Pocas horas después de haberse presentado en la suite de Otto para darle el documento a cuya redacción había dedicado buena parte de los últimos tres días, Clea Ross recibió la copia del contrato debidamente firmada por él, acompañada de una orquídea blanca y una pequeña nota que decía así: «Que suene, pues, la música». Guardó la nota y el contrato en el cajón de la cómoda y puso la orquídea encima de la mesilla.
—La llamaremos «Primera» —dijo, arqueando una ceja a Rita, que levantó una oreja y bostezó, enseñando sus dientes mellados de perra vieja—. Habrá más.
Luego se arrellanó en el sillón delante del televisor, se tapó las piernas con una manta de algodón blanco, cogió el cuenco de palomitas que tenía preparado sobre la mesita y se enfrascó con un gruñido de satisfacción en la edición doble de su programa favorito.
Desde la mañana siguiente, tal y como había quedado explicitado en el contrato, los encuentros con Otto se sucedieron a diario, coincidiendo con los paseos de Rita y el té de la tarde. Durante los primeros días, las conversaciones que salpicaron los paseos eran charlas tranquilas e intrascendentes que no iban más allá de comentarios sobre la salud, el tiempo, las monerías de Rita y temas de actualidad poco comprometidos en los que Otto parecía moverse como pez en el agua y que Clea sobrellevaba sin demasiado interés. El primer jueves después de la firma del contrato, durante el paseo de la mañana, Clea parecía especialmente ausente. Caminaban despacio bordeando el muro que lindaba con el acantilado mientras Otto comentaba un editorial que había leído en el periódico cuando de pronto Clea tiró bruscamente de la correa de Rita, que soltó un pequeño chillido y se detuvo en seco. Otto la imitó y se volvió a mirarla.
—¿Ocurre algo? —preguntó, ladeando ligeramente la cabeza.
Clea arrugó los labios.
—No. —Fue un «no» cargado de mal humor que puso a Otto en alerta. Clea encendió un cigarrillo y echó el humo por la nariz como un dragón viejo—. Eso es exactamente lo que ocurre, señor director de orquesta.
Otto puso cara de sorpresa.
—Nada. No ocurre nada —gruñó Clea—. Desde hace tres días no ocurre nada, y esta vieja siente que pierde el tiempo con tanta tontería sobre la crisis, las bobadas que lee usted en ese maldito periodicucho y los chismes sobre la palurda de la suite 12 y el pesado de la 9. —Dio una calada al cigarrillo y frunció el ceño—. Me aburro como una mona, señor-proyecto-de-amigo. Así no vamos a ninguna parte.
Otto intentó disimular una sonrisa, que no pasó inadvertida.
—Creía que íbamos a dejar lo importante para las cenas de los jueves —dijo con un tono de voz juguetón, que Clea recibió chasqueando la lengua.
—Y así es —replicó Clea—. Pero entre lo importante y esta nada cotidiana a la que me tiene condenada desde hace tres días le aseguro que hay mil mundos de cosas mucho más interesantes.
—Puede ser.
—Puede ser, no, señor mío. Es. Y, si no es, es que estamos metidos en un buen lío, y yo no tengo ni edad ni paciencia para líos, créame, y menos para los aburridos.
Otto no dijo nada. Intuía que cualquier cosa que dijera tan solo serviría para sumar mal humor al derroche de crispación que Clea no se molestaba en disimular. Rita intentó alejarse hacia un seto y recibió un nuevo tirón.
—Si no tiene usted nada más que decir, aparte de darme el parte diario de todas las obviedades que va memorizando entre horas —continuó Clea, dejando caer el cigarrillo sobre la grava del camino—, prefiero quedarme en mi habitación esperando a morirme. —Y, volviéndose de espaldas, añadió—: Quizá esto no haya sido una buena idea, señor Stephens. Quizá no valga la pena seguir —murmuró, encogiéndose ligeramente de hombros y echando a andar de regreso al edificio principal seguida a regañadientes por una Rita contrariada y remolona que veía con malos ojos abortado así su paseo matinal.
Otto Stephens se dio dos segundos para contemplar a esa mujer encendida y tensa que empezaba a alejarse despacio sobre la grava del camino, tironeando de la perra y farfullando entre dientes. Fue un plazo breve, aunque no por ello desaprovechado. De nuevo reprimió una sonrisa cuando Rita se tumbó en el suelo, clavando las uñas en la grava y Clea se detuvo. No se giró.
Ése fue el momento que eligió para hablar.
—¿Sabe usted por qué firmé el contrato, señora Ross?
Clea se encogió de hombros y sus dedos apretaron el cuero de la correa. No hubo respuesta, solo espera. Una gaviota chilló en el aire, quizá avisando. Luego, silencio.
—Porque vi líneas en blanco entre las que me envió, señora Ross —dijo Otto Stephens, rompiendo el silencio—. Una melodía extraña como el canto de un chelo cuando el chelo tiene cuerpo y el aire se llena de frases que despiertan cosas no siempre hermosas, aunque reales. Llámeme loco, si quiere, pero yo oí esa melodía y sigo oyéndola todavía cuando comparto estos paseos con usted. Está ahí, en lo que usted es y en lo que intuyo que ha sido. «Suena un chelo», pensé mientras leía, «y yo quiero un poco de esa música en esto que es ahora mi vida». —Guardó un instante de silencio y después añadió con un pequeño suspiro—: Por eso firmé, señora Ross. Por eso estoy aquí.
Sobre el blanco de la grava, Clea curvó la espalda unos milímetros hacia delante y durante una décima de segundo sus dedos huesudos se posaron con delicadeza en la nuca desnuda, frotando la piel. Luego la mano desapareció y volvió a erguir la espalda. Rita se levantó del suelo y echó a caminar alegremente, tensando de nuevo la correa un par de metros por delante de su dueña.
—Le espero esta noche en el cenador, señor Stephens —dijo Clea en un murmullo antes de reemprender la marcha—. A las nueve. No me falle.
* * *
Ha pasado el tiempo desde entonces, el tiempo y todo lo que el verano en Buenavista ha traído y se ha llevado consigo. Ahora, cuando faltan pocas horas para que todo concluya, Clea se mira al espejo y abre despacio el batín de lino blanco. Rita sube a la silla y se queda sentada con la espalda muy tiesa y los ojos clavados en la imagen que llena la mitad izquierda del espejo.
La imagen termina de quitarse el batín antes de colocarlo sobre el respaldo de la silla y coger uno de los frascos de crema que salpican el tocador. Luego hunde en él los dedos y, al sacarlos cubiertos de pasta blanca, deja la mano en el aire e inclina la cabeza.
—Tantas cremas y tantos potingues para nada —murmura, mirando a Rita con cara de fastidio—. No sabes la suerte que tienes con todo ese pelo, zorrita. —Rita gira el cuello y le enseña los dientes antes de tumbarse y bostezar—. Mira —insiste Clea, tocándose la cara con la mano limpia y pegándola al espejo. Luego se masajea los pellejos de los brazos y se levanta la camisa hasta la cintura, dejando a la vista unas piernas escuálidas que terminan en una especie de bragas ligeramente acolchadas—. Se me cae todo, Rita. ¿Tú crees que es digno llegar a esta edad con la cabeza tan clara y teniendo que cargar con todo este jardín de pellejos? —Rita suspira otra vez y estira las pezuñas—. Sí, hija, me quejo porque estoy en mi derecho y porque, aunque tú no puedas imaginarlo porque ya me conociste colgona, mamá fue joven en un tiempo. Y guapa. Tenía un cuerpo y una cara como los de las rubias retocadas que aparecen en las revistas. Y me sobraba agua en la piel, litros. Yo no sé por qué demonios a los viejos se nos va quedando todo así, flojo y pequeñito, como para que quepamos bien en la tumba. —Se calla de pronto al oír unos pasos que se acercan por el pasillo y se vuelve hacia la puerta. Cuando los pasos se alejan, arquea una ceja y se mira en el espejo—. Ya ves. —Vuelve a la carga pellizcándose el antebrazo—. Hueso y piel, como los pollos esos llenos de hormonas que se quedan en nada cuando los metes en el horno. Y esta cara —murmura acercándose de nuevo al espejo y estirándose la mejilla con los dedos—. Te voy a decir una cosa, pequeña —empieza, levantando en el aire un dedo amenazador—. Los viejos somos la prueba viva de que existe la fuerza de la gravedad. Y yo, con este cuerpo, soy la reina indiscutible de la gravedad. Qué digo la reina. La emperatriz suprema del planeta Gravedad. ¿Has visto qué piernas? —gruñe, embadurnándose la cara de crema—. Y este pañal que me tiene la… intimidad irritada. Y estas… —se lleva la mano a un pecho que apenas perfila su forma pequeña y mustia bajo la camisola blanca y chasquea la lengua—, estas dos cosas que son peor que nada —ladra entre dientes antes de soltar una carcajada rasposa que despierta a Rita de su sueño de tarde—. Tú no sabes lo que eran. No, tú no sabes… claro, cómo vas a saberlo, pobrecita. Qué culpa tendrás tú de tener una madre con un cuerpo tan… tan así.
