La fábrica en ruinas se alzaba tres pisos sobre un paisaje que de lo contrario no tenía ninguna característica especial. Aunque era imponente, ocupaba solo la parte más discreta dentro del vacío gris de los alrededores, y su presencia no significaba más que una ligera mancha de color sobre un desolado horizonte. No había ninguna carretera que llevara a la fábrica, ni rastro de nadie que pudiera haber llegado hasta ella en algún momento del pasado lejano. Si alguna vez hubo un camino que condujera hasta allí, habría resultado inútil una vez hubiera alcanzado uno de los cuatro lados de ladrillo rojo de la fábrica, incluso en la época en que las instalaciones operaban a pleno rendimiento. El motivo era sencillo: no se habían construido puertas, no había zona de carga ni entradas que permitieran penetrar las paredes exteriores de la estructura, que era de ladrillo macizo en los cuatro laterales, sin siquiera una sola ventana por debajo del segundo piso. La existencia de una gran fábrica cerrada al mundo exterior despertaba en mí una extremada fascinación. Fue casi con pesar que al final me enteré del acceso subterráneo de que disponía. Pero, desde luego, dicha revelación también se convirtió en un manantial para mi degenerado sentido del asombro, para mi decadente fascinación.
La fábrica estaba en ruinas hacía tiempo. Los innumerables ladrillos estaban gastados y desmenuzados, y las ventanas, todas hechas añicos. Cada uno de los tres enormes pisos que se elevaban por encima de la planta baja estaban vacíos del todo, menos de polvo y silencio. La maquinaria que ocupaba densamente los tres pisos de la fábrica, así como el considerable espacio que había debajo, se dice que se ha evaporado, repito, evaporado, justo después de que la fábrica detuviera su funcionamiento y dejara atrás tan solo unos pocos perfiles espectrales de cubas y depósitos, tubos retorcidos y embudos, chirriantes herramientas y palancas, ruedas y cinturones gigantes que podían verse mejor al atardecer o incluso más tarde. Según estas historias totalmente alucinantes, toda la Torre Roja, como era conocida la fábrica, siempre había estado sometida a desvanecimientos en algunos momentos determinados. Este fenómeno, según las palabras delirantes o agonizantes de muchos testigos, se debía a una profunda hostilidad entre las operaciones ruidosas y malolientes de la fábrica y la pureza desolada del paisaje que la rodeaba, lo que desembocaba alguna que otra vez en borrados o desvanecimientos temporales del primero por el último.
A pesar de sus orígenes al parecer disparatados y crédulos, esos testimonios, a mi entender, merecían algo más que una atención superficial. El conflicto legendario entre la fábrica y el territorio grisáceo que la rodeaba bien podría haber sido una invención de los individuos que se perdieron en las avanzadas fases de su deterioro físico o psíquico. No obstante, mi teoría era, y todavía lo sigue siendo, que la Torre Roja no había sido siempre de aquel color peculiar gracias al cual, a la larga, se labró su fama. Por lo tanto, el enrojecimiento de la fábrica fue una traición, una abrupción, pues doy por supuesto que esta antigua estructura era, en tiempos inmemorables, del mismo color claro que el mundo que la rodea. Además, con una perspicacia nacida de la imparcialidad hasta el punto de una total desesperación, me imaginé que la Torre Roja nunca se dedicó exclusivamente a las funciones modestas de una fábrica común.
Debajo de los tres pisos de altura de la Torre Roja había dos, o puede que tres, plantas más. El que estaba justo debajo de la planta baja de la fábrica era el nexo de un sistema único de distribución de los productos que se manufacturaban en las tres plantas de arriba. El primer piso bajo tierra se asemejaba de muchas maneras a una antigua mina subterránea y funcionaba igual que una. Los compartimentos del montacargas, cercados por una pesada malla metálica, retorcida y corroída, descendían más allá de la superficie hacia una cámara expansiva que se había excavado de modo rudimentario en la tierra rocosa y se perpetuaba sin orden ni concierto por la densa estructura de soportes, un entramado de postes y pilares, vigas y maderos que incluía una gran variedad de materiales: madera, metal, cemento, hueso y una fina cincha nervuda que era fibrosa y firme. De esa cámara central salía un sistema de túneles que transformaban en un laberinto la tierra debajo del terreno gris y desolado que rodeaba a la Torre Roja. A través de esos túneles se transportaban los productos que se manufacturaban en la fábrica, a veces literalmente en mano, pero con más frecuencia mediante carros o carretillas, que llegaban a los puntos de entrega más recónditos e inverosímiles.
