I
BUENAVISTA

Uno

Llegaron los dos el mismo día, casi a la misma hora. Primero ella. El taxi la dejó delante de la escalera de piedra que llevaba al vestíbulo y, cuando el taxista rodeó el coche para ayudarla a bajar, Clea subía ya los escalones con paso lento, apoyándose en la baranda con una mano y tirando de una perrita blanca con manchas negras y marrones mientras resoplaba entre dientes. El equipaje —tres maletas y un baúl— había llegado dos días antes, y las chicas del departamento de admisiones lo habían colocado todo tal y como ella había dejado especificado en la documentación adjunta. En cuanto se acercó al mostrador de recepción, Rocío apareció como una invocación por la puerta que comunicaba el vestíbulo con su despacho y salió sonriente a su encuentro. Clea le ofreció cinco dedos huesudos que se interpusieron entre las dos como una zarpa de hormigón y la perra ladró, enseñando unos dientes diminutos. Rocío ni siquiera parpadeó. Clea cerró entonces su mano flaca sobre la de ella.

—Cállate, demonia —regañó a la perra, empujándola suavemente con el pie. La perra se sentó y sacó la lengua, ladeando la cabeza y parpadeando como una actriz enana. Clea se volvió entonces hacia el mostrador de recepción y clavó los ojos en Ilona—. Tú eres Ilona —dijo. No lo preguntó. No fue uno de esos «tú debes de ser» de cortesía, sino una declaración de muchas cosas que en ese momento Ilona ni siquiera sospechó y en cuyas tres palabras ahora, con la perspectiva que da el paso del tiempo, ha sabido leer lo que habría de llegar. Lo que ha llegado ya.

Clea siguió mirándola a los ojos durante unos segundos. Luego también ella sonrió, y lo que hasta entonces había sido un rostro menudo, organizado en ángulos y vértices, se difuminó en un haz de luz que Ilona recibió mal por inesperado.

—Tú eres Ilona —repitió con voz más suave, como hablando consigo misma, soltando la mano de Rocío y ofreciéndosela con gesto firme a la mujer de pelo negro, piel blanca y ojos azules que tenía delante. Durante una décima de segundo Ilona vaciló. Clea lo notó y chasqueó la lengua—. A ver esas manos, jovencita —soltó con voz de abuela. Ilona se las mostró sin tan siquiera pararse a pensar. Clea se inclinó sobre ellas y las estudió atentamente durante unos segundos sin tocarlas. Luego volvió a chasquear la lengua—. Mmmm. Vaya, vaya —masculló—. Así que hemos sufrido un poco, ¿eh? —preguntó con una risilla.

Ilona siguió con las manos expuestas, incómoda. Cuando vio que Clea le acercaba las suyas, las encogió automáticamente. Clea arqueó una ceja y se rio entre dientes.

—Soy vieja, hija, pero no contagio —dijo con una mueca de fastidio. Luego se volvió hacia Rocío y escupió una carcajada rasposa—. Y tengo pis —añadió, dedicando un guiño a Ilona y dejando escapar un pequeño suspiro que reverberó en el silencio del vestíbulo como una piedra contra el fango de un charco.

Rocío no se inmutó. Instantes más tarde se alejaba con Clea por el pasillo de la planta baja en dirección a las suites pares. Las del ala este.

Dos

Él, Otto, ingresó un poco más tarde, cuando el olor a hierba mojada entraba a raudales por las ventanas abiertas del vestíbulo, llenándolo todo. En recepción le oyeron llegar antes de poder verle. Su risa revoloteó, contagiosa, desde el jardín delantero, mezclada con la de un hombre más joven que comentaba algo con voz ronca de fumador. Luego apareció por la puerta con su pelo blanco, el pañuelo al cuello, los pantalones de corte perfecto y el bastón con mango de madera oscura. Se acercó despacio al mostrador, carraspeó y sonrió.

—Buenas tardes, señoritas —dijo, carraspeando de nuevo—. Perdonen que las moleste. —Dejó el bastón encima del mostrador y se llevó la mano a la barbilla—. ¿Serían tan amables de informarme desde qué vía sale el tren que va al purgatorio y si está en hora?