Más pasos. Esta vez Clea ni siquiera se vuelve a mirar a la puerta y sigue poniéndose crema hasta que el blanco se absorbe del todo. Luego se aplica un fugaz toque de maquillaje de un tono casi neutro, la sombra de ojos —un par de tonos más oscura que el resto de la cara, color «jengibre», lo llama ella— y el rouge —granate apagado, nada de brillos—. Por último, pega los labios y con una toallita de papel termina de perfilar y de limpiar lo que sobra antes de alejarse un paso del espejo y estudiarse durante un instante, el tiempo justo para desviar la mirada unos centímetros y tropezar con ella en la pequeña sombra verde que descansa sobre los pies de la cama como un libro blando y abierto.
Clea sonríe y se acaricia el cuello con los dedos mientras se vuelve de espaldas, alarga la mano y coge el pañuelo verde con delicadeza y lo sostiene en alto durante un suspiro antes de desplegarlo y envolverse con él los hombros. A pesar de los años, la seda sigue fiel a lo que fue: suave, fría, amable, y el inmenso fondo de color aguamarina se entreteje con las minúsculas flores que lo salpican. Entre el índice y el pulgar, la seda resbala, y Clea se observa de nuevo en el espejo —semidesnuda, los hombros cubiertos de un halo magnífico, los labios delicadamente perfilados—, coqueta esta vez, crecida.
El tacto despierta el recuerdo que llega despacio, y la imagen se diluye en el espejo al tiempo que ella entrecierra los ojos y se ve de nuevo sentada en el cenador de verano en compañía de Otto Stephens, envuelta en el mismo pañuelo y acariciando la punta de la misma seda.
Ése es el recuerdo: seda contra yemas, tacto, la voz de Otto entrecortada por el tintineo de las cucharillas y las dos camareras rubias revoloteando discretamente entre las mesas vacías como dos luciérnagas cansadas.
El primer jueves. La primera cena. Principios de julio. Una velada tranquila, que tras dos breves horas de conversación fluida se apagaba ya entre los últimos sorbos de café. Apenas hubo intimidad, aunque sí acercamiento. Otto se descubrió como un gran conversador. Sabía hablar y disfrutaba compartiendo con Clea cientos de anécdotas que llenaban sus años de conciertos y de escenarios —«Mis años de mundo», como él los llama—. Ella intervenía poco, lo justo para que, cuando la conversación decaía o quedaba tropezada en algún silencio incómodo, la Clea más curiosa lanzara una nueva pregunta que volvía a poner a Otto en órbita, reactivando la conversación al instante.
Música. Otto habló de música durante dos horas: la música y él, los músicos y él, los conciertos y él, él y el éxito, él y el público, grandes maestros, grandes rivales, grandes envidias, los comienzos, las horas de estudio, el esfuerzo recompensado, la gloria… desplegándose ante Clea como una miríada de luces y sombras deseosas de encandilar, lleno de sí mismo.
Cuando Otto Stephens dejó la servilleta sobre la mesa y levantó la mano para llamar a una de las camareras, Clea Ross puso su taza en el plato y arqueó una ceja.
—Todo lo que acaba usted de contarme podría haberlo leído en cualquiera de las mil entrevistas que le han hecho durante estos últimos cincuenta años, señor director —dijo impasible—. Gracias por ahorrarme la lectura.
Otto parpadeó, todavía con la mano en alto.
—No imaginaba que se sintiera usted tan solo, la verdad. —Clea inclinó la cabeza, sacó un cigarrillo del paquete que tenía junto al plato y lo encendió, aspirando el humo sin prisa. Luego estiró la espalda y se arrebujó en el pañuelo—. Aunque confieso que me alegra que me haya soltado primero todo lo que ya no es y lo que ya no importa. Con un poco de suerte, a partir de esta noche quizá se anime a empezar a mostrar al Otto que queda.
Otto bajó despacio la mano y la apoyó sobre la servilleta.
—Y ahora, si entre tanta gloria y tanto éxito recordados tiene usted un momento, le hablaré del chelo —dijo ella, sacando el humo por la nariz. La mirada confundida que vio en él casi la enterneció—. El chelo, señor Stephens —repitió—. La voz que dice usted haber oído mientras leía el contrato. ¿Se acuerda?
Otto asintió torpemente con la cabeza. Luego una chispa de luz le iluminó los ojos.
—Sí, por supuesto. ¡Cómo no voy a acordarme!
Clea intentó una sonrisa.
—Mi primer chelo fue un regalo de mi padre —dijo, apagando el cigarrillo en el cenicero—. Papá apareció con él unas Navidades cuando yo tenía siete años y en casa Santa Claus ya no existía, porque eran años de poca magia, mucha hambre y millones de muertes y de heridas abiertas por la sombra de una guerra que todavía dolía y que parecía pesar sobre los que aún seguíamos vivos para contarlo. Los niños de esos años, ricos y pobres, sanos y tullidos, madurábamos muy pronto, eso debe de saberlo usted tan bien como yo. Crecimos encogidos, mamando lo feo de un mundo que de pronto intentaba pasar página y mirar al futuro con ganas de algo nuevo mientras la vida que nos rodeaba era una extraña partida de ajedrez. A un lado, los vencidos. Al otro, los vencedores. Aquí los que jugaron mal y allí los que tuvieron suerte. Europa era un cementerio de tierra demasiado tierna y los niños que transitábamos por ella, como lo han hecho millones de ellos tras otras guerras antes y después de aquélla, aprendimos demasiado pronto que el mundo tiene dos caras: los que atacan y los que defienden, los que hacen daño y los que sufren.
Otto asintió despacio, pero no dijo nada. La luz de sus ojos pareció brillar menos y sus dedos se cerraron con suavidad sobre la servilleta.
—Mi padre era judío, señor director. Yo también lo soy. Nací entre perdedores en una ciudad rota y errada, y tuve que crecer rápido para entender que sobrevive no quien mejor se defiende, sino quien antes consigue adivinar la peor cara posible de quien tiene delante. Judíos austríacos, los Ross. Papá era profesor de historia en la universidad, mamá vivía encerrada en la vergüenza y en la culpa colectivas de tanta derrota y yo, hija única y tardía de un matrimonio difícil instalado en una ciudad castigada, encontré en ese chelo al amigo imaginario que hasta entonces no había sabido inventar y que mamá recibió encogiéndose de hombros en una de sus múltiples muestras de la poca alegría que aún conservaba. «Un instrumento triste que toca solo música triste», la oí decir a papá en el salón mientras yo frotaba ya torpemente el arco contra las cuerdas junto al ventanal que daba a la avenida. «¿No lo oyes?», añadió segundos después, «es la voz de los perdedores». Los pasos de papá sobre la tarima oscura del salón quedaron silenciados por la alfombra. Luego llegó su voz conciliadora, la que usaba solo con mamá. «No, Eva. Es la voz de los perdidos, no la de los perdedores. Es música. Déjala».
Otto cruzó la pierna izquierda sobre la rodilla derecha y acarició distraídamente con el índice la porcelana de la taza antes de bajar la mirada.
—Desde ese día viví para esa voz, señor Stephens, la de los perdidos. Perdida yo entre papá y mamá, perdida la guerra, perdida la infancia por ausencia de muchas cosas que jamás deberían faltar en la vida ni en los ojos de un niño, me volqué en la música y aprendí a zurcir con las cuatro cuerdas de mi chelo todo lo que desde fuera, en aquellos años de posguerra, me llegaba herido. Y aprendí rápido, créame. En esas cuerdas estaba todo lo limpio que había de llegar, y yo lo supe desde muy pequeña. Era buena tocando, tan buena como precoz. Cuando cumplí quince años, perdí a mi madre. Más pérdidas, más chelo, más música. Cuatro años después, el monstruo de la guerra despertó de nuevo y, desoyendo los consejos de amigos y parientes, papá reaccionó a tiempo y abandonamos Viena cuando todavía las voces que escupían entre dientes desde hacía meses su odio oscuro contra los Ross, los Stein, los Auerbach y tantos otros eran solo eso, voces. El espanto, el horror que auguraban y que se extendería como un manto estridente y maldito poco tiempo después se encontró con nuestra ausencia y con la estela de recelo y desconfianza que dejamos tras nosotros al cerrar la casa de la avenida y viajar primero a París y de allí a Nueva York, donde nos instalaríamos para lo que, según papá, había de ser un «periodo de espera hasta que las cosas vuelvan a su cauce en Europa» y que terminó convirtiéndose, para él al menos, en el final del viaje. —Clea desvió la mirada hacia la oscuridad que circundaba el cenador y se acarició el cuello. Otto la observaba sin perder detalle, a la espera de oírla continuar—. Cumplí diecinueve años durante la travesía desde Le Havre a Nueva York, señor director. Cuatro años más tarde, di mi primer concierto en la Universidad de Berkeley. Mi padre no pudo verlo. Dos meses antes del concierto murió mientras dormía, después de haber entendido que los perdidos no éramos nosotros, los exiliados, sino los que, confiados, se habían quedado: los abuelos, tía Magda y tía Sigrid, las gemelas, muchos amigos con sus familias, con sus historias, sus apegos y sus renuncias… los que se habían quedado ya no estaban, el monstruo de la guerra había vuelto a barrer Europa y esta vez la limpieza había llegado sistemática, masiva. No había una patria a la que volver, no habría reencuentros, lo común era historia y memoria, nada más. Papá murió en silencio, como muchos otros aquellos años, lejos y sin despedirse porque no tenían de quién, aferrados a lo que pudo ser y no fue, agotados por la espera. Un aneurisma le inundó de sangre el corazón, vaciándome de su compañía, y yo… —Se interrumpió y guardó silencio al ver que Otto seguía disimuladamente con los ojos el movimiento de una de las dos camareras, una mujerona alta y rubia llamada Oksana que, según Clea había podido saber por Ilona, era ucraniana y de curriculum inventado.
