III
KATA O EL DÍA QUE TRES TRISTES RUSOS QUISIERON COMER BIEN

Uno

—Sonará como el alma —dice con los ojos brillantes de la emoción—. Como el alma del mundo. —Y, volviéndose a mirar al chelo, añade, ladeando la cabeza—: Seguro que sí, señorita Ilona.

En el estudio, Otto Stephens está instalado en la butaca verde del rincón junto a la ventana abierta. Tiene el periódico cerrado sobre las rodillas y a su lado, encima de la mesita, están sus gafas de leer y la bandeja con la jarra blanca del té, una taza y un plato con cruasanes de mantequilla. La luz de la tarde se filtra entre las cortinas, rayándolo todo con pequeñas líneas blancas sobre las que navega el polvo en suspensión. Desde el exterior llega un trino ocasional, nada más.

La sonrisa de Otto es como la cresta de una ola pequeña: húmeda, blanca y llena de mareas que no se ven pero que están. «Así es como sonríen los viejos que han llegado bien», oye decir Ilona a su madre siempre que le ve sonreír. Es cierto: Otto ha llegado bien y a sus ochenta y seis años disfruta de cada momento como si cada minuto fuera una vida entera, un giro decisivo que pudiera cambiarlo todo a peor o a mejor, como si todo importara. Sonríe mucho Otto, y, cuando se ríe, lo hace en alto, como queriendo alcanzar con la risa hasta el último asiento de un inmenso auditorio que solo él ve, acostumbrado a ser el blanco de todas las miradas.

«Demasiado ruido de hombre —habría dicho su madre, la de los últimos meses, arqueando una ceja como Clea arquea las suyas—. Qué pereza». Y tendría razón: Ilona reconoce que hay demasiado ruido en Otto, pero también que es un ruido de doble densidad. Los primeros días que pasaron juntos en el estudio, Otto le cayó encima como un chubasco de luz, impidiéndole ver más allá de todo lo que no fuera él durante las horas que compartían. Lo que decía, lo que no decía, lo que sugería, lo que reía, lo que sabía… Otto se anunció como uno de esos hombres que apisonan la pequeñez de los demás y que se hacen enormes desde la carencia ajena, envolviéndolo todo con su mapa de ruidos propios. Luego, a medida que fue pasando el tiempo, el ruido fue apartándose y dejando espacio para que apareciera otro Otto, un hombre anciano que luchaba por retener lo vivido, perfeccionista hasta la enfermedad, obsesivo en el optimismo.

«Esclavo de mis decisiones. O peor aún: de mis invocaciones», le ha oído confesar Ilona más de una vez en un arrebato de sinceridad que en ocasiones acompaña con un suspiro de falsa resignación.

Un personaje: eso es Otto. Un mito de la música que se afana en seguir encarnando la sombra de su personaje, como les ocurre a los actores que en su día lo fueron todo y que, ya ancianos, siguen llevando a cuestas el mismo peso aunque traducido ahora a recuerdos.

Luego está el otro, el Otto íntimo que ha ido apareciendo a diario en el estudio durante las horas que han pasado juntos los dos, Ilona trabajando en el taller que él ha creado para ella y él sentado, primero en su butaca con el periódico sobre las rodillas y pertrechado a su lado después, moviéndose por el taller como una libélula lenta, atenta. Este Otto, el de aquí, es como un niño que quiere saberlo todo, que no se cansa nunca de preguntar y que con el tiempo ha ido acercándose a Ilona desde un respeto y una intimidad pausada con las que sigue sorprendiéndola incluso ahora.

—Como el alma del mundo —dice con una voz casi reverente mientras Ilona se acerca y se sienta en el brazo del sillón. Otto le pone la mano en la rodilla y le da un pequeño apretón. Emocionado, está emocionado, y ella también. Han sido casi tres meses de trabajo diario, a veces en silencio y otras compartiendo con ella su mundo de recuerdos y anécdotas, siempre con el equipo de música a punto y las decenas de cedés repartidos por la gran mesa del fondo, el único desorden que parece permitirse desde que una mañana de junio empezaron juntos «nuestra pequeña empresa», como él la llama—. Y cómo brilla —murmura, acompañándose de un nuevo apretón en la rodilla de Ilona, que no puede contener la risa. A pesar de todo este tiempo, todavía le sorprende este hombre con sus salidas, sobre todo las del Otto más niño, el que más se acerca a lo que ella no ha sido nunca, mostrándole cosas que le hubiera gustado ser o tener y que probablemente ya no esté a tiempo de disfrutar. Él, con ese buen oído interno del que tanto presume, parece adivinarlo y juega con ella a las sorpresas, buscando en Ilona hilos que ésta no siempre reconoce y que no siempre sabe manejar.

Es verdad. El cuerpo del violonchelo brilla bajo la ventana, cerrándose sobre sus dos efes simétricas como dos caballos de mar en suspensión. Encima, el azul del mar se extiende a un lado y a otro del mástil apoyado contra el cristal, y más arriba el cielo despejado lo aclara todo.

—¿Está segura de que ésta es la décima mano? —pregunta Otto, sin apartar los ojos del chelo.

—Sí. Hemos añadido a la capa anterior veinte mililitros de barniz negro, otros diez de extracto de rojo y veinte más de diluyente.

Él se lleva el índice a la barbilla y se da unos golpecitos, pensativo.

—¿Cuántas capas más hay que darle todavía?

Ilona sonríe. Desde el principio, Otto está impaciente por ver el chelo terminado, y ahora que lo tiene aquí, construido y real, se maneja como un niño delante de una caja de chocolates, todo ansiedad. Aunque sabe —porque ella se lo ha repetido incontables veces en estas últimas dos semanas— que las capas de barniz son once, no se cansa de preguntar.

—Una —contesta Ilona—. Falta una.

Otto deja escapar un suspiro de fastidio.

—¿Y no podríamos saltárnosla, señorita? A mi edad, ya podía hacerme alguna rebajita —dice con un guiño y una sonrisa traviesa.

Ilona le devuelve la sonrisa, pero niega con la cabeza.

—No llevará mucho tiempo. No se preocupe.

—Pero está segura de que lo tendré a punto para mañana por la noche, ¿verdad?

—Sí. Se la daré por la mañana en cuanto me levante. A mediodía ya estará seco.

Otto Stephens se levanta, apoyándose en el bastón, y se acerca lentamente al chelo hasta detenerse a un paso escaso de la ventana. Luego se agacha y lo estudia con atención.

—Un magnífico trabajo, sí, señor. —Se pasa la mano por el pelo en un gesto que Ilona ha aprendido a conocerle bien y vuelve a apoyarla en el bastón—. Ahora solo falta que cantes, pequeño —le dice al chelo, levantando el dedo en el aire como un abuelo hablándole a un nieto atento—. Así que no me falles, ¿eh? —Se acerca un poco más y baja la voz—. Tenemos mucho trabajo por delante.

Luego se queda en silencio unos segundos de espaldas a la ventana, enmarcado contra las redondeces del chelo, e Ilona respira hondo. «Es un gran trabajo, sí —decide ella—. Un trabajo casi terminado». Antes de salir, colgará a secar el chelo en el cuartito ciego que hay al fondo del pasillo, libre de polvo y de otras partículas que no deben estar porque no hacen bien. Y mañana habrá más: más barnices, colorantes, diluyentes, lija de agua, raspado, silencio… olores.

—¿Mucho trabajo por delante, señor Stephens? —pregunta con una sonrisa.

Él se vuelve despacio.

—Mucho, señorita —responde, devolviéndole la sonrisa—. Y muy importante —añade, bajando de nuevo la voz.

Otto sigue llamándola señorita después de todas estas semanas, siempre de usted, manteniendo con ella una distancia y una formalidad que con el tiempo Ilona ha aprendido a entender más dramáticas que otra cosa, parte de un personaje que de pronto rompe distancias y formalidades dándole un cálido abrazo o dos besos cuando se emociona por algo, cosa que ocurre con frecuencia.

«Muy importante», repite mentalmente.

—¿Por qué tan importante?

Otto Stephens ladea la cabeza y la señala con el dedo, agitándolo en el aire como un abuelo encantado.

—Ay, jovencita curiosona…

Ilona se ríe y él se ríe con ella. Ilona en voz baja, él no.

—¿No irá a decirme que a estas alturas está pensando en aprender a tocar el chelo? —pregunta ella, juguetona.