Teresa, la chica de recepción, e Ilona se miraron sin saber qué decir. Otto Stephens parpadeó, dejó escapar un jadeo fingidamente dramático y negó con la cabeza.

—Lo sabía —dijo con pesar, bajando los ojos—. Siempre me pasa lo mismo.

Se hizo un silencio incómodo entre los tres, apenas un par de segundos que él mismo se encargó de romper levantando la cabeza y sorprendiéndolas con una amplia sonrisa y un guiño no disimulado.

—En fin, al parecer, y si a ustedes no les importa, tendré que instalarme aquí un tiempo hasta que salga el próximo —declamó, mirando a las dos mujeres que no le quitaban ojo desde el otro lado del mostrador. Luego les lanzó un nuevo guiño—. Serán solo unos meses, poca cosa —dijo, agitando la mano en el aire.

Teresa sonrió, todavía un poco aturdida. A su lado, Ilona no podía apartar los ojos de los de Otto, unos ojos grises, casi amarillos, llenos de pequeñas motas verdes. Él le devolvió la mirada.

—Es que no sé si sabe usted que la lista de espera para entrar al purgatorio es larguísima —dijo, ladeando la cabeza y alargando una mano hacia un infinito imaginario—. Casi tanto como las que tienen los asilos aquí, en la tierra. Y cuando pierdes la plaza, zas, vuelta a empezar. Otra vez el papeleo, los formularios, entrevistas personales… en fin, qué le voy a contar que usted no sepa, querida señorita…

Rocío volvió a aparecer en ese momento.

—¡Señor Stephens! —se la oyó gritar desde el fondo del pasillo—. No le esperábamos hasta dentro de una hora.

Otto Stephens se despidió de Ilona con un nuevo guiño, cogió el bastón de encima del mostrador y se volvió de espaldas con una agilidad cuanto menos inesperada. Enseguida llegó Rocío y con ella llegaron también los saludos, la bienvenida, el intercambio de los «por aquí, señor Stephens», «conozco el camino, gracias, Rocío», «le acompaño de todos modos», «si insiste…», «por supuesto que insisto, faltaría más».

—Otto Stephens y Clea Ross —dijo Teresa en voz baja mientras les veía alejarse despacio por el pasillo hacia la suite número 19 del ala oeste—. Desde luego, hay nombres que parecen elegidos para hacer grandes cosas.

Tres

Clea y Otto, habitaciones 6 y 19, ala este y ala oeste, dos plantas bajas con acceso directo al jardín, con sus flamboyanes, palmeras, hibiscos y mares de madreselva. Vistas al mar y a la playa privada que casi ningún cliente utiliza porque la escalera labrada en la roca que baja hasta la arena resbala cuando la salpica la espuma y los escalones se convierten en afiladas hojas de cuchillo. Láminas de hielo saladas. Demasiado peligrosas.

En esa tarde de finales de junio, el de Otto y el de Clea fueron un ingreso blanco, o lo que es lo mismo, un ingreso fácil. Ambos llegaron solos y por su propio pie. «Ingreso voluntario, negociado y solicitado por los propios interesados en plena posesión de sus facultades físicas y mentales», rezaba la etiqueta adhesiva que encabezaba en rojo sus fichas de admisión.

Aunque «ingresar» quizá no sea la palabra adecuada. No, en Buena vista no lo es porque no está permitida. Ni «ingresar» ni «pacientes». Quienes habitan las suites del centro son «residentes», «huéspedes» o «clientes». Tampoco hay uniformes. Los empleados visten ropa de calle y se tratan de tú, independientemente de su edad, antigüedad y categoría.

Son, según estipula el punto número seis del libro de estilo del centro, «una familia». Otros puntos del manual incluyen cosas tan manidas como la solidaridad con el cansancio y con el esfuerzo de los compañeros, el respeto y la comprensión ante la voluntad del cliente —sea ésta la que sea—, y otras consideraciones que a veces resultan de una lógica casi infantil y que en ocasiones sorprenden por civilizadas. Por humanamente civilizadas.

