—¿Té?
Clea miró a Otto y soltó una risilla. A pocos metros de donde estaban instalados, el agua lisa reflejaba la luz menguante de un sol blanco de principios de septiembre que regalaba su calor en despedida y la brisa mecía las copas de los pinos encaramados a los salientes de las rocas. A un lado de la pequeña playa, un par de parejas tomaban el sol en sus tumbonas. Aparte del chillido ocasional de alguna gaviota, el silencio lo llenaba todo.
—Ni hablar —dijo—. Una cervecita. Bien fría.
Otto se rio y sacó una cerveza de la nevera, la destapó y se la dio a Clea, que aprovechó para colocarse bien el sombrero de paja que le cubría gran parte de la cara y suspiró de satisfacción. Luego bebió un poco de cerveza y dejó escapar un pequeño eructo.
—Perdón.
Otto sonrió.
—Ah, menos mal que me he puesto el pañal —dijo ella con un suspiro relajado—. La cerveza me suelta un poco.
Él no dijo nada. Bajó la mirada en un gesto que Clea entendió como una muestra de incomodidad.
—¿Usted no lleva?
Otto giró la cabeza. Las cejas arqueadas. Confusión.
—Pañal, señor Stephens. ¿No lleva?
—No.
—Pues no sabe usted la suerte que tiene —dijo ella, dándole un nuevo sorbo a la lata de cerveza. Luego suspiró, encantada—. Ah, qué gran acierto haber venido, ¿no le parece?
—Sí.
Clea arrugó los labios.
—Sí, no, sí, perdón… a ver, señor Stephens, no sé si es que a usted le han puesto los pañales en la boca y no le oigo o soy yo la que, además de la otra, tengo incontinencia verbal. Sea como sea, me parece que hemos empezado nuestra tarde de playa un poco descompensados. —Buscó el cenicero en el cesto y lo puso encima de la estera—. Y, si tengo que pasar un rato hablando conmigo misma, le aseguro que con Rita me basta y me sobra.
Otto no dijo nada. Clea encendió un cigarrillo y dejó la lata sobre la estera al tiempo que Rita se levantaba y se alejaba despacio hacia la orilla.
—No te alejes mucho, ¿eh, cielo? —le gritó Clea, llevándose el cigarrillo a los labios. Luego se volvió hacia Otto—. Muy bien —dijo—. Si no dice usted nada, lo haré yo.
Otto sacó un botellín de agua helada de la nevera y desenroscó el tapón de plástico.
—Tengo algunas preguntas, señor Stephens.
Él bebió y dejó el botellín sobre la estera.
—¿Preguntas?
—Sí, preguntas. Eso que utiliza la gente curiosa cuando quiere enterarse de algo que no sabe.
Sonrisa. La de Otto.
—Muy bien. Pregunte.
Clea carraspeó y dejó escapar un nuevo eructo. No se molestó en disculparse.
—Veamos —dijo—. Los dientes.
Otto la miró con expresión interrogante.
—¿Son suyos?
—Sí —admitió él con una sonrisa.
—¿Todos?
—Sí.
—Mentiroso.
—¿Por qué iba a mentirle?
—Porque es usted un viejo ligón, por eso. Y porque a nuestra edad ya hemos masticado mucho. Y la boca es como la memoria: no perdona. Así que no me venga con mandangas.
Otto ladeó la cabeza e instantes más tarde dijo:
—Bueno, algún que otro retoque sí que me han hecho.
Clea soltó un grito triunfal y levantó la lata en el aire.
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡No son suyos!
Los gritos de Clea sorprendieron a Rita, que, desde el borde del agua, soltó un par de ladridos y echó a correr por la arena en dirección a la estera.
—Tranquila, cielo. No pasa nada —la tranquilizó Clea, dándole un par de palmaditas en la cabeza—. Vuelve al agua, anda. Mamá está bien.
Rita soltó un par de ladridos más y, después de lamerse las patas delanteras, volvió correteando al agua, atraída de nuevo por el incansable vaivén de la espuma sobre la arena mojada.
Clea se volvió entonces hacia Otto.
—¿Algo más? —preguntó.
Otto cogió el botellín y frunció el ceño.
—¿Cómo?
—Que si tiene algún añadido más —canturreó Clea—. El pelo. ¿Es suyo?
—Sí, claro.
—El color, digo.
Otto sonrió. Fue una sonrisa sin dientes.
—Todo mío.
—Enhorabuena.
—Gracias.
Llegó de nuevo el silencio. Clea tomó un sorbo de cerveza y durante un instante los dos siguieron con la mirada el correteo de Rita tras las olas.
—¿Desea saber algo más? —preguntó Otto sin apartar la mirada del azul.
Clea inspiró hondo.
—Pues mire, ya que estamos, sí —respondió.
—Muy bien.
—Su hija, por ejemplo.
—¿Mi hija? —Sí.
—¿Qué quiere saber?
—Quiero saber por qué.
Otto arqueó una ceja.
—Por qué es su favorita.
La ceja volvió a su lugar y Otto tomó un sorbo de agua del botellín antes de responder.
—Bueno —empezó—, supongo que hay un poco de eso que dice usted. Lo de los padres con las hijas, ya sabe.
—Sí, sí, ya sé, ya sé… —refunfuñó Clea, agitando ligeramente la lata en el aire—. Pero decir eso y nada es lo mismo —añadió—. No se me escape, ande. Al grano.
Otto bajó la mirada durante un instante minúsculo, un gesto que Clea no alcanzó a ver.
—¿La verdad?
—Toda la verdad y nada más que la verdad —sentenció ella, buscando el paquete de cigarrillos con los ojos.
—Bueno… aunque quizá pueda parecerle una estupidez, creo que fue ella la que me eligió a mí.
Clea se volvió a mirarle.
—Ajá.
—Ya sabe, lo típico. Desde que era muy pequeña, mi hija solo sonreía cuando estaba conmigo. Si lloraba, no se callaba hasta que yo la cogía en brazos. Si no dormía, tenía que ser yo quien se levantara a acunarla. Su madre no le dio de mamar, así que empezamos con los biberones desde el primer día. Si no me tenía a mí con ella, no había forma de que comiera. Aprendí a bañarla, a cambiarla, a…
—Vaya —le interrumpió Clea—. ¿Y su mujer? ¿Qué decía su mujer?
Otto dejó escapar un suspiro por la nariz.
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—No, nada. Supongo que en el fondo estaba aliviada. Por todo.
Clea arrugó la frente.
