Clea sonríe. Es una sonrisa insinuada que interrumpe con una calada fugaz al cigarrillo que se consume en el cenicero. Sentada delante del tocador, recorre en el espejo lo que queda a la vista de la suite y espira el humo despacio. Junto a la mesita, Rita duerme en la almohada hecha un ovillo. Clea detiene en ella la mirada y sonríe de nuevo.
—Estamos viejas, Rita —dice al espejo. Sobre la almohada, la perra levanta la cabeza y bosteza.
Desde el jardín llegan unos segundos de conversación entre dos mujeres cuyas voces se desvanecen en la distancia. Clea acerca la cara al espejo y se observa con atención.
—Estás vieja y pelleja, Clea —dice, arqueando una ceja y cogiendo los dos pendientes de oro blanco que tiene sobre el tocador.
Son dos impresionantes conchas salpicadas de brillantes. Se las deposita en la palma de la mano y siente su peso. Después coge una y se la coloca en el lóbulo de la oreja con un chasquido, tuerce la boca en una mueca de satisfacción y le da una calada al cigarrillo antes de ponerse la otra.
—Vieja, sí, pero con unas buenas orejas —dice, retocándose el pelo con un gesto, coqueta.
A su espalda, Rita ha vuelto a despertarse y se ha acercado caminando delicadamente sobre la cama. Al llegar al borde, se sienta y ladea la cabeza, clavando los ojos legañosos en la imagen de Clea que ocupa el espejo.
Al verla, Clea se vuelve en la silla.
—¿Te gustan estos o me pongo los de esmeraldas?
Rita inclina la cabeza y parpadea. Clea frunce el ceño.
—¿Sin pendientes? ¿Tú crees? ¿No será ir demasiado sobria?
Rita ladea la cabeza hacia el lado contrario.
—Ah, bien. Entonces éstos —dice llevándose las manos a las orejas.
Rita sigue mirándola fijamente.
—No me mires así.
Rita parpadea y suelta un gemido.
—No te puedo llevar conmigo, cariño. Esta noche, no.
Un segundo gemido. Clea chasquea la lengua.
—No te preocupes. Serán solo un par de horas —dice volviendo a mirarse en el espejo—. Con lo poco que comemos las viejas… —añade mirando a la perra por el espejo—. Aunque… qué te voy a contar que tú no sepas —susurra. Luego apaga el cigarrillo en el cenicero y se levanta para acercarse al espejo y mirarse bien—. Hay que ver lo que cambia una con unos buenos pendientes.
Vuelven las voces de las dos mujeres desde el jardín. Se acercan. Se alejan. Clea clava los ojos en su propia mirada.
—La última cena, Clea Ross —dice con voz grave. Luego cierra los ojos, deja escapar un suspiro que rápidamente se convierte en carraspera y añade con una voz que quiere ser dramática—: Esta noche empieza todo y termina todo, señor Stephens. Espero que hoy la suerte y lo que no lo es coincidan y estén de nuestro lado. Por su bien y por el de esta vieja de orejas duras.
* * *
Coincidencias.
Clea Ross y Otto Stephens coincidieron en la sala de juegos de Buenavista el día siguiente de la llegada de ambos al centro. Después del almuerzo, Rocío había organizado un pequeño encuentro con el resto de los residentes para hacer las presentaciones de rigor. Clea apareció con casi un cuarto de hora de retraso y saludó con un gesto malhumorado a los cuatro ancianos que esperaban sentados a una mesa preparada para el café.
—Soy Clea Ross —dijo, adelantándose a Rocío. No tendió la mano. Ni siquiera se movió—. No, no se levanten. Hay riesgos que es mejor no correr —soltó con una sonrisa traviesa. Rocío carraspeó a su espalda—. Encantada de haberles conocido, aunque no creo que vayamos a vernos muy a menudo porque no me gusta demasiado la gente, y menos la de mi edad. Además, fumo como una posesa y tengo una perra a la que no se le da demasiado bien la condición humana. —Recorrió a los ancianos con la mirada y añadió con una mueca de fastidio—: No, a ella tampoco.
Se hizo el silencio en el salón de juegos. Antes de que nadie pudiera intervenir, Clea salía por la cristalera con Rita pegada a los talones. Rocío la siguió con la mirada antes de volverse hacia Otto, dispuesta a ocuparse de él, pero en ese momento Clea reapareció de improviso, asomando la cabeza por el ventanal.
—¿Usted es Otto Stephens, el director de orquesta? —preguntó, apuntando a Otto con el bastón.
Él asintió con la cabeza.
—El mismo.
Clea chasqueó la lengua.
—Eso me había parecido.
Rocío sonrió, cambió el peso del cuerpo del pie derecho al izquierdo y soltó un suspiro de alivio que nadie oyó.
—Mmmm… —dijo Clea, sin dejar de apuntar a Otto—. En las fotos sale mejor. —Él dejó escapar una carcajada—. Creía que eso de que los famosos están igual de solos que el resto de los mortales era mitología griega —soltó Clea con voz distraída, como si hablara consigo misma—. Ya veo que es cierto. —Luego le miró con una especie de sonrisa torcida y añadió—: Pobrecito.
Otto ladeó la cabeza y respondió sin borrar la sonrisa de su rostro:
—Y yo jamás habría imaginado que hubiera mujeres tan hermosas en los centros como éste.
Clea arqueó una ceja.
—Asilos, señor director. Se llaman asilos —soltó con voz aburrida—. Y, si lo dice por Rocío, podría ser su tataranieta —añadió con un tono de voz extrañamente ofendido—. Debería darle vergüenza.
Eso fue lo último que dijo: «Debería darle vergüenza». Luego desapareció.
Desde el jardín, sacudió la cabeza al oír la risa ronca y contagiosa de Otto Stephens que llegaba desde dentro. Le gustó esa risa. Le hizo sonreír.
Cinco minutos más tarde estaba sentada con cara de falsa paciencia en la consulta del médico del centro, un hombre joven de piel morena que la había recibido en la puerta con una sonrisa de dientes perfectos antes de presentarse como el doctor Amancio.
—Bien —empezó el doctor después de haber dedicado un par de minutos a repasar la carpeta que tenía sobre la mesa—. He estado estudiando su historial, señora Ross, y aparte de algunas cosillas, debo decir que está usted en plena forma. Bien el corazón, los riñones, el colesterol bajo, digestión correcta… Ya quisieran muchas llegar a su edad así.
Clea le dedicó una sonrisa forzada.
—Aunque quizá podríamos ayudarla a mejorar algunas… cosillas, si me lo permite.
Una ceja arqueada.
—¿Cosillas?
—Bueno —dijo el doctor—, esos pequeños… achaques, ya me entiende —aclaró con un guiño—. La medicación para la osteoporosis es la correcta, pero creo que podríamos hacer algo más para ayudar a esos huesos, y también para reforzar la musculatura de las piernas.
—Ajá.
—Y quizá debería plantearse fumar menos. Según leo, fuma casi dos paquetes diarios.
Clea carraspeó.
—Borre el casi.