—Lo mejor de una familia, eso es lo que somos y también lo que ofrecemos —habían sido las palabras exactas de Rocío en su papel de directora cuando quiso resumir la idiosincrasia del centro el día que Ilona tuvo con ella la segunda entrevista personal, poco antes de la llegada de Clea y de Otto al centro—. Apoyo, confianza y cariño en la medida que el huésped nos los pida —aclaró con una sonrisa benévola y convencida, pasándose un mechón de pelo rubio tras la oreja—. Quien elige venir a Buenavista busca lo que nadie más da, lo que no se encuentra en ningún otro sitio —añadió, ladeando la cabeza—. Aunque eso, si terminas quedándote con nosotros, aprenderás a verlo con la práctica.

Ilona no supo qué decir. Intuyó que, como le había pasado otras veces, seguramente Rocío tenía razón y el tiempo ayudaría. Quizá, más que intuirlo, esperaba que así fuera. Intuyó también que Rocío quería seguir contándole cosas que supuestamente debían interesarle. No se equivocó. Rocío no había terminado.

—Estarás unas semanas a prueba —anunció, fijando durante un instante la mirada en la ventana—. No muchas. En realidad —añadió con una nueva sonrisa—, aquí trabajamos por obra.

Ilona no la entendió. No lo disimuló.

—En Buenavista es el huésped quien decide si el cuidador o cuidadora que le asignamos vale o no —explicó Rocío. Algo pareció alertarla de que lo que acababa de decir no sonaba del todo bien—. No, no me interpretes mal. Cuando digo «valer» me refiero simplemente a vuestra valía en el trato con ese huésped en particular, no a vuestra capacidad profesional. El baremo lo da el cliente. Es una cuestión de química, por decirlo así. Si el huésped os quiere, si conectáis, nosotros también. Su satisfacción es la nuestra —dijo con un ligero suspiro. Luego cogió un sobre que tenía sobre la mesa, lo abrió y sacó un par de fichas de color naranja tamaño folio que repasó por encima sin demasiado interés—. Aunque supongo que no lo sabes —empezó de nuevo sin levantar los ojos de las fichas—, no es común que uno de vosotros tenga a su cargo a más de un huésped. A veces ocurre, es cierto, aunque no suele ser lo habitual. Normalmente, cada cuidador tiene asignado un solo cliente, no más. —Dejó las fichas sobre la mesa antes de seguir y alzó por fin los ojos—. Pero tu caso es especial.

Las dos mujeres se miraron. Ilona prefirió esperar. Rocío entrelazó las manos sobre la mesa y frunció ligeramente el ceño.

—Nuestros dos nuevos huéspedes te han escogido a ti de la lista de candidatos y candidatas que les hemos ofrecido y, a pesar de que ambos insistían en que te querían en exclusiva, hemos logrado convencerles para que te compartan —anunció, pasándose una vez más por detrás de la oreja un mechón que Ilona no vio—. Y no ha sido fácil, créeme. Los dos tienen personalidades muy… cómo decirlo… peculiares.

—¿Peculiares?

Rocío sonrió.

—Originales, si lo prefieres. —Carraspeó con suavidad y prosiguió—: De modo que hemos acordado, si a ti te parece bien, que te dediques a la señora Ross por las mañanas y al señor Stephens por las tardes. En principio, ellos están de acuerdo. Aunque mentiría si dijera que han dado saltos de alegría, hemos convenido que, como medida temporal, y dado que pueden valerse por sí mismos y que, como sabes, tu labor aquí es exclusivamente la de acompañar —dijo «acompañar» como si lo silabeara, «a-com-pa-ñar»—, nos daremos todos un plazo de prueba y veremos cómo nos adaptamos a un funcionamiento que, te repito, aquí, en Buenavista, no es el habitual. En cualquier caso, la señora Ross ha insistido en que preferiría que te instalaras en el centro durante los días laborables, porque quizá te necesite más horas de las cuatro que constan en tu contrato con ella. No, no en su suite, claro. Tenemos un pequeño edificio anexo al fondo del jardín que en su día se utilizaba como casa de los guardeses y que hemos reconvertido en un pequeño búngalo de cuatro habitaciones. Tendrás todo lo que necesites y, naturalmente, tu sueldo será superior. —Suspiró y cogió distraídamente un bolígrafo de plata que cruzaba una carpeta encima de la mesa—. Sustancialmente superior.

