II
ILONA O LA NIÑA DE LAS RODILLAS ROTAS

Uno

—¿De verdad no lo harías por mí si yo te lo pidiera?

Están en la terraza, bajo dos parasoles blancos. Hoy es 18 de septiembre, tres días antes de que caiga el otoño y se lleve los restos de calor de las últimas semanas. Se han hecho largos estos meses sin lluvia, agobiantes y húmedos por el aire cargado que lo invade todo desde el agua en cuanto el sol apunta sobre el mar.

No, no ha sido fácil el verano. Ha dado poco respiro.

Dos tumbonas de mimbre blanco. En una Clea y en la otra Ilona. Entre las dos, Rita y Sebastián, con el hocico entre las patas. Duermen al sol y dan pequeñas patadas en sueños. Clea baja la mano desde su tumbona y acaricia distraídamente a Rita mientras hablan. Más allá de ellas la mañana cae despacio. El silencio es casi total.

Podrían ser nieta y abuela. Clea es una mujer flaca, con la cara afilada y un par de ojos negros y vivos que escupen chispas sobre todo lo que miran. El pelo corto y ondulado, entre gris y blanco. Viste unos pantalones sastre de color neutro y sus únicas joyas son unos sobrios pendientes y un par de sortijas: rubíes, brillantes, zafiros, oro blanco… nada falso. Es baja, tal vez por los años o puede que siempre haya sido así. Incluso ahora, a pesar de este calor que no cesa, lleva un blusón blanco de puños duros y un pañuelo de tonos ocre al cuello. «Porque a partir de cierta edad, los brazos no se enseñan», repite a menudo. Y no suda. Nunca. Tampoco le gusta maquillarse. El perfume, sí. Guerlain. Un frasco de cristal oscuro con forma de botella antigua. Según ella: «Un perfume intenso de vieja que no se avergüenza de lo vivido».

Clea es, como ella misma se define a veces, «una anciana elegante que ha aprendido a serlo porque ha vivido el tiempo suficiente para poder perder el tiempo en cosas como ésa». Luego, si en la mirada de quien tiene delante percibe que falta algo, suelta un suspiro de fastidio y arruga el morro antes de aclarar: «En cosas como ser anciana y como ser elegante, quiero decir».

Ahora quiere saber, y la conversación se ha encallado en su pregunta mientras pasan los segundos sin que Ilona responda. Esta vez, y a diferencia de lo que es habitual en ella, Ilona no contesta con uno de los «no sé» con los que tiene acostumbrada a Clea, y es extraño que actúe así, que responda así. Puede que sea el calor. O quizá es solo que está un poco cansada de responder siempre lo mismo, de oírse repetir tantos «no sé», como si realmente no se hubiera planteado nunca nada, como si lo que vive no fuera con ella.

Quizá es que tiene otras cosas en la cabeza, cosas que la preocupan. Quizá tenga que resolver algo y no sepa cómo. Quizá deba tomar una decisión difícil.

O quizá tenga miedo. Ésa es otra posibilidad.

—¿Y usted? —pregunta a Clea sin mirarla—. ¿Lo haría por mí si yo se lo pidiera?

Clea detiene sobre la cabeza de Rita su mano de dedos flacos y salpicados de nidos de manchas marrones y se vuelve a mirar a Ilona con las cejas milimétricamente arqueadas.

—No digas estupideces, niña —farfulla, protegiéndose los ojos del sol con la mano que tiene libre—. ¿Por qué ibas tú a pedirle a una vieja pelleja como yo que te ayude a morir? Menuda bobada —suelta con un bufido de fastidio—. Además, yo he preguntado primero, así que no me vengas con ésas.

—Ya —responde Ilona sin pensar, esforzándose por mantenerse viva en la conversación—. Es que usted siempre pregunta primero.

Clea deja escapar una carcajada rasposa de vieja fumadora y vuelven las caricias a la perra, que saca la lengua y la deja colgando sobre las baldosas opacas de la terraza.

—Sí, hija. Vieja pero rápida —replica, chasqueando los dedos con un guiño malicioso—. Además, no es que siempre pregunte primero. Lo que pasa es que aquí la única que pregunta soy yo. Por eso soy siempre la primera, no te fastidia.

«No es verdad —le gustaría responder a Ilona—. Usted no pregunta. Usted interroga, que no es lo mismo», pero opta por callarse y dejar que pasen los segundos. Al otro lado del murete de piedra que separa la terraza del jardín los aspersores se activan y el aire se llena de humedad. De pronto, todo parece oler más, más fuerte, a más cosas. Inspira hondo y Sebastián y Rita también. Los dos perros en sueños, ella no.

—Supongo que tendría que quererla mucho —murmura de improviso, bajando los ojos y evitando los de Clea—. Para ayudarla a morir, quiero decir.

Clea suelta una nueva risotada llena de buen humor y la risa se convierte en tos, una tos que dura poco, acostumbrada a llegar y a irse. Tos rendida y necesitada de nicotina.

—Ya —dice con la voz llena de flemas—. Y supongo que no es el caso, ¿verdad?

Ilona esquiva la pregunta. Habla como si lo hiciera consigo misma, pensando a media voz.

Imagino que por una muy buena amiga, o por alguien muy cercano, sí que lo haría, aunque no estoy muy segura. Creo que antes tendría que entenderlo, al menos necesitaría que me explicara por qué.

Clea suelta un bufido y se da una palmada en la pierna.

—Por qué, por qué… ¡Ya estamos con los malditos porqués del maldito demonio! —escupe, retocándose el pelo con un gesto de vieja coqueta—. Pero bueno, niña, ¿tú crees que una amiga que te pide que la ayudes a morir necesita encima darte una explicación para que tú te quedes tranquila? —pregunta con cara de poca paciencia—. Pues vaya una buena amiga que estás hecha, hijita. Lo que tu amiga necesita es precisamente que no le pidas nada, que te olvides de ti y pienses solo en ella. O sea, para que me entiendas: lo que necesita tu amiga es… una amiga, así de sencillo y así de terrible, que para eso están. Sí, hijita, una A-MI-GA —silabea con voz de maestra.

