—Para mí un sorbete de mango, gracias, Antonio.
El camarero retira la carta de las manos de Otto con una leve inclinación de cabeza y se vuelve a mirar a Clea, que, después de estudiar una vez más la selección de postres, entrega también su carta y declara con una sonrisa escueta:
—Yo tomaré la macedonia de cítricos y un té blanco. Sin azúcar.
En el preciso instante en que el camarero se vuelve de espaldas, un trueno reverbera en algún punto de la noche sobre el mar. En la oscuridad que envuelve el jardín, la tormenta que desde media tarde ha ido avanzando hacia la playa se ha desdibujado hace apenas una hora, cuando las primeras gotas y un cielo cargado parecían hacer presagiar lo peor. En el cenador de verano las ventanas están abiertas y la humedad salada del aire que sube desde la playa lo impregna todo.
—¿Un poco más de vino? —pregunta Otto, cogiendo la botella y acercándola a la copa de Clea, que hace un gesto negativo.
—No, gracias. Con el vino pasa como con la sonrisa: el abuso abarata el encanto.
Otto suelta una carcajada y se sirve un par de dedos en su copa.
—¿Sabe? He estado pensando en lo que me dijo sobre Ilona.
Clea inclina la cabeza hacia un lado y se lleva la mano a la oreja. Sus dedos tropiezan con la ausencia de un pendiente a la que no termina de acostumbrarse y se acaricia distraídamente el lóbulo.
—¿En lo que le dije?
—Sí. Dijo que tenía un plan.
—Sí.
—Y que le preocupa —insistió Otto—. Que no la ve bien.
—Cierto.
—También en eso tiene usted razón.
—Ajá.
—De todos modos, supongo que hasta cierto punto es normal que esté así.
Clea arquea una ceja.
—¿Normal?
—Sí.
—Defina «normal», señor Stephens.
Otto carraspea, disimulando una risa que finalmente convierte en tos.
—Normal quiere decir «comprensible», señora Ross.
Clea toma un poco de agua. Después se limpia la boca con la servilleta antes de volver a hablar.
—¿Comprensible quiere acaso decir que sabe ahora algo que antes no sabía? ¿Algo que quizá le haya ayudado a entender por qué esa criatura está como está?
—No. Comprensible quiere decir que he estado dándole vueltas a lo que usted me dijo y que desde entonces he observado a Ilona más de cerca. Y que es lógico que esté como está sabiendo de dónde viene y de lo que viene.
Clea no dice nada. Simplemente se limita a mirar a Otto, esperando algo que tarda en llegar.
—Ya sabe —añade él—. La muerte de su madre.
Clea sigue en silencio. Su mirada no se aparta de Otto, que habla de nuevo, esta vez menos decidido.
—Lleva tiempo superar una pérdida así.
Clea chasquea la lengua y pone los ojos en blanco.
—La madre de Ilona murió hace más de tres meses, señor Stephens —empieza con una voz seca—. ¿No le parece tiempo más que suficiente para que haya podido recuperarse un poco? —pregunta, arrugando la boca—. Puede que me equivoque, pero no me parece que esa chiquilla esté así porque eche de menos a su madre, francamente. La añoranza tiene otra cara, señor mío. La tristeza también.
—No estoy hablando de tristeza ni de añoranza, señora Ross —replica Otto, sin disimular su confusión. A la defensiva. Habla a la defensiva.
—¿Ah, no?
—No.
—¿Entonces?
—Soledad —responde él, mirándola a los ojos—. Estoy hablando de soledad.
Clea estira la espalda. Ahora es ella la que carraspea.
—¿Soledad? —pregunta, ligeramente irritada—. ¿Cómo que soledad?
—Ya se lo he dicho —dice con suavidad Otto—. Por lo de su madre.
Clea saca un cigarrillo del paquete, se lo lleva a la boca y lo enciende. Ni siquiera espera a exhalar el humo para volver a hablar.
—¿Pero qué soledad ni qué soledad, señor Stephens? —refunfuña con los dientes apretados—. ¿Se puede saber de qué demonios me habla?
Otto se echa un poco hacia atrás en la silla y traga saliva. Luego tuerce un poco el cuello y se retoca el nudo del pañuelo.
—Ilona está sola —dice por fin, bajando los ojos y clavándolos en el poco vino que le queda en la copa. Luego alza la vista y, al ver la mirada furibunda de Clea paseándose por la mesa, murmura—: Y no es únicamente que esté sola. Es que ni siquiera sabe qué hacer para dejar de estarlo.
La mano de Clea vuelve al lóbulo arrugado de su oreja. Lo pellizca con las uñas mientras con la otra mano echa la ceniza en el cenicero en un gesto poco amistoso.
—Aquí estamos todos igual de solos, señor mío —masculla—. Aquí y ahí fuera, para ser más exactos.
—Puede ser. Pero a ella le queda todavía mucha vida por delante —interviene Otto con una vehemencia que pilla a Clea un poco desprevenida—. Además, la soledad no se vive igual con su edad que con la nuestra.
—Nada se vive igual con su edad que con la nuestra, señor director.
—Cierto.
—De hecho, nada se vive igual con ninguna edad —dice Clea con una sonrisa triste—. Aunque a veces tengo la sensación de que en el fondo siempre vivimos las mismas cosas. De que lo que cambia no son las cosas, sino nuestra forma de pasar por ellas —remata, apagando despacio el cigarrillo en el cenicero.
—Lo que cambia es la emoción, sí —concede Otto, bajando de nuevo los ojos.
