se imagina de pie a su espalda, peinándola, sintiendo el calor que envuelve su cabeza y compartiendo con ella la intimidad de la caricia del cepillo. La intimidad y también la compañía. Y, durante esos escasos segundos de calor imaginado frente al espejo, en algún rincón del jardín un reloj da la hora y la medianoche despeja variables. En la mente de Ilona suenan de nuevo las palabras de Otto. La urgencia de su tono. El brillo ilusionado en la mirada.
—A las doce, señorita Ilona. No lo olvide. Es muy importante.
Ilona sonríe al recordar la visita de Otto al tiempo que la última campanada se funde con el silencio de la noche. En la suite, Clea ha dejado el algodón sobre el tocador y se ha agachado para depositar a Rita encima de la cama antes de volverse hacia la terraza justo en el instante en que Ilona se inclina para coger el chelo del suelo y se prepara para golpear el cristal de la ventana con los nudillos.
Clea se queda inmóvil donde está y se lleva la mano al cuello en un gesto automático. Dos profundas arrugas le surcan la frente. Los ojos todavía húmedos, la piel transparente a la luz de la lámpara. Tarda unos segundos en echar a andar hacia el ventanal y, cuando se mueve, lo hace despacio. Sin el bastón, la seguridad merma y las distancias no siempre son bienvenidas.
—Vaya, vaya —saluda, sacudiendo la cabeza y abriendo la puerta de cristal—. Parece que tenemos visita —dice en voz alta con un cariñoso gruñido que borra de una vez a la Clea abandonada y anciana de los últimos minutos frente al espejo. Ha vuelto la Clea de siempre. El personaje.
Ilona sonríe.
—Buenas noches.
Clea la estudia con la mirada y tensa la espalda.
—¿Pasa algo? —pregunta con un tono ligeramente alarmado—. ¿Estás bien, niña?
—Sí.
—Suerte la tuya —dice con un ligero encogimiento de hombros—. Eso es que no has salido por ahí a cenar con ningún terrorista emocional.
Ilona pone cara de no entender y Clea chasquea la lengua.
—Los hombres, hija —gruñe—. Menuda lacra.
La respuesta de Ilona es un simple suspiro por la nariz. Neutro. Encogido.
—Y dime, cielo, si estás bien, ¿qué te trae a estas horas por la celda de esta vieja? —pregunta, con un gesto de sorpresa—. No tendrás ganas de confesarte, ¿verdad? Porque te advierto que hoy tengo el cupo de confesiones más que cubierto. —Y, antes de que Ilona responda, añade con un bufido—: Bueno, más que cubierto, yo diría que lucido. Sí, lucidos hemos quedado todos esta noche del demonio.
Ilona no dice nada. Conociéndola como la conoce, sabe que si pregunta quizá se lleve un bufido y no se siente con fuerzas para hacer frente a uno de los arrebatos de Clea. Prefiere no adentrarse en arenas de las que seguramente saldrá malparada.
—¿Se te ha comido la lengua el gato, niña?
Ilona sonríe, moviendo la cabeza.
—¿Entonces? ¿Es que hoy celebramos el día mundial de las adivinanzas?
Ilona siente de inmediato una oleada de cansancio que la baña en una suerte de sopor incómodo. Demasiada tensión comprimida en las últimas horas. Demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. De pronto, un fugaz río de imágenes pasa por su cabeza, resumiendo lo más reciente: el despacho de Rocío, el trayecto en coche a la ciudad, la ida y la vuelta, la iglesia, el banco, Miguel, el calor, la humedad, Rocío de nuevo…
Pesa. Todo lo que ha ocurrido durante este jueves de septiembre se le cae ahora encima, clavándola al suelo de madera de la terraza y aplastándole los hombros. «Quiero dormir», piensa antes de que Clea se apoye en el marco de la ventana y entrecierre los ojos sin dejar de mirarla.
—¿Seguro que estás bien?
Ilona tensa la espalda y deja escapar un suspiro.
—He venido a traerle esto —responde, inclinándose para coger la funda negra que hasta ese momento tenía de pie en el suelo, apoyada contra la pierna—. Es para usted.
Clea se echa ligeramente hacia atrás y frunce el ceño. Desde donde está, alcanza a ver tan solo un bulto negro que se funde con la oscuridad de la noche entre los brazos de Ilona.
—¿Para… mí?
—Sí.
—¿Qué es, hijita? —dice. Una sonrisa le ilumina los ojos—. ¿Un… arma?