Ilona se siente incómoda con la conversación, aunque eso no es nuevo, porque con Clea a menudo es así. Cuando habla, Clea tiende trampas entre líneas, pequeñas minas cargadas de explosivos que va lanzando con cada pregunta y con cada respuesta como un submarino en constantes maniobras. Con ella, Ilona tiene siempre la sensación de que está obligada a defenderse de algo, de que puede fallarle en cualquier momento.

—De todas formas, si por casualidad se le ocurriera hacer una cosa así y pedir ayuda, no me parece que yo sea la persona más adecuada —responde con una sonrisa de disculpa que Clea recibe con un parpadeo—. Además, no podría aunque quisiera. Aquí me pagan por cuidarla y por acompañarla, no por ayudarla a morir. Lo dice en mi contrato.

Una nueva carcajada. Rita levanta una oreja, asustada, y Sebastián bosteza.

—Tonterías —suelta Clea con cara divertida—. A ti te pagan para que me tengas contenta. A éstos el cómo y el porqué les importa poco. Además, no te pagan ellos. A ti te pago yo. Y no te engañes, hija. Lo que les interesa es que duremos cuanto más tiempo mejor y así seguir llenándose el bolsillo. ¿O qué te creías? A estos demonios les importamos casi tan poco como a nuestros hijos. La única diferencia es que a éstos les pagamos y nuestros hijos, los que tenemos la suerte o la desgracia de tener todavía alguno, sufren porque nos estamos fundiendo la herencia que consideran suya —remata con un gesto de fastidio—. No te hagas nunca vieja, Ilona querida. No hay nada más cansado ni más desagradecido.

A Ilona no le gusta oírla hablar así. Le trae a la memoria cosas que no le hacen bien, cosas como su madre, como el final de su madre y como todo lo que pasó antes y también después. Se lo dice.

—No me gusta que hable así, Clea.

Otro bufido.

—¿Ah, no?

—No.

—¿Por qué, si se puede saber?

—No lo sé, pero no me gusta.

—No sé, no sé… —refunfuña Clea—. A vosotros los jóvenes hay muchas cosas que no os gustan, sobre todo las verdades. Y tú ya vas teniendo una edad para saber y para que las verdades empiecen a gustarte —dice con rabia contenida en la voz—. Y, la verdad, si yo tuviera tus años, te aseguro que no iba a estar perdiendo el tiempo y la vida en un sitio como éste. Y menos aguantando a una vieja gruñona y meona como yo.

Ilona decide cambiar de tercio y se levanta para servir una segunda taza de té frío. A Clea le gusta así: frío y sin azúcar. A Ilona también. En eso coinciden. En eso y en algunas cosas más.

Cuando le da su taza, Clea le regala una sonrisa y toma un par de sorbos antes de volver a dejarla en el plato que sostiene con la mano. Luego pasea la mirada por el jardín y por los arcos de colores que dibuja el agua de los aspersores contra el sol y cierra los ojos durante unos segundos.

—Mi Lucía es como tú —dice repentinamente, chasqueando la lengua.

No es la primera vez que lo dice. Lucía es su hija. Habla de ella a veces y lo hace así, sin venir a cuento, un poco como lo hace todo. Por lo poco que Ilona ha podido saber, «su» Lucía vive desde hace años en Montreal con otra mujer. Se inseminaron. Una vez cada una. No resultó.

—Igual de difícil —añade Clea—. Cerrada como un sobre lleno de malas noticias, mi Lucía. —Mira de reojo a Ilona antes de seguir—: Mareándome desde pequeña con sus «no sé» del demonio. O peor, cuando no te decía «no sé», te soltaba uno de esos «da igual» que a mí me traían por la calle de la amargura. «Da igual», decía con cara de quedarse conforme. Y no la sacabas de ahí. «¿Te gusta el parque, Lucía, o prefieres que nos quedemos en casa?». Ella te miraba con cara de espanto y parpadeaba, como si quisiera borrar el momento y obviar la decisión. Se le llenaban los ojos de dudas y la oías pensar: «Si digo que el parque, pensará que no me gusta estar en casa. Si digo que en casa, creerá que no me gusta ir con ella al parque. Si digo esto, puede que pase esto otro, pero si me lo callo, igual me equivoco o me entiende mal o…». Entonces se daba cuenta de que me tenía allí esperando una respuesta y bajaba la mirada. «No sé», decía. Luego, en cuanto me veía la cara de mala uva, se ponía nerviosa y se encogía un poco, como si alguien fuera a pegarle. «Da igual», tartamudeaba por fin. Y yo me ponía hecha una furia, porque ya entonces calculaba que si a esa edad mi Lucía pensaba como pensaba y sufría como sufría, a medida que se hiciera mayor esa incapacidad para decidir no le auguraría nada bueno. De un «da igual» a un «decide tú por mí» hay solo un paso. Entonces, a veces, es demasiado tarde y el mal está hecho, bien que lo sé.

Cierra los ojos y suspira. Rita la imita desde el suelo y, en su rincón junto al muro, Sebastián se despereza y bosteza enseñando sus dientes gastados y amarillos. Luego sigue durmiendo.

—Es que en la vida a veces hay que mojarse, demonios —suelta Clea entre dientes. Luego carraspea con la boca abierta, saca un cigarrillo del paquete y lo enciende, inspira hondo y deja que el humo salga despacio—. No tenía amigos, ni novios. No tenía a nadie —refunfuña entre rizos de humo—. Lucía, hablo de Lucía —aclara—. Siempre sola con sus juguetes, con sus libros y sus cosas. Allí donde la dejaras, allí la encontrabas, sola y callada, primero jugando a lo que fuera con cualquier cosa y luego estudiando a todas horas como una demente, siempre la mejor en todo: la mejor de la clase, la mejor del equipo de hockey, la mejor en la facultad… siempre parapetada detrás de esos malditos «da igual» o de los «no sé» del demonio. Y mira tú por dónde: cuando todo parecía perdido, cuando su padre y yo habíamos tirado la toalla, terminó la universidad y se fue con una beca de investigación a Canadá. Hija, fue marcharse y cambiarle la vida. Ese año conoció a Susan, y la Lucía que volvió a casa en verano era otra. Era… una mujer. Me llevó un tiempo entender que mi hija había tenido que enamorarse de una mujer para hacerse mujer, no creas. Pero me dio igual. Con mujer, con perro, con gato o con ballenas migratorias, mi niña estaba enamorada y había vuelto a casa con una luz dentro que hasta entonces nunca había tenido. Y ya ves, allí la tengo todavía, en el fin de mundo, con Susan y con sus bichos de mar. Dice que feliz. Pero claro, los hijos decís tantas cosas que una nunca sabe si son verdad o si… —De repente se calla y mira fijamente a Ilona—. Oye, ¿y no será que tú también eres lesbiana y todavía no te has enterado?