—Sí, la emoción —murmura Clea con suavidad. Y, antes de que Otto pueda añadir algo más, arquea una ceja y suelta con la voz recortada de la Clea de siempre—: Y lo que desde luego no cambia, por muchas generaciones que pasen, es la poca capacidad que tienen ustedes, los hombres, para explicar el sufrimiento femenino —ladra, recolocándose el pañuelo sobre el hombro—. Si una mujer sufre, es porque está sola. Claro, cómo no.
Otto parpadea, confuso de nuevo.
—Si Ilona sufre porque ha perdido a su madre es porque se siente sola, ¿verdad?
Otto la mira sin saber qué responder.
—Pues no, señor mío. Quizá no se sienta sola. Quizá lo que le pasa a nuestra Ilona es que sufre porque se da cuenta de que la soledad no depende de que tu madre esté viva o muerta, ni de que estés bien o mal acompañada, ni de ninguna de esas porquerías de libro barato. Quizá esa muchacha sufre porque entiende que ha empezado a vivir ahora que su madre ya no está y de repente tiene miedo de que sea demasiado tarde, o demasiado intenso, o demasiado difícil, qué sé yo. O quizá sufre porque le habría gustado querer a su madre de otra manera y no ha sabido hacerlo, o peor aún, porque le habría gustado que su madre la hubiera querido de otro modo, desde otro lugar, con otro lenguaje…
Un trueno salpica en ese instante el silencio que puebla la oscuridad del jardín y el fogonazo de un relámpago se adivina en el exterior. El camarero se desliza sigilosamente entre las mesas vacías del cenador en dirección a la que ocupan Clea Ross y Otto Stephens. Clea se interrumpe al verle y tuerce la boca.
—Soledad, soledad —refunfuña, pasándose la lengua por los dientes—. Hay que ver lo grande que les queda a ustedes, los hombres, la soledad de las mujeres.
Desde su asiento, Otto ve de soslayo cómo el camarero sortea las mesas con la bandeja en alto hasta que llega junto a ellos, deposita con mano experta los postres y el té blanco de Clea sobre el mantel y se retira con una nueva inclinación de cabeza. Otto espera a que Clea pruebe su macedonia para hundir la cucharilla en el pequeño mar amarillo del sorbete. Segundos después, la voz de Clea llega desde el otro lado de la mesa, cítrica y renovada. Peligrosamente satisfecha.
—Ha sido una cena muy agradable, señor Stephens —dice, sin levantar los ojos de la macedonia.
Otto sonríe.
—Muy agradable, sí.
—Pero estamos a punto de terminar de tomar el postre y esta vieja tiene la impresión de que se va a morir esperando a que el viejo que tiene delante deje de una vez de hacerse el sueco y podamos ir al grano.
Otto siente el hielo del sorbete en la lengua y recibe una descarga de dolor en una muela.
—¿El… sueco?
Clea responde con un gruñido lleno de pedazos de pomelo y de mandarina seguido de un:
—Los secretos, señor Stephens. Ésta es la cena de los secretos. No me fastidie, que ya no tengo edad.
Otto toma la última cucharada de sorbete, se masajea la mandíbula con los dedos y deja el cuenco de porcelana a un lado. Luego se pasa la servilleta por los labios y entrelaza los dedos sobre el mantel con un suspiro incómodo.
—Lo sé —dice.
Clea le clava una mirada impaciente.
—Y si lo sabe, ¿por qué lleva toda la cena mareando la perdiz?
—Yo… —empieza él, visiblemente azorado—. No sabía si lo de los secretos y las confesiones seguía aún vigente o si…
—Mentiroso —le suelta Clea, apartando el plato con los restos de macedonia de un manotazo—. El contrato lo decía muy clarito: primero la cena con los secretos inconfesos, y después sabremos si realmente es usted capaz de ser tan buen amigo como dice.
—Sí, lo sé, pero…
—¡Pero nada! —sisea Clea, soltando un pequeño reguero de babas—. ¡Está en el contrato!
—Ya lo sé —insiste él con tono conciliador—. Lo que quiero decirle es que… que no sé todavía cómo quiere que lo hagamos. No sé si se supone que soy yo el que debe empezar o si debo esperar a que hable usted.
Clea parpadea y tensa la espalda. Luego deja escapar un suspiro hondo antes de volver a relajarse.
—Empezaré yo, señor Stephens —anuncia con tono de falsa resignación. Acto seguido, intenta una sonrisa que no termina de dibujarse del todo—. Si es eso lo que le preocupa, tranquilícese. Yo confesaré primero.
—Muy bien.
—Pero antes le diré por qué.
Otto inclina la cabeza a un lado. Un nuevo trueno murmura electricidad en el jardín.
—¿Por qué?
—Sí —responde Clea—. El porqué de esto. De los secretos.
—Ah, de acuerdo —dice Otto, empezando a doblar la servilleta encima de la mesa.
—Es muy sencillo —empieza ella, cerrando la mano sobre el paquete de tabaco—. Casi un juego de niños. Simplemente quiero saber si es usted capaz de escuchar sin juzgar, como debe hacerlo un amigo de verdad. Quiero ver si puede ponerse en mi lugar, salir de usted y empatizar conmigo desde la emoción. ¿Me sigue?
—Perfectamente —asiente Otto.
—Me alegro, porque ésa es solo una parte —anuncia ella, acompañándose con un gesto de la mano—. La otra es la confianza.
La cabeza de Otto vuelve a recuperar la verticalidad. Dos arrugas le cruzan la frente.
—Confianza…
—Eso he dicho.
—¿En qué sentido exactamente?
—No creo que haya muchos sentidos posibles, señor mío.
Otto frunce más el ceño. Su mano se cierra ligeramente sobre la servilleta. No dice nada.