El comercio que originalmente se produjo en la Torre Roja era, en cierto sentido, notable, pero al principio no tenía un carácter extraordinario ni especialmente ambicioso. Se trataba de una horripilante selección de productos que tal vez fuera mejor describir como novedades. Al comienzo, los objetos y construcciones producidos por la maquinaria de la Torre Roja eran de una calidad caótica, algo aleatorio que creaba cosas amorfas, sin forma consistente o diseño aparente. De vez en cuando aparecía un bulto ceniciento que revelaba lo que parecía un rostro o unas zarpas, o tal vez un ensamblaje que se asemejaba a una urna con diminutas ruedas irregulares, pero casi siempre las primeras producciones eran relativamente inocuas. Sin embargo, después de un tiempo, las cosas empezaron a aclararse, como siempre ocurre, rechazaron un desorden inofensivo y sin interés —una situación nunca dura para siempre— y adoptaron los planes y propósitos más comunes de un intento de creación sin piedad.
Así fue cómo la Torre Roja empezó a producir su terrible y desconcertante línea de artículos únicos y novedosos. Entre los objetos y construcciones que fabricaban había unos cuantos de carácter inocente, como unos finos camafeos minúsculos más pesados de lo que sugería su tamaño, mucho más pesados, y unos relicarios cuya brillante superficie exterior se abría para revelar un negro abismo reverberante, una profunda oscuridad en la que rugía el eco. Dentro de la misma línea de productos, había una serie de reproducciones muy reales de órganos internos y estructuras fisiológicas, de los cuales muchos exhibían una avanzada fase de enfermedad y todos ellos eran calientes y suaves al tacto de una forma desagradable. Había una falsa mano incorpórea en la que las uñas crecían unos cuantos centímetros por la noche, todas las noches, como un reloj. Un montón de objetos naturales, la mayoría calabazas protuberantes, estaban diseñados para emitir un largo y ensordecedor grito siempre que alguien los cogía o los perturbaba de cualquier otro modo en su tranquilidad vegetal. Más incomprensible eran aquellas cosas como pegotes de lava endurecida en cuyas ígneas formas ásperas había incrustados un par de ojos legañosos, que permanentemente movían su mirada de un lado a otro como un péndulo incesante. Y también la modesta pieza de cemento, un fragmento que se había desprendido de cualquier calle o acera, que dejaba una de esas manchas que son muy difíciles de sacar, verde y grasienta, en cualquier superficie sobre la que se depositara. Pero estos artículos bastante simples fueron seguidos, y al final acabaron reemplazados, por unos objetos y construcciones más articulados. Un ejemplo de esta clase de novedades tan complejas era una caja de música ornamentada que cuando se abría emitía un breve gorgojeo o un sonido absorbente que emulaba al estertor postrero de un individuo agonizante. Otro producto manufacturado en grandes cantidades en la Torre Roja era un reloj de bolsillo, cuyo revestimiento de oro se abría para revelar una curiosa pieza de relojería, cuyos números estaban representados por diminutos insectos temblorosos, mientras que las manecillas eran lenguas de reptiles, delgadas y rosas. Pero estos ejemplos apenas insinuaban la variedad de mercancías que salían de la fábrica durante su fase original de producción. Si nos centramos en un periodo de tiempo determinado, debería al menos mencionar las alfombras exóticas tejidas con complicados diseños abstractos que se convertían en el tipo de breves escenas fantasmagóricas que pasarían por un cerebro asolado por la fiebre o incluso dañado para siempre.