La pregunta logra provocar un débil destello de risa tímida y cansada en Ilona, que se acerca a Clea con la funda en brazos hasta quedar iluminada por la luz procedente de la suite. Clea estudia con recelo la funda durante unos segundos.
—¿Un… chelo? —pregunta con la voz vacilante.
Ilona asiente.
—¿Para… mí?
—Sí.
Clea sacude la cabeza.
—Pero, niña… ¿cómo se te ha ocurrido…?
—No es mío —la interrumpe Ilona con un suspiro rendido.
Clea, que desde hace un instante tiene los ojos clavados en la funda, levanta la mirada.
—¿Ah, no?
—No.
Más ceño. Más arrugas. Dos manos crispadas alargándose automáticas hacia la funda negra.
—¿Le parece si lo metemos dentro? —dice Ilona.
Las manos se encogen. Clea hace un gesto de asentimiento. Despacio.
—Sí, claro —balbucea, haciéndose a un lado—. Ponlo ahí, encima de la cama —dice, entrando tras ella—. Sí, ahí, al lado de Rita.
Ilona pone el chelo encima de la cama y se retira a un lado, dejando paso a Clea, que se queda de pie junto a ella con los ojos clavados en la funda negra mientras el silencio se alarga entre las dos, apenas desbrozado por los débiles ronquidos de Rita, que sigue durmiendo, ajena a todo.
—Quizá debería abrirlo —dice por fin Ilona.
Clea no se vuelve a mirarla.
—Sí —dice, todavía sin moverse.
—Me refiero al sobre —insiste Ilona.
—¿El… sobre? —pregunta Clea, llevándose de nuevo la mano al cuello.
Ilona reprime una sonrisa. Nunca había visto a Clea así: tan desconcertada, tan pillada en falta y tan… niña. Decide acercarse a la funda y desengancha el sobre de la cubierta para dárselo a Clea, que lo recibe con una mano poco entrenada para las sorpresas.
—Esto no será… una broma, ¿no?
Ilona niega con la cabeza.
—¿Seguro?
—Sí.
Es un sobre pequeño. Los dedos huesudos de Clea se manejan mal y a punto están de dejarlo caer al intentar romperlo. Por fin, entre gruñidos y un par de maldiciones, lo muerde, rasgándolo por uno de los laterales y escupiendo el papel blanco, que aterriza sobre el lomo dormido de Rita. Luego saca la tarjeta y deja caer el sobre al suelo.
Silencio. La mano tiembla en el aire. La voz también.
—«¿Cuándo volverá a tocar, Clea?» —lee. Luego respira hondo una, dos, tres veces sin apartar los ojos de la nota, que sigue temblando entre su índice y el pulgar como una ventana mal cerrada, hasta que baja la mano y la nota queda colgando contra su pierna—. ¿Cuándo volverá a tocar? —repite con un hilo de voz, clavando la mirada primero en el chelo y después en su imagen reflejada en la oscuridad de la ventana. El cristal le devuelve también la imagen de Ilona, que, a su lado, la mira de perfil.
En el cristal, Ilona sonríe. Clea no.
—Qué fácil —murmura. Luego se vuelve a mirar a Ilona y le tiende el papel—. Qué fácil y qué típico de los hombres como nuestro señor Stephens creer que un simple regalo arregla un gran dolor —añade, alzando la voz—. Que a las mujeres se nos gana con los detalles, como si fuéramos niñas toda la vida. Niñas caprichosas, claro. Nosotras, la niña, y ellos, el papá paciente que nos compra el algodón de azúcar en la feria para que nos llenemos la boca de esa porquería pegajosa y no podamos hablar porque hablar con la boca llena está feo.
Ilona saluda el comentario con un parpadeo. Confusa, está confusa. Clea cierra la mano sobre la nota y la arruga sin contemplaciones.
—Qué ciego, señor Stephens —vuelve a la carga—. Qué ciego y qué poco hombre. —Da un paso hacia el chelo y se vuelve bruscamente a mirar a Ilona—. Llévatelo, niña —ordena—. Sácalo de aquí —ruge, apretando los dientes y buscando el bastón con los ojos.
—Pero, señora Ross…
—Pero, señora Ross, nada. —Y, acercándose al tocador, se apoya en el respaldo de la silla—. Llévatelo y devuélvele su regalo a tu amigo el director —ladra—. Y dile de paso que la señora Ross no se vende por un chelo, que la amistad no se compra con detalles, por muy caro que haya pagado el monstruo que hay enterrado ahí dentro.
Ilona deja escapar un suspiro.
—Y dile que ha gastado su dinero en balde.
Los labios de Ilona dibujan una mueca de malestar.