—En fin —vuelve a hablar Clea—. Quiero ver si es usted capaz de confiar en mí lo suficiente como para contarme algo que jamás haya contado a nadie. Algo que le muestre como jamás se ha atrevido a mostrarse. Si usted confía, yo también podré hacerlo. A fin de cuentas, ¿qué es si no la amistad?
Unos segundos de silencio. La pregunta de Clea no espera respuesta. Por fin, Otto habla.
—¿De verdad no prefiere que empiece yo?
—No —niega Clea al instante—. Yo empiezo.
—Como quiera.
Clea saca un cigarrillo del paquete, le da unos pequeños golpecitos contra la mesa y se lo lleva a los labios.
—¿Preparado, señor Stephens?
—La verdad —dice, sonriendo— y disculpe la prepotencia, no creo que a estas alturas nada de lo que pueda decirme vaya a sorprenderme demasiado.
Clea enciende el cigarrillo y deja despacio el mechero sobre la mesa.
—Ajá —murmura, tomando la taza de té blanco con el índice y el pulgar y sosteniéndola en el aire a un centímetro escaso del plato—. Eso está bien. —Y, antes de que él pueda responder, añade—: Mi secreto es muy sencillo, señor Stephens. Se lo confesaré tal y como lo pienso. Sin adornos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Y le ruego que no me interrumpa hasta que termine de contar —aclara con un nuevo gesto de la mano—. Después de todo, la facultad de escuchar incluye también la voluntad de no interrumpir.
Otto amaga una nueva sonrisa.
—Descuide. No la interrumpiré.
—Se lo agradecería.
—Hace muchos años, le fui infiel a mi esposo.
En el paréntesis de silencio que sigue a las palabras de Clea, las puertas abatibles del cenador se abren y se cierran bruscamente, engullendo entre sus fauces al camarero, que se pierde en las entrañas de la cocina.
—Ése es el titular, señor Stephens.
Otto ni siquiera parpadea. El silencio se espesa súbitamente alrededor de la mesa, pegajoso como el aire de la noche.
—Aunque ésa es solo una parte del secreto.
La mirada de Clea y la de Otto se cruzan entre una bocanada de humo que circula sobre la mesa como una sombra blanca. La expresión de él no muestra la menor emoción. Ha entrecerrado ligeramente los ojos. Desde la cocina llega el repiqueteo sincopado de platos amortiguado por la distancia y una risa apagada. Luego la noche vuelve a abrazarlo todo.
—Se llamaba Pál —prosigue Clea, perdiendo durante un instante los ojos en el blanco del mantel—. Restauraba vidrieras. Era un hombre joven, mucho más joven que yo. Bajo, fuerte, rubio, con unos ojos azules casi transparentes. Húngaro, como nuestra Ilona —continúa sin apartar la mirada de Otto, en cuyo rostro sigue sin moverse un solo músculo—. Vivíamos en Utrecht en aquel entonces. Hacía pocos meses que había muerto mi hijo y mi marido se había encaprichado de una casa barco de principios de siglo que, según decía, quería restaurar y convertir en una segunda residencia para invitados.
Otto asiente con la cabeza. Despacio, muy despacio.
—Como siempre que se encaprichaba de algo, mi esposo terminó saliéndose con la suya y la compró —sigue hablando Clea—. Y, como ocurría con todos sus caprichos, se cansó del barco poco después de haberlo comprado, así que fui yo quien, durante sus ausencias, me ocupé de su restauración.
Un nuevo trueno más allá del jardín. Aleteos nerviosos en alguna cornisa.
—Pál estuvo trabajando en la restauración de las ventanas y en los ojos de buey del barco durante casi un mes. Era primavera, una primavera extraña en Holanda, calurosa y llena de bonanza. Yo pasaba las tardes en el barco, a veces tocando el chelo, otras, leyendo al sol y viéndole trabajar. Él no hablaba. Me saludaba con la cabeza cuando me veía llegar y volvía a hacerlo cuando me marchaba, poco más. Por lo demás, trabajaba sin descanso, concentrado en lo suyo, cortando cristales, midiendo y emplomando, siempre en silencio, absorto en lo que tenía entre manos y ajeno a mí y a lo que no fuera el cristal, sus manos y el color.
Una sombra se desliza de izquierda a derecha en la oscuridad del jardín. La silueta, aunque muy lejana, es la de una mujer.
—Una tarde, un par de días antes de terminar su trabajo en el barco, mientras restauraba los cristales de la puerta de cubierta, Pál me pidió un cigarrillo. —Clea toma un sorbo de té y deja la taza en el plato. Otto sigue la trayectoria de la taza sobre la mesa con los ojos con un gesto casi automático—. No fue más que eso. «¿Podría darme un cigarrillo?», dijo, «los míos se me han acabado». Se lo di, claro. Él se sentó a fumar en un taburete que estaba junto a la puerta y yo volví a tocar. No dejó de mirarme ni un segundo mientras fumaba. Cuando terminé la pieza, Pál siguió allí sentado, mirándome. Nos quedamos callados durante unos segundos hasta que por fin sonrió, tiró la colilla al canal y dijo: «Es hermosa». Luego se levantó, cogió el taburete, lo acercó más a mí, volvió a sentarse y se cruzó de brazos. «Es hermosa», repitió, «la música y usted son hermosas juntas». No supe qué decir y él lo entendió. Siguió mirándome hasta que le vi sonreír de nuevo. «¿Podría volver a tocar?», me pidió. Y, al ver que yo no me movía, se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas y dejó descansar la cabeza sobre las manos. «¿Para mí?».
Clea enciende un cigarrillo. Aspira el humo por la nariz y lo espira lentamente, por un instante perdida en lo que recuerda. Al otro lado de la mesa, Otto la ve fumar, inmóvil, al tiempo que la luz amarilla de los dos velones que arden sobre la mesa dibujan en su rostro sombras apagadas. Grises.