E Ilona no supo qué decir. Rocío siguió manoseando el bolígrafo y, al ver que no hablaba, soltó un suspiro y forzó una sonrisa.

—Tanto Clea Ross como Otto Stephens quieren a alguien con tu perfil para que les acompañe unas horas al día durante su estancia en Buenavista. ¿Por qué?, te preguntarás. —Nuevo suspiro. Nueva sonrisa—. Indudablemente ambos tienen sus razones, e indudablemente no creo que deseen compartirlas conmigo ni contigo. La experiencia me dice que es muy difícil, si no imposible, imaginar cuáles son los hilos que mueven las decisiones de nuestros clientes. También me dice que cuando quieren algo, es eso o no es nada. En este caso, los dos quieren a alguien con tu perfil y tú eres la única persona que tengo en cartera. No creo que debamos darle más vueltas.

«Con mi perfil», pensó Ilona. Rocío vio la perplejidad en la mano que Ilona se llevó a la nuca.

—Quizá te ayude saber que a la señora Ross le ha hecho gracia, y mucha, el hecho de que seas nueva en esto. De que, como dices en tu vídeo, te tomes esto como un respiro de tu vida. Le ha parecido… curioso.

Ilona continuaba perpleja.

—No la entiendo, Rocío.

—De tú, Ilona. Trátame de tú.

—Perdón.

—Hizo preguntas —explicó con un gesto poco definido que pareció de disculpa—. Clea, me refiero a Clea. En cuanto le pasé tu ficha y la leyó, quiso saber más.

Ilona sintió en ese momento un pequeño escalofrío en las yemas de los dedos. Se miró las manos y le sorprendió no tener ningún corte a la vista. Ninguna cicatriz.

—Luego, después de ver el vídeo de tu presentación, insistió en que te quería a ti. Le gustó que hablaras tantos idiomas, que no hubieras hecho esto antes y que hayas tenido durante tantos años una relación directa con la música. Y, sobre todo, y aunque te parecerá curioso, le encantó que seas húngara. Después me pidió que le enseñara tu test. —Apartó la mirada y carraspeó—. No lo dudó. «Es ésta», dijo. Bueno, en realidad lo que dijo exactamente fue: «Tiene que ser ésta».

De pronto a Ilona se le encogió el corazón al acordarse de las quince preguntas incluidas en el anexo final del test y de la sensación de fastidio que no había podido reprimir al contestarlas. Eran preguntas extrañas y le habían olido a trampa. Demasiado personales, tendenciosamente personales. Las había respondido de mala gana, agotada de tanto formulario y convencida a esas alturas de que se había equivocado buscando trabajo en un sitio como aquél. Había dado respuestas como quien juega al ahorcado sabiendo que ha perdido, como una niña suspendida de antemano en un examen de septiembre.

Recordó en ese momento algunas de las preguntas y también algunas de sus respuestas, la mayoría invalidadas por ella misma, tachadas por arrepentimiento; otras en blanco, vacías de información:

Pregunta: ¿Qué actitud o actitudes prefiere evitar en quienes la rodean? ¿Por qué?

Respuesta: En general, intento evitar el dolor, aunque no siempre es fácil. En cualquier caso, prefiero los animales a las personas, sobre todo porque los animales pueden ser feos, torpes o lentos, pero nunca intentan disimularlo. De todas formas, y respondiendo a la pregunta, hago siempre lo posible por alejarme de lo que no entiendo, no tanto con la cabeza sino con la intuición.

Pregunta: ¿Se considera usted una persona coherente?

Respuesta: En general intento evitar el dolor, aunque no siempre es fácil. En cualquier caso prefiero los animales a las personas, sobre todo porque los animales pueden ser feos, torpes o lentos pero nunca intentan disimularlo. De todas formas, y respondiendo a la pregunta, hago siempre lo posible por alejarme de lo que no entiendo, no tanto con la cabeza, sino con la intuición.

Pregunta: ¿Tiene usted miedo a la muerte?

Respuesta: No lo sé, aunque creo que me da más miedo la vida, porque siento que no tendré tiempo suficiente para aprender a vivirla bien ni para dejar de temerla. Pero, sobre todo, me da miedo la mentira. Me asusta que me mientan, que me oculten cosas. Me hace daño, me deja insegura y entonces me vuelvo torpe, porque no sé dónde piso, y, bueno…

Pregunta: ¿Qué cualidades cree poseer que hacen de usted una persona particularmente dotada para trabajar y tratar con la tercera edad?