—Creo que se equivoca, señora Ross.
Clea se vuelve bruscamente hacia ella.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Qué sabrás tú.
—Creo que juzga usted mal al señor Ste…
—¿Que juzgo mal? ¿Yo? —la interrumpe Clea, visiblemente encendida—. Claro, la vieja Clea juzga mal porque ya no rige. Cómo no. Clea juzga mal y el viejo Otto lo hace todo bien. Y es tan bueno que la pequeña Ilona ha venido a defenderle porque él solo no se atreve.
Ilona se encoge de hombros y baja un poco la cabeza.
—Yo no he dicho eso —murmura con voz cansada.
—No. Tú no has dicho eso porque tú no dices nada, hijita —suelta Clea con la boca arrugada—. Tú haces y ocultas, que es como sobrevivimos muchas: haciendo, ocultando y no diciendo.
Ilona levanta la cabeza. En sus ojos hay una sombra que Clea no alcanza a ver. Es desconfianza y es sorpresa. Y miedo, también es miedo.
—Yo… no estábamos hablando de mí —se defiende con un hilo de voz.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no? —sisea Clea—. Estamos hablando de lo que me da la gana —escupe—. Hablamos de la vida, Ilona. De la mía, de la de ese idiota de Otto Stephens, de la tuya… qué más da si todas son lo mismo. ¿O es que crees que por vivir callando tu vida es distinta de la nuestra? ¿Que eso te hace qué? ¿Mejor? ¿Especial? ¿Distinta?
Ilona da un paso atrás y frunce el ceño.
—Yo no he dicho eso —repite, pasándose la mano por la mejilla en un gesto inconsciente.
—Mírate —ladra de nuevo Clea—. Mira lo que eres, niña. Aquí encerrada cuidando por dinero a dos viejos chiflados que solo tienen ojos y oídos para lo que ya han vivido, porque ahí fuera, donde debería estar la vida, ya no les queda nada. Nadie que les llore, que les busque, que les eche de menos. Mírate, Ilona. ¿Qué ves?
Ilona traga saliva.
—Yo te lo diré, hija —continúa Clea, retirando las manos del respaldo de la silla y empezando a avanzar despacio hacia ella desde el tocador. Esta vez habla con una voz extrañamente dulcificada y es esa repentina dulzura la que zarandea de pronto las precarias resistencias de Ilona—. Tienes miedo, hija. Miedo a quererte un poco, a no saber hacerlo bien. Y miedo a la vida, a que las cosas cambien y dejen de ser como han sido siempre, porque crees que si sigues conformándote con nada, seguirás recibiendo un poco. Alguien te debió de meter en la cabeza que la humildad tiene premio y tú te lo creíste. Sí, la buena de Ilona se conforma con que la vida no le haga daño. Ni siquiera felicidad pide —dice, dando otro paso—. Pues tengo malas noticias para ti, querida —sisea—. La vida hace daño, y mucho. Sobre todo a quienes no le piden nada. ¿Y sabes por qué? Porque la vida no te oye si no hablas para pedir. Es así de simple. Y así de triste.
Un paso más. Pequeño. De anciana. La voz se acerca más a la de la Clea que minutos antes se miraba a solas en el espejo. Una voz hacia dentro. Clea habiéndole a Clea.
—Malaventuradas las que callamos, porque nadie habrá de oírnos nunca —dice con la mirada velada antes de detenerse—. Mírate, niña —insiste con una voz cansada—. Estás escondida y te has hecho pequeña para que la vida no te vea porque todo te duele demasiado.
Ilona parpadea. Siente un nudo en la garganta que se cierra cada vez más, racionándole el poco aire con el que desde hace unas horas intenta mantenerse a flote. Traga saliva. Y con la saliva llega también la sal.
—Sí, hija. Así estás y así te vemos los que te queremos —sigue Clea, dando un paso más que prácticamente la coloca delante de Ilona—. Escondida. Dolida. Débil.
Ya no hay más pasos. Clea se planta delante de Ilona, que encoge los hombros, arqueando ligeramente la espalda.
—Aterrada.
Ilona traga de nuevo y se lleva la mano al cuello.
—Y embarazada.
Silencio. Mandíbulas contraídas. Carraspera seca. Ilona.
—¿Verdad, hija?
Silencio.
—¿De cuánto estás?
Silencio.
—¿Y el padre?
Silencio.
—¿Lo sabe?
Silencio.
—¿Y no piensas decírselo?
Silencio.
La mirada de Clea recupera su brillo. Entre el silencio y su pregunta hay un segundo de tensión que se expande y se contrae entre las dos mujeres como un latido de aire comprimido. La pregunta llega por fin.