—No sé por qué lo hice —vuelve a hablar Clea, apoyando el codo en el mantel y dejando el cigarrillo en alto—. Aunque podría encontrar miles de motivos y todos valdrían, créame. O quizá no, qué más da eso ahora. Usted probablemente lo resumiría como lo ha hecho hace un momento con Ilona. —Otto la mira y frunce el ceño, confundido—. Por soledad, señor Stephens. Usted diría que por soledad —aclara Clea, agitando ligeramente el cigarrillo en el aire—. Y quizá sí hubo un poco de eso. De eso y también de ganas de revancha. O puede que fuera más fácil aún. Más simple. Quizá fue sencillamente el deseo, el que me llegó de él. No sé, de pronto me sentí mirada. Me vi tocando para un hombre que me hacía hermosa con su atención, que me regalaba toda su dedicación, a mí sola, señor Stephens. A mí, a mi música y también a mi soledad —dice, arrugando un poco los labios—. En los ojos de Pál me sentí recuperada, validada —añade, bajando ligeramente la voz—. No sé si me entiende.
Otto no dice nada. Se limita a asentir despacio con la cabeza. Clea se lleva el cigarrillo a los labios y le da una larga calada.
—Mi marido volvió de viaje dos días más tarde —continúa con una sonrisa torcida—. Pál ya había terminado en el barco. No llegaron a coincidir.
Otto tensa la espalda y se lleva la mano al cuello para retocarse el pañuelo, un gesto cuya futilidad queda tan patente que enseguida retira la mano como si hubiera cometido una torpeza. Clea pasea la mirada por el cenador y sigue fumando en silencio, un silencio que se alarga demasiado. Demasiada incomodidad. Demasiada tensión.
Segundos más tarde, el cigarrillo se desgrana contra el fondo manchado del cenicero, aplastado por el dedo huesudo de Clea. Una gaviota chilla en algún rincón del acantilado. La silueta de la mujer no vuelve a aparecer.
—Nueve meses y cinco días más tarde nació mi hija.
Otto se llena de aire los pulmones y cierra los ojos durante un instante.
—La que, como usted, mi marido creyó que yo le había regalado.
Más aire en los pulmones de Otto. Más aire y más silencio.
—Ésa es la segunda parte del secreto, señor Stephens —añade Clea con una sonrisa triste—. La primera es la decisión. La segunda, sus consecuencias —concluye, buscándose una vez más el pendiente con los dedos.
Otto Stephens no se mueve. El parpadeo de las velas chispea en sus ojos, que ahora parecen presas de un cansancio insondable, y sus manos descansan, quietas, sobre la servilleta.
—¿Se encuentra bien? —pregunta Clea, ladeando levemente la cabeza.
Otto no contesta y tampoco se mueve.
—Señor Stephens…
Él mueve imperceptiblemente las yemas de los dedos sobre la servilleta como si acariciara un recuerdo al tiempo que balancea el cuerpo a izquierda y derecha. Es un balanceo ido, mecánico, sordo. Clea le observa en silencio, intentando disimular la alarma que de repente le encoge el pecho al ver la mirada vacía, la tensión de esas manos, las arrugas clavadas en la frente.
—Tal vez esto no haya sido una buena idea, señor Ste…
—¿Él nunca lo sospechó? —pregunta Otto repentinamente, sin dejar de balancearse contra el fondo oscuro de uno de los ventanales del cenador.
Clea coge otro cigarrillo y lo deposita sobre el mantel.
—No.
—¿Está segura?
—Del todo.
El balanceo se detiene y las manos descansan sobre la servilleta. Otto ha vuelto a la mesa. Sus ojos siguen llenos de sombras, pero ahora también hay en ellos un pequeño atisbo de luz.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dice.
—Si no es un juicio, puede usted preguntar lo que quiera, señor Stephens.
Él intenta sonreír. En vano.
—¿Cree usted que, de habérselo confesado, su marido la habría perdonado?
Clea enciende el cigarrillo y busca la taza de té con la mirada.
—Eso es algo que no he dejado de preguntarme desde entonces, señor Stephens. Créame.
—La creo —afirma Otto.
—Gracias.
—Pero eso no responde a mi pregunta.
Clea suspira por la nariz antes de volver a hablar.
—Ya le he dicho que mi marido fue muchas cosas durante nuestra vida juntos. Muchas, excepto un buen amigo —responde con voz neutra—. Yo habría preferido que me entendiera a que me perdonara, la verdad. Al fin y al cabo, perdonar la infidelidad de una mujer no tendría por qué haber sido difícil para un hombre como él, tan acostumbrado a las propias infidelidades, ¿no le parece?
Otto encoge un poco los hombros.
—Quizá si lo hubiera intentado…
—Haberle confesado mi infidelidad con Pál habría significado confesarle también sus consecuencias —le corta Clea—. Y hasta hoy no puedo afirmar con seguridad que mi hija no lo sea también de mi esposo.
—Creía que me había dicho que su hija era muy parecida a su marido.
—Y así es —replica Clea—. Tiene sus ojos, y el color de pelo, y la forma de caminar…
—¿Entonces?
—Pero sus manos y la mirada son las de Pál —masculla ella con desgana—. Sí, son las de él. Sin duda.
Otto traga saliva y guarda silencio. Un aleteo agita la calma de la noche. Son alas grandes, de gaviota. Desde la cocina, retazos de una conversación a medio gas.