—Cuando mi hija nació, acabábamos de instalarnos en París —continuó él—. Aprovechando el traslado decidí dedicarme únicamente a las grabaciones y a mi familia durante un tiempo y, bueno… de pronto me vi haciendo algo que jamás habría imaginado. Supongo que hubo un poco, o un no tan poco, de intentar evitar tentaciones y no cometer los mismos errores en los que había caído con mi primer hijo, no lo sé. La cuestión es que me vi con aquella niña en brazos y todo llegó rodado. Así que ya ve, de la noche a la mañana, convertido en todo un padrazo. Yo, que a pesar de los años ni siquiera había aprendido a acercarme a mi hijo.
Clea arrugó los labios y chasqueó la lengua.
—Sí, ya. Pero ¿y ella? ¿Y su esposa? —insistió.
Otto entrecerró los ojos. A unos metros de ellos, una de las clientas del hotel que tomaban el sol en las tumbonas se levantó perezosamente y avanzó sin prisa hacia el agua.
—Si quiere que le sea sincero, en ese momento no lo pensé demasiado. La niña lo ocupaba todo: cada día era una aventura y un mundo nuevo, nuevo en sí mismo y también nuevo para mí, y yo estaba tan encandilado con ella que todo lo demás era eso, lo demás, y en ese demás quedó también mi mujer. —Se calló durante un momento y sonrió—. Con el tiempo he llegado a pensar que quizá fue simplemente una cuestión de química, o de piel, como quiera usted llamarlo. Entre ellas dos no la había, algo no encajaba. Y no quiero decir que hubiera un rechazo explícito. No, no es eso. Era, no sé… algo más sutil, más animal. Mi hija fue más mía que de mi esposa desde que nació y creo que mi mujer lo entendió así. Supongo que al verme tan padre con la niña, cosa que por supuesto ella no esperaba, se relajó y de algún modo me la regaló. —Volvió a guardar un segundo de silencio y a sus ojos asomó una luz de sorpresa—. Sí —murmuró entonces—. Eso es. Fue una especie de regalo. Puede que parezca extraño, pero al menos yo lo viví así.
Clea se llevó un cigarrillo a los labios y puso los ojos en blanco.
—Cuánta bondad —refunfuñó entre dientes, negando con la cabeza. Luego encendió el cigarrillo, espiró el humo y cuando a punto estaba de volver a hablar, una sombra reptó lentamente por el blanco de la estera hasta estampar en ella la silueta de un cuerpo de mujer.
—Disculpen.
Otto y Clea se volvieron hacia la voz. A un metro escaso de la estera, una mujer les miraba desde las alturas con los brazos en jarras y los pies firmemente clavados en la arena. A juzgar por su tono de voz, la disculpa no había sido más que una simple formalidad. Clea la repasó con los ojos de arriba abajo. Lo que vio no le gustó.
—¿El perro es suyo? —preguntó la mujer con acento extranjero.
«Rusa», pensó Clea con una mueca de fastidio antes de responder sin demasiadas contemplaciones:
—Perra.
La mujer apretó los dientes.
—Es una perrita —aclaró Otto con suavidad—. Sí, es de la señora.
La mujer apenas le dedicó una mirada.
—No sé si saben que los perros no están permitidos en esta playa. Y menos sueltos.
Clea aplastó despacio el cigarrillo en el cenicero mientras la mujer añadía:
—Fumar tampoco.
Clea alzó entonces los ojos y repasó, esta vez más detenidamente, cada curva, cada pliegue, los pechos firmes y desnudos, el tanga de color violeta que apenas tapaba nada y los dos tatuajes —una luna y un sol— que coloreaban los empeines de unos pies que morían en unas uñas pintadas de negro, la del pulgar descascarillada.
—¿Le ha molestado la niña? —preguntó con un tono de voz de anciana inocente que Otto recibió con un encogimiento de hombros.
—No —respondió la mujer—. Simplemente me molesta tener que meterme en el agua con animales como… ése. —Ajá.
—No me parece que sea muy higiénico, la verdad —añadió la mujer con una mal disimulada mueca de asco—. Los cigarrillos tampoco.
Clea abrió exageradamente los ojos y se llevó la mano a la mejilla en un gesto fingidamente teatral.
—Cuánta razón tienes, hijita. Si es que lo de compartir, ya se sabe… —dijo con una suavidad que por un instante sorprendió a la mujer—. Aunque, bien pensado, si a mi perra no le da asco compartir el agua contigo, cosa que no me atrevo a asegurar, no entiendo qué problema puede tener una mujer como tú en bañarse con ella. —Y antes de que la mujer pudiera decir nada, añadió—: Sin duda, debes de haber compartido aguas con animales peores… que tú.
La mujer dio un paso atrás y se llevó la mano al pecho en un gesto inconsciente que Clea celebró aclarándose la garganta.
—Y déjame decirte otra cosa —añadió, cogiendo carrerilla—. Si a tu edad, porque tú ya tienes una edad, no te da vergüenza meterte con los ancianos indefensos como nosotros ni ir por esas playas de Dios con esa minibraga de mercadillo ruso, no esperes que yo la tenga para decirte dos cositas que seguro que alguien debería haberte dicho hace mucho tiempo.
Otto tendió el brazo hacia ella y le puso con suavidad la mano en el hombro.
—Cálmese, Clea. Por favor. La señorita solo…
Clea se volvió hacia él como movida por un resorte. Tenía chispas en los ojos.
—Señora Ross —escupió, dándole un manotazo y fulminándola con la mirada antes de volver los ojos hacia la mujer—. Sí, hija: señora. Eso que tú no eres ni serás ya a pesar de que, por edad, deberías serlo. —Luego buscó el paquete de tabaco con la mano, sacó un cigarrillo, lo encendió y espiró el humo por la nariz como un dragón—. Eres fea, tienes unos pechos falsos y también feos y unas uñas mucho peor cuidadas que las de mi perra —siseó, cogiendo el bastón por la empuñadura—. Pero lo peor no es eso, querida —añadió, dejando el cigarrillo en el cenicero—. Lo peor es que llevas cinco minutos tapándome el sol, y a mi edad, cinco minutos es toda una vida.
La mujer miraba a Clea como si estuviera viendo a un monstruo en tres dimensiones a punto de abalanzarse sobre ella. Tenía la boca entreabierta y respiraba deprisa.
—Cinco minutos, zaruska —dijo Clea con una sonrisa afilada—. No habrá un sexto.
La mujer siguió clavada donde estaba, debatiéndose aún entre la perplejidad y el temor, cuando de pronto Clea levantó el bastón en el aire y lo dejó caer con fuerza a sus pies, salpicándola de arena.