—Mmmm, mal hecho —la reprendió, negando con la cabeza—. Diría que fuma usted demasiado, señora Ross.
Clea inspiró hondo y soltó el aire por la nariz.
—Y yo diría que fumo demasiado, que pienso demasiado, que aguanto demasiado, demasiados achaques, demasiada gente opinando sobre mi vida… Es lo que tenemos las viejas, doctor: que somos un cúmulo de demasiados. Casi ninguno corregible.
El doctor soltó una carcajada y pareció relajarse antes de apuntar algo en el informe.
—¿Sabe lo que creo?
—Seguro que no.
—Que nos vamos a llevar bien usted y yo.
Clea soltó una risilla que él recibió encantado.
—Ji, ji, ji. No me diga.
—Y también que va a estar muy a gusto aquí, con nosotros, ya lo verá.
Clea bajó los ojos durante un segundo para mirar su reloj.
—Así, por lo pronto, me gustaría hacerle dos recomendaciones.
—Usted dirá.
—La primera es que no se aislé —dijo el doctor, cruzando las manos sobre la mesa—. Relaciónese. Sosialise, hágame caso. Aquí encontrará a gente con la que seguro que conecta bien, créame. Y el centro ofrece muchas posibilidades para entretenerse: bridge, sesiones de cine, talleres para la memoria… hasta cursos para aprender a usar Internet tenemos. Imagínese la sorpresa que puede darle a sus hijos y a sus nietos si de repente un día decide comunicarse con ellos por Internet.
Clea fue a decir algo, pero el doctor Amancio no la dejó hablar.
—Es más. Yo le recomendaría, y es su médico el que le habla, que probara las clases de aquagym en la piscina salada. No, no. No me mire así. Son clases muy… personalizadas, no se vaya usted a creer. Movimientos suaves en el agua que le ayudarán a reforzar la musculatura y que no suponen ningún peligro para esos huesos de cristal.
Clea sonrió.
—Ajá.
—Es un ejersisio estupendo, de verdad. Además, le ayudará a limpiar un poco esos pulmones.
Clea parpadeó y siguió sin decir nada, y el doctor se inclinó un poco hacia delante sobre la mesa.
—¿Qué? ¿Qué me dice?
Clea se pasó la lengua por los dientes y chasqueó la boca.
—¿A usted le pagan por hacer esto, doctor… Amancio?
El doctor sonrió de nuevo, tensando los dedos.
—Sí, claro.
—Y entiendo que le pagan bien.
Una pequeña carcajada.
—No tengo queja.
—Me alegro —dijo Clea, echándose un poco hacia delante en la silla. Luego abrió el bolso que tenía sobre las rodillas y sacó un paquete de tabaco—. Deje que le dé un consejo, doctor. Y es su paciente la que le habla —dijo con un parpadeo casi coqueto—. Si quiere seguir calentando esa silla, será mejor que empiece a dejar de decir estupideces.
El doctor irguió la espalda. La sonrisa desapareció y Clea se llevó la mano al pelo en un gesto pausado.
—Porque si de verdad cree que voy a meterme a bailar en remojo en una piscina con un puñado de viejas meonas para que los abuelos esos me vean con los pellejos al aire, es que usted tiene de médico lo que yo de novia de Frankenstein.
—Señora Ross, yo…
—Eso es, muchacho: señora, usted lo ha dicho. Y vieja, también vieja. Tengo noventa años, dos pulmones, dos riñones y dos paquetes de tabaco en el bolso que están por la mañana y que han desaparecido cuando llega la noche. Y con eso vivo de sobra, así que no me venga a dar consejos de simpatiquillo de barrio porque para dar consejos estamos las viejas, no se me confunda.
El doctor tragó saliva y suspiró, tenso.
—Yo… no pretendía…
—No pretendía, no pretendía… —le interrumpió con una mueca de aburrimiento—. Bah, ¿socializar, dice? ¿Con la docena de carcamales que he visto babear ahí fuera? ¿Pero usted qué se cree? ¿Que he venido aquí a hacer amiguitos? ¿Qué voy a pasarme las tardes jugando al dominó con cuatro abuelos gagás como si estuviera en el casino del pueblo?
El doctor se reclinó contra el respaldo de la silla y lanzó una mirada furtiva al interfono blanco que tenía a dos palmos escasos de la mano mientras, al otro lado de la mesa, Clea sacó un cigarrillo del paquete, se lo hincó entre los labios y empezó a buscar en el bolso sin dejar de mascullar entre dientes.
—Brnmdmkjkslemrcherodeldemonioslskdetantascosasaghh.
Por fin, levantó la cabeza, se quitó el cigarrillo de los labios y chasqueó la lengua.
—Sosialise y deme fuego, ande. No sé dónde he puesto el maldito encendedor.
El doctor parpadeó, incrédulo.
—Señora Ross, esto es la consulta de un médico. No le puedo permitir que…
Clea cerró despacio la cremallera del bolso, se puso en pie con un gruñido y agitó la mano en el aire con el cigarrillo entre los dedos a la altura de la cara del doctor.
—No se preocupe, muchacho —ladró con la boca torcida—. La consulta acaba de terminar.
Un par de segundos más tarde, Ilona se levantó del sillón de la pequeña sala de espera al verla salir de la consulta y se acercó a su encuentro.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó, ofreciéndole el brazo para que Clea se apoyara en él mientras le entregaba el bastón.
Clea arqueó una ceja y sonrió.
—Estupendamente —contestó con un guiño—. Un encanto de muchacho… al que no tengo intención de volver a ver.
Ilona la miró sin comprender y en ese momento Rocío asomó la cabeza por la puerta de la salita. Llegaba acompañando a la consulta a otra de las huéspedes del centro, una mujer gruesa y teñida de caoba cargada de oro a la que Clea ni siquiera miró. Cuando Roció saludó y quiso hacer las presentaciones de rigor, Clea puso los ojos en blanco y dijo:
—Por cierto, Rocío. Si alguna vez necesito un médico, llama al 061, al 666 o a los bomberos, pero como se te ocurra aparecer con míster Bogotá te incendio el asilo. —Sonrió, tirando de Ilona—. Quedas avisada.
Otto Stephens y Clea Ross coincidieron más, muy poco al principio, porque ella únicamente salía de su suite tres veces al día y nunca sola. Rita la acompañaba. Los movimientos de Clea se reducían a eso: una rutina de anciana obstinada a la que ella se aferraba con una fidelidad casi desafiante. En realidad, solo salía al jardín del centro por dos motivos: el primero era dar los dos paseos diarios a Rita. El segundo, tomarse un té con leche fría en el cenador después del almuerzo. El resto era, como ella misma repetía, «vida interior».