—Huy —salta Otto con cara de fingida ofensa—. A estas alturas, a estas alturas… ¿Usted sabe lo que un anciano como yo es capaz de seguir haciendo a estas alturas? —pregunta, arqueando una ceja y mirándola como un seductor galán de película antigua. Luego se acerca despacio y vuelve a sentarse—. No, ya veo que no.

—Todos somos capaces de muchas cosas a éstas y a otras alturas, señor Stephens —se oye responder Ilona, siguiéndole la broma. No sabe por qué lo dice, pero le da igual. Lo que sí sabe es que con él las respuestas le salen fáciles, porque desde muy temprano dejó de haber miedo y porque han sido muchos días juntos, trabajando hombro con hombro.

Con Otto hay confianza. Mucha.

—¿Ah, sí? —pregunta él a su lado con una mirada chispeante que no disimula su incansable curiosidad—. Vaya, vaya… ¿cosas como qué?

—Cosas.

—¿Interesantes, señorita Ilona?

Ilona no puede evitar la risa. Él tampoco. Aun así, la curiosidad que aletea en los ojos de Otto sigue ahí, no mengua.

—Abuelo curiosón… —dice Ilona, agitando el dedo y riéndose entre dientes.

Otto sonríe de nuevo. Luego levanta la barbilla y, con una mueca teatral, se defiende:

—Qué más quisiera usted que tener un abuelo tan… tan estupendo como yo —bromea.

Turbada. Ilona se descubre turbada y siente que la risa se le corta en seco en la garganta. La respuesta de Otto ha prendido en ella una alarma, porque se ha visto bordeando un precipicio del que debería estar más alejada. «Cuidado, Ilona —piensa, acorazándose—. Por ahí no». Durante un instante, en el vacío, la oscuridad la atrae, y, aunque logra retirarse a tiempo, no es una retirada limpia porque hay herida. Mucha.

—Eso quizá habría que preguntárselo a sus nietos, señor Stephens —responde con una voz quebrada y dura que no es la que le habría gustado oír y que enseguida lamenta, porque sabe que Otto no tiene nietos y porque él mismo ha confesado más de una vez que ésa es una de las pocas espinas que la vida le ha clavado mal.

A su lado, Otto la mira extrañado. Parpadea intentando ocultar su sorpresa.

—Perdone —se disculpa rápidamente Ilona, forzando una sonrisa—. No quería que sonara así.

Otto asiente despacio con la cabeza. Es un gesto automático, poco convencido.

—No importa demasiado el cómo, señorita —dice después de dejar pasar unos segundos—. Importa lo que suena —añade—. Lo que hay dentro, como pasa con los instrumentos. Eso usted debería saberlo.

Ilona se lleva la mano a la nuca y se la masajea despacio. Primero el cuello, luego la clavícula. La izquierda.

—Suena a cuerda rota, señorita Ilona —insiste Otto con una suavidad de abuelo, dándole un nuevo apretón en la rodilla—. Desafinada, así ha sonado.

Ilona baja la cabeza antes de hablar.

—Es que hay cuerdas rotas —dice—. Hay heridas, y parece que la madera todavía está demasiado tierna.

Otto deja escapar un pequeño suspiro.

—Quizá serían menos heridas si las compartiera con este viejo, señorita Ilona —propone con una voz que ella percibe reducida, casi tímida—. O quizá no. Quizá simplemente serían las mismas heridas, aunque dolerían menos.

Ilona no dice nada, pero se nota blanda. La mano de Otto sobre su rodilla le da un punto de calor que le gustaría seguir sintiendo por físico y por tierno. De repente, tiene ganas de abandonarse un poco, de sentirse otra vez parte de algo o de alguien. «¿Cuánto tiempo hace que no me dan un abrazo?», se sorprende pensando, volviendo de nuevo a asomarse al precipicio y perdiendo la mirada en la oscuridad que hay debajo, esta vez de la mano de Otto.

La segunda sorpresa llega enseguida. En voz alta. La suya.

—¿Sabe? No recuerdo haber recibido nunca un abrazo de mi madre —se oye decir con voz plana, como si hablara de alguien que no fuera ella—. Supongo que ella no lo necesitó, que no era de las que abrazan.

Otto carraspea.

—Luego, cuando cambió de idea y quiso hacerlo, ya era demasiado tarde —sigue Ilona, como si hablara consigo misma—. Después de la embolia solo podía mover un brazo.

La mano de Otto vuelve a apretar la rodilla de Ilona durante unos segundos antes de ascender despacio hasta quedar apoyada sobre su mejilla. El contacto es tan suave y hay tanta ternura en el gesto que Ilona siente que se le cierra la garganta. Vuelve a llevarse la mano a la nuca y aprieta los dientes. Sus ojos y los de Otto se encuentran. Los de él sonríen.

—Mi abuelo decía que compartir el dolor es como afinar el corazón —dice Otto, pegando la mano a la piel de Ilona—. «Cuesta encontrar el tono», decía, «pero cuando consigues que suene como debe, no hay mejor música, porque habla el alma».

Ilona traga saliva y pone su mano sobre la de él.

—Eso es muy bonito, Otto —dice.

Él asiente y le acaricia la sien con el pulgar.

—Sí, es bonito porque es verdad —murmura—. Como casi todo lo que dicen los abuelos —añade con un tinte de tristeza en la voz.

Ilona parpadea. De nuevo rigidez en la garganta. Y poca saliva. El dedo de Otto se detiene justo encima de su oreja y ella casi oye como la yema le roza el pelo que le nace a pocos centímetros de la ceja.

—Yo no conocí a mi abuelo —dice con la voz reseca.

Más silencio. Desde el jardín llega el siseo de un aspersor y alguien pasa cerca de la ventana. Un jardinero.

—Solo tuve uno —explica, bajando la voz—. El padre de mi madre. Pero no llegué a conocerle porque murió el mismo día en que nací.

Más aspersores se activan al otro lado de la ventana. La luz empieza a menguar desde fuera y ahora el chelo brilla más, despidiendo una luz anaranjada, casi dorada, mientras la humedad se cuela en el estudio, matizando el bochorno.

—Lo siento —dice Otto.

Ilona responde con una mueca difícil de descifrar.

—Yo no —contesta con una voz metálica y con su mano todavía en la de él—. Lo que siento es lo que pasó antes —añade, suavizando un poco el tono—, lo que hizo que me quedara sin abrazos. Eso es lo que siento. Y también haber tenido que esperar todos estos años para entender muchas cosas que habrían sido más fáciles si mi madre no hubiera tardado tanto en sacudirse la verdad de encima. Yo habría sido otra, Otto. Con la verdad habría sido otra Ilona. —Guarda silencio durante una décima de segundo y masculla—: Con la verdad habría querido a mi madre de otra manera y habría sentido de otra manera. Todo habría sido distinto.

Ninguno de los dos dice nada. Ahora, en el estudio solo hay luz, olor a barniz y a madera y también la mano de Otto sobre la mejilla de Ilona, que respira deprisa. Son unos instantes de vacío sobre los que ella tensa su pregunta.

—¿Por qué nos costará tanto decir la verdad, Otto? —murmura con voz cansada—. ¿Y por qué terminamos siempre diciéndola cuando ya es tarde, cuando no hay tiempo para afinarla?

Otto baja los ojos y parpadea, pero Ilona no le ve porque lo que ve no está en el estudio ni tampoco en el presente más inmediato. Lo que sus ojos encuentran en la humedad tamizada de la habitación es una mano aferrada a un cepillo que se desliza suavemente sobre una cabeza de cabellos rubios y canosos —arriba y abajo, arriba y abajo—, y una voz minúscula de mujer enferma que habla contra el espejo, perdida ella también en otro presente que sigue doliendo, contando cosas que son verdad y que, aunque no dichas, lo fueron siempre.

—No hay nada menos piadoso que la no verdad —dice Ilona, como si hablara consigo misma—. Ni más triste.

No se lo dice a Otto. Le habla al espejo y a la mujer que está sentada delante. Le habla a Kata, que no la oye porque sigue narrándole su historia tal y como la vivió, reconstruyéndola delante del espejo, porque así es la memoria enferma, así de intensa y así de torcida. Le habla a Kata mientras sigue peinándola y en la calle un tranvía toca una campanilla y la tarde parece iluminarse al instante en Budapest, como si hubiera alegría desde el otro lado de la ventana o como si de repente se apagaran las luces de un teatro y una voz en off anunciara lo que llega ya, y lo que llega empezara así:

—Mi abuelo los mató —dice alguien en el estudio con una voz plana, casi arrugada—. A los tres.