—¡Largo! —rugió entre dientes—. ¡Fuera de aquí, sucia!
Segundos más tarde, la mujer subía atropelladamente por la escalera que llevaba al hotel, mal envuelta en su albornoz naranja y parloteando histérica por teléfono. Sus gritos siguieron resonando durante unos instantes entre las paredes del acantilado hasta perderse más arriba.
Cuando por fin se hizo el silencio, Clea suspiró y, volviéndose a mirar a Otto, dijo:
—Debería darle vergüenza.
Él la miró, sorprendido.
—¿A mí?
—A usted, sí. Menudo amigo está hecho.
Otto parpadeó.
—Una bruja rusa me ataca por la espalda y lo único que se le ocurre es quedarse mirándole los pechos como una vaca enferma.
—Pero si…
—Como todos. Es usted como todos. Viejos y jóvenes, da igual —ladró Clea—. Esa cochina de uñas sucias se presenta aquí con todas sus porquerías rusas al aire y a usted se le cae la baba y lo que no es la baba, y la señora Ross se convierte en Clea y la amistad en nada.
Otto inspiró hondo y cogió el botellín de agua antes de hablar. Cuando quiso hacerlo, ya era tarde.
—¿Sabe lo que le digo? —rugió de nuevo Clea—. Que compadezco a su esposa. —Otto frunció el ceño y cerró las manos alrededor del botellín—. No quiero ni imaginar lo que debe de haber sufrido esa pobre mujer con un marido tan… tan… —No terminó la frase. De repente, un silencio compacto cubrió la playa y todo… el aire, la arena, el cansino vaivén de las olas en la orilla… quedó suspendido en una nube de espera, como si el tiempo hubiera tropezado entre el ahora y lo inmediato y un hueco de vacío se hubiera instalado entre sus pliegues. Hubo en ese silencio cosas que sonaron, pero que no se oyeron. Hubo el chillido lejano de una gaviota, el tenso aleteo de una vela a unos metros de la orilla y el discreto chapoteo de Rita sobre la espuma. Hubo espera, suspense, y una mirada extraña que Clea depositó sobre los ojos de un Otto expectante.
La mirada llegó acompañada de voz. Esta vez la de Clea sonó suave, tanto que Otto no supo si la pregunta que la acompañaba iba dirigida a él o si era simplemente una pregunta al aire, la estela de una fórmula más extensa y compleja.
—¿Sufrió mucho? —fue la pregunta.
Otto tragó saliva. De improviso, los sonidos volvieron a la vida y el tiempo pareció recomponer su continuidad. El chillido de una gaviota sesgó la paz de la playa.
—¿La hizo usted sufrir mucho? —insistió Clea con la misma voz triste.
Otto inspiró hondo.
—¿Se refiere a… si hubo otras mujeres?
Clea hizo un gesto afirmativo con la cabeza y él quiso esbozar una sonrisa que se quedó en poco.
—¿Sonríe usted?
El amago de sonrisa se desvaneció. Otto movió la cabeza con lentitud.
—Mi esposa era una mujer celosa —dijo—. Eso no facilitaba demasiado las cosas.
Clea irguió la espalda y chasqueó la lengua.
—Qué fea respuesta, señor Stephens —dijo con la voz cortante—. Qué fea y qué poco digna.
Otto bajó la mirada. Clea no.
—Y qué aburrida es la falta de confianza a nuestra edad —añadió con una mueca de desprecio que ni siquiera se molestó en disimular. Luego, antes de que él pudiera hablar, fijó la mirada en el agua y dijo—: Ayúdeme a levantarme. Quiero acercarme a la orilla para mojarme los pies.
Otto dudó un instante antes de levantarse y ayudarla a incorporarse. En cuanto estuvo de pie, Clea cogió el bastón y echó a andar con paso decidido hacia el agua sin articular una sola palabra más.
Cuando se había alejado un par de metros de la estera, se detuvo sobre sus pasos y, sin volverse, Otto la oyó decir:
—Todos los maridos infieles dicen lo mismo de sus esposas cuando se les pregunta por ellas, señor Stephens. Dicen que ellas sufren porque son celosas, pero la verdad es muy distinta y también muy triste. —Guardó un instante de silencio antes de añadir—: Sufren porque se sienten solas. Ésa es la verdad. Lo demás viene después —masculló, antes de seguir alejándose hacia el agua.
El banco es el mismo que el de todos los jueves. Está situado delante del seto que linda con la calle y que acordona el pequeño triángulo de plaza ajardinada, con sus plátanos, sus parterres de césped amarillo y la fuente octogonal en el centro. Es el único de los siete bancos de la plaza que mira al exterior. Quizá por eso siempre está vacío.
Cuando Ilona se sienta, un trueno retumba desde los cúmulos grises que flotan lentamente sobre el azul. Las tres calles que rodean la plaza son peatonales y el tráfico se limita a alguna que otra bicicleta y al magro flujo de peatones. Hoy el parque está desierto salvo por dos turistas con mochila a la espalda que, sentadas en el borde de la fuente, estudian un mapa entre susurros con los pies en el agua. El calor y la humedad invitan a poco más.
Durante dos horas a la semana, de seis a ocho de la tarde, Ilona se sienta en el banco que mira al norte, apaga el iPod, saca el libro que lleva en el bolso y lee despacio. Cada jueves es una novela distinta, siempre de algún autor húngaro y siempre en su lengua original. El jueves pasado fue La puerta de Magda Szabó. Hoy es No importa de Agota Kristof. Lee moviendo los labios en silencio, paladeando despacio las vocales y consonantes que el húngaro multiplica por dos y que llenan la cabeza de imágenes, tonos y sabores tan familiares, tan orgánicos, que, cada pocos minutos, deposita con suavidad el libro sobre sus rodillas y levanta la mirada.
Delante de sus ojos, la pequeña calva abierta en el seto deja a la vista un antiguo edificio de piedra gris como cualquiera de los que abundan en el barrio: estrecho, de tres plantas, con una pequeña puerta de hierro a un lado y un local convertido en tienda al otro. A izquierda y derecha, edificios similares salpicados, aquí y allá, por faroles de hierro negro que cuelgan a media altura de las fachadas, algunos rotos.