Fue precisamente durante uno de esos paseos cuando volvió a coincidir con Otto. Durante el encuentro no ocurrió nada especial, tan solo el intercambio de un «buenos días, ¿cómo está?» de rigor y un par de comentarios sobre el tiempo, tras los que Clea rápidamente dio la conversación por finiquitada. El cruce de caminos se repitió al día siguiente y también al siguiente —«Hola, buenos días, bien, calor, agradable, adiós», poco más—, y fue haciéndolo a diario durante el resto de la semana. El lunes Otto quiso más —más conversación, más tiempo, más atención— y se ofreció a acompañar a Clea en su paseo. Tras un instante de titubeo hubo, en efecto, más tiempo, más atención y más conversación. Otto Stephens y Clea Ross dieron su primer paseo por el jardín de Buenavista a última hora de la tarde de un lunes de finales de junio envueltos en las nubes circulares de vapor de agua que repartían los aspersores y el primer trajín nocturno que se adivinaba ya en algunas suites y en el comedor de la casa principal. La conversación fue, como serían muchas en el futuro, pequeños apuntes sobre el tiempo, alguna noticia, el centro… la vida, en suma, pero ni el uno ni el otro se permitió un mínimo roce a las parcelas más íntimas, más personales. No hubo territorio compartido. Tan solo territorio común.
A la vuelta, Otto decidió invitar a Clea a tomar un té a la terraza de su suite. Ella sonrió al oír la invitación y Rita ladeó la cabeza.
—¿Para qué? —preguntó.
Otto parpadeó. No abandonó la sonrisa.
—Bueno… —respondió—. ¿Y por qué no? Somos dos personas adultas, hace una noche estupenda, tenemos todo el tiempo del mundo y además da la casualidad de que no solo es usted una mujer hermosa, sino que también es mi vecina. ¿Tiene algo de malo conocerse un poco más?
Clea ladeó la cabeza. La suya y la de Rita dibujaron el mismo ángulo sobre el verde del césped. Agudo.
—¿Adultas?
Otto arqueó una ceja. No pudo responder.
—Querrá usted decir «ancianas», señor mío. Personas ancianas.
Otto soltó una carcajada.
—Sí, eso también.
—No, señor director —replicó Clea—. También, no. Que somos un par de ancianos es algo empíricamente demostrable.
—Sí.
—Pero eso no nos convierte en personas adultas.
—Cierto.
—Y yo he preguntado «para qué», no «por qué». Siempre he pensado que si la gente contestara exactamente a lo que se le pregunta, las cosas funcionarían mucho mejor. Nos ahorraríamos mucho de todo: mucha voz, explicaciones, aire. Mucha contaminación.
Otto inspiró hondo y sacudió la cabeza.
—Cierto también.
—¿Puedo preguntarle una cosa, señor Stephens?
—Otto, llámeme Otto.
—Señor Stephens está bien de momento.
—Como quiera.
—Cierto.
Otto Stephens sonrió de nuevo.
—Pregunte, señora mía. Pregunte.
Clea asintió y carraspeó.
—Quiero pensar, después de estos últimos días de sospechosas coincidencias, que no está usted intentando tontear conmigo, ¿verdad? —Y antes de que él pudiera responder, añadió chasqueando la lengua—: Si es así, ya puede ir quitándoselo de la cabeza, porque esta vieja no está ni para tontear con sus vecinos de asilo ni para otras bobadas parecidas. Así que usted verá. Yo en su lugar no perdería el tiempo con nosotras —dijo, bajando los ojos hacia Rita, que acababa de bostezar— y lo intentaría con la gagá de la número 20. Tiene pinta de estar muy necesitada.
Otto Stephens no dijo nada. Simplemente se agachó a acariciar a Rita, que, al notar su mano sobre la cabeza, parpadeó con coquetería y se tumbó boca arriba, pidiendo más. Clea tiró de la correa y Rita soltó un pequeño gruñido.
—Casi tanto como ella —dijo con una sonrisa torcida—. Zorrita.
Otto se incorporó y se rio entre dientes.
—Para conocerla mejor —dijo de pronto. Al ver la expresión confusa de Clea, aclaró—: Para eso me gustaría invitarla a tomar un té en mi terraza. Para conocerla mejor.
—¿Mejor? —Clea arqueó una ceja—. Mejor sería si ya me conociera. Querrá usted decir: para conocerme.
Otto inspiró hondo de nuevo.
—Eso es, sí.
Clea le dedicó una sonrisa satisfecha.
—No creo que vaya a gustarle demasiado lo que quizá esté por conocer, señor director de orquesta. No tiente usted a la suerte.
Otto volvió a la risa.
—Puede que no me guste o puede que sí, quién sabe. Quizá nos sorprendamos los dos y resulte que estamos a las puertas de una gran amistad. La vida, ya se sabe…
Clea soltó un bufido que Rita recibió con un ladrido.
—Por edad, diría que estamos más a las puertas de un gran funeral que de una gran amistad.
Otto parpadeó, un poco incómodo.
—Bueno, puede ser… aunque supongo que una cosa no quita la otra, ¿no le parece?
—Una gran amistad… una gran amistad… —refunfuñó Clea como si hablara consigo misma—. Con el tiempo que nos queda por vivir a usted y a mí, yo más bien lo dejaría en una hipotética fugaz amistad, señor Stephens. —Otto fue a decir algo, pero ella se le adelantó—: No, no diga nada, hágame el favor.
Otto la miró y asintió. Clea se llevó la mano al bolsillo de la rebeca de hilo y sacó el paquete de tabaco.
—¿Sabe lo que pasa, señor director?
Otto sonrió.
—No.
Clea se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió.
—Que no tiene usted aspecto de ser un hombre capaz de ser amigo de una mujer. Eso es lo que pasa.
—¿Ah, no? —preguntó él, ladeando la cabeza.
—No —sentenció ella, soltando una breve bocanada de humo—. Demasiado galán me parece a mí. Demasiadas miraditas de esas… ya me entiende. Y eso no se cura. Ni siquiera con la edad.
Otto soltó una carcajada abierta. Estaba realmente divertido. La situación le divertía. Clea también.
—No debería juzgarme tan a la ligera, mi querida señora.
—¿Ah, no?
—No.
Clea dejó escapar un suspiro seco antes de volver a hablar.
—Puede. Es la ventaja que tiene haber llegado a los noventa: que ya podemos juzgar sin temor a equivocarnos. Y no porque no nos equivoquemos, sino porque el arrepentimiento es un lujo que solo da la esperanza de futuro. Eso usted debería saberlo tan bien como yo, aunque todavía no los haya cumplido.
Se hizo un silencio que únicamente rompió un leve gemido de Rita. Clea agachó la cabeza hacia ella.
—En cualquier caso, hoy se nos ha hecho un poco tarde para aceptar invitaciones y amistades, ¿verdad, cielo? —Rita alzó la mirada y parpadeó varias veces y Clea se volvió a mirar a Otto—. Tengo que darle el antibiótico. —Otto no dijo nada—. Quizá mañana, si no le importa —comentó con una sonrisa ida antes de volverse de espaldas y echar a andar hacia su suite.
Otto siguió donde estaba durante unos segundos. Cuando también él decidió volver a su habitación, oyó refunfuñar a Clea:
—Y si todavía seguimos vivos.