—¿Sabe una cosa? —pregunta Clea, apagando con la suya las voces que llegan de la cocina—. Sé que puede parecerle extraño, pero le confieso que no me arrepiento de lo que ocurrió esa tarde en el barco —declara con voz cansada—. No, ni de esa tarde, ni de haber tenido a mi hija, ni tampoco de haber guardado silencio.
—¿No?
—No.
—De lo que sí me arrepiento es de haber vivido juzgándome durante todos estos años. De haber sido mi peor enemiga. Y de haberme vivido mal, porque en muchos sentidos he tenido que vivirme sola. De eso sí me arrepiento, señor Stephens.
Otto arruga la boca en una mueca de pesar y encoge aún más los hombros.
—Siento oír eso, señora Ross —dice, bajando los ojos—. Créame.
Clea estira la espalda contra el respaldo de la silla y carraspea.
—Le creo.
—Me alegro.
—Y le agradezco que no me juzgue por lo que le he contado —dice. Enseguida esboza una sonrisa artificial—. O al menos que haya tenido la delicadeza de acallar a tiempo cualquier juicio que pueda habérsele ocurrido.
Otto le devuelve la sonrisa. La suya es más relajada. Clea la recibe con una ceja arqueada y una nueva carraspera.
—De todos modos, eso es solo la mitad de lo que nos ha reunido aquí esta noche —dice, volviendo a recuperar la voz de siempre. Y, al ver la expresión confusa de Otto, añade con un pequeño suspiro de fastidio—: Su confesión, señor Stephens. Me refiero a su confesión. Ahora le toca a usted.
Otto cierra las manos sobre la servilleta antes de apurar el último dedo de vino que le queda en la copa. Luego se aclara la garganta y fija la mirada en el cenicero.
—¿Está segura?
Clea ladea la cabeza y sonríe.
—Del todo.
—Quizá no le guste lo que va a oír.
—¡Ja! De eso se trata, mi querido director. Si no, ya me dirá usted dónde está la gracia.
—Ya lo sé. Lo que me temo es que pueda tomárselo como algo personal.
—¿Algo… personal?
—Bueno… no sé… al fin y al cabo, a nuestra edad hay tantas vivencias tan parecidas que uno nunca sabe…
—No diga bobadas, hágame el favor.
Otto acerca la mano a su copa y pasea despacio la yema del índice por el delicado borde de cristal una, dos veces, hasta que por fin lo retira y deposita la palma sobre la servilleta.
—Mi confesión tiene también que ver con la fidelidad, señora mía —dice, cerrando los ojos durante un instante.
Al otro lado de la mesa, Clea apoya la barbilla sobre el dorso de sus manos entrelazadas y deja escapar un pequeño suspiro.
—Hasta ahí ninguna sorpresa —suelta entre dientes.
—No juzgue usted tan deprisa —responde Otto con una extraña luz en la mirada—. Quizá se equivoque.
—Quizá —replica ella con voz aburrida—. Aunque la experiencia me dice que con los hombres lo realmente difícil es equivocarse y no lo contrario.
—Quizá nunca sea tarde para las sorpresas —interviene él con un leve sonsonete jocoso que ella no acierta a explicarse del todo y que por un segundo la incómoda.
—Y quizá le agradecería que se dejará de tanto «quizá» y soltara su confesión de una vez antes de que esta vieja se quede dormida encima del cenicero, ¿no le parece?
Otto suelta una carcajada que resuena en el silencio del cenador como un pequeño trueno y asiente. Clea no logra reprimir una pequeña sonrisa. «Qué envidia saber reírse así», se oye pensar.
—Me parece, señora Ross. Me parece.
—Me alegro.
Otto inspira hondo, se rasca la coronilla con la uña del anular para no despeinarse y deja pasar unos segundos. Cuando finalmente habla, lo hace con la inquietante certeza de que, en cuanto diga lo que está a punto de decir, el Otto que hasta ahora ha sido perderá vigencia a ojos de Clea y un nuevo Otto ocupará su lugar por mucho que él siga siendo el mismo y las coordenadas no hayan cambiado. Sabe que con ella cualquier reacción es posible, y, aunque en secreto atesora la ilusión de que la reacción sea positiva, hay miedo y también vulnerabilidad.
Más de la que desearía sentir.
Mucha más.
—¿Molesto?
Sentada en una de las cavidades de piedra del murete que separa el jardín del acantilado, Ilona lleva un buen rato dejándose mecer por la quietud de la noche, concentrada en nada. Desde que hace apenas un par de horas ha vuelto de la ciudad, el tiempo pasaba tan despacio en su habitación, tan desesperantemente despacio, que ha decidido salir en busca de un poco de aire, a la espera de que den las doce para cumplir con el recado de Otto y acostarse e intentar dormir un poco.
Aunque en circunstancias normales no habría sido así, la pregunta que acaba de romper el silencio no la sorprende ni la asusta. Ni la pregunta ni la voz. No se vuelve para responder.
—No, claro que no —dice por decir, automáticamente. No, Rocío no molesta, aunque Ilona entiende que su presencia en el jardín a esas horas de la noche no es normal, que quizá ocurre algo. La alarma la saca de sus cavilaciones y gira ligeramente la cabeza antes de preguntar—: ¿Pasa algo?
Rocío niega con la cabeza.
—Todo bajo control —responde con un tono que quiere ser festivo, casi como un fallido intento de reírse de sí misma y de su infatigable capacidad de trabajo.
—Ah.
—¿Te importa si me siento?
—No.
Ilona se hace a un lado y Rocío se sienta junto a ella con un jadeo, intentando encontrar una postura cómoda sobre las piedras del murete. Cuando lo consigue, las dos vuelven a quedarse calladas y un rayo cae lejos, muy lejos, sobre el agua.
—He salido a tomar un poco el aire —dice Rocío.