Los ojos de Otto se pasearon en un gesto inconsciente por el trasero de la no tan joven Oksana antes de volver al brusco silencio de la mesa con un parpadeo incómodo. Clea repasó también durante un instante ese trasero. «La falda demasiado corta, demasiado blanca y demasiado ajustada —decidió—. Celulitis y varices incipientes, gemelos torcidos provocados sin duda por el abuso de tacones baratos, ¿lordosis?». En ese momento, Oksana se inclinó sobre una mesa y Clea contuvo el aliento. «Tanga», ladró en silencio antes de desviar rápidamente la mirada, depositarla en la boca de Otto y cubrir con la mano el paquete de cigarrillos.
—¿Le aburro, señor Stephens?
Otto volvió a parpadear y tragó saliva. Luego sonrió, mostrando unos dientes inmaculados y perfectos.
—En absoluto.
Clea suspiró.
—Supongo que, a nuestra edad, el umbral de atención tiene sus límites, sobre todo en ustedes, los hombres —declaró con una voz engañosamente suave—. En cualquier caso, y aunque entiendo que debe de estar cansado, déjeme decirle tres cosas antes de retirarnos —añadió, sacando un cigarrillo del paquete y dejándolo sobre la servilleta—. La primera es que esa pobre alma ucraniana a la que no le quita los ojos de encima, o de debajo, debe de tener por lo menos cincuenta años menos que usted y, por lo que sé, es de las que han pasado hambre. Así que cuidado con ella.
La sonrisa de Otto se desdibujó levemente. Quiso decir algo, pero Clea no le dejó.
—La segunda —prosiguió— es que no sé si sonríe usted tanto porque le acaban de poner los dientes y tiene ganas de amortizar el gasto o si lo suyo es simplemente un tic de viejo sin ningún valor añadido. —Y agregó—: Sea lo que sea, le aconsejo que modere su sonrisa. El abuso abarata el encanto.
Clea cogió el cigarrillo, se lo llevó a los labios y lo encendió, aspirando el humo despacio y colocándolo después en el cenicero. Luego se volvió a mirar hacia el jardín y pareció perderse en los retazos de oscuridad que lo entretejían.
—¿Y la tercera? —preguntó Otto con suavidad, mirándola muy serio.
Clea tardó un par de segundos en responder. Lo hizo con una voz distinta, más tranquila.
—La tercera, señor mío, es que no sé por qué le he contado todo lo que acabo de contarle sobre mí —dijo, sin apartar los ojos de la oscuridad. Otto volvió a sonreír, esta vez fue una sonrisa fugaz, solo labios, solo gesto—. Lo que en realidad quería contarle es que fui concertista de violonchelo hasta poco antes de cumplir treinta años. Y era buena, muy buena, créame.
Otto ladeó la cabeza.
—La creo.
—Y feliz —añadió ella sin acusar el comentario—. Fueron años hermosos, señor Stephens. Felices mi chelo y yo y lo que la vida nos regalaba con cada concierto, con cada nueva ciudad. Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Toronto, Montreal… Cada día era una promesa de futuro desde un presente sin lastre, sin perdedores. Europa estaba lejos, sufría lejos mientras yo viajaba encerrada en territorio seguro con mi música y la música me devolvía una alegría nueva y autónoma… inmensa. Llegó el éxito, el triunfo, la satisfacción… todas esas cosas que en los que nos hemos dado a la música alimentan las ganas de más, eso que justifica y recompensa la soledad de las habitaciones de hoteles baratos, la tensión, comidas fugaces, esfuerzo, tesón… sacrificio. Viví unos años maravillosos que he atesorado durante cada segundo del resto de mi vida, señor Stephens.
Otto Stephens la observaba inmóvil desde el otro lado de la mesa, abarcándola con toda su atención. Al ver que ella no volvía a hablar, decidió preguntar.
—¿Qué pasó?
Clea frunció el ceño y bajó la mirada, pero no contestó. Al fondo del cenador, Oksana y la otra camarera cuchicheaban apoyadas en la pared, ajenas a ellos. Alguna risa contenida, gestos de complicidad al final de una larga jornada.
—¿Por qué lo dejó? —insistió suavemente Otto con una nueva sombra de sonrisa en los labios.
Clea se encogió ligeramente de hombros y chasqueó la lengua.
—Me enamoré —respondió a regañadientes—. Supongo que del hombre equivocado, supongo que esperando lo equivocado, aunque en ese momento era imposible saberlo.
Otto movió el pie que tenía en el aire adelante y atrás en un gesto incómodo que Clea no alcanzó a ver.
—Tuve que elegir, o eso creí entonces —añadió ella con un suspiro entrecortado—. Eran otros tiempos, ya sabe. Para nosotras, al menos —explicó con una mueca torcida—. Mi historia no es muy distinta de la de muchas mujeres de aquella época. Bueno… ni de las de aquella ni de las de ésta.
—Ya.
—Me enamoré. Me casé. Creí que podría aparcar la música durante un tiempo y que las cosas serían distintas.
Que podría… qué sé yo —dijo, agitando una mano en el aire—. Sí, señor Stephens, creí que ser dos sería sumar, que el hombre que se enamoró de mí me ayudaría a ser más aún, más Clea, más grande, que mi éxito sería el suyo. Cuando entendí que no era así, que me quería retirada, era ya demasiado tarde. —Cogió el paquete de tabaco y lo sostuvo en el aire durante un instante—. Estaba embarazada —murmuró—. Ya no hubo marcha atrás.
Otto inspiró hondo y bajó la mirada al tiempo que Clea apoyaba las manos sobre el mantel y se levantaba despacio, dejando escapar un ligero gruñido. Él hizo amago de levantarse para ayudarla, pero Clea le detuvo con un gesto.
—Malditas rodillas de vieja —refunfuñó entre dientes, cerrando los dedos sobre el mango del bastón. Otto volvió a recostar la espalda contra el cuero rojo de la silla—. En fin, errores de juventud —dijo Clea con una mueca de cansancio. Luego se volvió de espaldas, se colocó el pañuelo sobre los hombros y empezó a alejarse hacia la puerta del jardín. Después de haber avanzado unos pasos se detuvo, vaciló y dijo—: Pero a pesar de los años, de los golpes y de los errores, sigue habiendo en esta vieja un rincón de voz para los perdidos, señor Stephens. Para los que, como me ocurrió a mí, nos quedamos por el camino porque no supimos leer las señales a tiempo. Sigue la música, créame —susurró—. Aunque mi marido jamás lo supo, no he dejado de tocar el chelo hasta el día que ingresé en este maldito asilo. —Irguió entonces la espalda, ladeó la cabeza y siguió caminando hacia los amplios escalones de piedra que bajaban ala pegajosa oscuridad de la noche.
* * *
El pañuelo de Hermés no parece de Hermés porque no incluye ninguno de esos yunques monstruosos ni tampoco las cadenas doradas sobre fondo blanco que Clea detesta. Es una pieza extraña, de las que ya no se hacen: rectangular, discreta y singular, una de esas prendas diseñadas para durar. Clea se arrebuja en él y vuelve a disfrutar del frescor de la seda, dejando escapar un suspiro de satisfacción.
—Parece mentira que una vieja de mi edad pueda seguir maquillándose y funcionar sin la ayuda de nadie, ¿no te parece, pequeña?
Rita sacude una oreja. Duerme ya.
—¿Sabes lo que te digo? Que la vejez tiene también sus cosas buenas —dice, retocándose la comisura de los labios con el dedo—. No te imaginas la tranquilidad que da saber que, con excepción de los médicos y de la cuidadora de turno, nadie va a querer verte desnuda. Es como si las viejas dejáramos de tener cuerpo, como si de repente lo físico fuera solo lo que tenemos dentro, es decir, la maquinaria. Sí, hija —añade, mirando a Rita en el espejo—, las viejas tenemos que taparnos, porque las que todavía no lo son ven en nosotras el espejo de lo que les espera. Y lo odian. Odian que les enseñemos que lo suyo también se acabará, que son finitas y que aquí no se libra nadie. ¡Ja! Pues que se fastidien. Y que aprendan. La vida, mi querida Rita, es una maratón y nosotras, de momento, seguimos en carrera, le duela a quien le duela —suelta acompañándose de una risilla maliciosa antes de volverse de espaldas y acercarse a Rita para acariciarle la cabeza—. Y ahora mamá se va a encerrar un ratito en el baño para hacer sus cositas. Luego se cambiará el pañal y se pondrá bragas limpias. Tú sigue durmiendo, ¿vale, cielo?
De camino al cuarto de baño, Clea rodea la cama y, deteniéndose delante de la luna de uno de los inmensos armarios de la suite, sonríe al verse así, con el pañuelo verde sobre los hombros, maquillada y con el pelo cubierto por una especie de red de finas hebras, las bragas infladas sobre el pañal y unas piernecillas escuálidas de huesos cortos y torcidos que terminan en unos calcetines nórdicos de lana gruesa con suela de goma.