Es Ilona la que da la voz, pegando a su mejilla la mano de Otto y repitiendo por primera vez para él la historia de una madre que, poco antes de morir, dibujó en un espejo el mapa de sus heridas para que su hija entendiera también el de las suyas, resumiendo sin saberlo la historia reciente de un pueblo entero, la de muchas de sus mujeres, de lo que legaron y de lo que no consiguieron evitar.

Es Ilona la que da la voz y es Kata la que habla, la que desnuda.

Es la historia de un país maltratado por la historia. De sus verdades y de sus silencios.

La voz de tres generaciones fundidas en una como las tres cuerdas de un instrumento viejo.

El legado de tres tristes soldados rusos que tenían hambre y no supieron pedir.

Es el eco de tres disparos.

Y es también una escena difícil en la que una mujer de cuarenta y dos años se abandona a la mano de un anciano que le da calor sobre una herida mal cerrada, y que respira tranquila, porque de pronto no está sola y porque entiende que para afinar un corazón hay que oírlo vibrar en compañía.

Lo demás son mentiras.

Bien que lo sabe.

Dos

El nombre del pueblo era Kunmadaras. Estaba en el Hortobágy, una parte de las tierras bajas del Puszta. Yo sabía que la familia de mi madre era originaria de allí porque ella a veces me hablaba de la que había sido su vida en el pueblo, de la casa del lago y de su infancia, aunque no lo hacía a menudo y siempre con pequeños apuntes de información que me llegaban como fogonazos y que luego, cuando yo preguntaba, ella parecía lamentar. Soltaba información como si soltara lastre, asegurándose siempre de que nadie más nos oía, de que sus ojos controlaban puertas y ventanas, de que papá no nos rondaba. La escasa información que he tenido de la vida de mi madre anterior a su llegada a Budapest era que la abuela Magda había muerto al nacer ella y que mamá se había criado en la casa del lago con su padre, el abuelo Laszlo, un hombre al que solo mencionaba en raras ocasiones y que, según me enteré un día por papá, había muerto de un disparo con su propia escopeta mientras la limpiaba en circunstancias poco claras. Con la muerte del abuelo, mamá, a quien no le quedaba familia en el pueblo, había decidido instalarse en casa de tía Nadia en Budapest y empezar a trabajar de limpiadora en la biblioteca de la Facultad de Medicina.

—Un pobre hombre —escupió una noche papá durante la cena—. Tu abuelo fue un pobre hombre —me dijo, apuntándome con la cuchara de madera que había sacado directamente de la olla. Había llegado bebido y despotricando contra todo y contra todos mientras subía por la escalera. Yo tenía seis años y también miedo: a él y a sus cambios de humor, a su olor a alcohol y a su mirada opaca que no veía más que lo feo, que se detenía en mamá y la rociaba con una nube de chispas llenas de celos de hombre a medias que ella recibía tensa y asustada. Encogida.

—No hables así de mi padre, haz el… —le dijo ella.

—Hablo de quien me da la gana como me da la gana —la cortó papá, apuntándola con la cuchara y volviendo a rociarnos con las chispas de su mala vida.

A veces solo eran chispas.

Al principio.

Luego llegaron los golpes y el miedo se hizo más sólido, más físico. Mamá empezó a esconder su vida de los que no éramos nosotros tres, y los golpes y el olor a alcohol llegaban cada vez con más frecuencia, cada vez menos espaciados. A veces, papá desaparecía durante días y respirábamos tranquilas. En esos intervalos de tregua, mamá rezaba cuando venía a acostarme y yo rezaba con ella. «Que se muera, que se muera», pedía en silencio mientras ella me apretaba la mano y rezaba cosas que yo no entendía y que nunca funcionaban, porque él siempre volvía. Llegaba primero el olor y su voz desde la escalera. Llegaba luego el parpadeo de mamá, su sonrisa seca, los ojos de la ventana a la puerta, de la puerta a mí y las manos restregándose contra el uniforme de limpiadora de la biblioteca, la misma en la que había conocido a papá, que en aquel entonces se encargaba del mantenimiento del edificio. Miedo a esos años a tres en el piso de la calle Kruzslák Béla. Miedo a esos ojos, a esas manos…

Cuando cumplí siete años, papá nos llevó a merendar y a dar un paseo por el jardín japonés de la Isla Margarita. Estaba de muy buen humor y no paraba de hablar y de reír. Mamá le escuchaba a su lado. Cuando llegamos al jardín, papá me mandó a jugar a un pequeño parterre de flores blancas y mamá y él se sentaron en un banco. Les oí hablar primero. Alguna risa. De él, de ella no. Estábamos solos. Luego los silencios se espaciaron cada vez más hasta que de forma repentina dejaron de hablar a mi espalda. Pasó un hombre por delante del parterre. Cuando el hombre desapareció, la voz de papá murmuró algo que sonó mal. Mamá no respondió. Más papá y menos mamá. Más tensión, más indefensión, más «no empieces otra vez», más «vámonos», más «está aquí la niña, por favor».

Más silencio sordo como un paréntesis donde se encajaron las primeras bofetadas y los primeros gritos de mamá a mi espalda, más tirones de pelo, patadas, insultos. Y luego los gritos de papá forcejeando con un grupo de hombres, dos de ellos de uniforme. Ambulancia. Hospital.

Papá estuvo diez meses detenido. Cuando recuperó la libertad, vino al colegio. Le vi al otro lado de la calle en cuanto salí. Nos miramos y él me saludó con la mano y con una sonrisa ebria que me cortó por dentro. Entonces empezó a señalarme con el dedo y a gritar: «¡Hija de puta! ¡Hija de la gran puta de Kunmadaras! ¡Pequeña puta como tu madre!». Yo seguí donde estaba, incapaz de moverme, mientras él gritaba cada vez más furioso, hasta que llegó un coche de policía y se lo llevó. Desde entonces, papá pasaba unos meses en la cárcel hasta que volvía a salir e intentaba llegar a nosotras, aunque no lo tenía fácil, porque le habían prohibido pisar nuestra casa y acercarse a cualquiera de las dos. Aun así, cuando bebía, se envalentonaba y volvía a la carga. Al final, ya solo nos tiraba piedras a las ventanas desde la calle. Sabíamos que había salido de la cárcel cuando volvíamos a casa y encontrábamos los cristales rotos. Mamá finalmente se cansó de cambiarlos y los tapábamos con plásticos, bolsas o con tablones de madera. Hasta que un día la portera subió a decirnos que un coche había atropellado a papá durante la noche. Esa noche no rezamos. A la mañana siguiente salimos a pasear. Era verano. Mamá me compró un helado y se compró también uno para ella. Luego nos sentamos en un banco del parque y comimos en silencio.

—Creí que con un padre todo sería más fácil —dijo de pronto. Seguimos comiendo en silencio. Cuando terminamos, ella me quitó el envoltorio de papel de la mano, lo tiró a la papelera, se alisó la falda y se levantó—. Me equivoqué, hija —añadió—. Espero que algún día me perdones por haberte dado estos años con él.

Eso fue todo.

Nunca más volvió a mencionar a papá.

Hasta esa tarde delante del espejo, treinta y cuatro años y diez meses después.

Arriba y abajo, arriba y abajo. Cepillo, cabello, mi mano, sus ojos. La voz de mamá perdida en su memoria, sacando verdades y recuerdos de lo oscuro como un mago de su chistera. Verdades y recuerdos que yo fui recibiendo a su espalda, rebotados contra el espejo, viéndolos estallar sobre mí como la metralla.

—Eran tres y llegaron a mediodía —empezó mamá con una sonrisa ida—. No tendrían más de dieciocho años. Estaban destinados en la guarnición que los rusos tenían al otro lado del lago, una de las miles que salpicaban todo el Este, guarniciones como guarderías abarrotadas de niños armados, aburridos, niños a los que la Unión Soviética no pagaba y que tenían que buscarse la vida, el dinero y la comida en los países de destino. Los soldados rusos destacados en los países del bloque sembraban el temor entre la gente. El odio, no. Ya lo tenían asegurado antes de llegar: un odio sólido y silencioso, cargado de razones.