—¿Vas a tenerlo?
El parpadeo de Ilona quiebra la tensión. Su voz la modera.
—No… puedo.
Clea busca con los ojos el paquete de cigarrillos que está encima de la mesita de noche, a la izquierda de Ilona. No se mueve.
—No quieres.
—No puedo.
—No te atreves.
—Estoy cansada.
—No, hija. Estás asustada, que no es lo mismo. Y eso agota, créeme.
—Sí —murmura Ilona. Luego, baja la mirada y se masajea el cuello con una mano mientras hace, despacio, un gesto negativo con la cabeza—. No puedo. —Antes de que Clea tenga oportunidad de hablar, añade—: No quiero pasar por lo mismo que tuvo que vivir mi madre conmigo. No… lo soportaría.
Clea arruga los labios en una mueca de fastidio.
—¿Qué es exactamente lo que no soportarías? ¿Tener a tu niño sola? ¿Ser madre? ¿O tal vez ser como tu madre y que con el tiempo tu hija te juzgue como lo haces tú con ella?
Ilona cierra los ojos. «Esto duele —quiere decirle a Clea—. Duele y no ayuda».
—No soportaría… equivocarme tanto —responde en cambio con un hilo de voz—. Sufrir tanto. Luchar tanto. Y tan sola.
Clea levanta la mano y la pone sobre el brazo de Ilona. Está frío.
—Quizá no estés tan sola como crees, niña. —Una sonrisa que no llega a ser tal interrumpe durante un instante el rictus contraído del rostro de Ilona—. Quizá la vida tenga un plan para ti y esto no sea más que el principio. Quién sabe —murmura—, con la vida una nunca sabe. Te lo digo por experiencia.
Ilona pone su mano sobre la de Clea y la aprieta suavemente con los dedos.
—Estoy tan cansada…
—Ya lo sé, hija —dice Clea con una sonrisa triste—. Todos estamos cansados —murmura—. Ha sido un día difícil. —Sí.
—Será mejor que nos vayamos a dormir.
Ilona hace un gesto de asentimiento y acaricia distraídamente la mano de Clea.
—Mañana no hace falta que vengas. No te necesitaré —dice Clea, dejándose acariciar durante un breve segundo—. Tómatela libre y descansa. Te hará bien.
—Muy bien.
—Y no tomes ahora ninguna decisión de la que más tarde puedas arrepentirte —añade Clea—. Date un poco de tiempo y piénsalo bien. También eso te lo digo por experiencia.
Ilona retira despacio la mano y echa a andar hacia el ventanal, rodeando la cama. Cuando está a punto de llegar a la ventana, se detiene y se vuelve a mirar a Clea, que en ese momento se ha inclinado sobre la mesita de noche para coger el paquete de cigarrillos.
—No lo ha comprado —dice Ilona con la voz neutra y los ojos brillantes de sueño.
La mano de Clea queda suspendida sobre el paquete como un nubarrón eléctrico.
—¿Cómo?
—El chelo —explica Ilona. Al otro lado de la cama la mano de Clea se cierra, huesuda, sobre la cajetilla—. El señor Stephens no lo ha comprado.
Clea gira la cabeza. Una arruga le corta la frente en dos. Luces y sombras sobre su rostro desde la lámpara.
—¿Ah, no?
—No.
La cabeza inclinada de Clea. Los dedos buscando un cigarrillo. La frente arrugada. Más.
—¿Entonces?
Ilona deja escapar un leve suspiro antes de responder.
—Lo ha hecho él. Los dos. A cuatro manos. Durante estas semanas.
Clea traga saliva y tensa la espalda. Luego se aclara la garganta.
—¿Los… dos?
—Sí.
—Pero…
—Cuando empecé a trabajar con él —la interrumpe con suavidad Ilona—, el señor Stephens me pidió que dedicáramos las horas que íbamos a pasar juntos a construir un chelo. Insistió en trabajar conmigo, en participar desde el principio. Y así lo ha hecho. Todos los días.
Clea enciende un cigarrillo con una mano ligeramente temblorosa. Al instante, el humo caracolea desde sus labios entreabiertos mientras sus ojos brillantes circulan acelerados en sus órbitas, recorriendo parte de la habitación.
—Pero, niña…
—«Si no me deja participar, no servirá», dijo el día que me propuso ayudarme a construirlo. Luego añadió: «Si no puedo ayudarla a construirlo, habré perdido. Lo habré perdido todo, porque ya no habrá tiempo para más». Yo no le entendí. Cuando quise preguntar, él no supo explicar. Simplemente dijo: «El chelo es mi última oportunidad para reparar un daño que no se si tendrá perdón».