Otto no volvió a ver a Clea en lo que quedaba de semana. Intentó hacerse el encontradizo con ella durante los tres días siguientes, pero fue en vano. Clea parecía haber cambiado los horarios de sus paseos y no la encontró en el cenador después del almuerzo. La mañana del cuarto día se levantó casi al alba y se acomodó en la tumbona de su terraza, decidido a montar guardia. Pidió el desayuno en la suite y se dedicó a leer los periódicos disfrutando de la primera luz de la mañana y del fresco del amanecer sobre el jardín, atento en todo momento a los movimientos que tenían lugar más allá del seto de la terraza. Por fin, entre las diez y cuarto y las diez y veinte, vio aparecer a Ilona con Rita por el sendero que bordea el acantilado y, adivinando el trayecto que seguirían mujer y perra, se levantó, salió al jardín y esperó. Veinte minutos más tarde, las vio reaparecer por el sendero acompañadas de Gladys, otra de las cuidadoras, y salió a su encuentro.
Tras los saludos de rigor, preguntó:
—Hace días que no veo a la señora Ross. ¿Se encuentra bien?
Ilona le miró, divertida.
—Perfectamente.
—Ah. —No supo cómo seguir preguntando. Ilona sonrió.
—Lleva unos días encerrada en su habitación. —Guardó un instante de silencio antes de aclarar—: Trabajando.
Otto parpadeó.
—¿Trabajando?
Ilona asintió con la cabeza. Luego se volvió a mirar a Rita, que se había acercado a Otto y le pedía caricias con la pata.
—Escribe —dijo, bajando un poco la voz.
Otto la miró, interrogante.
—Algo sobre la amistad —añadió Ilona con una mueca incómoda—. Aunque no ha querido decirme más.
Otto se había agachado para acariciar a Rita y detuvo la mano en el aire.
—Ah.
Ilona se encogió de hombros.
—Por cierto, antes de salir me ha dicho que le diga que en cuanto lo tenga, le enviará el contrato. Que está a punto de terminarlo.
Otto frunció el ceño.
—¿El contrato?
—Eso ha dicho —respondió Ilona—. Luego la he oído refunfuñar no sé qué sobre los amigos y el tiempo, pero no la he entendido bien.
Otto parpadeó, confuso.
—De todas formas, me ha dicho que usted ya estaba al corriente.
—Ah.
—Y, ahora, si me disculpa, tengo que irme.
—Sí, claro.
Ilona, Gladys y Rita se alejaron y Otto siguió donde estaba, apoyado en la puerta de madera que daba acceso a su terraza.
«El contrato», pensó con una mueca de perplejidad, acariciándose la barbilla y siguiendo con la mirada las dos figuras que perdían volumen y definición bajo la luz azulada de la mañana. «El contrato», siguió repitiéndose en silencio antes de entrar despacio a la terraza y volver a instalarse en la tumbona con un suspiro de hombre mayor que no se molestó en disimular. Minutos más tarde, roncaba con el diario desplegado sobre el pecho.
A Ágata, la limpiadora polaca que pasó media hora después por delante de la terraza en dirección a la lavandería cargada con una cesta de sábanas mojadas, casi le pareció oírle canturrear algo en la tumbona. Al ver a Otto dormido balbuceando y discutiendo en sueños, meneó la cabeza y arrugó los labios.
—Viejos ricos —masculló, antes de perderse entre los setos hacia la casa principal.
Cuando, alrededor de la una, Otto despertó de su siesta matinal y fue a levantarse, dispuesto a darse una ducha y prepararse para el almuerzo, el corazón le dio un vuelco. Apoyó las manos en la lona de la tumbona para recuperar el equilibrio y apretó los dientes. A un par de metros de él, sentada a la mesa de teca de la terraza, Clea leía el periódico con una taza de té en la mano y un cigarrillo que humeaba en el cenicero. Rita descansaba a sus pies.
No levantó los ojos del periódico, pero sí habló.
—Ronca —dijo—. Debería dormir de lado.
Otto inspiró hondo, confuso por el calor del mediodía y la sorpresa de tener a Clea allí sentada.
—Pero ¿cómo…?
—Y habla en sueños —remató ella—. Bonita combinación.
Otto se pasó la mano por el pelo, peinándoselo hacia atrás.
—Le he traído el contrato, señor director —anunció Clea con voz cortante, cerrando el periódico con brusquedad y apartándolo a un lado. Luego cogió de la silla que tenía junto a ella un portafolio negro y sacó de él dos documentos grapados que puso sobre la mesa, uno delante de ella, el otro en el extremo más alejado—. Si quiere, podemos leerlo juntos.
Otto siguió sentado en la tumbona. Tenía la boca seca y sentía la camisa pegada a la espalda. «Qué calor, de repente», pensó, intentando concentrarse en lo que Clea le decía.
Clea chasqueó la lengua un par de veces. Luego movió la cabeza otras tantas, se tomó el té que todavía le quedaba en la taza y aplastó el cigarrillo contra el cenicero.
—Ya veo que no he venido en un buen momento —dijo, levantándose. Rita la imitó—. Siento haberle asustado. Le dejó aquí las dos copias. Léalas, hágame el favor, y si está de acuerdo, fírmelas y me hace llegar una. —Otto siguió mirándola sin saber qué decir—. Ah, y nada de regateos. Es o un sí o un no —añadió, dirigiéndose hacia la puerta de madera y saliendo al jardín seguida de Rita—. Tómese su tiempo, señor Stephens.
Desapareció. Clea desapareció y Otto siguió sentado durante unos segundos en la tumbona, aturdido aún, hasta que finalmente se levantó, se sirvió un poco de té, se puso las gafas y se sentó a la mesa. Cuando cogió el documento y empezó a leer, a sus labios asomó una sonrisa entre tímida y divertida que al instante se convirtió en una carcajada rasposa.
—Es usted una mujer tremenda, señora Ross —murmuró, sacudiendo la cabeza al tiempo que se volvía a mirar al jardín y se secaba el ojo derecho con el pañuelo que llevaba en el bolsillo de la camisa. Al fondo, junto a la casa de los guardeses, dos jardineros replantaban algo en el parterre que rodeaba el pequeño chalé. Uno de ellos trabajaba agachado y el otro parecía descansar apoyado contra la pequeña furgoneta eléctrica que utilizaban para recorrer la propiedad. En el silencio del mediodía, una gaviota trazó varios círculos sobre el cenador y volvió a la amplitud del océano mientras el hombre que trabajaba agachado debió de decir algo gracioso, porque el segundo echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
Otto contempló la escena durante unos instantes más. Luego volvió a concentrarse en el documento y siguió leyendo.
* * *
Clea se ha quitado los pendientes y los ha dejado sobre la mesilla. Está sentada en la cama y fuma con Rita dormitando a su lado. No hay prisa. Todavía es temprano. Tiene tiempo de sobra para prepararse.
—Casi tres meses ya. Parece mentira —murmura de improviso a nadie—. Quién me iba a decir a mí que el tiempo podía pasar tan deprisa en un sitio en el que se vive en el descuento. —Se vuelve a mirar a Rita, que acomoda la cabeza sobre sus rodillas y bosteza—. He decidido que no me voy a poner pendientes, cielo. Ni los de oro, ni los de esmeraldas —le dice—. Mejor ir con las orejas bien ligeras, no vaya a ser que se me escape algo de lo que nuestro querido señor Stephens tenga que decir esta noche. Ya sabes lo listo que es. Seguro que intenta colarnos alguna.