Ilona guarda silencio.
—Al final parece que no vamos a tener tormenta —vuelve a hablar Rocío, paseando la mirada por el cielo que se extiende ante las dos.
Ilona sigue sin contestar. Se limita a asentir un par de veces antes de que vuelva el silencio y ambas continúan sin decir nada durante unos minutos mientras desde la casa principal llega el tintineo de platos y de cubiertos. Metal contra porcelana. Cristal contra cristal. Otto y Clea.
—Siento lo de esta tarde en tu despacho —dice repentinamente Ilona, volviéndose hacia Rocío—. Perdona.
Si pudiera ver la expresión de Rocío, Ilona se daría cuenta de que sus disculpas no han sido bien recibidas porque no han sido entendidas. No, Rocío no sabe a qué se refiere, y eso, ese instante de confusión, la descubre vulnerable y mal defendida. Se pone alerta, pero antes de que pueda decir nada, Ilona vuelve a hablar.
—Debería haber esperado a que terminaras con el teléfono para irme —dice—. Pero es que no sabía si te apetecía seguir hablando de… bueno, de tus cosas —añade con una mueca de incomodidad que la oscuridad no deja ver.
Rocío inspira hondo y relaja los hombros. «Ah, es eso», piensa, ladeando ligeramente la cabeza. El chasquido de indefensión se funde ahora con lo oscuro. Detectada la fuente, desactivada la alerta. Aunque, por lo poco que la conoce, tiene la certeza de que Ilona no es conflictiva ni tampoco dañina, no sabe qué decir, de modo que opta por el silencio, a la espera de que el comentario quede en eso, en un apunte suelto, que su estela muera con él.
El silencio se alarga ahora, enredándose entre las dos.
—A mí también me gustaría —dice Ilona con suavidad. Rocío se vuelve a mirarla, nuevamente confusa, y los hombros de las dos se rozan suavemente. Transcurren luego un par de segundos—. Tener a alguien, quiero decir —añade Ilona con una esforzada sonrisa.
Ahora es Rocío la que amaga una mueca incómoda que Ilona no ve. Sin embargo, el comentario, que en otras circunstancias la habría puesto sobre aviso, provoca en ella el efecto contrario: hay en las palabras y en el tono de voz de Ilona una puerta abierta a algo que vibra bien y que Rocío hace mucho, mucho tiempo, que no tiene. Es un pequeño atisbo de calor que la atrae hacia la puerta, un calor que la relaja y la envalentona a la vez, conectándola con una Rocío distinta, con la que era antes de ser la que es ahora, con la que le gustaba ser.
—Si quieres que te sea sincera —dice—, y puestas a pedir, yo preferiría tener a alguien y que además no desapareciera.
Los ojos de las dos mujeres sonríen, cómplices, en la penumbra. De repente se notan cercanas, y cada una, a su manera, siente que la compañía mutua hace bien, que se hacen bien.
—Sí, eso —dice Ilona—. Que dejen de desaparecer. Que alguien se quede.
—Sobre todo los amigos —apunta Rocío, bajando un poco la voz—. Que se queden. —Luego yergue la espalda y, cuando estira el cuello a derecha e izquierda, intentando destensarlo, suena el crujido de una cervical, Ilona cierra los ojos y se encoge un poco sobre el murete antes de que una delicada nube de silencio vuelva a instalarse alrededor de las dos.
—Yo… tenía una amiga —dice de pronto, antes de abrir de nuevo los ojos. Al instante nota la mirada extrañada de Rocío y el calor le enciende las mejillas, consciente no solo de lo chocante que resulta la frase, sino también de que no ha sido una frase pensada, sino formulada en voz alta. Tímida, Ilona se descubre tímida ante la mirada neutra de Rocío y es esa misma timidez nerviosa la que la empuja a añadir—: Hace muchos años. En Budapest —murmura, como si eso ayudara a aclarar algo. Rocío sigue mirándola, atenta y callada, mientras los segundos se instalan entre las dos—. Se llamaba Agnes —vuelve a hablar Ilona con la voz ligeramente temblorosa—. También había sido gimnasta, pero ella venía de la rítmica. Como a mí, la habían echado del equipo nacional, aunque a Agnes por un problema de disciplina.
—¿De… disciplina? —pregunta Rocío.
Ilona asiente con la cabeza.
—En Hungría, como en los demás países del bloque, tener problemas de disciplina en el equipo nacional de gimnasia era lo mismo que decir que tenías problemas de peso —aclara con una sonrisa torcida. Rocío suspira por la nariz, pero no hace ningún comentario—. Si tenías problemas de sobrepeso, se daba por hecho que comías a escondidas y que, por tanto, estabas faltando a la disciplina del equipo, aunque a ninguna de nosotras se nos habría ocurrido hacer algo a espaldas de las entrenadoras, básicamente porque era imposible —explica—. Lo que en realidad le ocurría a Agnes, o al menos eso decía ella, era que su cuerpo no toleraba bien la rutina de hormonas que nos daban para ralentizar, «modular», era la expresión oficial, el crecimiento, y parecía rebelarse contra aquel cóctel preparado para… frenar… la pubertad.
Una gaviota chilla en algún punto del cielo sobre la playa e Ilona espera a que vuelva a hacerse el silencio. El chillido reverbera en el aire húmedo y muere despacio, sin dejar estela.