Como me fue revelado, y ahora acabo de revelar, el medio de distribución de los originales productos fabricados en la Torre Roja era un sistema de túneles situado en la primera planta, no en la segunda (o puede que en la tercera), que había sido excavado debajo del mismo edificio de tres pisos de la fábrica. Al parecer, esos niveles subterráneos no eran necesariamente parte de los cimientos iniciales, sino que en realidad eran un desarrollo retorcido e inverosímil que pudo haber ocurrido solo cuando la estructura conocida como la Torre Roja sufrió, a lo largo del tiempo, su propia mutación de algún estado previo hasta acabar convertida en un modesto espacio fabril. Esta mutación después requeriría la excavación —no sabría decir si fue desde arriba o abajo— de un sistema de túneles como medio de distribución de los insólitos objetos que, durante un tiempo, la fábrica produjo.
Por lo visto, cuando las extraordinarias invenciones de la Torre Roja obtenían su forma final, tenían una ubicación especial a la que se las destinaba para ser repartidas, ya fuera en mano, en los pequeños carros o en las carretillas que recorrían grandes distancias a través del sistema de túneles subterráneo. Dónde iban a parar, eso ya no lo sabía nadie. Puede que fuera al fondo de un oscuro armario, enterradas bajo una pila de trastos mediocres, donde un artículo de lo más original permanecería por algún tiempo antes de que alguien lo encontrara por pura casualidad o por desgracia. En cambio, esa misma invención, u otra totalmente diferente, podría colocarse sobre la mesita de noche al lado de la cama de alguien para que la descubriera de inmediato. Cualquier punto de entrega era posible, nada estaba fuera del alcance de la Torre Roja. Incluso había testimonios, tanto sumamente histéricos como semiconscientes, de artículos de la fábrica que se habían descubierto alojados dentro de un cuerpo vivo, o uno muerto no hacía mucho. Sé que un logro como este estaba dentro de los poderes de la fábrica, dado su posterior historial de producción. Pero el pensamiento que más atrae a mi degenerada imaginación es el de cuántos de aquellos originales artículos monstruosos producidos en la Torre Roja habrían sido llevados ferviente y escrupulosamente —solo por medio de aquellos interminables túneles subterráneos— a lugares remotos donde nunca serían ni podrían ser encontrados.
Así como se había creado un sistema de túneles para la distribución cuando se convirtió en una fábrica de originales artículos, también se requirió una ampliación de este sistema, toda una fase nueva de producción que poco a poco fue evolucionando. Dentro del montacargas de malla metálica que comunicaba la parte superior de la fábrica con los túneles subterráneos, ahora había una palanca especial que, cuando alguien la empujaba hacia atrás, o tal vez hacia delante (no conozco estos detalles), permitía descender a un segundo nivel. Esta zona, excavada en los últimos tiempos, era mucho más pequeña, mucho más estrecha, que la que había justo encima, como se podía observar en el instante en que el montacargas se paraba y se alcanzaba a ver todo el panorama. La escena a la que ahora se enfrentaban las mentes inseguras de los testigos recordaba, en muchos sentidos, a un cementerio aislado, rodeado de una valla torcida, con las estacas bastante separadas las unas de las otras y sujetadas con alambre oxidado. Las lápidas que había en el interior de la cerca estaban muy apretujadas y eran bastante normales, aunque un tanto anticuadas en cuanto al diseño. En cambio, no había nombres ni fechas en aquellas estelas funerarias, nada de nada, a excepción de una ornamentación abstracta y un tanto rudimentaria. Esto tan solo podía comprobarse cuando uno se acercaba mucho al cementerio subterráneo, puesto que la iluminación en esa zona era débil y poco convencional y procedía exclusivamente de las brillantes paredes de piedra que rodeaban el lugar. Aquellas paredes parecían estar cubiertas con una pintura fosforescente que inundaba el cementerio de una neblina turbia y grisácea. Durante mucho rato —no sabría decir cuánto tiempo— mi ensoñación morbosa se centró en esa oscura visión del cementerio bajo la fábrica, un cementerio subterráneo rodeado por una valla torcida de estacas y bañada por la deficiente iluminación que proporcionaba la pintura fosforescente aplicada sobre las paredes de piedra. Por el momento, tengo que hacer hincapié en la visión en sí misma, sin prestar atención a los propósitos utilitarios de aquel lugar, es decir, la función que tenía en relación con la fábrica que había arriba.