Voces. De pronto las voces de dos mujeres se acercan desde algún ángulo del jardín y Clea sostiene el cigarrillo en el aire. Rita levanta la cabeza y se vuelve a mirar hacia la ventana antes de soltar un gemido nervioso.
Un par de segundos más tarde, Clea reconoce el origen de las voces y se acerca el cigarrillo a los labios. Al otro lado del seto, Ilona y Rocío se alejan ya hacia la casa principal, perdidas en una conversación de la que a Clea solo le han llegado unos retazos, entre los que han sonado palabras como «contrato, nada más que unos minutos, enseguida terminamos». A Clea le gusta la voz de las dos mujeres. Suenan bien, juntas y por separado, sobre todo la de Ilona, esa voz suave y dulcificada por todas las cosas que Clea sabe de ella y por los años vividos en Budapest mezclados con los hablados en lenguas ajenas.
Lejos. En el extremo opuesto del jardín, Otto Stephens se asoma al ventanal de su suite. Acaba de despertarse de la siesta, dispuesto a prepararse, él también, para la cena. Como es habitual, ha decidido tomarse su tiempo para ducharse, vestirse y acicalarse. Sabe que no será una noche fácil, que quizá haya dolor y sorpresas no deseadas, y sabe también que, por mucho que lo intente, es inútil predecir. «Conociendo a Clea Ross, todo es posible», piensa mientras desde su ventana las figuras de las dos mujeres se pierden por la puerta del despacho de Rocío.
Un escritorio transparente con patas de acero, una silla de piel blanca, dos estanterías de diseño y una chaise-longue de Le Corbusier de piel de potro. Las ventanas son de madera blanca y maciza. Sobre el escritorio, poca cosa: un Macintosh blanco, una Tolomeo, un teléfono inalámbrico y una foto enmarcada que Ilona no alcanza a ver. Ni un solo papel.
Mientras espera a que Rocío rodee la mesa y se siente, Ilona aprovecha el intervalo para mirar la hora: las cuatro y trece minutos de la tarde. Si Rocío no hubiera aparecido en su habitación poco antes de las cuatro para pedirle que la acompañara a su despacho, a estas alturas estaría, como todos los jueves, de camino a la ciudad en uno de los coches que el centro facilita a los cuidadores para que se desplacen adonde quieran en sus días libres.
La invitación de Rocío ha llegado escueta y neutra.
—Lamento molestarte en tu día libre, Ilona, pero me gustaría hablar contigo antes de que salgas. No te importa, ¿verdad? —Al ver la mirada confusa de Ilona, ha añadido con una sonrisa que ha querido ser tranquilizadora—: Será solo un momento.
Ilona, que estaba a punto de salir, ha asentido con la cabeza.
—Claro.
Ahora Rocío la mira desde su lado de la mesa, enmarcada contra el cristal de la ventana. Sonríe, moviendo el ratón del Mac durante un instante. Luego carraspea.
—Mañana se cumplen los tres meses de tu llegada al centro, y, tal y como quedamos en su día, me había propuesto darte noticias sobre tu futuro aquí —empieza. Al ver que Ilona no dice nada, vuelve a carraspear antes de continuar—: Desgraciadamente, no va a ser así.
Ilona parpadea, intentando concentrarse en las palabras de Rocío, aunque sin demasiado éxito.
—No —sigue Rocío—. No podré decirte nada hasta mañana, porque aún quedan algunos cabos que no he conseguido atar.
—¿Cabos?
—Variables.
—Ah.
—De lo que no debes preocuparte es de tu continuidad en Buenavista. Estamos muy contentos contigo. —Ilona mira su reloj disimuladamente—. Pero no sé todavía si seguirás compartiendo a la señora Ross y al señor Stephens o si te quedarás solamente con uno de ellos y el otro pasará al cuidado de Irene, que, como sabes, se reincorpora pasado mañana.
Ilona clava la mirada en la ventana antes de pasearla por los escasos objetos que salpican la mesa. «Qué mirada más cerrada», piensa Rocío durante un escaso segundo antes de preguntar:
—¿Estás bien?
Ilona sonríe. Es una sonrisa ausente.
—Sí.
Rocío pone las palmas sobre la mesa y ladea la cabeza, esperando que el «sí» de Ilona se haga más explícito. Cuando, tras unos segundos de silencio, entiende que la espera es en vano, decide hablar de nuevo.
—Bueno, la verdad es que no tengo mucho más que decir. Mañana a esta hora debería tener noticias que darte.
Ilona parpadea y se encoge ligeramente.
—¿Noticias?
«No está aquí —piensa Rocío—. Ilona no está». Y entonces se acuerda del día en que la vio alejarse desde la ventana de su despacho por el sendero que bordea el acantilado y vuelve a asaltarla la misma sensación de estar ante una mujer enmarcada por una extraña plenitud que, como siempre que se han visto a solas, la pone sobre aviso y enciende en ella una pequeña luz de alarma. «Me gustaría saber qué hace esta mujer en la ciudad todos los jueves. ¿Adónde irá? ¿Tendrá a alguien allí? ¿Un hombre? ¿Una amiga?». Teniendo a Ilona así, sentada al otro lado del escritorio con la mirada perdida y las manos sobre las rodillas, Rocío entiende de pronto que no la conoce, que durante estos últimos tres meses la ha visto moverse por el centro como una más y que eso es lo que ha sido, como ocurre con todos los empleados que circulan por Buenavista bajo su supervisión: simplemente una más.
—Había pensado en preguntarte si, llegado el caso, preferirías quedarte a cargo de la señora Ross o del señor Stephens. No creo que Irene tenga especial preferencia por ninguno de los dos.
Ilona baja los ojos.
—No —dice.
Ahora es Rocío la que parpadea. El «no» de Ilona ha sonado como un chasquido en el silencio del despacho, rebotando contra toda la blancura de la habitación.
—¿No? —pregunta con suavidad.
Ilona vuelve a levantar la mirada.
—No me obligues a elegir —dice. Luego recorre la mesa con los ojos y los clava en la parte trasera de la pantalla del Mac—. Yo… —Se lleva la mano al cuello y se masajea la nuca durante unos segundos. De nuevo parece perderse en un plano que la aísla de la realidad del despacho y de Rocío, empequeñeciéndola, antes de añadir—: No podría…
—Entiendo.
—Además, ni siquiera sé si me sentiría cómoda acompañando solo a uno de los dos.
Rocío se lleva la mano a la mejilla.
—Creía que eso ya lo habíamos hablado, Ilona.
—Sí.
—Te avisé de que no te encariñaras con tus clientes.
—Sí.
Rocío se mira las manos e inspira hondo. No le gusta tener que recordar a sus empleados cosas que ha dado por sabidas. De algún modo, entiende que la falta de memoria del personal del centro habla mal de ella.