»Eran tres y llegaron a la granja del abuelo porque en la guarnición querían celebrar algo y necesitaban un cerdo. Alguien les había dicho que tu abuelo tenía dos, un macho y una hembra, y no se equivocaban. Los rusos traían órdenes de volver con comida y se decidieron por el más gordo de los dos animales. El abuelo intentó hacerles entender que la cerda era mucho más gorda que el macho porque estaba preñada, que no la tocaran, pero los soldados no le creyeron. El abuelo no dio su brazo a torcer y los rusos no tenían mucha paciencia. Cuando se empeñaron en llevarse a la cerda, el abuelo intentó impedírselo. Fue al granero y apareció en el corral con la escopeta. No estaba cargada, pero los soldados no lo sabían. El primer culatazo se lo dio el menor de los tres, un pelirrojo de Moscú al que le faltaban casi todas las muelas. Luego llegaron más: más culatazos, patadas, escupitajos, insultos. Cuando el abuelo perdió el conocimiento, se mearon encima de él. Luego cogieron a la cerda y la cargaron en el camión antes de desaparecer en dirección a la orilla opuesta del lago.

Arriba y abajo. La voz de mamá vaciló durante unos segundos y yo dejé de cepillar. Ella sonrió al espejo. Su sonrisa me dio miedo.

—Lo supe en cuanto el camión se paró en el camino y vi a la cerda de papá en la parte de atrás, gritando aterrada —continuó, poniéndome la mano en el brazo—. Oí el freno del camión y alguien dijo desde dentro: «Es su hija». Luego una segunda voz añadió: «Hoy van a ser dos las cerdas preñadas».

»No corrí. No grité. Mientras ellos se turnaban contra mí, yo me acordaba de una de las cosas que papá me decía cuando era pequeña y me quejaba del frío. “Piensa que eres un árbol. Intenta respirar como si lo fueras, como si el frío te pasara por encima sin tocarte, sin verte. Como si no le importaras”, decía. Yo me quedaba quieta y contenía la respiración, imaginando que tenía la piel cubierta de corteza y que no sentía el frío porque no tenía con qué. A veces funcionaba.

»Mientras ellos se turnaban, yo sentía las piedras del suelo contra la espalda e intentaba contarlas. Piedras contra corteza, corteza contra frío, frío contra piedras. Ellos se movían y yo me clavaba dura contra el suelo. Arriba, en el cielo, había nubes que se movían. Estaban limpias y yo rezaba para que el viento las barriera y a mí con ellas. Abajo, en la tierra, la cerda de papá chillaba en el camión, callando el chasquido del metal de los uniformes sobre mí. En mí.

»Uno de los soldados me escupió desde la ventanilla antes de que el camión arrancara. Luego se rio. “Si es pelirrojo, ya sabes de quién es, cerda”, dijo.

»Cuando llegué a casa, encontré a papá tumbado en el corral sobre un lecho de paja ensangrentada. Apenas respiraba. Tenía tantas cosas rotas que cuando llegó al hospital entró directamente a quirófano y estuvieron con él diez horas allí dentro intentando recomponer aquel laberinto de huesos y músculos rotos. Lo tuvieron ingresado tres meses y medio. Perdió un riñón y tres dedos. El resto logró conservarlo.

»En cuanto se enteró de que estaba embarazada, ni siquiera preguntó. No le hizo falta. Vivimos los meses siguientes cuidando el uno del otro, hablando poco, él más cerca de mí que nunca con sus silencios cargados de culpa y yo apenas saliendo de casa, no dejándome ver. Sabía que, como les había ocurrido antes a otras en el pueblo, un embarazo sin padre a mi edad se leía entre nosotros como lo que no era: un servicio a los rusos, un vuelco de mala suerte, un ponérselo fácil. Colaborar. El país estaba lleno de chicas que viajaban solas a pueblos y a ciudades que no eran los suyos, buscando refugio en casa de algún pariente donde construir sobre el embarazo una mentira a tientas, esperanzadas en el anonimato.

»Niños rubios paridos por madres morenas. Todos sabíamos quiénes eran los padres. Todos mirábamos a otro lado.

»Parí en el hospital de la ciudad porque papá se empeñó en que no se fiaba de la comadrona del pueblo. Él no vino a verme. Dos días después volví a casa y me encontré con la maleta hecha y a él en la puerta, esperándome. En cuanto bajé del autobús, se acercó, cogió al bebé en brazos y le hundió la cara en el cuello. Luego me abrazó y me dijo: “Tía Nadia te espera en Budapest”.

»Tragué saliva y quise decir algo, pero él me puso la mano en la mejilla y dijo: “No puedes quedarte. No es seguro”.

»Me acarició la mejilla con el pulgar y yo le puse una mano sobre la suya. “Ellos… no volverán”, añadió, bajando la cabeza durante un instante.

»No supe qué decir. Levantó entonces la cabeza y nos miramos. Fue apenas un segundo. “Voy a bajar al lago, hija”, dijo, entrecerrando los ojos, «me llevaré la escopeta».

»Nos miramos una vez más. Él intentó sonreír. Yo no pude. “No vuelvas, Kata. No hables. Ni digas. No cuentes. No confíes”, me susurró.

»Cogió la maleta y me acompañó hasta la parada del autobús. No volví a verle. Tampoco regresé al pueblo. Me enteré por tía Nadia que papá había muerto esa noche. Un accidente. Se había pegado un tiro cuando limpiaba su escopeta junto al lago. “Un accidente”, dijo.

»Tu abuelo nunca bajaba al lago a limpiar la escopeta. Tu abuelo no tenía accidentes.

Mamá guardó silencio y cerró los ojos durante unos segundos. Yo seguía peinándola como si peinara una muñeca vieja, sin tener conciencia de mi mano sobre su pelo. De repente, abrió los ojos, me miró desde el espejo y forzó una sonrisa triste.

—Ninguno de los tres soldados tenía tu color de pelo, niña —dijo—. Ninguno era moreno ni tenía el azul de tus ojos —añadió, buscando mi mano—. El pelo y los ojos los heredaste de tu abuelo.

Tragué saliva y mi mano encontró la suya.

—¿Duele? —le pregunté, apretándole los dedos.

Ella bajó la mirada. Durante unos segundos no hubo palabras. Solo pelo y cepillo.

—No, niña —dijo por fin—. Hace mucho que no.

No dije nada. Volví a tragar. Sal y agua. Dolió.

—¿Y sabes por qué? —preguntó, llevándose mi mano a la mejilla.

No, no lo sabía.

—No duele porque… porque cada vez que me acuerdo de esa tarde en el bosque pienso en ti, en lo que nació de eso y, aunque sé que es horrible escucharlo, volvería a pasar por ello una y mil veces para poder tenerte conmigo, niña. Para poder ser tu madre.

* * *

La mano de Otto sigue moviéndose despacio sobre la mejilla de Ilona, recogiendo en silencio humedad y sal con el pulgar. Desde fuera, la tarde se mece contra las ventanas, restando calor.

—Su madre debió de ser una mujer excepcional, señorita —murmura Otto.

Ilona no dice nada. Un jardinero grita en algún lugar del jardín que separa el estudio del edificio principal mientras ella asiente con la cabeza una, dos, tres veces, como una niña que acabara de caerse en el parque, las rodillas ensangrentadas, las manos también, y Otto parpadea, porque sabe que la niña necesita consuelo, no compasión. «Esta mujer necesita una familia», piensa, y al hacerlo se le ocurre que quizá él también, que quizá esa sea su carencia, la de muchos. Entonces, apartándose la idea de la cabeza, se vuelve a mirar al chelo y sonríe.

—No debió de ser fácil para ella —vuelve a hablar, pegando aún más la mano a la mejilla de Ilona—. No debió de ser fácil quererla a usted tanto como para callar durante todo ese tiempo.

Ilona se tensa durante un instante contra la mano de Otto y aprieta los dientes. Es solo un segundo. Una herida tocada, una cuerda rota y la punzada de un cuerpo que se defiende.

—No la culpe por haber callado y tampoco por haber hablado al final, hágame caso. Sé de lo que hablo —murmura él. Luego suelta un pequeño jadeo—. Supongo que es algo que a la gente de mi edad nos pasa muy a menudo. Me refiero a lo de hablar, a las ganas de reparar lo que no se ha hecho bien, aunque muchas veces sea demasiado tarde —dice con una sonrisa que quiere ser afable, pero que se dibuja cansada—. Además, piense que hay una edad en la que uno tiene la sensación de haber vivido muchas vidas en una. Por eso, en ocasiones, se nos va la cabeza y no sabemos en cuál estamos. Entonces la verdad y la mentira se confunden, porque en el fondo todo es lo mismo. Es pasado —añade con una carcajada seca.