Se ríe cuando ve reír a Ilona, que niega con la cabeza mientras Clea sigue riéndose, cada vez más relajadamente, hasta que de pronto su risa se corta en seco al tiempo que se vuelve a mirar hacia el interior del salón y suelta con voz seca:

—¿Ya es la hora?

Ilona mira su reloj.

—No.

—¿Seguro?

—Sí, todavía faltan quince minutos.

Carraspea.

—Que no se nos vaya a pasar, ¿eh?

—No, tranquila.

A esta hora Clea siempre pregunta lo mismo, propulsada por una especie de despertador natural que se activa todos los días poco antes de que empiece su programa de televisión favorito, una serie de documentales titulada La condición humana que muestra desde los ojos de una niña y de su padre las distintas relaciones que establecen los pueblos y tribus más pobres del mundo con sus animales. La niña se llama Cira, y en cuanto aparecen en la pantalla los títulos de crédito y la melodía del documental, Clea se sienta en el sillón delante del televisor con la espalda tiesa como una tabla y, sin apartar los ojos de la pantalla, murmura cosas entre dientes que Ilona no entiende, retorciéndose despacio las manos y suspirando de vez en cuando, totalmente absorta en las aventuras y desventuras de Cira y sus tribus.

Hoy, como todos los días, Clea e Ilona se sentarán a ver a Cira delante del televisor e Ilona sentirá que, durante los cuarenta y cinco minutos que dura la serie, está sola en el pequeño salón de la suite, que Clea no está, o mejor, que está ida, transportada, retirada a una burbuja que la conecta con cosas que solo ella conoce y que no quiere compartir. Como a diario, Clea despertará de su ensueño al término del documental con el gesto fatigado, como si hubiera viajado con Cira de la mano, relajada, felizmente cansada y con una luz de mujer aventurera en los ojos.

Desde arriba —desde todo lo que no son ellas dos— seguramente podrían confundirlas con una abuela y su nieta sentadas delante del televisor una noche de finales de verano en el salón de la casa de la playa.

Pero esto no es la casa de la playa y Clea no es la abuela de Ilona, ni Ilona su nieta.

Esto es una residencia.

Aquí viven viejos ricos. La mayoría solos.

Esto es Buenavista.

Y Clea es la clienta de Ilona, que la cuida por dinero. Quizá hasta dentro de unos días, cuando llegue el momento de las rotaciones y deba o pueda elegir entre Otto, Clea o cualquier otro cliente del centro. O quizá sigan juntas hasta que Clea muera o hasta que se cansen la una de la otra. Todo depende, aunque si alguien les preguntara de qué, probablemente ninguna de las dos sabría dar una respuesta.

Tal vez por eso —porque la edad le ha enseñado que son muchas las preguntas que no tienen respuesta—, desde que, hace unos meses, Ilona y ella llegaron aquí y empezó este mano a mano entre las dos, Clea prefiere preguntar y dejar a Ilona el trabajo sucio, el de las respuestas.

Ilona, por su parte, cree que si Clea pregunta tanto es porque se aburre o porque la mueve una simple curiosidad de vieja aburrida. «O probablemente por las dos cosas a la vez —piensa a veces—. Porque se aburre y porque es curiosa».

Luego piensa que lo del aburrimiento le pasa a mucha gente. En general, quiere decir.

Con ella, quiere decir.

Lo de la curiosidad, no.

En general, quiere decir.

A veces, cuando oye a Clea preguntar e insistir así, pinchándola para que hable, Ilona se imagina durante un instante respondiendo, contando y vaciándose de muchas cosas que nota pesadas. La siente tan cercana y tan propia que se descubre a punto de confiarse a ella, de abandonarse. Se ve contando, preguntando y pidiendo, e imagina a la vez el alivio y la descarga. También se pregunta si tendría tiempo, si podría resumirlo todo, ordenarlo… saber empezar.

Le gustaría saber empezar, sí, pero tiene miedo. Miedo de empezar y no saber parar; o mejor: de empezar y no saber adónde irá a parar. Está convencida de que los recuerdos y las dudas son más verdaderos si se comparten y no está muy segura de querer que lo sean. Por eso intenta callar y sortea las preguntas de Clea como puede, defendiendo su intimidad a golpes de «no sé».

Sin embargo, cuando Clea calla, Ilona se siente incómoda. Clea puede pasarse horas en silencio con Rita a sus pies, mirando el cielo y abanicándose como si nada fuera con ella. Aunque también puede hablar sin preguntar. Y cuenta cosas. De su vida: recuerdos que suelta como latigazos entre paréntesis de silencio y que caen sobre la tarde como pequeñas bombas de metralla. Durante esos paréntesis Ilona piensa en su madre y revive los últimos meses que pasaron juntas, la hija cuidando de la madre y la madre aprendiendo a dejarse cuidar. Ilona revive esos años y los recuerda en toda su intensidad con una sonrisa de añoranza y el corazón alambrado, y, mientras Clea cuenta cosas, ella recupera imágenes, olores y colores de esa última época juntas, y oye hablar a su madre, la ve otra vez aprendiendo a contar recuerdos con la boca torcida y a vivir partida por la mitad: un brazo, una pierna, un ojo, músculos descompensados, sonrisa difícil. Mitad mujer, mitad cansada.

Parálisis.

—Una embolia —anunció la enfermera de turno con voz seca al otro lado de la línea—. Está estable dentro de la gravedad. ¿Hay algún otro familiar a quien desea que avisemos? ¿Alguien que viva aquí, en Budapest?