Clea se sienta despacio encima de la cama con el cigarrillo en alto y la mirada perdida en el suelo. No habla. Solo respira humo y nicotina, buscando a tientas con la mano la funda del chelo y, cuando finalmente la encuentra, la deposita encima, anclándola en el cuero negro.
—No pude negarme —continúa Ilona, cerrando los ojos durante un instante de puro agotamiento—. Y ahora me alegro. El señor Stephens ha puesto el alma en cada una de esas piezas. —Y, volviéndose de espaldas, antes de atravesar la puerta de cristal que separa la habitación de la oscuridad que reina fuera, añade—: Es un chelo precioso. Y es suyo, señora Ross. Suyo porque un hombre lo ha construido para usted. Para que lo toque.
Clea ni siquiera se vuelve para verla salir. Se queda donde está, con una mano sobre el fondo negro y sosteniendo en la otra el cigarrillo, que ahora se consume intacto en alto, manchándola de humo. Y así sigue durante unos minutos más, hasta que siente el calor del cigarrillo en los dedos y lo apaga despacio en el cenicero. Después traga saliva, inspira hondo y tira de la funda hacia ella. Cuando la tiene al lado, abre los cierres lentamente, contrayendo dedos y tendones con cada uno de los chasquidos metálicos, hasta que levanta la tapa.
Hay un parpadeo en los ojos de Clea. Y hay también un crujido que cuesta identificar y que llega desde algún rincón de lo que no es piel ni tampoco hueso. El chelo brilla a la luz de la lámpara como un espejo de ámbar y ella entrecierra los ojos, deslumbrada por el reflejo y por la propia emoción. En lo que encierra el marco negro de la funda hay un chelo, hay un arco y hay también un pequeño dedo de madera, redondo y pulido, sobre el cuerpo barnizado del instrumento. Clea lo estudia con la mirada antes de cogerlo delicadamente. Es un alma, esa diminuta columna vertebral sin la que las cuerdas tocan mal, la que afina la voz del chelo, la que le da la vida. Clea la sostiene entre el índice y el pulgar y se la acerca a los ojos. Sobre la suavidad de la madera, tres palabras grabadas a mano. Parco el mensaje. El contenido no.
Lo siento tanto.
Clea cierra los ojos y traga saliva una, dos, tres veces. Cuando cree haber vuelto a encontrarse la voz, murmura al vacío de la habitación:
—No vas a hacer llorar a esta vieja, Otto Stephens.
Entonces aprieta los dientes, deja el alma encima de la cama y saca el chelo y el arco de la funda. Luego se levanta despacio, se acerca al tocador, se sienta en la silla frente al espejo, se coloca el chelo contra el pecho y descuelga el teléfono con una mano temblorosa.
Insomnio.
Una tímida campanada se filtra entre el silencio nocturno de Buenavista mientras en el apartamento situado en lo alto del edificio principal el sueño tarda en llegar. Rocío aparta la sábana a un lado, enciende la lámpara de la mesita de noche y mira la hora en el despertador digital. La una.
—Mierda —sisea entre dientes, pasándose la mano por la cara al tiempo que se sienta en la cama y toma un poco de agua del vaso de plástico que siempre tiene sobre la mesilla. Está nerviosa, nerviosa porque sabe que para una mujer con sus horarios las horas de sueño son preciosas y porque intuye que lo que ha de llegar con la luz del día no será fácil. No, no va a ser un día fácil. Clea Ross y Otto Stephens aparecerán en su despacho a las diez. Ilona está citada tres horas más tarde.
Rocío sabe que la decisión de sus dos clientes puede modificar la situación de su empleada en el centro y es precisamente ese «puede» lo que la mantiene despejada. No es amiga de los imprevistos ni de las sorpresas, pero sobre todo es enemiga declarada de la dependencia de la volubilidad ajena, en lo profesional y también en lo personal. En el caso que la ocupa, sabe que con Clea Ross y con Otto Stephens las variables que se barajan no son solo dos y que lo que ambos han de comunicarle no será un o todo o nada. Habrá complejidades, seguro. Y las habrá porque el ser humano es así, sobre todo los ancianos: ricos en su complejidad, simples en su expresión. La que la espera en unas horas será, como suele decirse a veces en situaciones semejantes, una operación complicada, porque hay sensibilidades en juego, sobre todo una, la de Ilona. Clientes, trabajadores, decisiones, explicaciones, responsabilidades… Rocío de repente está cansada, aunque no sabe de qué. «De esto —piensa, recorriendo la habitación con los ojos y volviendo a clavar los ojos en el reloj—, y de lo que no es esto. Cansada de tanta tensión», añade sin voz, masajeándose distraídamente el cuello.