Silencio. Ilona deja de cabecear y Otto cierra los ojos durante un segundo. Los aspersores se reactivan en el exterior, repartiendo humedad.

—Es cierto —dice él, volviendo los ojos hacia la ventana—. Llega un momento en que la vida es solo pasado.

Vuelve el silencio al estudio, un silencio que se alarga durante unos segundos hasta que finalmente Otto Stephens lo corta con un carraspeo incómodo.

—¿Se acuerda usted del día que empezamos a trabajar juntos, señorita Ilona? —dice de improviso.

—Sí —asiente Ilona.

—¿Se acuerda de lo que le dije? ¿De lo que le pedí? Ilona busca con los ojos a Otto en la blancura velada de la tarde. Los de él brillan reflejando la luz azulada de septiembre sobre el barniz del chelo al tiempo que sus dedos se separan de su mejilla y se apoyan en el brazo de la butaca. Ella asiente una vez más con la cabeza. Despacio, la mano se separa del brazo de la butaca y llega un nuevo apretón en la rodilla de Ilona.

—Fue una verdad a medias, señorita Ilona —confiesa Otto, todavía con la mirada en el suelo—. Una verdad de… de anciano, como diría no sé quién.

Ilona intenta sonreír pero no lo consigue, y la mano de Otto en su rodilla deja de sentarle bien. «Una verdad a medias», dice Otto. «Es decir, una mentira a medias —se oye pensar ella con una de sus voces más desconfiadas—. Es decir, una mentira». Otto alza los ojos.

—Fue a medias, porque no la terminé —dice—. Le conté el porqué del chelo, el porqué de todo esto —añade, abarcando el estudio con la mirada—. Ésa fue la mitad, Ilona intenta decir algo, pero no sabe qué.

—Quizá haya llegado la hora de confesarle lo que ni yo mismo sabía en aquel entonces —sugiere Otto con voz insegura. Luego, sacudiéndose de encima el silencio desconfiado con el que ella le cubre a su lado, añade—: Me refiero al para quién, señorita Ilona. —Ella le mira, pero no dice nada, y él parpadea, tímido, antes de preguntar—: ¿No cree usted?

Tres

Desde que Ilona empezó a trabajar en el estudio, Otto Stephens la esperaba todas las tardes sentado en su butaca, con el periódico y el té. La saludaba al entrar con una sonrisa y un «buenas tardes, señorita», y leía durante un buen rato. De vez en cuando chasqueaba la lengua o soltaba entre dientes algún «bah» o un «ya, ya» sin apartar los ojos del periódico. Luego, cuando terminaba de leer, se servía una taza de té y observaba trabajar en silencio a Ilona hasta que llegaba la hora y ella se marchaba. En cuanto ella se quitaba la bata y se preparaba para salir, Otto se levantaba, apoyándose en el bastón, y le abría la puerta, despidiéndola con una gran sonrisa y un amable «hasta mañana, señorita Ilona», antes de cerrar la puerta a su espalda y desaparecer dentro. El primer día de la tercera semana, a Ilona le sorprendió ver, al llegar, sobre el brazo de la butaca una especie de trapo blanco pulcramente doblado. Encontró a Otto Stephens en su sitio, impecablemente vestido y con el periódico abierto sobre las rodillas. Cuando él le dio las buenas tardes y ella le devolvió el saludo, Otto la siguió con los ojos hasta la mesa de trabajo y, tras dejar pasar unos segundos, habló.

—Dicen que para ser un buen director de orquesta hay que saber escuchar —empezó con una extraña sonrisa, volviendo la mirada hacia la ventana—. Pero no es cierto.

Ilona no dijo nada. Colgó la bolsa del respaldo del taburete y empezó a ponerse la bata.

—No, no es cierto —insistió Otto—. Para ser un buen director no hace falta escuchar. Lo que hace falta es un buen oído, un oído con intuición, que no es lo mismo.

Ilona terminó de ponerse la bata y se sentó. El olor a té llenaba el aire templado de junio y la luz era amarilla desde fuera, casi naranja. Cerró los ojos e inspiró hondo, meciéndose en el silencio neutro del verano recién estrenado.

—¿Sabe qué es lo menos agradable de hacernos mayores, señorita Ilona? —oyó preguntar a Otto desde la oscuridad matizada de sus ojos cerrados. No dijo nada. Esperó a que llegara la respuesta—. El tiempo —dijo él—. Que sobra. ¿Y sabe por qué? Porque cuando sobra el tiempo muchos empezamos a repasar el pasado y a pensar en lo que no hemos hecho bien, y entonces descubrimos que la lista es tan larga que dan ganas de no seguir.

Sentada en el taburete y todavía sin abrir los ojos, Ilona sintió un pequeño escalofrío. Las palabras del señor Stephens podrían perfectamente haber salido de boca de su madre. Volvió a oír su voz durante un par de segundos y se le encogió la garganta.

—Por eso los mayores pensamos tanto en la muerte. No porque la veamos más cerca. No, no es eso. Es porque a veces solo vemos en ella el descanso que anuncia, lo que nos ahorramos si llega. Y entonces la preferimos a lo otro, a lo que queda de la vida.

«Eso podría haberlo dicho también mamá», pensó Ilona con una sonrisa que no pudo mostrar a tiempo.

—Yo no he sabido escuchar, señorita —oyó decir a Otto Stephens a su espalda—. Y no he sabido escuchar porque no he sabido ver —añadió—. Qué curioso lo injusta que es a veces la vida, ¿no cree? Qué curioso haber tenido tan buen oído para la música y tan mal ojo para lo que realmente importa —dijo, bajando un poco la voz.

Ilona siguió con los ojos cerrados unos segundos más, incómoda y violenta ante esa muestra de intimidad tan temprana y tan a deshora, esperando por si el señor Stephens no había terminado de hablar. Cuando por fin los abrió, se enfrentó al trabajo que tenía por delante y durante unos instantes dejó que la manchara la angustia, retorciéndole el placer de estar allí, en aquella burbuja tranquila rodeada de herramientas, útiles, pigmentos y barnices, y sintió el estómago tenso y duro como un ladrillo frío. Tuvo que tragar a fondo para poder vencer la náusea que le subía desde el estómago y callar la única frase que desde el primer día le había estado martilleando la cabeza en cuanto ponía los pies en el taller.

«Creo que no soy la persona indicada para esto, señor Stephens».

Así sonaba la frase: «Creo-que-no-soy-la-persona-indicada-para-esto-señor-Stephens». Y es que todas las tardes, de cuatro a ocho, Ilona repartía angustia por la mesa del taller como una mancha de aceite visado, barajando una y otra vez esas once palabras sobre el tablero y rumiándolas en silencio sin poder hacer más que eso: barajar, barajar, barajar. Así llegaron también esa tarde, encadenadas como un falso collar, mientras a su espalda le pareció oír que Otto se movía mascullando entre dientes, perdido en sus cavilaciones. Le oyó resoplar al levantarse, oyó sus pasos salpicados por el golpeteo del bastón sobre la madera y olió su colonia en el aire. Entonces, como todos los días a esa misma hora, el recuerdo de Miguel la descubrió con tanta violencia desde los cuatro rincones del estudio que durante unos segundos todo se llenó de vacíos, golpeándola desde dentro.

Once. Once los vacíos como once las palabras que encadenaban la frase maldita.

Y once también los años de vida que había compartido con Miguel, los años de trabajo a dos, de complicidad, de altos y bajos, de admiración mutua, de querer hacerlo bien. Dos realidades unidas por cuerdas como las dos realidades que Ilona hilaba con dedos torpes desde hacía una semana en el taller de Otto.

La primera realidad —la que no era— sonaba así: Todas las tardes, desde su llegada a Buenavista, Ilona se sentaba en el taburete del estudio y escribía en su libreta, preparando datos, materiales y calculando medidas de espaldas a Otto.

La segunda —la que era— decía así: Todas las tardes, desde su llegada a Buenavista, Ilona se sentaba en el taburete del estudio y garabateaba distraída en su libreta, incapaz de hacer nada. El recuerdo de Miguel llenaba una página tras otra, acogotándola contra todo. Durante esas cuatro horas anclada al taburete, todo era Miguel, porque Miguel eran los años dedicados a los violines, la labor a cuatro manos construyendo, reparando, barnizando, lijando.