Nadie. Ilona era la única familia de su madre. Mientras hablaba por teléfono con la enfermera, al otro lado del cristal de la ventana caía una lluvia fina que lo empapaba todo y el jazmín se iba rindiendo al peso de sus flores mojadas, casi rozando las baldosas del balcón. Las nubes barrían el cielo de oeste a este, paseándose por la viola que acababa de barnizar y que colgaba a un lado de la mesa del taller como una pera enorme envuelta en caramelo. Miguel y ella habían estado trabajando en aquel instrumento a contrarreloj desde hacía una semana porque el cliente, un coleccionista coreano para el que ya habían trabajado un par de veces antes, estaba ansioso por instalarla antes del fin de semana en su pequeño museo de piezas que nunca nadie tocaría. Desde la calle, la luz barría los restos de barniz de la mesa mientras Ilona esperaba a que la enfermera terminara de darle el parte con su desgana metálica. Cuando por fin colgó, se fue a casa, encendió el Mac y entró en Internet para comprar un billete de avión. Catorce horas más tarde llegaba al hospital directamente desde el aeropuerto cargada con una maleta de mano, el portátil y poco más. Llevaba ropa para una semana. Se quedó en Budapest casi tres años.

Pero eso y todo lo que madre e hija vivieron juntas a partir de entonces fue después de la embolia. Lo que hubo antes, lo que su madre era antes de la enfermedad, lo que era la vida y cómo la recuerda Ilona es una montaña de imágenes que dan sentido a lo que llegó después y a lo que vive ahora en ella.

Son voces, verdades y revelaciones que, en la intimidad, su memoria resume y conserva. Imágenes que no sabe compartir.

Dos

Imágenes.

Antes de la embolia, mamá hablaba poco y miraba mucho. Miraba, miraba, miraba. Todos mirábamos mucho en los países del Este. Así nos llamaban: «Los países del Este». Nosotros entonces no lo sabíamos. Solo sabíamos —intuíamos— que había un mundo al otro lado —no al oeste, ni al sur, ni tampoco al norte— en el que quizá no había miedo, o si lo había debía de ser distinto, un miedo nuevo con otros códigos. Imaginábamos que había otros mundos y eso nos ayudaba a vivir.

En aquel mundo nuestro había que mirar antes de hablar, antes de preguntar, de reír y de no reír. El país éramos millones de ojos estudiando el horizonte, calculando distancias, siempre vigilantes. Habitábamos la tensión, la fabricábamos en las ciudades, la engordábamos en silencio como en el campo engordaban a las ocas a fuerza de reventarles el hígado para que rindieran más. Había miedo, sí. Hubo miedo hasta el final, aunque eso no lo sabe quién no lo vivió. No, ese miedo no lo ha sufrido nadie que no haya nacido en él, nadie que no lo haya respirado sabrá nunca lo que es. No era terror ni pánico. Era una sombra gris, fría y lisa que parecía haber estado allí antes que todos nosotros, pero que alguien había diseñado a nuestra medida como un traje metálico que permitía el frío pero no el movimiento.

Antes de la caída del Muro y de lo que habría de venir con ella, mamá trabajó durante mucho tiempo en el Ministerio de la Guerra gracias a los contactos del marido de una tía suya, que, según decía, era el médico personal de uno de los hombres de confianza del ministro de Defensa. Yo nunca conocí a tía Nadia ni tampoco a su marido, pero cuando mamá los mencionaba siempre se interrumpía para decir «qué habría sido de nosotras si no hubiera sido por la tía Nadia y su marido» antes de terminar lo que estaba contando. Fuera como fuese, la cuestión es que, cuando mamá dejó de fregar suelos y empezó a trabajar de administrativa en el ministerio, de pronto todo cambió para nosotras. El miedo se volvió distinto. Los vecinos empezaron a sonreír más, a saludar más. Mucho tiempo después, recordando esa época con ella, mamá lanzó al aire un comentario casual que yo recibí como si repentinamente, en mitad de una siesta de verano, una corriente de aire hubiera estampado una ventana contra su marco, haciendo añicos los cristales.

—Es que dejamos de tener miedo, niña —me dijo. Estaba de espaldas en la cocina lavando un plato de judías debajo del grifo del fregadero y desde atrás yo veía agitarse sus hombros y oía el gorgoteo del chorro contra el mármol—. Dejamos de tener miedo porque habíamos empezado a darlo. Así eran las cosas en aquel entonces, hija: dabas o recibías, no importaba que fuera miedo, envidia o desconfianza. Aquí, en el Este, la vida funcionaba así: bueno o malo, blanco o negro. Dar o recibir.

Antes de la caída del Muro, éramos el Este. Todos nosotros. Millones y millones de personas que vivían, trabajaban, respiraban, morían, pensaban y sentían por la mitad, como si todos los países del bloque hubiéramos sufrido súbitamente una embolia y hubiéramos perdido los brazos, las piernas, los ojos, orejas, dedos y órganos que la descarga cerebral había cercenado de lo que éramos, de nuestro todo. El lado derecho muerto. Tuvimos que aprender a vivir con el izquierdo, pero como a quien le amputan un miembro, la parte que nos quitaron siguió doliendo todos los días, estaba allí aunque no la viéramos. Estaba en el aire, en la memoria de nuestros mayores, en la majestuosidad de los edificios y los parques. Comíamos, estudiábamos, funcionábamos, producíamos y esperábamos, sí, pero sobre todo añorábamos. Incluso los más pequeños, los que no habíamos conocido otra cosa, los educados para encontrar la satisfacción en lo real y en lo tangible que nos ofrecía el sistema, añorábamos algo que leíamos en los puentes que cruzaban el río, en los parques, en el cambio de las estaciones y sus olores, en los ojos de nuestros viejos. Yo, como muchos miles de miles, soy producto de esa añoranza. Como ellos, no he podido paliarla todavía. No he sabido cómo. A mis cuarenta y dos años, el mundo me queda demasiado grande porque me educaron en una jaula de añoranza en la que todo era seguro. El futuro era seguro. La comida era un bien asegurado. La salud también. El derecho a una vivienda, a la educación, a la procreación, a la seguridad era innato e indiscutible para todos nosotros. La sombra que todo lo daba se encargaba de velar por lo necesario a cambio de muy poco: lealtad, sacrificio, permanencia.