—Una maratón, eso es la vida, señor Stephens —dice con voz grave, estudiándose con atención de la cabeza a los pies—. Y esta noche, Clea Ross llega fuerte al final de la carrera, mi querido director de orquesta. Así que no se confíe —dice con tono casi triunfal—. Yo en su lugar no lo haría.
Como todos los jueves, Ilona ha dejado el coche en una de las tres plazas que Buenavista tiene en propiedad en un aparcamiento del centro y sale a la calle por las escaleras que desembocan en las Ramblas. Al instante, el bullicio de las nubes de turistas se la traga en su abrazo pegajoso bajo la tarde de septiembre y ella se protege del barullo con el iPod mientras sortea un grupo de adolescentes americanas que buscan entre chillidos y risas nasales una heladería que seguramente no tardará en aparecer. Satie, suena Satie en los auriculares blancos de Ilona, y con él llega también la calma encapsulada que permite respirar sin prisa. Desde algún lugar de la ciudad, más abajo, el olor a mar barre otros olores menos limpios, estirando el verano.
En cuanto tuerce a la derecha por la primera bocacalle y se adentra en la sombra del casco antiguo, Ilona aminora la marcha y pasea distraídamente la mirada por los escaparates. Los acordes de Satie inspiran en ella imágenes lentas y recientes que la devuelven primero al despacho de Rocío y a ese marco sin foto que no ha dejado de acompañarla desde que el muro de piedra de Buenavista ha desaparecido en la distancia. «Cuántas mujeres solas», piensa ahora, deteniéndose durante un instante delante del escaparate casi desierto de una tienda de lencería barata. Pero Rocío y su conjunto vacío duran poco. La imagen del marco huérfano desaparece de pronto bajo la sonrisa tímida y casi infantil que Otto Stephens no ha sabido disimular cuando, a media mañana, ha aparecido en su habitación cargado con el chelo y, sin pasar de la puerta, le ha pedido con una voz que Ilona no había oído hasta entonces en él:
—Quisiera pedirle un favor, señorita —ha dicho, bajando la mirada hacia el chelo.
El favor es importante e Ilona lo sabe. La voz temblorosa de Otto sigue ahí, llena de matices que encierran un laberinto de emociones e interrogantes entretejido a base de ilusión, miedo y deseo. En la habitación de Ilona, sobre la cama, descansa desde entonces el chelo en su funda de cuero marrón. Contra la oscuridad de la funda, un sobre y un nombre: Clea Ross.
—A medianoche, señorita. No antes —ha insistido Otto con luz en los ojos antes de volverse y alejarse despacio por el camino de grava—. Es importante.
Importante. Ilona despega los ojos del escaparate y sigue adelante por la bocacalle hasta desembocar en una arteria peatonal salpicada de músicos callejeros, un grupo de adolescentes que bailan breakdance a las puertas de un centro comercial y japoneses que deambulan por el barrio antiguo como rebaños de cazatalentos en una feria de teatro. Pulsa un botón del iPod y suena ahora la voz destilada y sola de Eva Cassidy. Delante de ella más bocacalles, más esquinas, la ciudad que no descansa, abonada al ruido, y al fondo, en un rincón que no tardará en abrirse a sus pasos, una iglesia de piedra oscura que levanta sus paredes al abrigo de una plaza tranquila que ve llegar a Ilona como todos los jueves de las últimas semanas.
Ilona respira hondo y disfruta del silencio que la saluda al entrar. Conoce bien la luz y el espacio: las paredes sobrias, la piedra gris, el crujido del portón y el eco de sus pasos sobre las losas blancas del pasillo hasta llegar al primer banco de madera oscura, donde se sienta despacio. La iglesia está vacía y hay frescor en la penumbra salpicada por la luz de algunas velas. El silencio es total. Las campanas tocan la media. Las de Sant Felip Neri son campanas de verdad, no esas grabaciones enlatadas que Kata aborrecía cuando las oía sonar los domingos desde la cocina del piso de Gömb Utca y que le arrancaban sin falta un gruñido de rabia.
—Tantos años sin curas ni campanas y ahora que podemos tenerlas nos ponen esa porquería grabada. Menuda vergüenza de país —decía, volviéndose hacia la ventana con cara de resignación. Luego se recogía el pelo, se ponía el abrigo y bajaba a misa sin demasiadas ganas.
Como ella, eran muchas y muchos los vecinos que se encontraban en la iglesia los domingos, sobre todo gente mayor, aunque la mayoría de ellos no fueran religiosos. Y es que, como la democracia, la fe, en los años que siguieron a la caída del comunismo, había pasado a ser un derecho —una posibilidad—, y las iglesias se llenaron de fieles que querían manifestar con su presencia no tanto su fe religiosa, sino su voluntad de reclamar lo que les habían quitado. Ir a misa era por fin un derecho como lo era también votar, y los que habían conocido la fe antes de la creación del bloque del Este y habían tenido que vivirla durante años en la oscuridad de lo prohibido querían verse de nuevo codo con codo, dándose la mano entre los bancos, celebrando que había valido la pena la espera, el silencio, el sacrificio.
Las iglesias de Hungría, como las de tantos otros países del Este, se llenaron sin demora de fieles recuperados que se veían en muchos casos como mártires de la fe. Muchos buscaban reconocimiento. Otros —los menos— simplemente respuestas, un sentido, calor o compañía.
Algunos buscaban algo que les ayudara a olvidar lo reciente para recuperar lo remoto. Kata estaba entre ellos.
Ilona acompañaba alguna vez a Kata a misa y la oía rezar y cantar junto a los centenares de fieles que se apretujaban en los bancos y que entonaban el mismo cántico al unísono con una fuerza y un empuje que, más que de un fervor espiritual, bebían de un deseo casi invertebrado de airear la victoria sobre el infiel, sobre ese estado de terror que al final había caído como cae todo lo que no es eterno. «Todo es finito», respondían algunos cuando llegaba la hora de darse la mano y el cura les invitaba a «darse la paz». Hermanos. Eso eran: supervivientes de la fe, y Kata encontraba en esa iglesia llena de almas rotas que vibraba con las voces desafinadas de todos ellos un rincón de pasado compartido y distante en el que cobijarse de un presente demasiado nuevo para ella, demasiado lleno de cosas, de color, de elecciones.
Ahora Ilona cierra los ojos e imagina a Kata sentada a su lado en la soledad de la iglesia como lo ha hecho todos los jueves desde que regresó a Barcelona, huérfana de madre y de muchas otras cosas. Así hablan madre e hija desde entonces: la una real y la otra imaginada, recogidas durante una hora a la semana en el frescor de una iglesia extraña, compartiendo el calor del banco y los minutos escasos de una cita que da para poco, pero que para Ilona es un hilo de unión necesario a lo que no sabe soltar, porque sin esos minutos con Kata el mundo sigue siendo aún demasiado vasto y el conjunto, demasiado vacío.
—Pareces cansada, hija —dice Kata, volviéndose a mirarla con una sonrisa que Ilona no recuerda haberle visto en vida y que ahora parece dibujarse sin esfuerzo, como si siempre hubiera estado ahí.
Ilona también sonríe. Es, en efecto, una sonrisa cansada.
—¿Siguen los mareos? —pregunta Kata, recorriendo el altar con los ojos.
—Sí, aunque cada vez menos. —Y antes de que Kata vuelva a hablar, ella misma da respuesta a la pregunta que sabe que ha de llegar—. Las náuseas ya no.
Kata asiente y cierra los ojos. Durante un par de segundos vuelve el silencio. Es Ilona quien lo rompe.
—Mamá.
—Dime, hija.
Hay tantas cosas, son tantas las preguntas que a Ilona le gustaría hacerle, tantas las cuentas no saldadas, los ovillos a medio hilar, las medias verdades entretejidas en la historia común de las dos, que es difícil saber por dónde empezar. Siempre es así. Todos los jueves es así: difícil entre las dos, difícil el puente de palabras entre lo real y lo imaginado. Y, a pesar de que durante la semana Ilona piensa y prepara ese careo buscado con su madre, anotando preguntas, dudas, reproches, confesiones y mil y una verdades que quiere saldar con Kata, cuando la tiene allí, sentada a su lado en la intimidad de la iglesia, todo se funde en un borrón oscuro del que no logra sacar nada articulado, solamente emociones crudas que empequeñecen todo lo demás y que suenan así: «Odio, te quiero, necesito, añoro, dame, quédate, duele, por qué, mira, mírame… mamá».
La que hoy suena tímidamente en el primer banco de la iglesia es quizá el resumen de todas las anteriores: una confesión murmurada que Ilona deja escapar como una pequeña tos ronca y que Kata recibe a su lado con un ligero estremecimiento.
—Tengo miedo, mamá.
—Todos tenemos miedo, hija.
Ilona se vuelve a mirarla.
—¿Sí?
—Claro. Los que estáis y los que ya no estamos. Nosotros lo tuvimos y vosotros lo heredasteis, como nos ocurrió a los que estuvimos antes.
Ilona no dice nada. Espera a que Kata diga algo más.
—Es parte del alma —habla Kata por fin—. Del alma del mundo, quiero decir.