Miguel e Ilona: pareja de lutiers en Barcelona, par de triunfadores, par de triunfos en la mano contra la vida y la mala suerte. Y el amor, también el amor construido en un taller donde nada que no tuviera alma sonaba bien. El amor armónico, ése que no se repite.

Miguel había sido para la niña de las rodillas rotas la barra fija de la que era imposible caer, el amor metódico, constructivo, ordenado. Con él, Ilona había crecido abandonada, confiada. Había creído que las cosas podían ser, que a veces la vida nos da oportunidades para que la hagamos mejor y que a ella le había regalado años de bonanza en Barcelona con aquel hombre callado y huraño que vivía para convertir la madera en música y que insertaba las almas en los instrumentos como un dios menor, dotando de espíritu a los cuerpos, preciso y experto.

Miguel había sido once años de tiempo en paz en una vida difícil, amurallada.

Para Ilona, había sido el reposo. Lo cierto. Llegar bien. Quedarse. Querer más.

Pero un día la vida giró y con ella giró también la luz sobre ambos, descubriendo claroscuros allí donde hasta entonces el blanco y el negro no habían dejado lugar a la duda. La crisis, cuando llegó, lo hizo en silencio, como casi todo lo que ocurría en el taller. Fueron primero gestos, pequeñas discusiones provocadas por nada en particular, respuestas a deshora, mal humor. Los silencios hoscos de Miguel llegaban cargados de cosas no dichas, irascibles, y las miradas eran menos firmes, el tacto menos suave. El Miguel cotidiano empezó a oscurecerse y a diluir sus contornos, e Ilona fue poco a poco haciéndose a un lado, a la espera de que la oscuridad fuera solo una nube pasajera y de que tras ella llegara un sol más limpio, renovado. Aparecieron los desencuentros, también el aburrimiento: el mutuo y el recíproco. Tras unos meses de torcedura, llegaron las conversaciones, los intentos por retomar, por rediseñar una nebulosa que ni Miguel ni Ilona sabían cómo ni por qué había empezado, pero que no hacía más que crecer alrededor de los dos, restando aire, acumulando rabia. Trayendo lo feo.

«Un tiempo», se dijeron los dos una tarde, rendidos después de una de las muchas conversaciones que llegaban para salvar restos de intenciones y que se disgregaban enseguida, porque ni Miguel ni Ilona sabían en aquel entonces que la crisis —o lo que ellos vivían como tal— era miedo a haber llegado al final de la aventura, a que no hubiera nada más al otro lado. La crisis era una extraña falta de fe en el otro, en uno mismo, en lo real. «Démonos un tiempo», se dijeron.

Y el tiempo llegó, pero llegó torcido.

Apenas dos días después de esa última conversación en el taller, sonó el teléfono. Desde un hospital de Budapest, una voz metálica anunció al oído de Ilona la llegada de la enfermedad y el nombre de la enferma.

Kata. Embolia.

El tiempo que Miguel e Ilona habían decidido darse llegó a la fuerza. El tiempo y la distancia. «Nos hará bien», pensaba Ilona en silencio mientras, sentada delante de la pantalla del Mac, tecleaba los dígitos del número de la Visa en el formulario de compra del billete de avión. «Ayudará», pensaba Miguel unas horas más tarde, viéndola cómo se perdía por la puerta de salidas del aeropuerto con su portátil y una pequeña maleta de mano azul.

Tres años.

Mil quinientos veinticuatro kilómetros.

El tiempo y la distancia hicieron bien su trabajo, acercando a Kata y a Ilona mientras Miguel se diluía poco a poco en la otra orilla de lo que muy pronto empezó a ser un pasado en presente continuo y Kata lo ocupaba todo con su parálisis. El paréntesis que Miguel e Ilona quisieron darse quedó de pronto invadido por la sonrisa torcida de la madre que veía a su hija sufrir en silencio por un hombre por el que ella jamás había sentido ninguna simpatía.

Porque para Kata, Miguel era un hombre con demasiados «demasiados». Ninguno bueno.

Demasiado mayor. Demasiado callado. Demasiado lejos.

Demasiado tardó en llegar la muerte de Kata. Tres años fue mucho tiempo dándose tiempo. El paréntesis se había convertido en conjunto vacío. Miguel lo sabía. Ilona, no.

Miguel voló a Budapest y ayudó a Ilona a enterrar a Kata. La encontró tan destrozada y tan necesitada de calor que esa noche, de regreso al apartamento, se dejó encontrar por ella y la arropó contra el cariño que aún conservaba en su cuerpo de hombre callado. Ella se abandonó a un sexo que entendió mal porque venía del hombre al que todavía esperaba, y él no supo hacerlo mejor, porque llegó hasta Ilona con una maleta cargada de culpa y de cosas no dichas que ya era tarde para vaciar.

Fue un sexo triste porque no curó. Por la mañana, antes de acompañar a Miguel al aeropuerto, fueron a desayunar al café Gerbeaud. Era temprano. Hablaron de cosas que no contaban, llenando el tiempo hasta que Miguel encendió un cigarrillo y clavó los ojos en uno de los ventanales que daban a la plaza.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó a Ilona, sacando el humo por la nariz. No la miró.

Ilona parpadeó y enderezó los hombros. Luego se llevó las manos a las rodillas y las masajeó con suavidad. «Qué vas a hacer», se repitió en silencio. «Tú». «Hacer». No «nosotros». No «vamos».

«Primera persona. Singular. Yo. Sola».

—Tengo que cerrar el piso —dijo—. Limpiarlo. Apartar lo que quiero conservar de mamá… esas cosas.

Esas cosas. Miguel asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa que quiso ser cálida.

—Después he pensado volver a Barcelona —añadió Ilona. Miguel siguió mirando hacia la plaza. Fuera, un par de chicas hablaban junto a la portería de un edificio. Parecían contentas de verse. Se reían, cogidas del brazo, Ilona tardó unos segundos en volver a hablar. Esperaba que Miguel dijera algo, que hubiera calor. Esperaba también que la invitara a volver con él. Fue en vano—. Aquí ya no tengo nada —se oyó decir con una voz que le llegó cansada.

Miguel le puso la mano en el brazo y la acarició con el pulgar. Tocó algodón, piel no.

—Si vuelves, puedes quedarte en casa el tiempo que necesites, ya lo sabes —dijo, mirándola finalmente a los ojos.

Ilona tragó saliva y se acordó de la noche anterior. Volvió a sentir durante un instante el peso del cuerpo de Miguel sobre el suyo y palpó la humedad que habían compartido después bajo el calor del edredón, él pegado a su espalda, respirándole al oído, y ella despierta, vigilante, creyendo oír a Kata en cada crujido, sintiéndola presente en el aire pesado de la habitación. Viva.

Al otro lado de la ventana, las dos chicas se despidieron con un par de besos y cada una siguió su camino, dejando la plaza vacía. Miguel miró su reloj y, en su gesto, Ilona entendió que las horas compartidas durante la noche habían sido tan solo un afán de compañía, casi de compasión. Poco más. Le vio mirar su reloj y leyó en el hombre que tenía sentado delante que los tres años de tiempo que la muerte de Kata había cerrado no habían servido para unir. «El tiempo nos ha hecho daño», pensó, volviendo a tragar.

—Creo que deberíamos irnos —dijo Miguel, retirando la mano de su brazo y descruzando las piernas. Ella asintió con la cabeza y él se levantó.

Lo demás fue una simple concatenación de acciones que cada uno vivió sin compartir, acotados los dos en terreno propio: puerta, calle, esquina, taxi, abrazo, te llamaré, claro, avísame si vienes a Barcelona, claro, si necesitas cualquier cosa no dudes en llamarme, claro.

Claro.

Instantes más tarde, el taxi se fundía con el tráfico de la avenida hasta desaparecer, dejando a Ilona en la acera, envuelta en su propia voz y en el sol de primavera que calentaba ya el aire de la ciudad. Siguió de pie unos minutos, apoyada en el semáforo, mientras los transeúntes pasaban junto a ella, ajenos la mayoría, cada uno en su órbita de tiempo y espacio. A medida que el coche se alejaba hacia el aeropuerto, Ilona comprendió que había calculado mal y que una vez más había errado en el salto desde la barra superior a la inferior, clavando las rodillas contra el suelo duro de la calle y oyéndolas crujir. Entonces, en sus oídos se hizo un silencio que lo apagó todo y que la envasó al vacío desde el estómago, abriéndole una brecha de calambre que la cruzó de lado a lado y que le cerró la mano sobre el poste del semáforo, doblándola en dos. La voz de Kata llenó el silencio. «Mi niña de las rodillas rotas», la oyó decir Ilona desde algún lugar que no era calle ni tampoco presente. Cerró más la mano sobre el semáforo y tragó saliva. «Levántate, pequeña —volvió a sonar la voz de Kata sobre el rugido de una moto que dejó al pasar una estela de humo gris—. Levántate».