Permanencia.

Como muchos de los que vivimos aquello, llevo años sin saber dónde quedarme porque aún hoy hay algo en lo más inconsciente de nosotros que recuerda la máxima de «quien no permanece traiciona». Los ciudadanos de los que fueron países del Este circulamos por el mundo sin rumbo todavía hoy y muchos nos evitamos si podemos porque seguimos desconfiando los unos de los otros. Estamos vigilantes, alerta, preparados para una vida en la que todo se reduce a dar o a recibir. Una vida en la que la vida vale poco.

Pero estaba hablando de mamá.

Hablaba de ella conmigo cuando ya el Este había dejado de serlo y nos habíamos convertido en un país endeudado, desposeído y pobre. Hablaba de mamá y de su embolia. Cuando se vio así, dependiente y paralizada de un lado, mostró a la Kata que nunca se había atrevido a enseñar y descubrí a una mujer que se reía tanto y tan bien, tan llena de cosas, que viéndola así, tan viva a pesar de todo, empecé a entenderla como no lo había hecho hasta entonces y también a quererla de otra manera. Más de mujer a mujer.

En esa última época que pasamos juntas, mamá empezó a llamarme «niña». Yo a ella Kata. También empezó a perder la memoria, supuestamente a causa de la embolia. De repente se descolgaba con recuerdos extraños que jamás había compartido conmigo. Otras hablaba entre dientes, comentando cosas que solo ella veía o verdades que lanzaba a destajo, sin venir a cuento, y que me partían en dos, descomponiéndome por momentos. La parálisis dejó al descubierto una parte de mamá que yo no imaginaba, una Kata llena hasta los topes de información confidencial que había ido acumulando durante años y que ahora parecía salir escupida de su cabeza como chorros de lava, manchando lo que tenía a su alcance. Daba la sensación de que de pronto su cerebro mellado había caído en la cuenta de que hacía casi quince años que la Unión Soviétic a había desaparecido y de que ya no había nada que temer, quizá por eso empezó a hablar.

Así era el miedo, ese miedo. Incluso después de los años, cuando mamá hablaba, miraba siempre hacia el exterior. Nunca se sentaba de espaldas a una puerta ni a una ventana. Durante los tres años que vivimos juntas, Kata me habló del pasado. Ella sabía que no le quedaba mucho y quería recolocarme en el mundo, aunque fuera tarde. Eso decía: «Tienes que recolocarte, niña, tienes que saber, porque a tu edad todavía estás a tiempo». Tres años estuvo mamá explicándome los porqués y los cómos con medio cuerpo inutilizado por la enfermedad mientras yo cargaba con ella a la espalda y buscaba ayudas para la rehabilitación, los medicamentos, para médicos y transporte, esperándolas en vano de un sistema que ya no ayudaba a los suyos, que ya no era el Este, ni público, ni tenebrosamente solidario. Cuando se me acabaron los ahorros que había conseguido reunir durante mis años en Barcelona, tuve que ponerme a trabajar. Empecé como ayudante en un estudio de decoradores, pero como el sueldo apenas llegaba para cubrir los gastos de mamá, algunas tardes trabajaba con un cristalero. Trabajaba tanto para mantenernos que cuando llegaba a casa y me ocupaba de mamá, a veces me quedaba dormida mientras la bañaba.

Así fueron esos años con Kata. Ella nunca mejoró.

Y cuando creí que mamá había terminado de hablar sobre aquellos años, cuando pensé que había agotado todos los cómos y los porqués y ya solo le quedaba espacio para el dolor físico y para la dependencia, una noche, mientras la peinaba, me miró desde ese estar y no estar tan suyo y, con una sonrisa, me dijo:

—Quiero pedirte algo, hija.

Yo estaba de pie detrás de ella, las dos frente al espejo. Nuestros ojos se encontraron en el cristal. Yo seguía peinándola, arriba y abajo, arriba y abajo. Mamá puso su única mano viva sobre la que yo tenía apoyada en su hombro y sonrió en diagonal a todo lo que reflejaba el espejo.

—Claro, mamá.

Ella siguió sonriendo unos segundos sin decir nada.

—Bueno, en realidad, quiero contarte algo y también pedirte una cosa.

Dejé de peinarla aunque no despegué el cepillo de su pelo y nos miramos durante unos segundos. Vi en sus ojos azules a la Kata enferma, perdida en un limbo que no estaba allí, y temí por mí. Mamá me miraba, pero no me encontraba. Veía a través de mí. Estaba lejos.

—¿Dolerá? —me oí preguntar.

Ella ladeó la cabeza y sus ojos enfocaron de nuevo la mirada en mí. La pregunta la había devuelto a nosotras. Dejé escapar un suspiro de alivio que ella no vio.

—Recolocará —declaró con una media sonrisa—. Sobre todo a ti. Y ayudará.

Intenté responder algo, pero no supe qué. Ella puso su mano sobre la mía.

—Ya lo verás, niña.

Quise decirle que no, que recolocar no, que mejor dejar las cosas como estaban y seguir así las dos, cuidadora yo, cuidada ella, refugiadas en el piso de la calle Gömb Utca como si lo de fuera, la vida que había fuera, estuviera pasando sin nosotras. Quise decirle: «Quedémonos así, Kata. Querámonos así: así de mayores, así de a salvo, así de en paz».

Pero mamá tenía prisa. Le sobraba el tiempo porque estaba demasiado cansada de vivir ayudada, de tener que echar mano de mí para poder seguir, con medio cuerpo ausente y el otro dependiente. Le sobraban muchas cosas y yo no quería verlo. Hacía tiempo que había muchas cosas que no quería ver, ésa es la verdad.

—Primero contaré, hija —anunció, dándome un pequeño apretón en la mano con la que yo sostenía aún el cepillo apoyado sobre su cabeza—. Luego pediré. Será más fácil así —añadió—. Para las dos, más fácil para las dos.