Ilona frunce el ceño y durante un instante recupera el rostro de Otto. Vuelve a ver iluminados sus ojos mientras acaricia con ellos el barniz reluciente del chelo y asegura, triunfal: «Sonará como el alma, señorita Ilona. Como el alma del mundo». Qué curiosa expresión y cuánto más curioso aún oírla repetida desde dos voces ancianas, vivas o no. Eso es lo que piensa Ilona en el instante de silencio que discurre entre la voz de Kata y la suya.
—Dice el señor Stephens que no hay mejor música que la de un corazón afinado. Y que entonces suena el alma del mundo, porque suena lo que es verdad.
—Cuánta razón, hija.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
Kata se vuelve a mirarla. Sus ojos transparentes atrapan la difusa claridad que se refleja desde el mármol blanco del altar.
—Claro.
Ilona inclina un poco la cabeza y baja la mirada.
—Si pudieras volver a hacer… quiero decir, si pudieras empezar de nuevo, ¿harías las cosas de otra manera?
Kata sonríe. Es una sonrisa descargada y liviana, casi adolescente.
—¿Cosas como qué, hija?
Ilona traga saliva.
—Cosas…
Kata se encoge de hombros y suelta una carcajada acristalada que parece llegar llena de agua y piedras.
—¿Cosas contigo, quieres decir? —pregunta, divertida—. ¿Te refieres a si elegiría ser una madre distinta?
Ilona asiente con la cabeza.
—¿Serías tú, si pudieras, una hija distinta? —pregunta Kata con suavidad—. ¿Una Ilona distinta?
Ilona no dice nada.
—Volvería a ser tu madre, cariño. Elegiría serlo tantas veces como la vida me diera la oportunidad de serlo, créeme.
Ilona también sonríe.
—Pero no es esa la pregunta, ¿verdad, hija?
La sonrisa desaparece.
—No.
—Ya.
Ilona se acaricia las rodillas. Una de ellas, la derecha, cruje levemente, y Kata arruga la frente.
—No hagas eso.
—Perdona.
De pronto, a la espalda de las dos mujeres, el portón de la iglesia cruje también y dos sombras menudas se adentran discretamente en la iglesia. Ilona y Kata callan, expectantes, hasta que segundos más tarde las dos figuras murmuran algo y vuelven a salir al calor de la tarde. Ilona levanta la cabeza.
—¿Me abrazarías? —susurra entre dientes.
Silencio.
—Si volviéramos a empezar, si pudiéramos cambiar las cosas y…
—No podemos cambiar las cosas, hija —la interrumpe Kata, clavando la mirada en la llama moribunda de un cirio que languidece a su derecha.
Ilona aprieta los dientes y se vuelve a mirarla.
—¿Me abrazarías, mamá?
Kata no aparta los ojos de la llama, que, tras un chisporroteo húmedo, se apaga bruscamente, dejando escapar un hilo fino de humo negro.
—Siempre creí que el cariño te haría débil, hija —dice—. Que nos haría débiles a las dos. Y ésa era una amenaza que ni tú ni yo podíamos permitirnos, porque, más allá de lo que éramos nosotras, la vida era el enemigo y yo tu única protección. Las de esa época éramos madres guardianas, como lo son los animales con sus crías en territorio hostil. Teníamos que criaros fuertes, preparadas para durar, para sobrevivir como lo habíamos hecho nosotras.
El cariño era un lujo que muy pocas podíamos permitirnos, hija.
—Pero si…
Kata sacude lentamente la cabeza.
—No, Ilona. No haría las cosas de otro modo si pudiera volver atrás. Eso te corresponde a ti. Es tu herencia, lo poco que he podido dejarte. Tú eres quien debe hacerlas distintas, como lo hice yo con lo que no recibí de mi madre y ella con lo que no recibió de la suya. Eso, esa ristra de herencias cojas, es la que hace de la vida lo que es, con su luz y con su oscuridad, con su música y su silencio. Yo no puedo deshacer lo hecho, pero tú sí puedes rehacerlo, o al menos intentarlo. Y te equivocarás, claro que sí. Como todas. Querrás compensar y descompensarás, intentarás dar lo que te faltó, pedirás donde no hay. Y, mientras eso ocurra, mientras sigas echando de menos lo que no tuviste, habrá alma en el mundo y la rueda seguirá girando, generación tras generación, alimentando la vida.
Ilona cierra los ojos y traga saliva, incapaz de encontrarse la voz.
—Por eso debes seguir, hija. Sin mí, sin lo que no pude darte. Y sé que tienes miedo, pero eso es parte del juego, para lo bueno y también para lo malo. No te juzgues por ello. El miedo no te hace cobarde, sino humana. Vívete así, entiéndete así, y deja de refugiarte de la vida, porque, ahora lo sé, por mucho que te escondas, la vida, como la muerte, siempre termina encontrándonos. Sal ahí fuera, Ilona, y búscate. Y si quieres abrazos, atrévete a pedirlos. Y si te abrazan mal, atrévete a huir. No hay nada más triste que una vida arrepentida, hija, ni nada más pobre que una muerte quieta.
Las últimas palabras de Kata quedan enmudecidas por el metálico tañido de las campanas de la iglesia que ella saluda con una sonrisa y una luz de alegría en los ojos.
—Éstas sí que son de verdad, ¿eh?
Ilona también sonríe y asiente un par de veces con la cabeza, mirando disimuladamente su reloj.
—Sí.
—¿Tienes que marcharte?
—Sí, ya es hora —contesta Ilona, llevándose una vez más las manos a las rodillas.
Kata pasea lentamente la mirada por el altar y pone las palmas de las manos sobre el bolso de cuero marrón que descansa sobre sus rodillas.
—¿Has decidido ya lo que vas a hacer?
Ilona tensa la espalda. Como ha ocurrido durante los últimos jueves, la pregunta, aunque esperada, no es del todo bien recibida. Siempre llega al final, cuando el tiempo no permite muchos rodeos. Y siempre así, directa, casi acusadora.
—¿Hacer?
Kata arruga los labios.
—Con lo tuyo.
Con lo tuyo. A pesar de todo, Ilona no puede evitar una sonrisa. «Lo tuyo» es una expresión que define a Kata y que ella utiliza cuando quiere referirse a algo que, por uno u otro motivo, la incómoda por demasiado íntimo. Desde siempre, cuando quiere hablar de algo que prefiere no explicitar, opta por expresiones como «lo mío» o «lo tuyo». Ilona sabe qué es lo que Kata no nombra y entiende que, como le ocurre a su madre, también ella prefiere no darle nombre todavía. «Y es que, cuando las cosas se nombran, ya no hay marcha atrás. Lo que tiene nombre, tiene vida, es real, sea o no querido», recuerda haber oído decir a Clea en más de una ocasión. Ilona sabe que es cierto. Kata lo sabía también. Ésa es una herencia que madre e hija comparten con otras decenas de millones de hombres y mujeres que sufrieron el Este, con eso a lo que muchos siguen llamando tímidamente «lo nuestro».
—No, todavía no lo he decidido —responde Ilona, bajando un poco la voz.
Un suspiro de madre resignada. Kata mueve despacio la cabeza.
—No deberías esperar más, hija.
Ilona tensa la espalda.
—Ya lo sé.
—¿Entonces?
—No tardaré en saberlo, no te preocupes.
Kata se encoge de hombros, molesta.
—No se trata de saberlo, Ilona. Se trata de decidir. Sobre todo de decidir.
Ilona se levanta despacio, apoyándose sobre las rodillas, que esta vez se contraen sin un solo crujido.
—Es que todavía hay algo que no sé, mamá —dice, volviéndose hacia el pasillo seguida por la mirada atenta de Kata—. Y no puedo decidir sin estar segura de que no voy a equivocarme.
Kata deja escapar un pequeño suspiro de impaciencia. Cuando retoma la palabra, lo hace con una dulzura forzada que no logra convencer. Sabe que Ilona no quiere hablar, que tiene prisa porque le espera su segunda parada en la ciudad, ésa que ella no aprueba ni entiende, porque está mal y porque encierra a Ilona en una ruleta llena de números negros como pozos sin futuro en los que solo anida la mala suerte.
—Ya te estás equivocando, hija —dice, muy a su pesar—. Desde que decidiste volver.
—Tengo que irme, mamá.
—Te equivocas porque sigues esperando que ocurra lo que para ti sería el milagro, volviendo una semana tras otra a ese maldito parque para torturarte como ninguna mujer debería hacerlo nunca.
Ilona se vuelve de espaldas y camina despacio hacia el pasillo hasta llegar al extremo del banco. Desde allí oye rebotar la voz de Kata como un susurro frío entre la piedra ennegrecida de los muros del templo.
—Él no es la vida, niña —dice la voz—. No, hija, Miguel no es ni puede ser la vida —añade—. Y no lo es porque la vida no es nadie. La vida es, cariño, grande, pequeña, triste o maravillosa, pero nunca, y sé bien de lo que hablo, es espera. Eso tiene otro nombre, Ilona, un nombre feo que da miedo y que tú no te mereces.
Ilona traga saliva y parpadea, conteniendo la humedad caliente que ahora le vela la mirada y que desdibuja las losas blancas del pasillo que se extiende delante de ella. De pronto, el pasillo se le antoja inmenso, interminable. Durante una décima de segundo, está tentada de dar media vuelta, desandar lo andado y buscar en Kata y en el recuerdo vivo que aún alimenta de ella un aliento que sabe que no ha de llegar.