—Aunque nadie dijo que fuera a ser fácil —dice en voz baja, volviendo a dejar el vaso en la mesilla. Luego vuelve a acostarse, apoya la cabeza sobre la doble almohada y cierra los ojos.
En la penumbra de sus párpados cerrados, el rostro de Ilona vuelve a la vida. Rocío la ve de nuevo como la ha visto hace un rato en el jardín, con la mirada perdida en la oscuridad que rodea el acantilado, y siente también el peso de su cabeza en el hombro. Como lleva haciendo a menudo durante los últimos días, ensaya en silencio una explicación con la que suavizar la verdad en caso de que la decisión tomada por Clea y Otto sea la que teme. Busca palabras, corrige tonos, imagina miradas, respuestas, reproches… baraja posibles reacciones y actitudes entre las que se alternan una Ilona triste y decepcionada con una Ilona herida, herida por el engaño y también por la falta de confianza.
—No deberías haber accedido a esto, Rocío —susurra ahora con la boca pegada a la almohada—. No está bien. No, no está bien. —Durante los segundos que siguen, las voces siguen poblando su cabeza, mezclándose en un denso torbellino de frases todavía no dichas que hacen imposible el descanso. Rocío se sienta de nuevo en la cama y se cruza de brazos con un suspiro de desesperación—. Está bien —dice, volviéndose hacia la mesita y abriendo el cajón de un tirón. Del interior del cajón saca un blíster de pastillas azules, extrae una de su minúscula cápsula de plástico transparente y se la coloca en la palma de la mano. Luego coge el vaso de agua y chasquea la lengua. Vacío. Un nuevo suspiro. Sin poder reprimir una mueca de fastidio, se levanta con el vaso en la mano y se dirige al cuarto de baño, pasando descalza por delante de la terraza desde la que se domina el jardín, ahora sumido en sombras. Un instante más tarde se detiene en seco.
El ceño fruncido. La cabeza ligeramente ladeada. El vaso vacío en alto. Rocío se queda donde está durante un par de segundos, alerta e inmóvil. «Viene de fuera», piensa, apretando los dedos alrededor del cristal y retrocediendo los dos pasos que la separan del ventanal.
Silencio. El ceño se distiende, el cuello vuelve a relajarse. Rocío parpadea, confusa. Unos segundos de espera. Cuando por fin se dispone a dirigirse de nuevo hacia el baño, vuelve a oírlo, está vez más claro, más real.
Al abrir el ventanal, el aire tibio entra a raudales desde el jardín, bañándola en una nube de olor. Algo hay ahí fuera que no debería estar, una pieza que rompe la matemática perfecta de Buenavista y que una vez más activa en ella todas las alarmas. Algo que molesta.
Es un zumbido ligero. Un quejido salpicado de pequeñas voces como las cuentas de un collar de cristal. Un hilo de ruido.
Música.
En efecto: un hilo de música se enrosca, apenas audible, entre la glicina que cubre gran parte de la fachada delantera del edificio principal, barrido por la brisa húmeda que sopla desde el agua. Desde las alturas, Rocío escucha, inmóvil. Incrédula al principio, confusa después.
¿Música?
¿En Buenavista?
¿De madrugada?
Más abajo, al abrigo de la noche y de la música, ocurren cosas que los ojos de Rocío no pueden ver. Son escenas solitarias, no compartidas.
Al este, Clea sentada de espaldas al tocador con el teléfono descolgado a su lado. Tiene los ojos entornados. El chelo apoyado al hombro. Barbilla contra barniz, barniz sobre madera. Un brazo de músculos flacos sube y baja en el aire. Las manos tensas. Los dedos cerrados sobre el arco y la piel transparente descubierta por la luz de la lámpara. La cabeza se bambolea imperceptiblemente. Clea está y no está. Es más música que Clea.
Al oeste, en el ala opuesta del edificio, suena en ese momento el teléfono. Otto Stephens se vuelve sobresaltado a mirarlo. Está sentado en la cama, todavía vestido, con la espalda apoyada en el cabecero y las gafas puestas. Tras un instante de vacilación, aparta a un lado el sobre y las fotocopias de los artículos y publicaciones en los que aparecen las decenas de Ottos con sus acompañantes recuperadas para él por Clea y deja que el teléfono vuelva a sonar mientras coge el aparato y se acerca la pantalla a los ojos.