Sentí el peso ligero de su mano sobre la mía y en la presión de sus dedos entendí que no iba a ser fácil para ella y tampoco para mí. La vi tragar saliva en el espejo y luego la vi perderse una vez más en algún rincón de su memoria, persiguiendo una voz que únicamente ella oía, perdiéndose atrás, muy atrás.

—No dejes de cepillarme. Me hace bien —me pidió, tirando automáticamente de mi mano para que siguiera moviéndola con suavidad. Tenía un pelo fuerte y rubio que desde hacía años se recogía en un moño bajo como una caracola y que yo había aprendido a cepillar como a ella le gustaba: despacio y sin parar. Arriba y abajo. Arriba y abajo.

Seguí cepillándola mientras ella bajaba la mirada y suspiraba. Luego se puso la mano sobre la rodilla y movió los dedos como si contara. Fueron solo unos segundos, ella contando y yo cepillando, ella navegando en su memoria y yo a la espera, flotando en su silencio.

Entonces levantó la cabeza y clavó la mirada en el espejo, como si leyera en sus profundidades un mensaje que ni yo ni nadie habríamos podido ver.

—Tu abuelo los mató —dijo con una voz plana, casi metálica—. A los tres.

Dejé de cepillar y le busqué los ojos en el cristal. Lo único que pude encontrar fueron dos pequeñas conchas azules, casi transparentes, que no me vieron. Tragué saliva y seguí cepillando. Arriba y abajo, arriba y abajo.

—Esperó hasta que pudo verte nacer y luego los mató —continuó, tendiendo la mano hacia el espejo, como si alguien la estuviera invitando desde el otro lado. Como si la llamaran—. Por eso vinimos a Budapest.

Arriba y abajo, arriba y abajo. El cepillo se deslizaba desde mi mano sobre su pelo y el silencio solo lo interrumpían los gritos de unas vecinas que hablaban en la calle y el rugido de algún autobús. Mamá siguió con la mirada clavada en el espejo y poco a poco fue frunciendo el ceño y entrecerrando el ojo que le quedaba con vida hasta que levantó la mano y me cogió con fuerza la muñeca, obligándome a parar.

Entonces giró la cabeza.

—Por eso todo —dijo.

Tres

—¿Estás aquí, niña? —pregunta Clea desde su tumbona.

A Ilona le llega de pronto el olor de su cigarrillo y siente sobre la piel la humedad que llega repartida desde el jardín. Durante una décima de segundo se le encoge el pulso en las muñecas porque en la pregunta le ha parecido oír a su madre y de repente la ha echado tanto de menos que ha tenido que tragar con fuerza antes de hablar.

—Sí, claro —responde.

—Mentirosa.

Ilona sonríe a pesar de sí misma.

—Va a cambiar el tiempo —dice Clea, cerrando los ojos e inspirando hondo—. Me duelen los huesos.

—Puede ser.

—¿Tú no lo sientes? —pregunta—. Seguro que sí —dice, volviéndose a mirarla—. En las rodillas. ¿No te duelen?

Ilona se lleva automáticamente la mano a las rodillas y se las masajea durante unos segundos. Clea la mira y, cuando los ojos de las dos se encuentran, a Ilona le asalta el recuerdo de un episodio no muy lejano que creía olvidado, uno de los primeros que conserva de la vida que ha compartido con Clea en el centro y que con el paso de las semanas ha dejado almacenado en algún rincón de la memoria que no suele visitar.

El recuerdo la lleva a un par de semanas después de empezar a trabajar en Buenavista, mientras desayunaban en el salón de la suite y Clea le pidió que le alcanzara un periódico que había dejado olvidado en la mesita del recibidor. Cuando Ilona regresó con el periódico en la mano, Clea bajó los ojos y preguntó:

—¿Por qué caminas así, niña?

«Niña», dijo. Hasta entonces nadie, excepto su madre, la había llamado así. Estuvo a punto de decirle que prefería que la llamara por su nombre, pero hubo algo en la mirada de Clea que la contuvo.

—¿Así, cómo? —preguntó en cambio, todavía con el periódico en la mano.

Clea arqueó una ceja.

—Raro —respondió—. Como si te doliera algo.

Ilona le dio el periódico y se sentó.

—Tengo mal las rodillas —le explicó, sirviéndole el zumo de naranja.

—¿A tu edad?

—Sí.

—¿Qué edad me has dicho que tenías?

—Cuarenta y dos.

—¿Y ya estás así?

—Sí.

—Pues vaya.

Ilona no dijo nada durante unos segundos, pero Clea esperaba una explicación más precisa, algo, y ella no tenía intención de empezar a despertar tensiones tan pronto. Le contó la verdad, creyendo que, una vez aclarado el misterio, Clea se quedaría satisfecha y podrían seguir desayunando. Se equivocó.

—Me rompí las rodillas cuando tenía quince años.

Clea se quedó con el vaso de zumo en alto. Carraspeó y parpadeó antes de hablar.

—¿Las dos?

Ilona asintió con la cabeza.

—¿Cómo? ¿Qué pasó?

—Me caí.

Clea no dijo nada. Siguió con el vaso en alto, esperando.

—De las paralelas.

En cuanto Ilona se oyó decirlo sintió un escalofrío que le resultó familiar.

—¿De las paralelas? ¿Qué paralelas?

Ilona entendió que Clea no lo entendiera. También entendió que hay cosas en la vida que son tan parte de nosotros que parece que lo sean también de un todo común. Normales, como lo de sus rodillas o lo de la gimnasia, como las veinte horas semanales de entrenamiento desde los seis años a las que había que añadir las concentraciones, competiciones, campeonatos, eliminatorias… castigos. Entendió que había mucho que contar si quería que Clea entendiera, porque lo que ella había resumido con una frase era una más de las oscuras realidades que había vivido durante veinte años en un país sitiado por la falta de color, de voz. Se vio repentinamente en un cruce de caminos para el que se reconoció no preparada y se dio cuenta de que en algún rincón de sí misma estaba emocionada, porque desde la muerte de su madre nadie se había atrevido a preguntarle por ella así, tan directamente, queriendo saber.