Respuesta: Ninguna en especial. No sabría decirlo, porque mi experiencia con las personas mayores es muy limitada. Lo que sí sé es que los adultos me descolocan y a veces me dan miedo. Cuando estoy con ellos, veo cosas de mí que me gustaría cambiar, cosas que quisiera controlar mejor, y no sé cómo manejarme. Por eso creo que los ancianos y los niños no se me dan mal, porque tanto unos como otros se mueven por la vida como si no tuvieran nada que perder, como si se desenvolvieran mejor, más libremente. Y les envidio tanto…

Pregunta: ¿Es usted religiosa?

Respuesta: Sí, aunque voy vestida de calle (huy, ésa no es una expresión correcta en castellano, ¿verdad?). No lo sé. Solo sé que a veces, cuando me siento muy sola, me gustaría creer más en Dios, tener más fe, sobre todo para sentir que puedo contar con alguien con quien hablar, alguien que de verdad sepa escucharme y que, más que juzgar, intente entender.

Pregunta: ¿Por qué desea usted trabajar con nosotros?

Respuesta: Es que yo no sé si deseo trabajar con ustedes. Lo que yo necesito es estar lejos de muchas cosas. O sea, lo que quiero decir es que necesito trabajar, porque, bueno… porque mis circunstancias son las que ustedes saben (me refiero a estos tres últimos años) y porque, después de haberme pasado tanto tiempo restaurando y fabricando violines, chelos y demás, apartada de casi todo, me gustaría probarme haciendo algo distinto, más… humano no sé cómo decirlo…

Pregunta: ¿Es usted una persona familiar?

Respuesta: Soy huérfana desde hace diez días. Antes de eso, solo tenía a mi madre, a la que he cuidado hasta su muerte. De todas formas, desde muy joven intento ser muy familiar conmigo misma, sí. (No sé si se dice así. Es que a veces, sobre todo después de estos tres años fuera, me falla un poco el español).

Pregunta: ¿Tiene usted a alguien a su cargo?

Respuesta: Tengo un perro llamado Sebastián. Tiene quince años y parece que tenga dos. Es como un zorro blanco, aunque no sé si debo incluirlo en la respuesta, porque a veces tengo la sensación de que el que me tiene a su cargo es él. Hace seis meses tuve que operarle de un tumor en la espalda, pero ya está bien y ha empezado a crecerle otra vez el pelo, así que nadie lo nota. (Pero, bueno, no sé si esto procede).

Pregunta: ¿Se considera usted una persona paciente?

Respuesta: Sí. Depende. Casi todos los lutiers lo somos porque el trabajo lo exige. También nos exige que la paciencia sea una especie de disciplina, una forma de manejarnos. Cuando se puso enferma, mamá decía que solo son personas pacientes los enfermos crónicos, que nadie sabe lo que es la paciencia hasta que tiene que vivir sufriendo desde que se levanta hasta que se acuesta, sin mucha esperanza de que nada vaya a mejorar, y eso me enseñó a vivir de otra manera, a entender que lo que sufrimos es siempre poco, porque puede ser siempre más.

Pregunta: ¿Es usted una persona compasiva?

Respuesta: Mi madre decía que demasiado, sobre todo en la última época. Pero no sé muy bien lo que es la compasión, y tampoco sé si me ha servido de mucho en la vida porque creo que no me enseñaron a aplicarla bien. En fin, que supongo que lo soy, pero que no siempre me gusta serlo.

—Creía… creía que el test era información privada —dijo Ilona a Rocío con un tono de voz que sonó más duro de lo que habría deseado.

Rocío tensó los hombros.

—Y lo es —replicó cortante—. Una parte. La primera, la que contiene los datos académicos, la información curricular, los aspectos más generales de la personalidad y los datos sobre la formación de nuestros empleados puede mostrarse al cliente si éste lo solicita —explicó con la voz afilada. Luego aclaró, más relajada, forzadamente relajada—: La segunda es información privada que queda en los archivos de nuestro departamento de recursos humanos —añadió—. Jamás se muestra.