El corazón se le encoge en el pecho y carraspea una, dos veces, al ver el mensaje que parpadea despacio sobre el fondo blanco de la pantalla:
Llamada. Suite número 6.
En un gesto puramente inconsciente, se pasa la mano por la coronilla para peinarse el pelo que le ha quedado aplastado por el cabecero. Luego traga saliva y pulsa el botón verde del aparato.
—¿Sí?
Al otro lado de la línea nadie contesta, ni siquiera una respiración. No hay voz.
No hay voz, no.
Solo música.
Otto se aleja el aparato de la oreja y vuelve a mirar la pantalla. El mensaje sigue siendo el mismo.
Hay alguien al otro lado y ese alguien es Clea Ross.
Hay alguien que llama y hay un chelo que vuelve a tocar una pieza que él conoce bien porque dice mucho y porque llega cargada de memoria. Es una pieza con historia. Común.
«El pecho. Me duele el pecho», piensa, frotándose despacio el esternón. Al otro lado de la línea suena Bach entre los dedos de Clea Ross y él vuelve a apoyar lentamente la espalda contra el cabecero de la cama hasta quedarse así, inmóvil, frotándose el pecho, con los ojos fijos en algún punto de la ventana y la garganta cerrada al aire.
Lo que Rocío no ve desde la terraza es que en la suite número 6 de Buenavista esta madrugada de septiembre una anciana arranca acordes a un chelo mientras al otro lado del teléfono un hombre pone voz, palabras y tono a cada uno de esos acordes con los ojos entornados, la respiración entrecortada y una inmensa sonrisa en los labios.
Y que entre ambos se encoge la noche bajo una espera que ha tocado a su fin, porque Otto Stephens y Clea Ross han llegado. Han vuelto.
Lo saben ellos. Nadie más.
Sobre sus cabezas, desde la terraza, Rocío sigue abandonada a la hipnótica hermosura del chelo, incapaz de imaginar que lo que para ella es música, para Otto Stephens es un antes y un después de la vida, un «ven», un «para ti». No, Rocío no imagina porque no se da el tiempo para hacerlo y porque de pronto la música evoca en ella cosas que duelen, un tiempo en el que todo estaba por hacer, por llegar, y había fotos en los marcos porque había quien decía que no se iría nunca. Había con quién hacer, con quién proyectar, en quien confiar. Pero eso ya no es, y la Rocío íntima, la que durante un destello de emoción se ha abandonado a unos simples acordes de nocturnidad en la terraza de su apartamento, da paso a la otra, a esa mujer reconstruida en ángulo recto a la debilidad que dentro de unas horas deberá gestionar, decidir y prevenir, y es esa Rocío la que, tras un instante de desconcierto, entiende que no puede ni debe ser, que la música no es compatible con el descanso y que en Buenavista la noche es territorio del sueño y el ruido, un desorden que hay que erradicar.
—No son horas —murmura, arrugando los labios al tiempo que se vuelve de espaldas a la terraza y con un par de firmes zancadas entra de nuevo a su habitación.
* * *
En los escasos diez minutos que Rocío tarda en vestirse y bajar al jardín, la noche ha movido pieza a sus espaldas. El escenario es el mismo, pero los personajes ocupan lugares distintos. En cuanto emerge del edificio principal y baja al sendero de grava que bordea las dos alas donde están las suites, Rocío localiza la dirección de la que procede la música que sigue malbaratando, ahora con un volumen preocupantemente alto, el silencio de la noche.
—Clea Ross —sisea entre dientes—. Claro. Cómo no —añade, echando a andar por el césped. A su espalda, un reloj da la media con un tintineo sordo que el chelo de Clea ahoga entre sus cuerdas.
Cuando, instantes después, Rocío emerge de la breve espesura del bosquecillo central del jardín, lo que ven sus ojos la obliga a detenerse bruscamente sobre sus pasos. Sobresaltada. La visión que la recibe ahora es tan inesperada que busca a tientas con una mano el tronco de un plátano y se lleva la otra a la mejilla en un gesto que no recuerda haber hecho desde hace mucho tiempo. La humedad parece ahora más sólida y la voz líquida del chelo resuena como si el aire fuera solo eso, música y oído, nada más.
«Dios», se oye pensar, tragando saliva y dándose un tiempo para respirar. Delante de ella, junto a la verja que separa la terraza de la suite número 6 del jardín común, una figura espera, inmóvil. Rocío contiene la respiración y entrecierra los ojos, ligeramente deslumbrada por la luz que procede del interior de la suite, hasta que la silueta adquiere nitidez, perfilando sus contornos.