Miró a Clea, que le aguantó la mirada. Quiso sonreír y no le salió bien.

—Fui gimnasta desde los cuatro a los catorce años —dijo—. A los doce entré en el equipo nacional.

Clea carraspeó y buscó sus cigarrillos a tientas. Encontró la cajetilla, sacó uno y se lo metió en la boca, pero no lo encendió.

—Para cualquier familia era un honor tener a alguien en un equipo nacional, un honor y un montón de puntos —explicó Ilona—. Y la verdad es que en aquella época mamá no andaba sobrada de ninguna de las dos cosas, ni de honor ni de puntos.

Clea tragó saliva y encendió el cigarrillo. Luego dejó el encendedor encima de la mesa y lo colocó muy despacio en el ángulo exacto de la esquina. Aspiró una bocanada de humo. Minúscula.

—Teníamos una entrenadora rusa que nos odiaba casi tanto como nosotras a ella —continuó Ilona—. Entrenábamos después de clase, por la mañana y por la tarde, aunque en el colegio nos exigían menos que a las demás porque éramos una élite física, una esperanza de éxito. Comíamos mejor y llorábamos tanto en los entrenamientos que a ninguna de nosotras le quedaron lágrimas después de los diez años. Alina, que así se llamaba la entrenadora, hablaba poco, y cuando lo hacía, su voz vibraba por todo el gimnasio. Lo suyo, como con casi todos los rusos, era enseñarnos y entrenarnos para hacer. Hacer, conseguir, competir y luchar contra el fracaso, tan común en todos los países del bloque que no fueran la Unión Soviética. Enseguida aprendíamos que los errores se pagaban y que había que pagarlos al instante porque, como los perros, los músculos de los deportistas de élite tenían una memoria casi inmediata. «Los músculos son animales domésticos que deben saber en todo momento lo que su amo tiene en mente. Son tejidos diseñados para obedecer», decía Alina cuando, después de una competición, y, cuando digo después, quiero decir inmediatamente después, en cuanto el público terminaba de abandonar el pabellón y nosotras, las que no habíamos pisado el podio, nos quedábamos a repasar los ejercicios, ella y sus dos ayudantes trabajaban con nosotras para que nuestros cuerpos de niñas reconocieran punto por punto las imperfecciones, los despistes y los errores, para que los músculos no olvidaran. Si había faltado ritmo en los movimientos, Alina simplemente decía «ritmo», y la niña en cuestión cogía una cuerda y empezaba a saltar descalza en un rincón del gimnasio, ignorada a su suerte, olvidada en su purgatorio de saltos mientras Alina y su equipo se ocupaban de las demás. Si lo que había faltado era elasticidad en el spagat, Alina te ordenaba hacerlo delante de tus compañeras mientras ella se ponía de pie encima de ti con un pie sobre cada muslo hasta que creías que los abductores te estallaban en las ingles y entonces daba pequeños saltos con los talones sobre tus pantorrillas. El dolor era tal que algunas caían de lado como marionetas muertas. Había posturas de reeducación para todo y para todas. Y dolor, claro. Pero para algunas de nosotras estar en la élite era sinónimo de poder salir, de poder ver lo que había al otro lado, de tener una vida. Una pequeña luz al final del camino. Para otras, la élite mantenía a sus padres libres de sospecha, o eso creíamos.

Clea escuchaba sin pestañear. Tenía el cigarrillo consumido entre los dedos y se iba tocando el pendiente con un gesto distraído y automático. Ilona tendió la mano, le quitó el cigarrillo de los dedos y lo dejó en el cenicero. Clea sonrió, pero no dejó de mirarla.

—El mismo día que cumplí catorce años me fui al suelo en el ejercicio de paralelas durante los campeonatos nacionales. Era mi último ejercicio y competíamos para clasificarnos para el Europeo de Florencia. Calculé mal la segunda suelta sobre la barra superior, me adelanté unas décimas de segundo, aterricé sobre la barra con las yemas de los dedos y no pude agarrarme a tiempo. No fue culpa de los nervios ni de la tensión, porque entre las que llegamos hasta allí no los había. Fue simplemente mala suerte. Caí de rodillas y en cuanto toqué el suelo supe que me había roto, que algo había crujido en alguna parte de mis piernas, algo que era yo y que había estallado como una rama seca en el silencio que se había hecho en el pabellón. Luego, aún de rodillas y con las manos apoyadas sobre la colchoneta, vi venir a Alina hacia mí desde uno de los laterales del aparato y de repente tuve tanto miedo, le tuve tanto miedo, que apreté los dientes, me apoyé contra uno de los soportes de las barras y me levanté para seguir con el ejercicio. En ese momento ni siquiera sentía dolor. Solo tenía miedo. Miedo a lo que vendría, al castigo, al ridículo. Entonces solté el soporte del aparato y di un pequeño salto intentando agarrarme de la barra inferior para continuar con el ejercicio, pero ni siquiera alcancé a rozarla con los dedos. Me desmayé.

—Niña —dijo Clea, poniendo las palmas contra la mesa y bajando los ojos—. Niña.

—Me operaron tres veces de cada rodilla —concluyó—. Un año después, cuando pude andar otra vez, ya era tarde para volver a la gimnasia y también para los estudios. Me reasignaron a un instituto técnico, una especie de escuela de artes y oficios en la que el sistema aparcaba a adolescentes como yo: deportistas descartados, cerebros malogrados, promesas que habían quedado solo en eso y que había que recolocar. Nadie dudaba de nuestro esfuerzo, pero tampoco de nuestro fracaso. Estábamos limpios, pero habíamos fallado porque en el comunismo la mala suerte no existía. Existían factores, variables, conjuras, acciones y reacciones, pero la mala suerte era un concepto que no se aplicaba por aleatorio, por no solidario. Las cosas se hacían bien o se hacían mal, servías o no servías, éxito o fracaso, blanco o negro. Como cuando un vecino denunciaba a otro: el arresto llegaba durante las primeras veinticuatro horas o no llegaba nunca. Si llegaba, la tortura y la condena en la mayoría de los casos también.