—Hasta que conocí a Agnes yo nunca había tenido una amiga —declara con una timidez casi infantil. Rocío baja la mirada, un gesto que Ilona no ve—. En el equipo no había amigas —sigue con un tono casi de disculpa—. Éramos compañeras, aunque por encima de todo éramos competidoras. Competíamos con y por el equipo, pero sobre todo competíamos las unas contra las otras, esperando siempre el fallo de las demás, educadas para no crecer. «Niñas», nos llamaban. «Niñas, a entrenar. Niñas, a comer. Niñas, a calentar». Las mayores cuidaban de las pequeñas como las pequeñas cuidábamos de nuestras muñecas, preservándonos de todo lo que amenazara nuestra condición de niñas y desviara nuestra atención de aquel mundo hecho a la medida del esfuerzo y de las prohibiciones: prohibido crecer, prohibido desarrollarse, prohibido desear, prohibidas las pulsiones, prohibida la regla, los chicos, las curvas, los pechos, las caderas, las golosinas, el coqueteo… —Ilona guarda silencio durante un instante y se rasca distraídamente el cuello antes de perder la mirada en el vacío que se extiende más allá del acantilado—. Yo no tuve mi primera regla hasta que no cumplí los diecisiete —dice con una voz arenosa—. Por culpa de las hormonas —aclara—. Tuve suerte de lesionarme a los catorce. A algunas de las que siguieron en la gimnasia hasta mayores nunca les llegó.
Rocío carraspea y quiere decir algo, pero no se le ocurre nada. O quizá son demasiadas cosas las que le gustaría decir y no sabe cómo ordenarlas. Prefiere callar.
—Ser amiga de Agnes fue tan fácil, todo fue tan natural desde el principio… ella lo hacía todo tan… normal… que lo extraño habría sido no buscarla en un momento en que mi vida eran dos rodillas rotas y ganas de nada. Coincidimos en una de esas grietas que la vida abre a veces para mostrarnos cosas que de otra forma tal vez nunca llegaríamos a ver, y con ella empecé a recuperar las ganas de remontar. Sí, con Agnes llegaron los secretos, a dos, los primeros tonteos con los chicos del instituto… esas cosas que hay que vivir, porque son lo que toca y porque ayudan a crecer sin miedo. Fueron años felices los que pasamos juntas, felices por lo que traían consigo y felices también por poder vivirlos juntas, aunque eso es algo que solo he podido valorar más tarde, con los años —prosigue—. Yo… no he vuelto a conocer a nadie así. Tan… liviana, tan a gusto con la vida. Aunque no sé si ésa es la palabra. Lo que sí sé es que Agnes era todo lo que hasta entonces yo ni siquiera había imaginado que podía ser una niña de mi edad: respondona, alegre, divertida, exagerada, ruidosa… libre. Eso es, sí: libre en un mundo y en un tiempo en que las libertades eran lenguaje político, no social. Nosotros, los del otro lado del telón, entendíamos la libertad como un vacío de normas, no como un concepto con entidad propia. Libertad era ausencia de, falta de, ganas de. Y ésa era la energía que Agnes removía a su alrededor. La que movía también en mí. —Se vuelve a mirar a Rocío—. Sin esa energía, aquellos años habrían sido muy difíciles.
La voz de Ilona se apaga, engullida por la oscuridad, y Rocío espera a que siga hablando, aunque en vano. Ilona parece haberse sumergido en el pozo de su propia memoria y Rocío la siente de pronto lejos, muy lejos.
—¿Qué ha sido de ella? —pregunta en un intento por rescatarla de lo oscuro—. ¿Habéis seguido en contacto?
Ilona entrecierra los ojos. Luego se mira las manos y suspira por la nariz. No responde enseguida. Pasan todavía unos minutos antes de que su voz logre hacerse un hueco entre el mar de recuerdos que ahora la cubren.
—Desapareció —murmura sin levantar la vista. Rocío no dice nada. Intuye que si habla quebrará algo precioso, precioso por frágil, por volátil. Ahora Ilona flota y vadea entre corrientes y rápidos que pueden llevársela en cualquier momento hacia el fondo—. Un día no vino a buscarme para ir al instituto —explica Ilona en una especie de susurro ronco que arranca en ella el recuerdo de ese día: la luz azulada de esa mañana en la calle y también el olor a lluvia caída que impregnaba el aire desde el Danubio. Recuerda que era lunes, el segundo lunes de mayo, y que la tarde anterior habían estado con los padres de Agnes y con Kata celebrando su cumpleaños en la Isla Margarita. Cumplía quince años. Como todas las mañanas, ese lunes esperó a Agnes en la esquina hasta que se hizo tarde y se marchó sola a clase. Supuso que Agnes debía de estar enferma y pasó a verla al salir del instituto. Nadie salió a abrir. Cuando volvió a casa, Kata no había llegado. Lo hizo tarde esa noche. En cuanto apareció, se sentaron a cenar y, mientras tomaban la sopa, Ilona le contó que Agnes no había ido a clase esa mañana y que por la tarde no había encontrado a nadie en su casa. Kata asintió varias veces con la cabeza, pero no dijo nada. Siguió tomando la sopa sin levantar los ojos. Ilona no tocó la suya. Cuando terminó de comer, Kata dejó la cuchara en el plato, se secó despacio la boca con la servilleta y dijo, bajando la mirada:
—Han desaparecido. Ayer.
Ilona recuerda el silencio que siguió a las tres palabras de su madre. Fue un silencio opaco, una especie de niebla que pareció colarse en el comedor desde fuera, desde la calle, ocupándolo todo. Recuerda también que Kata inspiró hondo un par de veces antes de volver a coger el plato y levantarse de la mesa.
No volvieron a hablar durante el resto de la cena. No había nada más que decir.
Rocío se lleva la mano a la mejilla. Espera paciente a que Ilona retome el hilo de su relato mientras esta encoge los hombros y suelta el aire por la nariz.