—Mamá —susurró Ilona, llevándose la mano al vientre antes de inspirar hondo un par de veces para no llorar y echar a andar de regreso a casa entre calambres y ganas de no estar—. Mamá, abuelo, árbol, corteza, frío —empezó a recitar mientras ponía un pie delante del otro y ganaba metros y fuerza contra el dolor, saliendo adelante a trompicones hacia una vida que tenía que ser mejor, que no podía quedar así. Así de rota. De torcida.

En cuanto llegó al apartamento, corrió al baño y vomitó. Luego se lavó la cara, llamó a la patrulla municipal encargada de vaciar pisos, se preparó un té, se sentó a esperar junto a la ventana en la mecedora de Kata y siguió balanceándose con la mirada clavada en el cristal hasta que, horas más tarde, llamaron a la puerta.

Poco podía imaginar que dos semanas más tarde estaría sentada en el despacho de Rocío, abriendo una extraña grieta entre la Ilona que había sido hasta entonces y la que habría de llegar. Poco podía adivinar que la rueda de la vida había empezado a girar de nuevo y que quizá por fin —solo quizá— había empezado a hacerlo desde ella. Con ella.

Para ella.

* * *

—Señorita.

Ilona soltó el lápiz que tenía en la mano. A su lado, Otto dejó escapar una risilla que enseguida vistió de carraspera.

—Perdone, no quería asustarla.

Ilona se llevó la mano a la nuca y estiró el cuello, pero no se volvió a mirarle. De pronto, aterrizó de lleno en la luz dorada del taller y se encontró con la libreta de notas llena de garabatos que tenía sobre la mesa y con la misma frase que llevaba silenciando desde que había puesto por primera vez los pies en el taller de Otto.

«Creo que no soy la persona indicada para esto, señor Stephens».

La voz de Otto le llegó desde su lado, despejándola de golpe. En cuanto se volvió, lo encontró de pie a su izquierda con las manos sobre la mesa. Sonreía.

—Siempre, desde que empecé en la música, he creído que la voz del violonchelo debe de ser lo más parecido a la voz del alma, señorita Ilona —dijo, ladeando la cabeza.

«Y yo llevo quince días en este taller y todavía no he sido capaz de hacer nada porque yo así no sé —pensó Ilona, clavando la mirada en la ventana—. No, señor Stephens. No puedo porque nunca lo he hecho sin Miguel, porque cuando trabajábamos, Miguel y yo construíamos algo más que un instrumento: creábamos un mundo pequeño que era solo nuestro. Trabajábamos con un para qué que nos unía más a lo que queríamos que fuera nuestra vida. A veces inventábamos una historia al instrumento que teníamos entre manos. Le dábamos un nombre, una razón, un destino imaginado. Eran cuentos de taller, fantasías que él escuchaba en silencio. Éramos dos y todo estaba bien porque había un fondo común, señor Stephens. Y también un futuro. El mismo que ya no sé cómo encontrar sin él».

—Y cuando digo el alma me refiero a eso que da sentido a todo —siguió diciendo Otto, ajeno a las cavilaciones de Ilona—. Esa calma que cura y que nos reconcilia con todas las cosas que no hemos sabido ver, ni oír, ni vivir.

Ilona parpadeó. No entendió lo que él le decía ni tampoco lo que hacía allí, a su lado, con esa bata blanca que enseguida explicó la extraña mancha que había visto sobre el brazo de la butaca al entrar al estudio. «Sola no puedo, Otto —pensó una vez más—. No quiero».

—Yo… —dijo Otto Stephens, bajando la mirada—. Yo quiero pedirle algo.

Ilona frunció el ceño. La voz tímida de Otto la cogió por sorpresa. «No puedo. No puedo. No puedo», siguió pensando durante el instante que él tardó en volver a hablar.

—Me gustaría, si a usted no le supone mucho inconveniente, que me dejara ayudarla.

Ilona se frotó la frente con el pulgar en un gesto automático y heredado de su madre que aparecía sin avisar en los momentos de confusión.

—¿Ayudarme?

Otto carraspeó y sonrió.

—Con el chelo —dijo—. A construirlo.

Ilona clavó la mirada en la página en blanco de la libreta y se masajeó la nuca durante unos segundos. Luego suspiró. «No puedo, no puedo», seguía susurrando la voz en su cabeza. A su lado, Otto dejó escapar un suspiro.

—Ya sé… ya sé que soy viejo y que estas manos no dan para mucho —dijo con un hilo de voz—. Pero le prometo que no la molestaré. Solo quiero… —Inspiró hondo y cerró las manos sobre la mesa—. Participar.

Participar.

Se hizo un silencio frío en el taller. La luz de la tarde cubrió el suelo de oro e Ilona se oyó respirar.

—Señor Stephens… —dijo finalmente, volviéndose a mirarle.

Otto la interrumpió con una sonrisa llena de luces y de sombras que provocó en Ilona un escalofrío.

—Yo… quiero que sepa que para mí es un honor tenerla aquí, señorita —dijo él, antes de rodear la mesa de trabajo con sus pasos ligeros hasta situarse justo delante de ella, de espaldas a la ventana. Luego añadió—: Pero el auténtico honor sería que me permitiera trabajar con usted, ayudarla a construir el chelo. Ser su… su aprendiz en esto, si me permite llamarlo así.

Ilona no supo qué decir, envuelta como estaba en su larga estela de «no puedo, no quiero, no debo». Desde un rincón de la tarde, los ojos de Miguel la miraron durante un instante. Notó un pequeño calambre en el esternón y tragó saliva. Luego apretó los dientes y, antes de hablar, sintió la mirada acuosa de Otto que la esperaba desde el otro lado de la mesa.

—Señor Stephens, creo que no soy la persona adecuada para… —empezó con una voz que le sonó ajena.

—Por favor, no diga eso, señorita —la interrumpió él. Había alarma en sus manos cerradas. Quizá también una sombra de miedo—. Si yo no participo… —insistió—, si no participo, no será lo mismo. No servirá.

Ilona le miró, sorprendida.

—¿No servirá?

—No.

—No le entiendo, señor Stephens.

—Lo sé, lo sé —murmuró él—. Y no la culpo, créame. Pero en este momento no sabría ni podría explicarle mucho más. Solo puedo decirle que sin esto —recorrió la mesa y el espacio del taller con los ojos—, sin este violonchelo… si no puedo ayudarla a construirlo, habré perdido. Todo. Lo habré perdido todo, porque ya no habrá tiempo para más.

Ilona tragó saliva. Por primera vez desde que había empezado a trabajar con Otto, el hombre empequeñecido por la angustia que encontró al otro lado de la mesa era un anciano de ochenta y seis años reales, con sus inviernos y sus veranos ya gastados, y tan vulnerable que tuvo que contenerse para no levantarse, acercarse a él y estrecharlo entre sus brazos para darle calor.

—Soy viejo y estoy solo, señorita —dijo él, con una mirada tímida—. Pero tal vez nuestro chelo me ayude a reparar un daño que no sé aún si tendrá perdón. No me pida que le explique más, por favor se lo pido, porque me da demasiada vergüenza. Solo déjeme participar. Seguramente será mi última oportunidad para saldar una deuda con la música y con lo que ha sido mi vida —terminó, con voz temblorosa y bajando de nuevo la mirada—. Hay tanto por recolocar y tan poco tiempo…

Ilona tragó saliva una vez más y cerró los ojos. En el negro de sus párpados, la voz de Kata apagó todas las demás, superponiéndose a lo más inmediato: «Deja que la vida te recoloque, niña. Tú, que todavía estás a tiempo», Ilona esperó unos segundos hasta que el eco de la voz se amortiguó.

«¿Dolerá, mamá?», preguntó sin hablar a la voz que ya no estaba, buscando en la oscuridad de sus ojos cerrados.