—Ilona —susurra casi sin mover los labios.
Es Ilona, sí. Está de espaldas a Rocío y algo se mueve a sus pies. Rocío reconoce en la pequeña figura blanca a Sebastián, el viejo perro sordo con el que la ha visto pasear algunas veces.
Aunque su primer impulso es acercarse a ella, lo piensa mejor y opta por esperar. Hay algo en la postura de Ilona, en su inmovilidad, que la pone en alerta. Más allá, desde el interior de la suite, el chelo suena ahora como una voz grave y triste. Rocío vuelve a acariciarse la mejilla y, tras unos segundos de vacilación, decide acercarse.
Un paso, dos. Ilona está ahora a un metro escaso. Sigue sin moverse, tan absolutamente quieta contra el resplandor que la enmarca que parece irreal. Rocío se desplaza ligeramente a un lado y avanza un poco más en diagonal a ella hasta que alcanza a distinguir su perfil recortado contra la penumbra del jardín y también el ventanal de la suite justo en el momento en que la música se da un respiro de silencio y todo —el aire, el jardín, Ilona, perro, madera, tierra, grava y humedad— queda suspendido en el aire de la noche como un pálpito contenido, encapsulado en un presente casi brutal.
Desde el lugar que ocupa, Rocío entiende en esa décima de segundo que lo que ven sus ojos está ahí, al otro lado de un cristal que no existe, pero que ella está segura de poder tocar. Es un cristal que une lo que ocurre en la suite y la mirada velada de Ilona con un hilo de algo a lo que no sabría poner nombre, pero que tiene y da luz propia, oscureciendo todo lo demás. Traga saliva, cautivada por ese hilo que la convierte en mera espectadora, al tiempo que sus ojos barren despacio la escena.
En la suite, Clea toca sentada en la silla. Tiene los ojos abiertos y una extraña expresión ausente en el rostro. Delante de ella, sentado en el borde de la cama con la espalda encogida, Otto la mira, inmóvil, con las manos entrelazadas y la cabeza ligeramente echada hacia atrás. Su postura es la de un niño emocionado y su sonrisa, tan concentrada y tan íntima que Rocío aparta al poco la mirada, casi avergonzada.
Pero la vergüenza dura poco, sustituida al instante por una suerte de alivio. A juzgar por lo que ve, entiende de inmediato lo que debe esperar de la reunión que dentro de unas horas mantendrá con Otto Stephens y con Clea Ross. Sabe cuáles serán las noticias y también cuál la decisión, y sabe también que estará preparada porque juega con ventaja. Sonríe, aunque la sonrisa queda truncada cuando su mirada se retira de la ventana para reposar en el rostro de Ilona.
Luz. Eso es lo que refleja la mirada de Ilona. Delante de la verja, con la mano apoyada en la madera, sonríe y llora a la vez, sin apartar los ojos del ventanal. Y es tanta la intensidad de esa luz y tanta la felicidad que Rocío lee en su rostro que de pronto quiere decirle que no siga mirando, que baje los ojos y se retire de la verja, porque lo que hay al otro lado del ventanal esconde un secreto que dentro de unas horas dejará de serlo, y cuando eso ocurra, cuando en la blancura hospitalaria de su despacho se siente a hablar y le toque explicarse, lo que ahora es luz quedará teñido de sombras que quizá cubran por completo el cielo de Ilona.
Entonces llegará la tormenta.
«Apártate, Ilona —piensa, volviendo a acariciarse la mejilla—. Aléjate».
Pero Ilona sigue donde está, ajena a todo lo que no es Clea y Otto encerrados en su cápsula de cuerdas y cristal, unida a lo que ve como si también ella formara parte de la imagen. Y viéndola así, tan entregada, Rocío entiende que ha llegado tarde, que las cosas probablemente hayan ido demasiado lejos y que la emoción ha burlado los cálculos, los de Otto, los de Clea y sí, también los suyos.
Desde su rincón de oscuridad sacude la cabeza, consciente de que, si no supiera lo que sabe y alguien le preguntara «qué ves», ella no dudaría en responder:
«Una familia. Veo una familia».
Ahora, viendo los ojos de Ilona y la emoción que los ilumina, entiende que la respuesta de Ilona sería también ésa. Que ése es el deseo. Y la ilusión. Quizá también la esperanza.
Una familia.
Segundos más tarde, Rocío se vuelve de espaldas y despacio, muy despacio, se adentra sigilosamente en la espesura del bosquecillo. Camina cabizbaja. Triste.
Son pocas las horas de sueño que la separan de la mañana.