—Pero es que entonces no sabía que Clea y Otto eran así —dice Ilona, depositando una mirada suave en los ojos de Rocío. Sonríe. Es una sonrisa difusa—. No sabía que eran tan… complementarios —añade.
—¿Complementarios? —Irritación. Hay irritación en el tono de Rocío y ella se da cuenta. Ilona no. Está con Otto y con Clea. Al otro lado del cristal.
—Sí —responde Ilona con una sonrisa que es una extensión de la anterior—. No sabría explicarlo mejor. Es como si, compartiendo el día con los dos, viviera dos realidades en una… no sé si me entiendes. —Rocío asiente ligeramente con la cabeza, más como un gesto automático que como una muestra de acuerdo—. Muchas veces, cuando estoy con Clea, me imagino que Otto puede oírnos y enseguida sé que se reiría con las mismas cosas que ella, a su manera, claro, pero se reiría. Y lo mismo me pasa con él. No sé… a veces tengo la sensación de que… —No termina la frase, y Rocío acerca la mano a la foto que está sobre el escritorio y la deja suspendida en el aire.
—¿De qué? —pregunta.
Ilona baja los ojos.
—De nada. No me hagas caso.
Rocío sonríe y apoya los dedos sobre el marco de la foto.
—Bueno —dice con un suspiro seco, pasando el pulgar por el cristal—, en cualquier caso, hasta mañana no sabré nada. Pero no te preocupes, en cuanto tenga noticias te lo diré.
Ilona hace un gesto afirmativo y vuelve la mirada a la ventana.
—Muy bien.
Las dos mujeres se quedan como están durante unos segundos y el silencio de la tarde las envuelve a ráfagas desde el exterior, mezclado con el zumbido del aire acondicionado. «No sé nada de esta mujer», se oye pensar Rocío mientras aparta el dedo del cristal y pone las palmas sobre la mesa. Incómoda. Ilona la pone incómoda con su presencia, aunque Rocío es lo suficientemente inteligente como para saber que no es su presencia lo que la altera, sino el reflejo que de sí misma encuentra en ella. Huele en Ilona cosas que le resultan familiares y que las encierran en un conjunto vacío al que no quiere pertenecer. Huele la orfandad en Ilona, eso es lo que huele: ese halo de mujer sola en el mundo que, a diferencia de Ilona, ella se ha labrado a conciencia, sin victimismos, como mujer que en un momento de su vida decidió elegirse a sí misma por encima de todo y de todos. Lo que Rocío lee y entiende de pronto en la figura de la mujer que tiene sentada delante es algo que a ella el tiempo ha ido quitándole sin preguntar, una resta con la que no contaba y que ya no sabe convertir en suma: Ilona busca algo porque, a pesar de todo, de lo que los años hayan podido quitarle, de las renuncias, los tropiezos y de lo que a buen seguro le duele, sigue esperando algo de la vida. Sigue emocionándose. Vital a su manera. Viva a su manera.
Durante una décima de segundo, Rocío siente envidia de ella y, en el tiempo que dura ese breve chispazo de lucidez, el dolor le clava las uñas porque entiende que no lo ha hecho bien. No: apostó por salir adelante sola y no volver a confiar en nada ni en nadie que no pudiera controlar. Apostó por vivir defendiéndose de los mil y un peligros que encierra la emoción y aprendió a salir adelante, sí, pero la salida se ha alargado demasiado en el tiempo y ahora ya no sabe cómo volver, cómo tender la mano hacia lo que no es ella y pedir lo que le falta, que es mucho. Apostó, en suma, por la supervivencia y dejó la vivencia para los demás.
—Bueno —oye decir a Ilona, que retira la silla sobre el parqué para levantarse al tiempo que sigue acariciándola con esa mirada tierna y llena de cosas sentidas que ella encaja con pocas ganas—. Si no necesitas nada más…
Rocío se acaricia el cuello con la mano y coloca el ratón del Mac junto al teclado en un gesto sobrante. Luego vuelve a poner los dedos sobre el cristal de la foto y, presa de un extraño impulso que no alcanza a reprimir, se oye decir:
—A veces me gustaría.
Ilona se queda de pie con las rodillas ligeramente flexionadas y apoya la palma de la mano en el borde del escritorio justo en el momento en que Rocío despega bruscamente los dedos del cristal de la foto y, sin querer, golpea con la uña el marco, que cae plano hacia delante. Boca arriba.
—Necesitar algo, quiero decir —murmura Rocío con una mueca que quiere ser una sonrisa antes de bajar los ojos hacia la foto—. A alguien. Me gustaría.
Sobre la mesa, el marco de madera blanca mira al techo como un conjunto vacío. Ilona traga saliva y parpadea, clavando la vista en la mancha negra que encierra el marco. «Nada —piensa durante un instante antes de apartar la mirada y fijarla en la ventana mientras Rocío vuelve a colocar el marco en vertical, de espaldas a Ilona—. No hay nada».
Rocío traga saliva y parpadea, visiblemente tensa. Ahora son dos mujeres incómodas ante una verdad destapada que seguramente nunca comentarán. Están más cerca y, durante una décima de segundo, Rocío está a punto de acercarse aún más a Ilona y de hablar. De explicarse.
«Había… hubo alguien —quiere decir—. Alguien que tenía un nombre, una edad, un pasado… cosas que compartía conmigo y otras que no». Y, antes de poder contenerse, murmura entre dientes, sin apartar los ojos de Ilona:
—Había alguien.
Zum. Un aspersor entra en funcionamiento al otro lado de la ventana y un chorro de agua raya el cristal como una grieta de puntos en el momento exacto en que la voz de Rocío rompe el silencio con sus cuatro palabras confesadas a media voz. Sobresaltada por las palabras de Rocío y por el golpeteo del agua en el cristal, Ilona termina de estirar las rodillas hasta levantarse del todo al tiempo que Rocío se vuelve hacia la ventana con cara de fastidio.
—Serán inútiles —dice sin levantar la voz. Rocío vuelve a ser Rocío: directora. Supervisora. Al mando—. ¿Cuántas veces tengo que decirles que…?
En ese momento, el zumbido del inalámbrico sesga desde la mesa la telaraña de intimidad que cubre el despacho, y Rocío tensa la espalda y chasquea la lengua antes de responder con un escueto «sí». Ilona rodea sigilosamente la silla en la que estaba sentada y sale despacio, cerrando con cuidado la puerta tras de sí.
En el jardín, los aspersores giran al unísono desde el suelo, humedeciendo el calor, y más allá, al otro lado del muro de piedra que rodea el recinto, espera lo que Ilona no comparte, el hilo que la une a la vida que aún palpita, con sus miedos, con sus riesgos, con todo lo que solo ella sabe.
La tarde de los jueves en la ciudad.
Cinco horas. Ida y vuelta. La Ilona que Clea, Otto y Rocío desconocen.
Tras aspirar la humedad que impregna el aire, Ilona echa a andar hacia la puerta, buscando en el bolsillo del pantalón la llave del coche.
Música.
Sobre las piernas de Otto, un pequeño montón de hojas de papel dobladas en dos.
La música calla. Se apaga. Deja de hablar.