»Culpable o inocente. Veíamos desaparecer a los vecinos y no preguntábamos. La AVO actuaba como la KGB, igual de sistemática, de siniestra. Todos éramos sospechosos de algo, de haber hecho algo, de haberlo pensado, deseado, soñado. Encontrar motivos para una detención era como elegir el sabor de un caramelo en un cumpleaños. Algunos volvían. Mamá los llamaba los “reaparecidos”.

Regresaban unos días más tarde, aparentemente ilesos, pero con la mirada opaca, y la vida de los que les rodeaban seguía como siempre; infiltrados, chivatos y vecinos aterrados saludándose y sonriéndose por la mañana. Cuando dejé el hospital y la rehabilitación y empecé en el instituto, fui conociendo las vidas y las historias de mis compañeros de clase y entendí que me había hecho mayor. Contábamos poco, hablábamos de nuestro fracaso infantil como quien menciona un pasado vergonzoso, violento o criminal, y desconfiábamos los unos de los otros como lo hacían nuestros mayores. En secreto, muchos nos preguntábamos cuánto tardaría en llegar un castigo que, consciente o inconscientemente, creíamos merecer.

Clea dejó escapar un suspiro y se revolvió en la silla antes de carraspear. De repente, a Ilona le dio vergüenza verse así, hablándole a aquella vieja desconocida de cosas que eran solo suyas y que debían de estar presentándola a ojos de Clea como una superviviente de algo que debía de sonarle a chino. Estuvo a punto de preguntarle si la creía. Luego quiso disculparse, pero Clea pareció adivinarlo en la expresión de sus ojos, porque se le adelantó y, con una voz plana, le dijo:

—¿Te duelen?

Ilona la miró, sorprendida.

—Las rodillas —aclaró con una mueca que pareció querer ser una sonrisa—. Que si todavía te duelen.

—No —respondió Ilona—. Aunque desde entonces no puedo correr ni saltar. Tampoco montar en bicicleta. Solo puedo usar las piernas para caminar.

Clea soltó una carcajada seca.

—¿Cómo que solo? —preguntó, ladeando la cabeza—. Espera a que llegues a mi edad y verás, niña.

Ilona esbozó una sonrisa seca.

—No sé si preferiría no llegar —murmuró.

—No digas bobadas.

Ilona no dijo nada. Clea se levantó despacio, volvió a colocar la silla en su sitio, cogió el paquete de cigarrillos y el encendedor y se fue despacio hacia el ventanal que daba a la terraza. Cuando estaba a punto de salir, se detuvo delante del cristal y preguntó sin volverse:

—¿Y lo que no son las rodillas? —Agitó suavemente la mano en el aire—. ¿Te duele?

De nuevo una sonrisa.

—Lo que no son las rodillas pueden ser muchas cosas —respondió Ilona, intentando bromear.

Clea arqueó una ceja.

—La vida, niña. Hablo de la vida —dijo con un gesto de fastidio—. ¿Te duele?

Ilona quiso encontrar algo que decir, pero todo lo que se le ocurrió le sonó a excusa, a mentira. Decidió ser sincera.

—No lo sé —respondió. Era verdad, aunque lo era a medias y el silencio que siguió pareció esperar algo más, alguna verdad más entera—. Me duele no tener a mi madre conmigo —añadió—. Que ya no esté. Aunque no sé si eso vale como respuesta.

Clea siguió mirando fuera durante un rato que a Ilona se le hizo eterno. Luego alargó la mano y se apoyó en el marco del ventanal.

—Claro, hija. Cómo no va a valer —dijo.

* * *

Desde entonces, desde esa conversación convertida ahora en recuerdo para ambas, han pasado casi tres meses. Tres meses menos tres días, para ser exactos.

A Clea y a Ilona les parece mentira. Mentira que haga tanto y a la vez tan poco, que desde esa primera mañana haya habido tanto de todo y que quede tan poco tiempo.

—¿Sabes una cosa, niña? —pregunta ahora Clea desde su tumbona.

Ilona se vuelve a mirarla antes de responder.

—No.

—Creo que me ha hecho daño eso que has dicho de que no me quieres lo suficiente —dice Clea con un suspiro de vieja cansada—. Que no somos amigas.

Ilona la ve estirada en la tumbona con la mano sobre la cabeza de Rita y un brillo extraño en los ojos. Es un brillo que ha aprendido a reconocer durante estos meses a dos, un lustre familiar.

—Yo no he dicho eso.

—No ha hecho falta —replica Clea con suavidad, bajando la mirada y rascando a Rita detrás de la oreja. Luego deja pasar unos segundos antes de alzar de nuevo los ojos y sonreír, pierde la mirada en el cielo y se sumerge en uno de esos silencios que Ilona encaja mal, porque a veces se prolongan durante largos intervalos, excluyéndola, dejándola fuera.

Cuando, pasados unos minutos, deja de esperar que Clea diga algo, la oye murmurar:

—En cualquier caso, aunque no sé si esto que tenemos tú y yo se llama amistad, sé que me gusta y que lo echaría en falta si no lo tuviera.

Ilona traga saliva. Nunca ha oído hablar así a Clea, nunca tan de tú a tú sin nada en medio, sin bromas, sin ironía… sin defensas, y se repliega sobre sí misma porque no sabe cómo tomárselo.

—Y, ya que estamos, te diré otra cosa —añade Clea. Lo hace con un pudor al que Ilona no está acostumbrada, pidiendo permiso, como si realmente lo necesitara, mientras coge un cigarrillo del paquete y lo sostiene en alto entre el índice y el anular antes de hablar. Luego parece pensarlo mejor, lo deja encima de la mesilla, pone los pies en el suelo y se levanta con un resoplido, alejándose despacio hacia el ventanal que comunica la terraza con el salón. Al llegar al umbral se detiene y, sin volverse de espaldas, dice—: La respuesta a tu pregunta es «sí».

Ilona frunce el ceño y parpadea, perdida. Una leve sonrisa que ella no ve asoma a los labios de Clea antes de añadir:

—Yo sí te ayudaría a morir si tú me lo pidieras —dice por fin, perdiéndose en la penumbra del salón.