Desde el primer jueves, el ritual es siempre el mismo: banco, libro, página, lectura, descanso y los ojos recorriendo despacio las cristaleras abiertas del local, atentos a lo que leen e intuyen en la semioscuridad que reina dentro. Ilona conoce bien esa penumbra, los marcos de madera de las cristaleras y también la nube de olores y colores que se mezclan dentro. A un lado de la cristalera, sobre la entrada, cuelga un pequeño violín de hierro forjado, Ilona podría describir al detalle lo que contiene el taller: dónde las almas, dónde las distintas maderas, dónde los pigmentos, dónde cada herramienta, cada trapo, cada olor, cada melladura… Podría detallar la historia y la geografía de cada centímetro del suelo que pisó entre sus paredes durante los años que precedieron a su regreso a Budapest: el trabajo bien hecho y el fallido, los encargos pagados y los que nunca se cobraron, el pequeño cristal amarillo del cuarto de baño con la minúscula burbuja de aire blanco incrustada en una esquina, el goteo del grifo del patio, las viejas virutas de madera semiocultas bajo el mostrador, los clavos doblados, el almidón del delantal de Miguel, las manos callosas de Miguel, sus uñas al cero, el ceño arrugado, el hombro derecho ligeramente torcido… Podría describir los tonos de luz cambiante, el olor de la lluvia sobre el polvo de la acera, lo que nadie ha visto nunca por minúsculo, por no importante. Eso que no se ve. «Tu abuelo decía siempre que a los húngaros se nos da demasiado bien describir —comentaba Kata a menudo con una mueca de pesar—. Se nos da bien el detalle, como ocurre con todos los pueblos que han tenido que aprender sufriendo a desconfiar de sí mismos». Ilona sonríe siempre que recuerda esas palabras. Sabe que son ciertas y sabe también que seguramente no son del abuelo, que Kata se las atribuyó a él como solía hacer con todo lo que, a su entender, era herencia sabia y ayudaba a construir la figura de un hombre que Ilona jamás llegó a conocer.
Si tuviera que describir lo que han sido estas últimas semanas en el banco, Ilona sabría resumir, porque en eso es experta la mano del buen lutier: en resumir, buscando siempre la precisión del gesto, la certeza y también la certidumbre. Buscando en la madera la verdad y en la verdad, el sonido perfecto.
El resumen de Ilona diría que no fue fácil al principio, que costó ocupar el banco y observar desde el otro lado del seto lo que ya no era suyo. Costó entender que si veía lo que veía del taller de lutier de Miguel era porque ella estaba fuera, viendo sin que la vieran, esperando sin ser esperada. Desde esa primera tarde oculta tras el seto, separada por una calle vacía de lo que ya no tiene, Ilona se ha pasado las horas observando los movimientos de las dos figuras que trabajan en el local: la de Miguel y la de una chica menuda y morena que trabaja con él y que Ilona estudia con especial atención, porque desde un principio ha ido viendo en ella lo que durante el tiempo que pasó dentro no supo ni pudo ver de sí misma, descubriendo cosas que la han ido atrapando en una contemplación casi hipnótica, como si en los gestos de la chica, en su forma de recogerse el pelo o de pasar el cepillo por la madera hubiera ido abriendo cajas cerradas llenas de fotos y de diarios que de otro modo jamás habría sabido encontrar. «Eso era yo —piensa todavía a menudo mientras la ve trabajar—. Ésa era la Ilona que era yo». Y si el primer día la visión provocó en ella una sorpresa fría y salpicada de celos que la sobrecogió contra el respaldo del banco, con el paso de las semanas una mancha de luz ha ido abriéndose entre las sombras del recuerdo, alimentando los rescoldos de la poca esperanza que empezó acompañándola en silencio desde su regreso a Barcelona. Cuanto más ha ido observando a la chica, más ha crecido en ella la luz, y últimamente se sienta sobre la madera pegajosa del banco segura de que si Miguel ha puesto en su lugar a alguien así, tan parecido a ella, es sin duda porque en el fondo, y seguramente sin saberlo, es a Ilona a quien quiere a su lado. Desde ese primer jueves, el silogismo —latente primero, dibujado después— ha tenido tiempo y espacio para echar raíz en tierra sobradamente abonada y durante este último mes Ilona ha aprendido a contemplar lo que ocurre en el taller desde otros ojos y desde una luz distinta porque hay en ella otra intención.
Sí. Hoy hay otra intención en la mujer que ocupa el banco del parque. La Ilona de hoy está llena de coordenadas que ha ido articulando en la soledad de los últimos días con esa paciencia tensa y trabajada de quien actúa no solo desde la ilusión renovada, sino también desde la urgencia por decir. Llena. Ilona está llena de frases, imágenes, diálogos y miradas que ha ensayado hasta la saciedad durante las horas muertas de estas semanas en Buenavista, un guion hecho a medida de lo que quiere que ocurra, perfectamente resumido: «Miguel me mirará, yo diré, él pensará, yo responderé, explicaré, preguntará, entonces pasará. “¿Quieres que vayamos a tomar un café? ¿Cómo estás, Ilona? ¿Y tú? Ven, vamos”».
Hoy, al otro lado de la calle, como todas las tardes, la chica se quitará el delantal y, poco antes de las siete y media, cogerá el bolso y saldrá del taller. Luego se colocará los auriculares en las orejas y se alejará calle abajo montada en su bicicleta plegable. Él no. Miguel seguirá trabajando un rato más hasta que, tocadas las ocho, aparecerá en la puerta con el periódico en la mano, mirará a un lado y a otro de la calle y bajará la persiana de un tirón casi hasta el suelo. Luego la empujará con el pie y se agachará para poner el candado.
Cuando se levante, Ilona estará a su lado, esperando. Ésa es la intención y también la secuencia, Ilona habrá roto la espera de las últimas semanas y habrá dejado el banco para pasar al otro lado del seto. Estará esperando a Miguel cuando él se levante, porque es una mujer que viene a ofrecer y porque, en el juego de la vida en común que los dos han compartido, ella tiene una carta nueva que nadie más conoce y que ha decidido enseñar. Cuando Miguel la vea a su lado, habrá timidez y también un instante de sorpresa que él intentará disimular aclarándose la garganta y dejando escapar una tos innecesaria. Habrá todo lo que ella ha imaginado cientos de veces desde que sabe que el tiempo se acaba y que Miguel es la única puerta a la que puede llamar. Ella sonreirá y él sabrá leerla, como lo ha hecho tantas otras veces antes de que la enfermedad de Kata y el regreso torcido a Budapest rompieran lo que había, abriendo entre los dos un paréntesis que no puede haberse cerrado así, dejándolos tan fuera, tan aparte. Y caminarán sin tocarse hasta el café de la esquina, se sentarán a una de las dos mesas de la terraza y él perderá la mirada en la oscuridad del interior del bar antes de preguntar: «¿Cómo estás?». Cuando ella quiera responder, pasará una moto por el callejón, rugiendo contra el silencio. Ilona buscará entonces su mano con los ojos y no esperará más.