—Los desaparecieron —repite Ilona, ahora en un susurro colmado de cosas que no estaban ahí antes y cuyo peso Rocío percibe en la inclinación de su cabeza, que poco a poco va cayendo a un lado, cada vez más cerca de su hombro. Ilona bucea en el recuerdo para poder hablar sin que duela y contar como lo hacen quienes han vivido el horror y han sabido moldearlo y quitarle fuerza. Y, en ese ejercicio, le gustaría encontrar una voz con la que poder contarle a Rocío que hasta muy poco tiempo antes de la caída del comunismo, en Hungría fueron muchos los que siguieron intentando huir, y que cuando alguien lo intentaba y la explicación que llegaba sobre él o sobre ella era «se ha marchado», eso quería decir que había logrado pasar al otro lado, a Austria. Si, por el contrario, el comentario era «ha desaparecido», la huida había tenido un mal final. Muchos de los que emprendían aquel viaje sin retorno reunían dinero durante años para pagar al guía que había de llevarles en camión hasta las zonas fronterizas más despejadas del momento. El guía llenaba el camión de gente que abandonaba después a su suerte en pleno campo durante la noche. Los que habían decidido buscar la libertad echaban a correr a ciegas por campos y bosques, a menudo desorientados, avanzando a veces durante horas en círculo, rezando para que el amanecer no les encontrara cerca de lo que desde hacía tanto tiempo querían ver lejos. Con frecuencia echaban a andar sobre las minas que sembraban la franja fronteriza y que estallaban bajo los pies del que iba en cabeza, avisando de que el terreno escogido había sido una elección equivocada. Avisando también a la guardia de frontera. Aunque la mayor parte de las veces ni siquiera llegaban a los primeros bosques. El guía era chivato además de chófer y la AVO esperaba a los traidores de la patria cuando bajaban del camión. Nadie volvía a verlos. Hombres, mujeres, niños… desaparecían sin dejar rastro. Lo poco que pudieran tener pasaba a ser propiedad del estado. Prohibido mencionarlos. Prohibido recordarlos. Prohibido llorarlos. Traidores. Cobardes. Desaparecidos. Los abuelos quedaban huérfanos de hijos y de nietos, manchados por la vergüenza que ellos no sentían, y el dolor de las familias se vivía en secreto. En cuanto a los amigos… los amigos, como la libertad o la emoción expresada en abierto, formaban parte de los bienes que el sistema arrebataba y silenciaba a diario, como ocurría con las casas de los que se iban, con las ganas de cambio o con las incipientes curvas de los cuerpos adolescentes que se infantilizaban durante años para engrandecer los horizontes deportivos de la patria. Los amigos no contaban porque eran parte de lo circunstancial, del territorio vetado de las casualidades y del caprichoso vaivén de las emociones. No eran nada.
—Entonces —dice suavemente Rocío, bregando por recuperar a Ilona y sacarla de ese pozo de silencio que está empezando a angustiarla—, Agnes…
Mientras Rocío nota el cosquilleo de los cabellos de Ilona sobre la piel de su hombro, a su lado Ilona recuerda que, una semana después de la desaparición de Agnes, otra familia ocupó la casa de los Németh. Eran ucranianos. Una pareja joven. Gente agradable que había llegado becada por uno de los tantos intercambios de personal cualificado entre los países del bloque. Médicos. Nunca imaginaron que vivían en el apartamento de una familia de desaparecidos, aunque Ilona siempre pensó que, aunque lo hubieran sabido, no les habría importado. Y es que el pasado de las cosas era también un lujo que nadie podía permitirse. Las cosas eran en presente o no eran, existían mientras eran útiles, mientras servían.
—Yo… ni siquiera me despedí de ella —dice por fin Ilona, apoyando del todo la cabeza en la piel húmeda del hombro de Rocío, que, en un gesto mecánico, a punto está de apartarse a un lado, porque el contacto la coloca en un plano de igualdad con Ilona que la incómoda, un plano en el que no hay directora ni subordinada, sino únicamente dos mujeres solas sentadas de noche sobre el vacío, compartiendo un instante de intimidad y de confianza que no está segura de saber manejar. Sin embargo, el impulso queda solo en eso y el hombro no se mueve.
—Era mi amiga —oye decir a Ilona—. Agnes era mi amiga.
Rocío relaja la cabeza y, despacio, muy despacio, la apoya sobre la de Ilona, sintiendo por primera vez en mucho tiempo sobre la piel un calor que no es el propio. Entonces cierra los ojos y se nota exhausta, dolorida. Cuando percibe en la nariz el olor del pelo de Ilona, siente una punzada en el pecho y se le cierra la garganta. Es un olor fresco, limpio, tan humano y tan vivo que cierra los puños y aprieta con fuerza los ojos para no dejarse emocionar. La voz pequeña de Ilona dice desde abajo:
—¿Por qué desaparece siempre la gente que quiero? —Rocío vuelve a tragar saliva e inspira hondo al tiempo que una gaviota chilla en algún rincón del acantilado antes de que Ilona susurre de nuevo—: ¿Por qué nunca puedo despedirme?
Una segunda gaviota responde a la primera desde el aire y en la humedad de la noche una carcajada procedente del cenador reverbera contra el manto de quietud que cubre el jardín. La carcajada se funde poco a poco en su propio eco. Sobre el murete, Rocío inspira hondo y, sin apenas pensarlo, hace algo que no ha vuelto a hacer desde hace mucho, mucho tiempo: levanta la cabeza y deposita en la frente de Ilona un beso tan parco, tan desacostumbrado, que enseguida agradece la oscuridad que lo oculta del mundo.
Luego vuelve a apoyar la cabeza en la de Ilona y susurra, con una sonrisa de abandono:
—No lo sé, Ilona. No lo sé.