Ilona intentó sonreír.

—¿Y Otto? —preguntó.

Rocío la miró y arqueó una ceja.

—¿El señor Stephens?

—Sí.

—Trabajarás con él solo por las tardes. Cuatro horas, como con Clea. De cuatro a ocho, seis días a la semana, aunque con él tu labor será un poco diferente.

—¿Diferente? ¿En qué sentido?

Rocío ladeó la cabeza y se llevó una mano a la mejilla.

—Más… activa, por así decirlo.

Ilona no la entendió.

—Otto Stephens quiere que trabajes para él, Ilona, pero no solo como acompañante, sino también como lutier.

Ilona parpadeó y tragó saliva.

—¿Cómo… lutier?

Rocío asintió con la cabeza.

—Quiere que le construyas un violonchelo.

Ilona dejó pasar unos segundos antes de poder hablar.

—Pero… yo… ya te dije que lo de lutier…

Rocío la interrumpió, agitando una mano impaciente en el aire.

—Sí, ya sé lo que me dijiste, Ilona, pero no creo que esto tenga nada que ver con lo que hayas podido hacer antes. Más que un trabajo, la parte de lutier será una especie de entretenimiento. Un… pasatiempo, por decirlo así.

Ilona no dijo nada. Paseó los ojos por la habitación mientras se frotaba las piernas con las manos. Rocío no esperó.

—No me preguntes por qué —dijo—. Otto Stephens quiere que le construyas un chelo mientras le haces compañía durante las tardes. El porqué quizá te lo cuente él, si quiere. Puede que sea un simple capricho de genio o quizá lo quiera para algo. Lo único que puedo decirte es que a mí no me lo ha dicho.

Ilona se notó tensa y falta de soltura, no solo mental, sino también física. Se imaginó de pronto volviendo a trabajar envuelta en silencio, respirando barnices, pigmentos y olores conocidos, llenos de historia. Volvió a imaginarse calculando, escuchando y auscultando la madera después de más de tres años de quietud muscular y se vio pequeña, tímida. Sintió una pequeña punzada de dolor seco en las rodillas al tiempo que se preguntaba por qué iba a querer un hombre como Otto Stephens, un hombre tan… tan monumental como él, que una mujer como ella le construyera un violonchelo. «¿Por qué yo?», pensó sin apartar los ojos de Rocío.

Rocío entendió la pregunta y también el silencio.

—Son ochenta y seis años, Ilona —dijo—. A esa edad se hacen cosas que nadie puede entender, créeme. Sé lo que piensas porque es lo mismo que pensé yo cuando él me lo pidió. Por qué tú. La respuesta es tan fácil que resulta hasta absurda.

—¿Ah, sí?

—«Quiero verla trabajar», me respondió el señor Stephens cuando se lo pregunté —explicó Rocío con una mueca que Ilona no supo interpretar—. «Me gustaría ver de cerca el proceso de construcción de un chelo y, a estas alturas de mi vida, ya no me quedan ganas ni energía para permitirme ir a diario al taller de un lutier donde poder hacerlo». Luego me miró y soltó una carcajada encantada. «Además, es un lujo que llevo queriendo darme desde hace muchos años. ¿O acaso no hay mujeres que hacen ir a la masajista, a la pedicura, a la peluquera y vete tú a saber a cuánta gente más a su casa todas las mañanas para que las tengan en forma? Pues es lo mismo».

Ilona no supo qué decir. A Rocío no le importó.

—El señor Stephens propone convertir una de las habitaciones de la casa de los guardeses en tu estudio. Quiere que le hagas una lista con todos los materiales, utensilios, mobiliario… en fin, todo lo que se te ocurra que puedas necesitar para empezar a trabajar en cuanto te incorpores a tu puesto sin reparar en el precio de nada. Quiere lo mejor, Ilona, así que te animo a que pidas lo que necesites. Y, por supuesto, el violonchelo se te pagará aparte. El precio lo acordarás con el señor Stephens. Buenavista no intervendrá en eso.