—Tengo que decirte algo, Miguel.
Nada más que eso. Cinco palabras. Directa, breve, suave, musical. Como antes. Lo demás llegará fácil porque Ilona llega ensayada y porque Miguel siempre ha sabido escuchar como solo saben hacerlo quienes ponen el alma en los instrumentos para que suenen bien. Y, a medida que Ilona cuente, la tarde se teñirá de una luz distinta, más viva, porque él verá entonces que el paréntesis sigue ahí, en suspenso, que la vida puede aún dar sorpresas y que todavía hay aventura más allá de la espesura cotidiana del taller, de los cigarrillos liados entre horas y de ese presente suyo falsamente plácido entre violas, chelos, cuerdas y acostumbrada soledad.
Cuando ella termine de hablar, él se pasará la mano por la frente y dirá, bajando la mirada:
—Es una decisión importante, Ilona.
Cinco palabras más. Ilona esperará. Sabe que Miguel habla y piensa así, como trabaja y como siente, con un tempo tan pausado que a veces parece silencio.
—Habrá que ver —añadirá él finalmente.
Habrá que ver. O, lo que es lo mismo, «veremos». Nosotros. Juntos. Los dos. En común. Sí, ésa es la puerta a la que Ilona ha venido a llamar. Ella tiene la llave y él aún no lo sabe. Está escrito.
«Sí, Miguel verá», piensa ahora Ilona con la mirada perdida entre las líneas del libro abierto. «Cuando lo sepa, cuando me oiga, sabrá ver», decide cerrando los ojos al tiempo que a su espalda las voces hasta ahora susurradas de las dos turistas se transforman en una bandada de risas y chapoteos que la hacen sonreír durante un instante. De pronto, encajada en la madera caliente del banco, Ilona siente que todo está bien, bien pensado y bien esperado, y mientras sigue así sentada, con los ojos cerrados y las manos abiertas sobre el libro, un fino hilo de música empieza a emerger con timidez desde la puerta abierta del taller, deslizándose delicadamente entre los huecos del seto, desgranando unos acordes que Ilona reconoce en el acto y que renuevan la placidez de su sonrisa.
Los ojos cerrados. Las risas y los chapoteos se desvanecen. La sonrisa no. Hay reconocimiento en esa sonrisa y hay también la repentina certeza de que esa música —ésa en particular— no es casualidad, sino una señal. Un buen augurio.
«Mahler. La número 5», se oye pensar Ilona. Los acordes del adagietto envuelven despacio el silencio húmedo de la tarde, acompañando toda la información que ella recibe sobre sus ojos cerrados con un escalofrío de emoción. «Barniz. Última capa. Un chelo», piensa al instante, casi automáticamente.
Cierto. En el taller de Miguel la música acompaña siempre el trabajo con cada uno de los instrumentos que en él se construyen. Las violas, los violines, los chelos, cada uno tiene a sus compositores y cada fase del trabajo con ellos tiene también su propia sinfonía o su propia pieza. Ilona las conoce todas y sabe también que Mahler es siempre viola como Satie es siempre chelo, o que los allegros solo se escuchan durante las primeras capas del barnizado, los andantes en las posteriores y el adagietto, el de la quinta de Mahler, en la capa final. El alma y su minuciosa introducción en las entrañas del instrumento es un mundo aparte. El alma, lo sabe bien Ilona, pide, a diferencia de todo lo demás, silencio.
«La última capa, Miguel», piensa mientras suenan ya los últimos acordes y las campanas de una iglesia dan las siete y media. Al otro lado de la calle, tras las cristaleras, la chica se quita el delantal, lo deja ordenadamente sobre el respaldo de una silla, coge la bicicleta, la despliega y sale a la puerta. Ilona cierra el libro, lo mete en el bolso y estira la espalda antes de apoyar las manos en el banco, a punto de levantarse.
Entonces todo ocurre como lo hacen las cosas que llegan improvisadas, ésas que son las que escriben las entre líneas del guión, dando la toma definitiva. Despacio, a cámara lenta, en dos planos paralelos que la cámara va captando como un ojo de halcón, la chica se detiene en la puerta y se vuelve hacia el interior del taller. Sonríe. Un instante después, Miguel aparece en la puerta. Lleva el periódico y una bolsa de plástico en una mano y el candado en la otra. La chica dice algo y él se ríe antes de responderle y de levantar el brazo, coger el tirador de la persiana y bajarla con un crujido metálico hasta medio metro del suelo. Ajenos, ajenos los dos a la figura que se levanta lentamente tras el seto: las rodillas flexionadas, tensa la espalda y las manos cerradas como garfios sobre el cuero del bolso. Ilona se oye respirar con el corazón trabado y escucha el latido de su propia tensión en su cabeza como el eco de las campanas que no suenan ya. A su espalda, un nuevo chapoteo y risas que no importan. Al frente, Miguel se agacha, cierra el candado y vuelve a levantarse con una agilidad de hombre joven que no le corresponde y que la chica recibe inclinando la cabeza, con un comentario susurrado que Ilona no llega a oír y que él saluda encantado con un encogimiento de hombros casi infantil. Luego la chica echa a andar despacio por la acera con la bicicleta a su lado. En la acera de enfrente, Ilona sigue incorporándose en un gesto automático, casi como si quisiera elevarse por encima del seto, buscando un primer plano que se le escapa porque está mal enfocada, torcida sobre su eje, y tiende la mano hacia delante para pedir tiempo, para que algo o alguien corte la escena y la toma sea falsa.
—No —susurra sin querer, cerrando la mano sobre el hombro imaginado de Miguel—. Así no.
En ese momento la chica se detiene y Miguel echa a andar tras ella hasta alcanzarla. Cuando llega a su lado, se cambia el periódico y la bolsa de mano y, con la que ahora tiene libre, rodea el hombro de la chica y la atrae hacia él, besándola en la frente. Ella se deja abrazar, cierra los ojos. Sonríe.
Ilona encoge los dedos de los pies y aprieta los dientes antes de que al otro lado de la calle las dos figuras empiecen a alejarse abrazadas hacia la esquina convertidas en una sola sombra, dejando tras de sí una estela de silencio opaco y húmedo que solo rompe un crujido feo y sordo que ellos no han de oír, porque el trueno que ahora vuelve a retumbar está lleno de ecos y porque para el hombre y la mujer que caminan alegremente sobre la acera la secuencia ha terminado.