—De todos modos —vuelve a hablar Kata—, decidas lo que decidas, no olvides nunca que tu madre, como lo han hecho muchas otras antes y lo harán tantas otras después, jamás se arrepintió de haberte regalado la oportunidad de ser parte de esto —dice, abarcando con la mirada el espacio que la envuelve—. Volvería a hacerlo una y mil veces, hija, aunque para ello tuviera que negarte una y mil veces mi abrazo y aunque ni siquiera la muerte me haya ayudado a perdonarme por haberte dejado sin él.
Ilona cierra los ojos y respira hondo. Luego baja la cabeza y casi a ciegas echa a andar con paso vacilante por el pasillo de la iglesia hacia el portón cuyo perfil se adivina en la penumbra.
Al otro lado, en la plaza, el calor perezoso de la tarde la espera ya bajo un cielo salpicado de jirones de nubes que invaden lentamente la ciudad desde la playa.
Los encuentros de Clea Ross y Otto Stephens fueron repitiéndose con ordenada frecuencia, y el roce, como no podía ser de otro modo, ayudó a alimentar la intimidad. Llegó lo cotidiano, las voces fueron contando y, desde la memoria compartida, emergieron poco a poco esas incontables fichas del rompecabezas que perfila las vidas muy vividas cuando deciden formularse en voz alta. Los paseos, las cenas y los episodios de té de la tarde en el cenador fueron desvelando a una Clea de reacciones imprevisibles y humor extraño que encontraba en el incansable optimismo de Otto un espejo no siempre bienvenido.
Durante uno de los paseos, mientras la noche terminaba de cerrarse desde el oeste y las gaviotas sobrevolaban perezosamente la playa, Clea Ross y Otto Stephens decidieron descansar unos minutos en un banco del camino de grava. Rita husmeaba entre los setos y los parterres de pensamientos. Clea se sentó con un pequeño gruñido y él la imitó. Luego ella clavó los ojos en el azul y encendió un cigarrillo.
—¿Tiene usted hijos? —preguntó de improviso. Otto no respondió de inmediato. Necesito unos segundos para encajar el momento y lo que, como ya intuía, podía traer consigo. La pregunta de Clea llegaba por y para algo. Siempre era así. Intentó estar preparado.
—Dos —respondió.
—¿Hijos, hijas, o él y ella?
Otto sonrió.
—El y ella.
Clea arqueó una ceja, pero no dijo nada.
—¿Y usted? —preguntó Otto.
—También.
—¿Él y ella?
Clea asintió y espiró el humo despacio antes de volver a preguntar.
—¿Nietos?
Otto parpadeó y arrugó la boca en una mueca triste que Clea no vio.
—No.
—Yo tampoco —dijo ella, chasqueando la lengua.
—Me habría encantado. —La voz de Otto llenó un espacio mínimo a su alrededor. Fue una voz pequeña. Clea suspiró.
—A mí no.
—¿Por qué?
—Porque no.
Otto soltó una carcajada tímida.
—Una razón muy convincente.
Clea arqueó de nuevo la ceja y volvió a fumar, buscando a Rita con la mirada. No la encontró.
—¿Dónde demonios se habrá metido esta perra? —masculló entre dientes.
—Creo que se ha colado debajo del seto.
—Todo el día detrás de ella como una idiota —refunfuñó Clea—. ¿Entiende ahora por qué no me hacen falta los nietos?
En ese momento, una pequeña silueta blanca cruzó alegremente el camino de grava en dirección al banco. Un instante después, Rita se tumbaba a los pies de Clea y empezaba a lamerse las patas distraídamente.
—Me gusta su nombre —dijo Otto.
—¿Rita?
—Sí.
—No es un nombre. Es un diminutivo.
Otto no dijo nada. Se agachó sobre sus rodillas y acarició a la perra en la cabeza.
—De zorrita —explicó Clea—. De pequeña era una sobredosis de feromonas. Un zorrón.
Otto se rio y siguió acariciando a Rita, que en cuestión de segundos estaba tumbada panza arriba, pidiendo más.
—Lo que le decía —dijo Clea con voz de fastidio—. Ve un hombre y se hace pis.
Se hizo de nuevo el silencio. No duró.
—Mi hijo era el mayor —arrancó Clea de nuevo con la mirada al frente. Su boca dibujó una línea recta antes de continuar—. A ella la tuve mucho después. —Encendió otro cigarrillo y carraspeó—. No la esperábamos.
—David también era el mayor —dijo él.
Clea se volvió y le fulminó con la mirada.
—Habíamos quedado en que nada de nombres, señor Stephens —escupió con una voz arenosa.
—Perdón, no quería…
—Pues si no quería, tenga un poco más de cuidado, hágame el favor —farfulló, llevándose el cigarrillo a la boca. Luego, después de añadir algo entre dientes que Otto no entendió, preguntó—: ¿Algún favorito?
Él no entendió. Clea arrugó los labios.
—Sus hijos. ¿Cuál de los dos?
Otto no disimuló una sonrisa sorprendida.
—No sabría decirle, la verdad.
—No me venga con ésas, señor director. Siempre hay un favorito. Además, a estas alturas, qué más da.
Otto inclinó la cabeza y también él perdió la mirada en el azul casi negro del cielo.
—Supongo que ella —respondió con timidez.
Clea soltó un bufido.
—Ya, claro. Los padres, ya se sabe.
—¿Y usted?
—Mi niño. —Fue una respuesta automática, casi una declaración de principios.
—¿Por qué?
Una sonrisa maliciosa asomó a los ojos de Clea.
—Pues porque las madres, ya se sabe.
Otto se rio y ella también. Durante un instante no hubo tensión y sí una mirada cómplice y cálida que pareció abrir una puerta a un espacio más cómodo y que Clea acuchilló de inmediato con un gesto de la mano. También con la voz.
—Perdí a mi hijo poco después de que cumpliera veinte años —dijo de pronto, abortando en seco el frágil hilo de complicidad que les había unido durante un instante—. Lo encontraron muerto en la habitación de un hotel.
Otto la miró y no supo si preguntar. Dudó, pero Clea no le dejó hablar.
—Un hotelucho de Roma —dijo, bajando la voz—. No dejó ni siquiera una nota. Nada. No pude despedirme de él.
—Lo siento.
—Eso mismo dijo mi marido cuando se enteró. Como siempre, estaba de viaje. En Lisboa. También dijo: «Yo me encargo de todo, Clea. No te preocupes». Yo me encargo de todo. ¿Qué le parece? Pura emoción la de mi marido —añadió, encogiéndose de hombros—. La versión oficial fue que había muerto de un infarto mientras dormía. Mi marido llenó de esquelas los diarios, esas porquerías llenas de estupideces que dicen cosas como: «La familia lamenta profundamente la pérdida de tal y cual». Le enterramos allí y allí sigue, en esa ciudad del demonio llena de ruinas. No he vuelto a pisar Roma desde entonces. —Arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie. Luego se cruzó de brazos y apoyó la espalda en el respaldo de madera—. Me quedaba mi hija. Pero no la ilusión para dedicarme a ella, así que los perdí a los dos.
Otto siguió acariciando a Rita, que parecía haberse quedado dormida y que de vez en cuando dejaba escapar un ronquido entrecortado.
—Yo conocí poco a mi hijo —empezó sin incorporarse. Clea no se volvió a mirarle, pero sí le interrumpió.
—No es fácil conocer a los hijos —murmuró, más para sí misma que para él—. Ni a los hijos ni a nadie. Mi marido decía que ésa era una de las grandes maravillas que hacen de la vida lo que es. Me refiero a lo de no llegar a conocernos nunca del todo. Aunque, claro, mi marido era un gran especialista en decir grandes sandeces.
El silencio que saludó su comentario la devolvió al instante al discurso interrumpido de Otto Stephens.
—Disculpe —dijo—. No quería interrumpirle. —Otto se incorporó y apoyó las palmas de las manos sobre sus rodillas—. Decía usted que conoció poco a su hijo.
Otto asintió despacio con la cabeza.
—Su madre me apartó de él en cuanto nació. No me quiso con ellos, o al menos yo lo viví así —continuó, ajeno a la mirada de Clea—. Cuando entré a la habitación de la clínica y la vi con él en brazos, sentí que se me rompía algo aquí —dijo, señalándose el pecho—, que a partir de ese momento me había quedado fuera de algo que no entendía. Miré a mi hijo y pensé: «Me la ha quitado y va a seguir quitándomela durante el resto de su vida y de la mía, y no sé cómo voy a poder quererle si tengo que compartirla con él». Eso fue lo que pensé, señora Ross, y que Dios me perdone.
Clea dejó escapar un pequeño suspiro. Luego carraspeó.
—Mi mujer me miraba desde la cama sin decir nada, esperando a que me acercara —continuó él. Luego inspiró hondo y bajó la cabeza—. No pude. No pude moverme. Me quedé allí clavado mientras ella leía en mis ojos lo que yo no supe disimular hasta que, cuando entendió que no me movería, estrechó a nuestro hijo contra su pecho y dijo: «Mi pequeño». Solo eso: mi pequeño. Luego le dio un beso en la cabeza y le sonrió. La vi tan hermosa y tan feliz, tan completa con ese niño en brazos y tan completa sin mí, que no lo soporté. Tardé dos días en volver.
Clea parpadeó y se acarició el cuello con los dedos, un gesto que Otto no vio.