En ese momento a Ilona le vinieron tantas cosas a la cabeza que no pudo pensar bien. Siguió allí sentada con la mirada clavada en la mesa de Rocío, tan sorprendida con el giro que habían dado los acontecimientos en apenas media hora que ni siquiera intentó decir nada.

—Ahora bien —volvió a hablar Rocío, cogiendo las dos fichas rojas y metiéndolas en una pequeña carpeta de plástico que guardó después en uno de los cajones de la mesa—. Hay dos cosas que debes saber antes de darme una respuesta —declaró, cerrando el cajón con llave y entrelazando las manos—. La primera es que tu contrato será, en principio, de tres meses, porque, como ya te he dicho, Irene, la cuidadora a la que sustituirás, se reincorpora en octubre. Después, cada una se quedará con uno de los dos clientes, ya veremos quién con quién.

Ilona asintió.

—La segunda es que tanto la señora Ross como el señor Stephens esperan y desean de ti discreción absoluta. Nada de lo que hagas con ellos debe trascender jamás el ámbito íntimo de vuestra relación. Normalmente, eso es algo que ni siquiera necesito mencionar a nuestros acompañantes, porque, como te he dicho, cada uno de vosotros tiene asignado un solo cliente. Sin embargo, dado lo especial de tu caso, debo insistir en que ninguna información de la que seas depositaría por parte de la señora Ross o del señor Stephens debe llegar nunca a oídos de nadie aquí, en Buenavista, ni siquiera a los míos. Si, por la razón que sea, no tuvieras en cuenta este requisito, serías despedida de inmediato.

A Ilona no le gustó el tono de Rocío ni su amenaza explícita. De pronto volvía a sentirse vigilada y la costumbre le activó un escudo de alarma y de tensión que no le hizo bien. Sintió el cuello rígido y automáticamente miró a la puerta y se obligó a relajar las manos. Su respuesta fue un comentario casi inconsciente que intentó ser divertido, pero que, a juzgar por el parpadeo con el que Rocío lo recibió, entendió que no le había llegado así.

—Pedir discreción a alguien que viene de un país del Este es como pedir a un sueco que piense o a un ruso que sea violento cuando se emborracha —dijo con una sonrisa torcida. Al ver la cara de póquer de Rocío, intentó explicarse mejor—. En el Este, saber callar era la medida de la vida, de la esperanza de vida. «Mira y calla», nos decían siempre los mayores. Los más afortunados no solo aprendíamos a callar, sino también a no ver. Muchos soñábamos con eso: con no ver para que no nos diera miedo hablar. —Rocío la miró con unos ojos que no decían nada e Ilona prosiguió—: Para los que vivimos en el comunismo no existían los chismes ni los cotilleos porque no teníamos tiempo para ellos y porque muchas veces lo que empezaba siendo un comentario inocente acababa convirtiéndose en una denuncia que pocas veces tenía buen final. Por eso, entre hablar o callar, preferíamos callar. Por pura supervivencia. O sea, que no creo que eso sea algo que deba preocuparte.

Rocío le dedicó una sonrisa mecánica y solvente al tiempo que apoyaba las palmas de las manos sobre el escritorio y relajaba los hombros.

—Me dejas más tranquila.

—Me alegro —respondió Ilona con una voz mansa, devolviéndole la sonrisa.

Rocío soltó una pequeña carcajada.

—¿Eso es que sí?

Ilona tardó un par de segundos en responder.

—Bueno —dijo por fin—, la verdad es que me gustaría pensarlo un poco antes de decidirme.

La sonrisa desapareció.

—Muy bien. Pero no tienes mucho tiempo. Es decir, soy yo la que no tiene mucho tiempo. Dos días, tres como máximo. No puedo darte más.

Cuando Ilona llegó a la puerta, la voz de Rocío la sorprendió desde atrás.

—Ah, Ilona, se me olvidaba.

Ilona se detuvo, pero no se volvió.

—Si finalmente decides quedarte con nosotros, me gustaría darte un consejo.

Ilona giró la cabeza. No dijo nada.

—Yo en tu lugar intentaría no implicarme demasiado con tus clientes aquí, en Buenavista —dijo Rocío—. Eres nueva en esto y sé que es muy fácil establecer con ellos vínculos que quizá no te convengan.

Ilona siguió sin decir nada y Rocío sonrió, incómoda.