Sí, la toma es buena, y en el silencio que la sigue el tiempo se atasca tras el seto y el crujido que nadie ha oído es Ilona y sus rodillas rotas cediendo, cediendo, cediendo… hasta que la madera del banco le clava sus láminas en la piel y el seto se cierra sobre ella. Desde arriba, la humedad del aire irrita lo que toca y el calor se tiñe de oscuro en el cielo, acercando la tormenta.
Pero Ilona no lo siente. Ajena a las nubes, a las primeras gotas y los gritos renovados de las dos turistas en la fuente, solo traga saliva y cierra los ojos. Y, antes de llorar, busca en su caída una mano que la salve del vacío que la espera más abajo para que tire de ella hacia algún lugar que no sea el dolor.
«Caer sobre blando», pide en silencio, cubriéndose las rodillas con las manos en un gesto aprendido mientras encoge la espalda y aprieta los ojos.
Ahí está.
Llega la mano. El dolor también.
—Mamá —susurra, antes de doblarse sobre sí misma y vomitar sobre la hierba.
Tras el episodio de la tarde en la playa, Clea desapareció durante dos días. No hubo paseos ni té de tarde en el cenador, y quedó suspendida la cena del jueves de esa semana. Cuando Otto se despertó a la mañana siguiente a la excursión y empezó a vestirse para salir a pasear con Clea y Rita, sus ojos tropezaron con un pequeño sobre blanco que alguien debía de haber deslizado por debajo de la puerta a primera hora, cuando él todavía dormía. En cuanto leyó su nombre escrito con una letra menuda y apretada, supo que era de ella. Se sentó en la cama deshecha y lo abrió. En su interior encontró una cuartilla de papel reciclado de color violeta. El mensaje era breve. Apenas un par de líneas.
Señor Stephens:
Quedan interrumpidas las salidas hasta nueva orden.
Stop. Clea Ross tiene que investigar. Stop. Volveré. Stop.
Otto leyó el mensaje un par de veces y sonrió. Luego negó con la cabeza, metió la cuartilla en el sobre y lo guardó en el cajón de la mesilla. Sabía por experiencia que cualquier intento de acercamiento a Clea sería en vano y optó por tomarse su ausencia como lo que era: un paréntesis —¿una tregua?— que sin duda obtendría antes o después su respuesta, y sabía también que la respuesta llegaría como llegaba todo con Clea, sin avisar, jugando a romper. Decidió esperar sin esperar y durante las cuarenta y ocho horas siguientes se concentró en poca cosa, dedicando las mañanas a holgazanear y a leer los periódicos en la terraza de la suite y pasando las tardes con Ilona, ayudándola en la construcción del chelo.
La tercera mañana, cuando abrió la puerta de su habitación para recoger los periódicos y la correspondencia, Otto tuvo por fin la respuesta a su espera. Encontró un sobre grande con su nombre.
—Buenos días, señora Ross —murmuró al pasillo con una media sonrisa, volviendo a entrar a la habitación y sentándose en la butaca. Minutos más tarde, después de tomarse el vaso de zumo y de lavarse la cara y las manos, dejó los periódicos a un lado, se puso el batín, abrió el sobre con el abrecartas de plata que guardaba en el velador y vació su contenido sobre la cama.
Lo que vio sobre el edredón blanco fue un montón de fotocopias de artículos de periódicos, revistas del corazón y publicaciones especializadas en las que aparecía él. Había más de cincuenta, ordenadas por fechas. Los artículos dibujaban un recorrido amplio y extenso por las últimas décadas de su vida y en todos ellos alguien —Clea, ¿quién si no?— había rodeado con un círculo rojo el rostro de la mujer que aparecía a su lado y el nombre de la misma que figuraba —si lo había— en el pie de foto. Otto examinó detenidamente las páginas una a una, recordando al hacerlo cada ocasión, cada lugar, alerta la memoria, activo de pronto el archivo de recuerdos: aquí la entrega de un premio, aquí la cena de gala del festival de… del concierto de Año Nuevo en… del cóctel de la embajada de… fue repasando despacio las instantáneas de toda una vida resumida en decenas de Ottos sonrientes, elegantes, celebrando siempre, festivos la mayoría, más jóvenes los primeros, menos achispados los últimos. Se detenía a examinar una fotografía que no lograba ubicar del todo hasta que repentinamente la luz de la memoria se encendía y ahí estaba la imagen, el recuerdo, el dónde, el cuándo, también el porqué, y chasqueaba la lengua, entre añorado y complacido, al ver los rostros de las mujeres que compartían la instantánea con él, alguna mano sobre mano, sonrisas muchas, miradas cómplices, aplausos.
La última fotocopia incluía una fotografía en la que aparecía sentado a una mesa rodeado de gente junto a una mujer joven de tez morena y ojos claros, que, de pie a su lado, le rodeaba los hombros con el brazo y sonreía a cámara. La fecha era reciente. Otto parpadeó al ver la imagen y acarició con la yema del índice el rostro de la mujer.
—Mi pequeña —susurró con la voz quebrada por la emoción. Luego, después de cerrar los ojos durante un instante, puso la última hoja sobre el resto del montón y suspiró, pero el suspiro quedó suspendido en el aire de la habitación, sesgado a medias. Al dorso de la hoja reconoció de nuevo la letra menuda, inclinada y ordenada de Clea.
Cincuenta años. Cincuenta fotos. Cincuenta mujeres. Ninguna es su esposa. ¿Celosa, dice usted?
Otto leyó el breve mensaje de nuevo, acariciándose distraídamente el cuello. Luego bajó la cabeza y cerró los ojos, pero al instante volvió a abrirlos. Demasiados recuerdos.
—No —murmuró, clavando la mirada en el montón de fotocopias—. Ahora no —añadió, antes de volver a meter las hojas en el sobre, que dejó en el suelo. Acto seguido se abrochó el batín, se levantó con un pequeño gruñido y fue hacia el ventanal para descorrer las cortinas y dejar que entrara la luz de la mañana. Cuando el sol inundó la habitación desde el ventanal, dio un paso atrás, sobresaltado. Un instante después, abrió la cristalera y salió a la terraza.
Sentada a la mesa de teca con la espalda tiesa y una taza de té en la mano, Clea tenía la mirada perdida en el jardín. No se volvió al hablar.
—Rita le envía saludos —dijo—. No ha podido venir. Le ha sentado mal el desayuno y ha preferido quedarse descansando.
Otto se quedó delante del ventanal sin saber qué decir. El perfil de Clea se recortaba contra un cielo azul turquesa y el sol asomaba sobre su cabeza como una aureola anaranjada. Clea se volvió a mirarle y arqueó una ceja.