Fuera, la figura perfilada de Ilona se aleja por el jardín hacia la puerta del centro hasta perderse de vista. Otto la sigue con la mirada mientras Ilona termina de desaparecer por fin tras la verja este del jardín.
En el silencio renovado de la suite, Otto entorna los ojos, respira hondo y deja pasar unos segundos antes de cerrar los dedos sobre las páginas y sonreír.
La primera vez que leyó el documento, no pudo evitar una fugaz sonrisa, que rápidamente se encogió sobre sí misma.
La primera vez hubo sonrisa, sí, una sonrisa que no ha vuelto, porque conforme avanzaba en la lectura tardó muy poco en entender que cada una de las palabras, puntos, comas y espacios que salpicaban el blanco de las páginas habían sido meditados, calculados y escogidos desde la más pura intención. Lo que Clea había bautizado con el nombre de «el contrato» era una declaración de intenciones en toda regla, una confesión y también un desafío: Clea Ross en estado puro.
Ahora, una vez más, Otto lee en el silencio tibio de la suite. Despacio. Atento. El papel cruje todavía entre sus dedos. Es un buen papel, escogido para durar.
El texto dice así:
Señor Stephens:
Intentaré ser breve. Como usted sabe —o debería saber a estas alturas—, la brevedad es una bendición que la mayoría de los viejos sabemos apreciar en su justa medida, básicamente porque, llegados a una edad, breve es el tiempo que nos articula y también la esperanza de buena vida.
Brevedad pues.
Soy una vieja gruñona y solitaria con mucho pasado, un dudoso presente continuo y un futuro precario. Soy también muchas cosas más, es cierto, pero eso, de momento, es información clasificada, y no por íntima, no me entienda mal, sino por desordenada —ya sabe, la memoria de los viejos no dementes no es lineal, sino básicamente emocional (¿infantil?)— y, por ende, también caótica. En fin, a lo que voy. He estado dándole vueltas a su proposición —a la de amistad, claro— y debo confesar que tengo sentimientos encontrados. Como siempre que eso me ocurre, he hecho dos listas: una con las ventajas que veo en su propuesta y la otra con los factores que, a mi entender, no auguran nada bueno. Algunos de esos factores son los que siguen:
EN CONTRA:
1. Clea Ross no ha tenido un solo amigo hombre. El único que debería haberlo sido tardó muy poco en demostrarme que para que un hombre sea capaz de entender la amistad del mismo modo que la entendemos nosotras, las mujeres, debe aprender a vernos no como a iguales complementarios —pues a Dios gracias no siempre lo somos—, sino como a entidades individuales, inabarcables y a menudo incomprensibles. No croo en los hombres que hablan de «las mujeres» (la gran mayoría) como hablan de «el fútbol» o de «la música». El hombre al que me refiero, el que debería haber sido mi amigo, fue mi marido. Invertí en él la vida entera, y para ello esperé y renuncié a lo que ninguna mujer debería verse renunciando jamás, pero fue en vano, porque me equivoqué. Yo quería un amigo y él… él quería tenerme. Yo quería la vida con él, y él, mi vida. Habla usted de la amistad muy a la ligera, señor Stephens. Propone amistades como quien habla de unas vacaciones, y eso es algo que, sin duda, juega en su contra. Clea Ross no es unas vacaciones de la vida de nadie, señor mío. Desgraciadamente, ni siquiera de la mía propia.
2. Miedo. Esta vieja tiene miedo a que le hagan daño, no me importa reconocerlo, y a mi edad dudo que ese sea un riesgo que merezca la pena correr. He llegado a este asilo bien instalada en mi soledad, preparada y concienciada para seguir así hasta el final. Cómoda, me he vuelto cómoda y también perezosa. La sed de aventura ha quedado saciada con las ausencias de todos aquéllos a los que he querido y ya no están porque se fueron antes. Vivo cómoda con mis recuerdos, reconfortada con el pasado, porque sé que no me depara sorpresas dolorosas. Demasiadas despedidas, señor Stephens. Demasiadas cicatrices. ¿Debemos, ahora que todo se acaba y que por fin ha llegado la calma a esta orilla, saludar la llegada de algo nuevo? ¿Nos hará bien? ¿Me hará bien?
3. El tiempo. La amistad, por tibia que sea, necesita tiempo, señor Stephens, además de dedicación y atención, y tiempo es precisamente lo que no tenemos, ni usted ni yo, por mucho que intente convencerse de que a los artistas de éxito como usted la vejez sabrá premiarles por haber dedicado sus días a sublimar lo sublime y a cultivar la belleza para el disfrute de sus semejantes. La nuestra, si ha de existir, deberá ser una amistad acelerada, concentrada y sin adornos, quizá ni siquiera hermosa, porque el tiempo juega con las cartas marcadas y siempre gana. No sé si tengo fuerzas para tanto, señor mío. Ésa es la verdad.
4. Posibles incompatibilidades. Son éstas:
• Soy una vieja de izquierdas, una vieja roja, para entendernos, y la intuición me dice que no compartimos la misma visión política. Sí, ya sé. Me dirá usted que la política no le interesa, como hacen muchos viejos a los que, en su pequeña mezquindad, les importa solo lo que les toca de cerca, es decir: su dinero, sus hijos, sus nietos, su salud y su aburrimiento. Peor me lo pone. Prefiero un viejo facha a un viejo no comprometido. No lo olvide.
• Es usted un galán acostumbrado a enamorar. Sabe sonreír cuando toca, decir lo que conviene y dar conversación como quien regala flores falsas. En suma, un ser social por naturaleza, habituado a ser el centro de atención. Señor Stephens, si busca usted una admiradora de lujo para revivir con ella sus días de gloria, la falsa condesa del moño de la suite número 17 —sí, la demente de las medias feas que se pasa las tardes haciendo solitarios y hablando con la pared— estará encantada de babear por sus encantos, créame. Si es usted uno de esos hombres a los que les gusta «pasar el tiempo» en buena compañía, las conversaciones agradables, las charlas interesantes y toda esa mandanga, seguro que este asilo también ofrece ese servicio. Con lo que nos cobran, ya pueden. Yo quiero intensidad. No necesito a nadie con quien pasar mi tiempo, muchas gracias. Con Rita y con mis fantasmas me basta y me sobra, créame.
• El sexo. Sí, ha oído bien. Mira usted como un ave de presa, señor Stephens, y no procede, ni por edad ni tampoco por respeto. Desconfianza, eso es lo que provoca en mí con su mirada, por si le interesa saberlo. Si, como dice, propone amistad, que la propuesta sea ésa y no otra, y si lo que quiere es jugar a engatusar a la pobre abuela sola de turno, déjeme decirle que llega con retraso. Quizá sea cierto eso de que hay sexo y apetencia en la tercera edad, no se lo discuto, pero también lo es que la tercera edad tiene también su fin y yo estoy ya en la siguiente —y deje que le recuerde que usted también, aunque algo me dice que no acaba de encajarlo como debiera— y hace tiempo que conjugo el sexo en pretérito perfecto —porque, aunque ya no importe, debo decirle que cuando fue, fue bueno—. Relaje pues las hormonas que le quedan y, si lo necesita…, en fin, no seré yo quien le diga lo que puede o debe hacer con sus necesidades.