—Cuando reuní el valor para hacerlo, ya era tarde. El vínculo era demasiado entero. Regresamos a casa convertidos en una familia partida en dos. A un lado, ellos. Al otro, yo. Ella nunca me perdonó y yo…
—¿Y usted?
—Yo ya no pude… ya no supe…
Clea asintió.
—Me volqué en mi carrera, en mi música —siguió él—. A pesar de que era muy joven, ya en aquella época había empezado a viajar, invitado por algunas orquestas, aunque normalmente eran cosas concretas. Viajes cortos, de un par de semanas como mucho, a veces un mes. A partir de entonces, intenté alargar las ausencias. Mi mujer, que antes de tener a Da… a nuestro hijo, siempre me había acompañado, dejó de hacerlo durante un tiempo. El niño era demasiado pequeño para viajar y yo… yo tampoco insistí.
Clea negó con la cabeza.
—Ya.
—Eso fue hasta que él cumplió un año. Luego nos fuimos a vivir a Londres y después llegaron otras ciudades, otras orquestas, grabaciones, más compromisos, más viajes… en fin, mil cosas. Vivíamos una vida vertebrada entre despedidas, ausencias y regresos, los míos claro. Ellos eran los que se quedaban, los que tenían una vida en común de espaldas a mí y a lo mío, y yo prefería no ver, porque dolía. Cuando volvía de alguno de mis viajes nos veía juntos a los tres y veía a un hijo al que ni siquiera sabía abrazar y a una mujer que me miraba como si con cada uno de mis regresos esperara de mí algo que yo no entendía, que me hacía débil y pequeño, tan entera, tan perfecta en su papel de madre contra lo poco padre que le llegaba de mí… Era difícil volver, señora Ross, muy difícil, y a la vez la echaba tanto de menos, la necesitaba tanto…
Clea dejó el paquete de tabaco encima del banco y cogió el bastón. Con él dibujó distraídamente algo en la grava. A su lado, Otto guardaba silencio. Por fin, se volvió hacia él.
—¿Cómo era? —preguntó.
Otto parpadeó.
—¿Quién? ¿Mi mujer?
Clea hizo un gesto con la cabeza.
—Sí.
Otto calló durante unos instantes más. Luego alzó la mirada y paseó los ojos por el tronco de una de las palmeras que separaban el camino de la parte oeste del jardín. Cuando habló, una sonrisa le iluminaba la cara.
—Hermosa, muy hermosa. Era… una mujer única, capaz de lo mejor y de lo peor, una de esas mujeres que a los hombres nos dan miedo, porque sabemos que en ellas empieza y acaba todo y que lo que ha habido antes no contará y lo que ha de venir después será totalmente distinto a lo que imaginamos. —Hizo una pausa. En pocos segundos la sonrisa había encontrado eco en su mirada, que ahora se perdía en la doble oscuridad del cielo y de la memoria—. Nunca entendí cómo pudo fijarse en mí y menos aún por qué aceptó casarse conmigo. Bueno, a decir verdad, fue ella quien me lo pidió. Y es que así era ella: podría decirle que única, que enorme, que difícil… pero no creo que eso llegue a definirla del todo. Era una mujer entera, una de esas mujeres que uno jamás está seguro de merecer, no sé si me explico.
Clea Ross observaba a Otto Stephens envuelta en un silencio opaco. El bastón seguía dibujando pequeños círculos en la grava mientras ella respiraba despacio.
—¿Qué fue lo que le enamoró de ella? —preguntó con una voz extrañamente dulce.
Otto Stephens ladeó levemente la cabeza.
—Y no me diga que todo, haga el favor —le advirtió ella.
Más sonrisa. Más luz en la piel de Otto.
—Me enamoró… lo que no decía.
Clea arrugó la frente. El bastón se detuvo de pronto en la blancura del camino.
—Lo que había entre líneas —continuó él—. Sí, eso fue lo que me enamoró. Mi esposa amaba la vida como solo la aman quienes la han vivido desde muy pronto, con un tempo y una cadencia que lo armonizan todo. Entendía la vida, señora Ross, porque sabía oírla, reconocía su lenguaje y sus variaciones y palpitaba con ella, a la vez. Era como si la vida fuera ella y como si todo lo demás quedara fuera, al otro lado.
Clea buscó a tientas el paquete de cigarrillos y, cuando dio con él, sacó uno y lo encendió. Si Otto Stephens se hubiera vuelto a mirarla, habría visto que le temblaban las manos.
—Me habría gustado conocerla —dijo Clea. Lo dijo sin pensar, o quizá lo pensó y lo hizo en voz alta. Sin querer.
Otto se volvió a mirarla.
—Mi esposa era una mujer única que se casó conmigo creyendo que también yo lo era —dijo con una pequeña mueca de pesar—. Se equivocó.
Clea chasqueó la lengua.
—Ya —dijo—. Eso es algo que suele pasar, sobre todo a nosotras, las mujeres. —Otto no respondió. Simplemente se volvió a mirarla al tiempo que la sombra de una sonrisa asomaba a sus labios—. Demasiada mujer única y demasiado hombre pequeño, ése es el gran misterio del mundo, mi querido señor director. Y luego llegan los malabarismos, claro. Nosotras intentando empequeñecernos para que nuestro hombre no sufra la diferencia, renunciando primero a la fantasía, luego a los sueños, renunciando sin denunciar para que la vida no se rompa. —Clea hablaba con una rabia sorda y susurrada que Otto recibió a contrapié. El bastón volvió a trazar círculos en la grava, surcándola con brusquedad—. Qué fácil, señor Stephens. Qué fácil decir ahora que su esposa era una mujer maravillosa. Qué cómodo hablar a toro pasado después de toda una vida vivida así. No, señor Stephens. No me venga con ésas. Su esposa no le empequeñecía, no se engañe. Lo que le hizo pequeño fue conformarse con serlo y creerse generoso por haberse hecho a un lado para que su esposa pudiera ser única a solas. Eso es ser pequeño. El resto, mitología barata.
Las palabras de Clea llegaron salpicadas de pequeñas gotas de saliva que rociaron la humedad de la noche. Hablaba desde unos dientes apretados, apretadas también las manos alrededor de la empuñadura del bastón. «Habla de ella —pensó Otto de pronto—. Está hablando de ella». Y al verla así, tan encendida y tan tensa, tuvo ganas de ponerle la mano en el hombro y decirle que lo sentía, que lo sentía por ella, por lo que no decía, por las entre líneas.
—Lo siento —se oyó decir.
Clea se volvió de golpe hacia él como si hubiera recibido una bofetada.
—¿Qué es lo que siente, señor Stephens? —siseó—. ¿Haber perdido a una mujer única? ¿Haber sido un cobarde? ¿O quizá haber tenido una vida que ahora lamenta?
Otto cerró la mano sobre el banco.
—Siento haberla hecho enfadar —dijo, bajando la voz.
Clea parpadeó, sorprendida. El bastón se detuvo de nuevo, aunque solo durante un instante.
—No lo lamente por mí —dijo. Fue una frase ronca, cargada de flemas—. Sino por ella. Y, sobre todo, laméntelo por usted. Si su esposa era como dice, y le creo, quien más ha perdido es usted, porque, a juzgar por lo que cuenta, lo único que ha aprendido es a fabricarse una imagen de usted mismo que le justifica, y eso, mi querido señor, es pobre y es feo.
Otto tragó saliva. Una gaviota chilló desde la playa y un rayo volvió a iluminar un rincón de cielo. Clea dejó el bastón apoyado contra el borde del banco y buscó el paquete de cigarrillos. Sacó uno con dedos temblorosos, pero no lo encendió.
—Mi marido era como usted —dijo por fin—. Un hombre de éxito que vivía de gustar, acostumbrado a jugar y a ganar, experto en la conquista. Aunque tarde, no me costó entender que había en la Clea de los escenarios, en la de la música, demasiada luz para la Clea que él había imaginado a su lado. Primero fue la boda, después llegó mi niño y muy pronto me vi encajada en un perfil de esposa y de madre que lo llenaba todo, que no dejaba espacio para más. Empezaron los traslados. Como usted, mi marido entendía el mundo como un bloque de oportunidades sin fronteras. Se definía como un embajador de la cultura, «un hacedor de cultura», decía, y la cultura pedía y esperaba sus servicios desde cualquier rincón, en cualquier momento. A veces, sobre todo al principio, viajaba solo. Otras, cuando las estancias eran más prolongadas, nos llevaba con él. Vivíamos en movimiento constante, él nos mantenía en movimiento constante. La embajada de la cultura gritaba su nombre y había que levantar el campamento para acudir a su llamada. Gitanos de lujo, eso éramos: un retrato de hombre encandilado por su buena estrella con esposa y niño en brazos al fondo, esperando a que llegara la calma y que lo que él nos vendía como transitorio se convirtiera en destino final. A veces, cuando nos instalábamos en alguna ciudad y parecía que habíamos llegado para quedarnos, yo intentaba retomar mi música. Volvía a los ensayos, retomaba lo que era mío, y la Clea aparcada aparecía de nuevo con fuerzas renovadas, encontrando huecos imposibles entre las cenas, los compromisos, la casa… entre la madre y la esposa. Dos veces, en Dublín y en Malmö, conseguí un puesto de solista en una orquesta, pero no duró. Tardamos poco en levantar el campamento y volar a una nueva ciudad para empezar de nuevo. Nueva casa, nuevas caras, nuevo idioma… cansancio. «Paciencia», me decía él cuando yo le pedía un poco de espacio para mí, «espera un poco más. Confía en mí». Y confianza es lo que fui dejando en la estela de nuestros viajes. Confianza en él, en lo que prometía. Sí, perdí la confianza y también la esperanza, y cuanto mayor era el fantasma de la desconfianza, más me hacía una con mi niño, más nosotros dos en un círculo cerrado. Entendí entonces que no habría cambio y que la solista se había quedado sola con su música. La madre se apropió entonces del hijo, haciéndolo suyo contra todo lo que no éramos nosotros dos. Los escenarios y los conciertos se habían acabado y una parte de mí se había quedado muda. La Clea de los perdidos se había convertido en la Clea de los perdedores, de los sin voz, y volqué todo mi silencio en mi niño, arropándolo contra su padre, defendiéndolo de todos los fantasmas que a mí me habían hecho caer en el error de las falsas promesas, de esa luz cegadora con la que mi marido nos ensombrecía a los dos. Cambié, señor Stephens. Hice de mi hijo el cómplice de mi desilusión y fui quemando los pocos puentes que desde siempre le habían unido a su padre. Se lo quité. No hay chelo, no hay hijo, ése fue el binomio que me ayudó a seguir, convertida con el tiempo en eso que usted llama una mujer «entre líneas».