—Vaya, vaya, señor Stephens. Tiene usted mala cara —canturreó, dejando la taza de té encima de la mesa—. Parece que hoy el cartero ha madrugado.
Otto siguió sin decir nada. Se acercó despacio a la mesa y se quedó de pie detrás de una silla con las manos apoyadas en el respaldo mientras ella encendía un cigarrillo y sacaba un hilo de humo por la nariz antes de volverse a mirar al jardín.
—Mi marido me era infiel —dijo sin más—. Él nunca lo reconoció y yo tampoco se lo pregunté. No hacía falta. Era tan poco cuidadoso con sus conquistas, tantos los pasos en falso, que si yo hubiera querido, habría llenado una habitación entera con todas las pruebas de sus infidelidades. Supongo que a él le traía sin cuidado. Y supongo que creía que a mí también.
Otto se encogió ligeramente de hombros. Clea hablaba como si lo hiciera de una vida que no era la suya, con una voz fría y seca que le llegó demasiado dura. Hostil.
—Pero me importaba, señor Stephens —continuó ella—. Mucho. Y dolía —añadió, llevándose el cigarrillo a los labios—. Llegaba de sus viajes como un niño cansado y alegre de unas vacaciones con el colegio, lleno de anécdotas, triunfos y ruido, y a mí me dolía porque le veía volver desde todo lo que hacía sin mí, sin nosotros, desde su otra vida, ésa que compartía con las otras, con las que no le esperaban. Ni siquiera mentía. Simplemente omitía, dejándome al margen. Imagino que, como muchos de ustedes, y cuando digo «ustedes» me refiero a los maridos infieles, estaba convencido de que callaba para no hacer daño. Lo que, como los demás, no imaginaba es que lo que dolía era su silencio. Luego, cuando estaba en casa, dejaba a ese otro fuera y se convertía en el hombre que, mucho o poco, se acercaba al que yo deseaba ver y retomábamos lo nuestro, yo esforzándome por apartar a un lado la evidencia y él ignorando mis sospechas, contento porque, a pesar de lo que jamás habría podido negar si yo me hubiera empeñado en acusar, me veía pasar página y renunciar a saber, acomodándome a lo que teníamos.
Otto retiró despacio la silla y se sentó. Ella no le miró.
—Pero yo no pasé nunca página. Ninguna lo hacemos —dijo Clea, apagando el cigarrillo en el cenicero—. Con el tiempo, construí sobre todas esas páginas a otra Clea. La tercera.
Otto frunció el ceño. Al ver la sombra de confusión que le nublaba la mirada, ella intentó esbozar una sonrisa.
—Estaba la Clea que tocaba en secreto en el desván, la Clea que amaba aún al hombre que quería tener en él y luego estaba la tercera —dijo con una mueca de tristeza seca—. La del rencor. La que le odiaba cuando se marchaba, dejándome atrás con mi madeja de celos en las manos. La más fea de todas.
En ese momento, los aspersores del jardín entraron en funcionamiento con un siseo y un baile de arcos de agua roció el aire húmedo de la mañana. Clea inspiró hondo.
—Pero no es de eso de lo que quería hablarle.
Otto acercó la silla a la mesa.
—¿No?
—No.
—Ah.
Clea tomó un poco de té antes de continuar.
—Me dijo en la playa que su esposa le regaló a su hija.
Él asintió con un gesto.
—Bobadas —gruñó Clea—. Ninguna mujer, por generosa que sea, regala a su hija a su marido, no sea usted inocente. Las mujeres no hacemos esos regalos. Se lo digo por experiencia.
Otto tendió la mano hacia la tetera, pero pareció pensarlo mejor y volvió a retirarla.
—¿Por qué cree entonces que…?
—Como la suya, nuestra hija llegó muy tarde —le interrumpió Clea—. No la esperábamos. Hacía poco que habíamos enterrado a mi hijo y, bueno… nunca se me habría pasado por la mente que podía quedarme embarazada otra vez, y menos a esa edad —añadió—. Pero la vida es así. Qué cierto es eso de que una muerte llega muchas veces acompañada de una vida.
Otto asintió despacio.
—Supe que estaba embarazada durante una de las muchas ausencias de mi marido —continuó ella—. No fue fácil. Estaba tan triste y tan destrozada por la muerte de mi hijo que la noticia me dejó fría, tanto que durante un par de semanas dudé. Dudé porque no me sentía con fuerzas para repetir todo lo que acababa de dejar atrás y porque no me parecía justo. Porque en el fondo supongo que una parte de mí había empezado a creer que quizá todavía había alguna posibilidad de recuperar a la Clea que había perdido por el camino, a ella y también la música. «No puedo», pensaba una y otra vez, «no quiero».
Otto tendió de nuevo la mano hacia la tetera y esta vez sí se sirvió un poco de té templado en una de las tazas de la bandeja. Luego cogió la taza y se la llevó a los labios.
—Pero la tuve —añadió Clea, cerrando la mano sobre el paquete de cigarrillos—. La tuve, y mi marido la hizo suya como le ocurrió a usted con su niña, encantado con ella desde que la vio como jamás lo estuvo con nuestro hijo. Sí, señor Stephens: a su modo, también él creyó que era un regalo, y supongo que me quiso más por ello, como si las mujeres fuéramos más mujeres por haber hecho padre a un hombre; ya ve usted qué estupidez. —Arrugó los labios y chasqueó la lengua—. Pero se equivocaba —continuó con un susurro antes de volver a recuperar la voz—. Un regalo, no, señor Stephens. Claro que no. —Guardó unos segundos de silencio y, cuando Otto creía que ya no volvería a hablar, prosiguió—: Decidí tener a mi hija para castigar a mi esposo, para que quisiera compensarnos, a ella y a mí, por lo mal que lo había hecho con mi niño y el amor por ella le cortara las alas, obligándole a quedarse. Menos viajes, menos ausencias, menos otras dejando rastros que cada vez costaba más disimular. Parí para tenerle cerca y para que supiera lo que es la renuncia y el sacrificio por los tuyos. —Se volvió entonces a mirar a Otto, que tenía los ojos clavados en la taza—. Regalo no, señor Stephens. Ninguna mujer se regala así.
De pronto, los aspersores callaron y el agua dejó de rociarlo todo. El ladrido distante de un perro rompió la paz blanquecina de la mañana, alertando a Clea. La voz de Rocío llegó desde algún punto del jardín. Parecía enfadada.
—No sé qué decir —dijo Otto, alzando la mirada.
—No hace falta que diga nada.
Otto rodeó la taza con las manos y bajó la cabeza.
—En fin… —volvió a hablar Clea—, que esta vieja tiene sus luces y también sus sombras.