No hubo respuesta. Solo la espera ansiosa de Otto y la luz dorada de la tarde. Y segundos: de espera, de indecisión. Pocos.

Entonces Ilona abrió los ojos y se levantó despacio, cogió la libreta y rodeó la mesa hasta llegar junto a Otto, que seguía respirando pesadamente sin levantar la mirada. Puso la libreta delante de él, sacó un bolígrafo del bolsillo de la bata y lo dejó junto a la libreta. Luego rodeó a Otto con el brazo y murmuró con suavidad, acercando la boca a su oído:

—Empezaremos por el fondo. Haremos un inventario exacto de las medidas, los tipos de madera que utilizaremos para cada pieza y los pigmentos. Después deberíamos centrarnos también en la tapa.

Otto levantó la cabeza. La luz que inundaba su mirada fue tan intensa que Ilona parpadeó y contuvo una sonrisa. «Ojos de niño mayor —pensó—. Como los de Miguel».

Entonces él le cogió la mano y se la besó. Había humedad en sus labios.

—Un beso de un anciano aprendiz, señorita —dijo con un guiño—. Otto Stephens, para servirla.

Cuatro

Ilona mira a Otto y él sonríe mientras la tarde cae sobre Buenavista, suavizándose a la espera de que llegue el crepúsculo.

—¿El para quién? —pregunta ella, el ceño fruncido, tensas las manos.

—Sí, señorita.

Ilona se lleva la mano a las rodillas. Un suave masaje. Inconsciente.

—Creía que el chelo era para usted.

Otto baja los ojos.

—No.

—Ah.

Alguien pasa junto a la ventana. Es un jardinero acompañado de Rocío, que le da instrucciones sobre los setos que rodean el muro que bordea el acantilado. La voz seca de Rocío llega entrecortada. El tono, preciso: «Demasiado alto. Quiero el Pittosporum unos cinco centímetros por debajo del muro. Que se vea la piedra. Y la glicina me la desbrozas, no quiero sorpresas. Ah, y aquí, en esta pared, hay que plantar hiedra o viña virgen, lo que prefieras».

Debajo de la ventana, el barniz del chelo atrapa un rayo de luz, proyectándolo sobre la pared. La voz de Rocío se aleja hacia el edificio principal e Ilona siente encogerse la mano de Otto sobre su rodilla.

—¿De verdad quiere saberlo? —pregunta él, levantando la cabeza.

—Me encantaría.

Otto sonríe. Retira la mano de la rodilla de Ilona y la apoya sobre el mango del bastón, uniéndola allí a la otra. Luego pierde la mirada en algún punto del suelo y deja escapar un pequeño suspiro.

—Hace muchos años conocí a una mujer —empieza sin apartar la mirada de la tarima que bordea la mesa—. Una mujer tan… cómo decirlo… tan grande que empequeñecía todo lo que no era ella. —Guarda unos instantes de silencio antes de proseguir—. En el fondo, lo que voy a contarle no es nada original, o al menos nada que usted no pueda imaginar —dice, sin volverse—. Me enamoré. La enamoré. Nos buscamos y quizá la vida nos encontró, qué sé yo.

Ilona le mira y asiente despacio.

—Era una artista. Una artista de verdad, de raza —sigue Otto, habiéndole al suelo—. Había tanta sensibilidad en esas manos… tenía un don tan especial… que tuve miedo de no ser suficiente. Temí su éxito, señorita. Su éxito y el abandono que llegaría después.

Ilona traga saliva. Otto niega con la cabeza, perdido en su relato y en el recuerdo. Habla dolido, arrepentido.

—La perdí porque no supe más —dice con los ojos aún cerrados—. Porque no la supe ver.

Ilona se lleva la mano a la nuca y se da un pequeño masaje en la base del cráneo. A pesar de ser un gran conversador, Otto Stephens no es un hombre dado a las confesiones. Es más un dador de conversación que un hombre que hable fácilmente de su vida más íntima. En estos tres meses ha mencionado algún detalle de su pasado y de su presente familiar, aunque siempre vagamente, dando leves pinceladas con las que ha salpicado las mil y una historias de su recorrido profesional. «Superficial en lo íntimo y complejo en lo universal», suelta a veces con una sonrisa orgullosa cuando Ilona se queja, medio en broma, medio en serio, de que nunca cuenta nada de él y de que, por el contrario, siempre aprovecha la menor oportunidad para preguntar, incansablemente curioso, ávido de saber.

—La perdí porque no supe quererla como una mujer así se merece que la quieran —dice Otto con una mueca de pesar—. Le malbaraté el futuro, la apagué. Luego, cuando me di cuenta de lo que había hecho, le di la espalda y hui hacia delante, falsamente convencido de que la vida estaba en otra parte, de que yo solo me bastaba. Que el éxito bastaba. —Separa una mano del bastón y vuelve a apoyarla en la rodilla de Ilona. Triste, está triste. Ilona lo ve en el arco que dibuja su espalda y en el pequeño suspiro que le inflama el pecho durante un instante—. Yo… me equivoqué —prosigue Otto, antes de pasarse la mano por el pelo y volverse a mirar a Ilona—. Me equivoqué y han tenido que pasar casi sesenta años para que la vida me haya dado la oportunidad de poder enmendar el error, señorita —dice con los ojos brillantes—. Es lo que tiene la vida: que cuando uno cree que ya no, es cuando sí, y cuando uno espera que sí, no hay forma de que salga nada.

Ilona parpadea y frunce ligeramente el ceño, sin entender. Otto la mira y esboza una sonrisa casi invisible.

—Perdí el amor de esa mujer y he vivido mal desde entonces, señorita. He viajado mal, he triunfado mal y he mentido mal, porque hice daño a quien me quiso y no lo he sabido reparar. He vivido partido por la mitad: la derecha ha sido el Otto de los grandes logros; la izquierda quedó desde entonces paralizada por la culpa, inmovilizada, inútil. Un hombre a medias, eso es lo que he sido todos estos años.

—No diga eso —dice Ilona sin pensarlo, acordándose de pronto de Kata y de su sonrisa torcida, de la voz cuarteada y de los últimos años que han pasado juntas, cuidando ella de una madre hecha mitad y llena de cosas enteras que no cabían en tan poco cuerpo, en tanta realidad.

Otto agita con suavidad la mano en el aire. Es un gesto cansado. Breve.

—Creí que moriría así, señorita —dice—. Partido y mal colocado. —Vuelve a poner la mano en el bastón y suspira hondo. Luego sonríe—. Pero, como le decía, hace un tiempo, muy poco, la vida dobló una esquina que yo ni siquiera me habría atrevido a imaginar y me dio una segunda oportunidad.

Ilona desvía inconsciente la mirada hacia el chelo y, viéndolo brillar bajo la luz menguante de la tarde, se lleva la mano a las rodillas y se las acaricia por encima de la tela de la bata.

—Una mujer —dice Otto, negando con la cabeza—. La vida me ha regalado a una mujer que quizá me deje recolocar con ella lo que he traído mal puesto hasta ahora. —Mira a Ilona y sonríe al ver la expresión de asombro que asoma a sus ojos. Luego vuelve a hablar—. Una gran mujer, señorita. —Antes de que Ilona pueda decir nada, levanta el bastón y apunta con él al chelo—. Nuestro pequeño es para ella, porque nadie como ella sabrá apreciarlo en lo que vale y porque nadie más que ella puede ayudarme a saldar mi deuda con el pasado. —Y añade con una mueca emocionada—: Nadie mejor que ella para encontrarle la voz y darle alma, créame.

Ilona no dice nada. Está tan perpleja que sigue masajeándose las rodillas en silencio. Otto se levanta, apoyándose en el bastón, y camina hasta la ventana. Al llegar al chelo, se agacha sobre él y lo acaricia despacio.

—Solo ella puede cambiarlo todo, ¿verdad, pequeño? —susurra al chelo sin dejar de acariciarlo mientras Ilona se levanta también, se acerca despacio a él hasta quedar a su espalda y le pone la mano en el hombro. Durante un instante los dos se quedan así, mano de mujer sobre hombro de anciano y mano de anciano sobre hombro de chelo, hasta que Otto levanta los dedos del chelo y los desliza entre los de Ilona sobre su hombro sin volverse.

—El nombre de esa mujer es Clea, señorita Ilona —dice, clavando unos ojos velados en la ventana y apretando con sus dedos la mano de Ilona—. Clea Ross.