Otto apoyó los codos sobre las rodillas y suspiró por la nariz. «Cuánto daño nos hacemos», pensó sin apartar los ojos del suelo. Quiso decirlo, pero no se atrevió, y Clea volvió a hablar.
—No volví a pedir más —dijo, acariciándose automáticamente el brazo—. No más espera. Dejé de luchar por mi música, agotada de hacerlo sola, y sin eso, sin la ilusión, me ennegrecí. No volví a ensayar, ni a mendigar huecos ni pequeños plazos para mí. Se acabó el chelo, se acabaron los sueños, los escenarios, los conciertos, el cuarto propio… decidí callar y esperar a que fuera él quien preguntara. «¿No tocas, Clea? ¿No ensayas? ¿No más audiciones? ¿Por qué tanto silencio en esta casa?». Preguntas que yo empecé a esperar y que nunca llegaron. Me volví cómoda, cómoda para él y para la vida que él quería tener, renunciada, falsamente entregada.
Otto estiró la espalda contra el respaldo del banco. Junto a sus pies, Rita bostezó.
—No, señor Stephens, yo dejé de tocar y mi marido nunca preguntó —masculló Clea con un hilo de voz—. Años más tarde, pocos días después de enterrar a mi hijo, me encerré en el desván y toqué durante horas. Él había vuelto a ausentarse y tenía la casa para mí. Toqué y toqué, porque si no lo hubiera hecho, me habría cortado las muñecas con el arco del chelo para no tener que enfrentarme a la vida llena de nada que me esperaba allí abajo. Hasta el alba. Ni una lágrima, señor Stephens. No logré derramar ni una sola lágrima por mi hijo ni por el futuro que me esperaba sin él, pero desde ese día toqué en ausencia de mi esposo todas las noches hasta ver amanecer y poco a poco recuperé a la Clea que jamás debí dejar morir, y di voz a los perdidos, a los míos, de espaldas a mi marido. Él nunca lo supo, nunca volvió a oírme tocar. Yo lo quise así. Desde mi desván me fabriqué una vida sin él, contra él, odiándole sin poder dejar de quererle, una Clea con él y la otra con el chelo, la de las líneas y la de las entre líneas. Y no me arrepiento, créame. Si no lo hubiera hecho, me habría vuelto loca. —Sonrió. Fue una sonrisa triste—. Más loca, quiero decir.
Otto le devolvió la sonrisa. La tristeza también.
—¿Y sabe lo peor, señor Stephens? —dijo ella con una voz extrañamente dulcificada—. ¿Lo que más me duele todavía ahora?
Él negó con la cabeza.
—Que hasta el último día de mi vida con él, hasta el último segundo, nunca dejé de esperar que mi marido me pidiera que volviera a tocar —dijo, volviéndose a mirar a Otto con los ojos brillantes—. Nunca.
El silencio que llegó a continuación fue una red de luces y oscuridad que provocó en Clea la incómoda sensación de verse demasiado expuesta. Tuvo la impresión de haber hablado demasiado, de haberse enmarañado en una red de sombras con cuya presencia no había contado y de la que salió con un cambio de tercio que Otto recibió con un parpadeo de sorpresa.
—Esta vieja tiene frío, señor director —dijo, recuperando la aspereza que hasta el momento había sido habitual en ella—. Y también otras necesidades físicas más incómodas que no pueden esperar —añadió, arrugando los labios—. Así que, si no le importa, Cenicienta debe volver con su zorrita a las profundidades de palacio.
Otto soltó una risa tímida y ella intentó levantarse, pero las piernas le fallaron y volvió a caer sobre el banco con un bufido. Él se inclinó hacia ella durante una décima de segundo, pero no la tocó. Luego se levantó y, con un gesto automático, le ofreció el brazo para que se apoyara en él.
Clea le miró de hito en hito.
—Ni lo sueñe —refunfuñó—. Puedo sola.
Él no retiró el brazo.
—Vamos, señora Ross. Cualquiera diría que no se fía de mí.
Ella soltó una carcajada llena de flemas. Luego carraspeó.
—Chochea usted más de lo que imaginaba si cree que va a conseguir que una vieja judía de noventa años se fie de algo o de alguien —soltó entre dientes, intentando ponerse en pie de nuevo, esta vez con éxito—. Además, es demasiado pronto para eso.
Otto encogió el brazo, la sonrisa no.
Caminaron en silencio por el sendero de grava blanca hasta la suite de Clea. Al llegar a la verja de la terraza, ella se detuvo y se volvió a mirarle.
—¿Sabe lo que me gustaría? —dijo de pronto.
—No.
Clea inclinó la cabeza y abrió la puerta de madera sin dejar de mirar a Otto.
—Bajar a la playa —dijo.
—¿Ahora? —preguntó Otto, sin disimular su sorpresa.
—No diga bobadas —ladró Clea con una mueca de fastidio—. Con esta oscuridad terminaríamos despeñados en el primer escalón y carcomidos por esas ratas voladoras.
Otto soltó una risotada que resonó en el silencio del jardín y que Clea saludó con una risilla.
—¿Qué le parece si bajáramos una tarde de éstas? —preguntó ella, dando un pequeño puntapié a Rita para que entrara a la terraza.
A Otto se le iluminó la mirada.
—Será un placer —respondió. Se quedó pensativo durante unos segundos y luego añadió—: Y podríamos llevarnos un pequeño picnic.
Clea lo miró con suspicacia.
—Ya. ¿Y cómo piensa bajarlo? ¿En helicóptero?
Una nueva risotada.
—Alguien del centro nos lo bajará, no se preocupe por eso. Yo me encargo.
—Muy bien —asintió ella.
Otto le aguantó la puerta y esperó a que ella entrara al tiempo que decía:
—Aunque lamento decirle que tendrá que aceptar mi brazo para bajar a la playa.
Ella se volvió bruscamente y le miró con cara de fastidio. Él no se arredró.
—Insisto.
Clea le dio la espalda y, cuando llegaba a la cristalera de la habitación, murmuró:
—Ya veremos.
* * *
Ahora Clea se sienta despacio en la cama y pierde la mirada en la ventana. A su lado, Rita suelta un suspiro y se hace un ovillo. En los cristales, un pequeño batallón de nubes empieza a crecer contra el azul, ensombreciendo la luz de la tarde.
—Quizá tengamos tormenta, pequeña —dice, acariciando a Rita entre las orejas. Luego barre la habitación con los ojos hasta detenerlos en el mango de plata del bastón que descansa apoyado contra el tocador. «No. El de mango de plata, no», piensa con una sonrisa plácida, «esta noche me llevaré el de marfil. El de papá». Al instante la asalta el recuerdo de esa noche sentada en el banco con Otto Stephens y la sonrisa pierde placidez. Recuerda la conversación, la intimidad, ese arrebato de sinceridad que compartió con él y recuerda también la tarde de playa que llegó días más tarde—. Desde luego —dice sin apartar los ojos del bastón—, si algo hay que reconocerle al señor Stephens es que ha estado trabajando duro estas semanas, ¿verdad, zorrita?
Rita levanta una oreja y estira una pata.
—Sí, ya sé, ya sé. Pero lo que es de ley, es de ley. El hombre se ha esforzado, eso no me lo negarás.
Rita ladea la cabeza y abre los ojos. Suspira.
—No, no me estoy ablandando, no seas boba. Además, aunque me ablande, todavía falta esta noche —dice, volviendo los ojos hacia el espejo y estudiándose en él durante unos segundos—. Veremos si nuestro querido Señor Entre Líneas está tan dispuesto como parece a ser el gran amigo que dice querer ser. —Sonríe, y el espejo le devuelve una mueca de niña que le gusta—. No se imagina usted la pequeña sorpresa que puede estar esperándole dentro de unas horas, mi querido señor Stephens —murmura sin apenas mover los labios—. Quién sabe. Quién sabe lo que las páginas de estos noventa años de vida ocultan aún entre sus líneas.