—Lo que quiero decir es que la mayoría son personas muy mayores —explicó—. En muchos casos no tienen a nadie y demandan de los cuidadores una relación que no suele ser beneficiosa para ellos. Una relación… poco profesional, por decirlo así. Por eso, salvo en casos muy concretos que intentamos evitar, la dirección del centro prefiere que rotéis cada cierto tiempo entre los huéspedes y evitar así males que de otro modo costaría evitar.

Ilona intentó sonreír, pero no pudo. Tampoco pudo contener una respuesta que nació de un rincón de dolor cuya existencia Rocío desconocía.

—Creía que de eso se trataba —dijo, casi en un murmullo—. De implicarse. De acompañar. Rocío parpadeó.

—Sí, claro —se apresuró a responder—. No me entiendas mal, Ilona. Lo que quiero decir es que…

—Que son viejos y que se van a morir —la interrumpió Ilona con suavidad. Lo dijo como si no tuviera a nadie delante, como si estuviera sola en una habitación en blanco, llena de vacíos y silencios, y no en el despacho de la mujer de la que dependía su trabajo y de la que supuestamente debía esperar órdenes—. O que son viejos y que vienen a morir aquí porque no tienen dónde hacerlo, así que mejor no tomarles demasiado cariño porque se irán y nosotras no, y porque dolerá, como cuando se van las personas que han estado de verdad, las que han estado más cerca. —Sonrió. Fue una sonrisa tan llena de cosas suaves que a Rocío se le enquistó durante un instante entre los dedos el aire húmedo de la tarde—. Ya lo sé, Rocío. No te preocupes por eso.

Rocío bajó la mirada, pero no dijo nada. Ilona se llevó despacio una mano a la nuca en un gesto automático y también guardó silencio.

Cuando, segundos más tarde, Rocío oyó que la puerta se cerraba tras Ilona con un chasquido sordo, apoyó la barbilla en las manos y recorrió las paredes del despacho con los ojos. Decidió que había en Ilona algo que parecía brillar con luz propia y que auguraba cosas que ella, a pesar de la experiencia y de los años que llevaba en su puesto, no alcanzaba a ver. Decidió también que, a pesar del beneplácito unánime expresado por el consejo de socios del centro, quizá tendría que haberse opuesto a la extraña propuesta de Clea, y se dijo que a ella tampoco le gustaba mentir, y menos que nadie a sus colaboradores. «Quizá debería haber avisado a Ilona», pensó durante un instante que se desvaneció en cuanto recordó la voz metálica de Clea y la frialdad de su sentencia. «Nadie debe saberlo, Rocío. Lo dejo en sus manos», había dicho días antes en ese mismo despacho, acariciando con fuerza a la perra que descansaba sobre sus piernas.

Rocío suspiró, incómoda, antes de levantarse. Se acercó a la ventana y miró desde allí hacia el jardín. Ilona lo cruzaba en ese momento por el camino de piedra que bordeaba el muro bajo y Rocío la vio detenerse delante del seto, de espaldas a la casa.

Sobre la cabeza de Ilona un gran cirro blanco paseaba su algodón sobre el mar, coronando el azul.

Desde la ventana, Rocío leyó en la espalda de Ilona y en la nube que la blanqueaba que aquel cuerpo ocultaba algo, que la que miraba el mar desde abajo era una mujer hecha de capas de cosas no dichas y no compartidas que había aparecido para cambiar algo, porque seguramente algo cambiaba siempre allí donde llegaba. Leyó durante unos segundos entre esos dos hombros una marea de palabras, de gestos y de dudas enmarcados por una extraña plenitud que la puso sobre aviso y que encendió en ella una pequeña luz de alarma. Había demasiadas cosas en el gesto de aquella espalda, demasiadas cosas por resolver. Rocío lo vio como solo una mujer sabe verlo en otra.

«Una mujer llena de rincones, de rincones y de pasado —se oyó pensar, estremeciéndose—. Una mujer a la que cuidar».

Adivinó entonces que, de algún modo que no supo explicar, su presencia allí no era casualidad.

Y supo en ese momento que probablemente se estaba equivocando al contratarla.

Y también que ya era tarde para no hacerlo.