Él soltó una risa tímida que sonó como una pequeña tos.
—Todos las tenemos.
—No.
—¿No?
—No. Hay mucha gente que no tiene luces ni tampoco sombras. De hecho, la mayoría.
Otto sacudió ligeramente la cabeza, intentando disimular una sonrisa. Un nuevo ladrido en la distancia. Clea tensó la espalda y se volvió a mirar durante un segundo en dirección a su suite.
—Por cierto —dijo con una voz distinta. Había vuelto la voz de la Clea menos íntima, la de la más habitual.
—¿Sí?
—Hay otra cosa de la que quería hablarle —anunció—. Y tiene que ser rapidito, porque estoy oyendo ladrar a Rita y quiero ir a ver cómo está.
Otto ladeó la cabeza.
—Dígame.
—Se trata de Ilona.
Una chispa de alarma asomó durante un segundo a los ojos de Otto, que parpadeó, entre expectante y nervioso.
—¿Qué ocurre con Ilona?
—«Con Ilona» no, señor Stephens. «A Ilona». Qué le ocurre a Ilona —apuntó Clea con una mueca de impaciencia.
—Eso quería decir.
Clea desestimó la disculpa con un gesto de la mano.
—Esa niña sufre —fue su seca respuesta.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¿Por qué lo dice?
Una mueca de fastidio. Un gesto torcido. Un bufido.
—Lo digo porque sufre. —Y, al ver que él no decía nada, chasqueó la lengua—. ¿Pero es que no se ha parado a mirarla? ¿Es que no la ve?
—Yo…
—Ya. Ahora me dirá que con usted no vomita nunca, que no se marea, que está alegre como unas castañuelas y que ha decidido pudrirse en este matadero porque es tan feliz que quiere compartir la felicidad que le sobra con una panda de vejestorios ricos a los que nadie quiere —rugió—. Claro, cómo no.
Otto puso cara de haber sido pillado en falso y Clea torció la boca y agitó una mano en el aire.
—En fin, da igual. La niña sufre y ya está. Y lo que quiero decirle es que tengo un plan.
Otto inclinó ligeramente la cabeza.
—¿Un plan para…?
—Para retorcerle el pescuezo como no se despierte de una vez, hombre. ¿Para qué va a ser? —Él no tuvo tiempo de dar una respuesta—. Para que deje de sufrir —sentenció Clea—. Lo tengo todo pensado.
—Ajá. ¿Y puede saberse qué es lo que…?
—Pero no voy a contárselo todavía —le cortó ella, apoyando el bastón en el suelo y poniéndose de pie no sin esfuerzo—. Por dos razones. Primero, porque Rita me llama y quiero ir a ver si está mejor, y segundo, porque para eso hace falta que usted y yo logremos finalmente ser amigos, amigos de verdad, quiero decir. Entonces, y solo entonces, se lo contaré. Si no, tendré que hacerlo sola —dijo, encogiendo ligeramente los hombros—. Sea como sea, con o sin usted, Ilona necesita ayuda y puede que yo esté vieja y cansada, pero le aseguro que, cueste lo que cueste, voy a conseguir que esa niña vuelva a la vida, aunque me vaya en ello la mía. —Dicho esto, dio media vuelta y empezó a alejarse hacia la verja que separaba la terraza del jardín. Al llegar a la pequeña puerta de madera, la abrió y antes de salir, Otto la oyó mascullar—: Palabra de Clea Ross.
* * *
Otto Stephens se pone la chaqueta de lino blanco y se retoca el nudo del pañuelo en el espejo mientras al otro lado del ventanal un trueno se deja oír en la distancia. La que el espejo le devuelve es una imagen doble que encierra a dos Ottos superpuestos: por un lado, está la del hombre mayor, elegante y de ojos cansados, y por otro, la de un Otto más interior, ese niño mayor de sonrisa perenne y porte extrañamente juvenil que se perfila en un plano más sombrío, envuelto en los pliegues del primero. Durante los instantes que sigue de pie delante del armario, los truenos se intercalan en el silencio de la noche incipiente, cada vez más próximos.
—Llega la tormenta, Otto Stephens —murmura a su imagen en el espejo—. Habrá que estar preparado —añade antes de alisarse despacio las mangas de la chaqueta y mirar su reloj. Son las nueve menos cinco y la luz violeta que hasta ahora entraba a raudales por el ventanal se torna gradualmente azulada entre unas nubes grises que avanzan sobre la playa desde mar abierto. Otto suspira y, tras dedicarse una última mirada en el espejo, cruza la habitación y abre la cristalera.
Un golpe de aire templado barre el jardín y la hiedra susurra contra las paredes. «La noche de los secretos inconfesos —piensa, palpándose con la mano las hojas gastadas del contrato de amistad que guarda en el bolsillo interior de la chaqueta—. ¿Cuál es el suyo, señora Ross? ¿Qué puede ser eso que no ha dicho todavía?».
Ahora una sonrisa tímida asoma a sus labios al ver la figura menuda y erguida de Clea avanzar envuelta en su pañuelo verde junto al muro que bordea el acantilado en dirección al comedor de verano. Se le ocurre entonces que quizá sea la última vez que la ve así, caminando contra la brisa hacia su cita con él, y una pequeña mano de angustia le cierra el pecho. «Que salga bien, Dios mío. Haz que esto salga bien», se oye pedir en silencio. Y de pronto, durante el escaso segundo que dura el trueno que ahora recorre el gris del cielo, teme lo peor, y lo peor es que la verdad que se oirá confesar dentro de muy poco sea mal recibida y que Clea vea en ella una dimensión de él no perdonable, no justificable. Lo peor es que, cuando ella lo sepa, ya no habrá marcha atrás ni tiempo ni oportunidad de corregir, de rectificar.
Otto sabe que será una noche larga, quizá difícil, y también que llega a la última cena con un as en la manga cuya existencia Clea no imagina y que —así lo desea— ha de cambiar su suerte en una partida que desde hace semanas espera y teme a la vez.
Sabe también que llega perdedor a esa partida y que, si no es haciendo trampa, jamás ganaría a Clea Ross.
Y que si no gana, perderá mucho, porque es mucho lo que hay en juego.
Perderá a Clea y también a sí mismo.
Lo perderá todo.
—Entonces nada habrá valido la pena —susurra, sacudiendo levemente la cabeza mientras sale despacio al jardín y, tras cerrar la puerta de madera de la terraza, inspira hondo, logra encontrar la mejor de sus sonrisas y empieza a caminar sobre la hierba húmeda hacia los ventanales iluminados del comedor de verano.