A FAVOR (aunque probablemente no por este orden):
1. Su risa. Contagiosa. Qué envidia.
2. La música. Su música. Mi música.
3. Ilona. Nuestra Ilona.
4. Secretos. A pesar de todo —y ese todo incluye mucho, créame—, sigue despertándome curiosidad la condición humana y usted es parte de ella. ¿Qué esconde esa sonrisa? (Por cierto, me pregunto si son todos suyos. Los dientes, digo).
Como ya ocurriera el primer día que leyó la carta de Clea, Otto interrumpe la lectura y deja escapar un pequeño suspiro. Luego sonríe y mueve ligeramente la cabeza antes de volver al texto.
Podría alargarme, pero no creo que sea necesario. Dicho esto, y después de meditarlo con calma, mi respuesta a su proposición es «sí». Sí, señor Stephens, quizá debamos intentarlo. Quizá, después de todo, no haya nada que perder y sí algo que ganar. Quizá, quizá, quizá… como dice la canción. De todos modos, y como creo que debe de imaginar ya, mi «sí» no es incondicional, sino una concesión con ciertas medidas cautelares que intuyo que ayudarán —nos ayudarán— a optimizar lo que pueda dar de sí esta pequeña aventura.
Lo que aquí le propongo, señor Stephens, es un plazo de prueba de tres meses. Durante ese tiempo podremos vernos a diario, si a ambos nos parece, coincidiendo con los paseos de Rita o con el té de primera hora de la tarde en el comedor de verano después del almuerzo. Reservaremos además una noche de la semana los jueves, por ejemplo —para cenar juntos y dedicar esas veladas a las conversaciones más íntimas—, eso si no hay fútbol, claro —lo siento, pero el fútbol y mi serie de televisión favorita son sagrados—. Propongo asimismo que ambos firmemos un contrato con las que, a mi juicio, son cláusulas indispensables para que, dada nuestra edad y condición, podamos optimizar recursos y energía.
Las cláusulas del contrato son las que siguen:
No habrá nombres propios. Ni de hijos, ni de ex cónyuges, ni de nietos (si los hubiera). Lo siento, pero la edad me ha enseñado que los nombres dicen poco y, además, si la relación no resulta, es preferible no mezclar datos tan personales que tampoco aportan nada. Cuando hable de su esposa, hágalo de «Ella» o de «mi esposa», y yo utilizaré «Él» o «mi marido» para referirme al hombre que, a pesar de los pesares, no logró nunca ser mi amigo.
Rita. Mi perra me acompaña siempre. No hay Rita, no hay Clea. Espero que quede claro, aunque reconozco que es un bicho con un carácter endemoniado y que más de una vez tengo que contar hasta diez para no retorcerle el pescuezo. Supongo que la pobre es como su madre, así que no la culpo.
Fumo, como ya se habrá dado cuenta. Y mucho. Mi marido decía que como una carretera, aunque mi marido era especialista en decir estupideces. Si le molesta el humo, lo entenderé, por supuesto, y lo respetaré, cómo no. Aunque se lo advierto: la abstinencia me convierte en un alma del purgatorio y merma mi paciencia. Usted verá: o humo o riesgo de incendio. Respete usted mis adicciones y yo respetaré las suyas, mi querido director.
Mentiras y verdades. No habrá, bajo ningún concepto, mentiras entre nosotros. Secretos, los que quiera; mentiras, ninguna, y eso incluye también las incoherencias que no lleguen provocadas por el inevitable efecto de la senilidad (sin duda altamente probable). Miéntame usted y esta carroza (literalmente) se convertirá en el acto en calabaza y este maldito asilo de viejos ricos so llenará de ratones con ganas de venganza. Soy implacable con la mentira, señor mío. Exagere usted lo que quiera, adorne o decore, pero no me cuente nunca lo que no es. No lo perdono.
De «usted», señor Stephens. Tráteme de usted mientras seamos simples conocidos, y yo haré lo mismo. A nuestra edad, lo contrario sería casi improcedente. Si, superado el periodo de prueba, decido que es usted digno de mi confianza y que sus deseos de amistad son, como usted dice, reales, seré Clea y usted, Otto. No antes.
La última cena, esto es, la cena del último jueves, deberá ser una ocasión especial. Si no nos hemos arrepentido antes y seguimos adelante con este periodo de prueba, deberá ser una demostración de confianza. Cada uno de nosotros compartirá con el otro un secreto, una confesión que no haya formulado jamás hasta el momento y que habrá de ser, cómo no, una prueba de fe en el otro. A fin de cuentas, para eso están los amigos, ¿no le parece?
Por último, aunque no menos importante, por ser usted quien ha hecho la propuesta que da motivo a este contrato, entiendo que seré yo quien decida si es usted merecedor de lo que pide. Después de nuestra última cena, deliberaré durante el tiempo que considere oportuno y le comunicaré mi respuesta en firme, dando los términos, cláusulas y condiciones de este contrato por finiquitados.
Espero su respuesta. Si es afirmativa, le ruego que firme en la línea de puntos y me haga llegar una de las dos copias que obran en su poder. En caso de que no reciba noticias suyas en un plazo razonable (y recuerde, señor mío, que el tiempo no juega exactamente a nuestro favor), entenderé que su proposición ha sido un elegante y osado error provocado sin duda por una mezcla más que comprensible de soledad, arrojo y un golpe de senilidad acalorada.
PD. Un apunte más. Las cenas de los jueves serán a las nueve. Se ruega puntualidad.
Fdo. Clea Ross
Otto levanta la mirada y dobla el papel en dos. En el jardín, un silencio de media tarde estival lo cubre todo. Como hace a menudo en la soledad de la suite, repasa despacio con la memoria las conversaciones y momentos que desde hace semanas ha compartido con Clea Ross y se felicita una vez más por haber accedido a un compromiso que en cualquier otro momento de su vida habría desestimado sin más. Un acierto, sí. Lo supo en cuanto terminó de leer la última línea del contrato. Supo que había juego y también vida para él en Buenavista y supo también leer en el texto que Clea había escrito por duplicado de su puño y letra lo que ella no decía, porque leyó como si tuviera ante sus ojos una partitura con sus corcheas y sus semicorcheas, las blancas y las negras, y también lo que había entre líneas.
«Por su voz habla el chelo, señora Ross —pensó, garabateando su nombre en la línea de puntos—. Y yo quiero seguir oyéndolo».
Hubo muchas cosas de Otto en esa firma, cosas que Clea no supo entonces y no sabe todavía. Hubo ilusión, ganas de vida y, sobre todo, hubo intuición, una intuición que tardó muy poco en descubrirse acertada, brutalmente acertada.
—Qué acierto —murmura ahora sin abrir los ojos—. Qué acierto esto nuestro, señora Ross —añade, acariciando distraídamente el papel con los dedos.
Más allá del muro que separa la terraza del jardín común, la tarde se despereza a merced de un septiembre de cielos azules como huecos de mar.