La verdad es que se había llegado a un punto en que todas las funciones de la fábrica se llevaban a cabo bajo tierra, en ese nivel del cementerio. Mucho antes de la completa evaporación de la maquinaria de la Torre Roja, ocurrió algo que requirió la paralización de todas las operaciones en las tres plantas de la fábrica que estaban por encima del suelo. Las razones para emprender esta acción no están nada claras y solo han sido motivo de reflexión cuando un estado de curiosidad desesperada y devoradora ha llegado a su punto máximo, cuando la llama ardiente de la especulación se hace tan intensa que amenaza con incinerar todo sobre lo que brilla. En mi opinión, creo que es muy pertinente reiterar en este momento el conflicto mantenido hace mucho tiempo entre la Torre Roja, que pienso que no ha estado siempre marcada por ese color y ese nombre, y el paisaje grisáceo de completa desolación que rodea esa estructura por todos los lados, y que se extiende por encima de ella en una distancia tan grande que resulta incalculable. Pero debajo de la planta baja de la fábrica había otra cosa: fue aquí donde, llegado un momento, las operaciones disminuyeron; fue aquí, en especial en el nivel del cementerio, donde continuaron.
Evidentemente, la Torre Roja había cometido algún tipo de ofensa o violación, y sus actividades clamorosas y los insólitos productos que producía —tal vez su propia existencia— constituían una afrenta a la tranquilidad inalterable del mundo que la rodeaba. Desde mi punto de vista, hubo algún tipo de deslealtad, la ruptura de un vínculo a traición. Por supuesto, puedo imaginarme una época anterior a la existencia de la fábrica, antes de que cualquiera de sus características manchara el territorio sin rasgos distintivos que se extendía en todas direcciones, tan gris y desolado. Al soñar con la gris desolación del paisaje, también encontré muy fácil imaginarme que podía haber sufrido, tras un lapso de tiempo en un total aburrimiento, un impulso espontáneo e inexplicable que derivaba de una perfección monótona, tal vez incluso un deseo inconquistable de correr el riesgo de moverse hacia una imperfección tentadora. Como una concesión a ese impulso o al deseo de conseguir algo, como una renuncia mínima, tuvo lugar una creación y tomó forma una estructura donde antes no hubiera nada parecido. Me la imaginé, en sus inicios, como una irrupción en el paisaje apenas perceptible, una densidad gris que se elevaba en lo gris, en relieve con el diseño más armonioso y de buen gusto. Pero este tipo de estructuras y creaciones tienen sus propios deseos, sus propios destinos que cumplir, sus propios misterios y mecanismos que tendrán que seguir a cualquier precio.
De un paisaje gris, desolado y sin ninguna característica especial había surgido un edificio insulso, una torre blancuzca, o puede que traslúcida, que, con el paso de los años, empezó a convertirse en una fábrica y a producir, con el espíritu de la más grotesca agresividad, una línea de originales artículos bastante morbosos y desagradables. En algún momento, como muestra de rebeldía, se enrojeció con una pasión enigmática por la traición y la obstinación malsana. A simple vista, la Torre Roja parecía un magnífico complemento de la desolación grisácea que la rodeaba, una composición vínica y pintoresca que servía para definir la maravillosa esencia de ambos. Pero en realidad existía entre ellos una profunda e indescriptible hostilidad. Hubo un intento de recuperar la Torre Roja, o al menos de obligarla a volver a sus antiguos orígenes. Me refiero, por supuesto, a aquella demostración de fuerza que resultó en la evaporación del denso arsenal de maquinaria de la fábrica. Las tres plantas de la Torre Roja se habían vaciado, se habían purgado de los ofensivos medios de producción de aquellos originales productos, y la parte de la fábrica que se elevaba por encima del suelo se dejó caer en ruinas.
Si la maquinaria no hubiera desaparecido, creo que el cementerio subterráneo, o algo semejante, hubiese aparecido de todas maneras en algún momento u otro. Esa era la dirección en la que la fábrica se estaba moviendo, como sugería alguno de los últimos modelos de sus originales artículos. Las máquinas se habían quedado obsoletas conforme la obsesión enfermiza de la Torre Roja se intensificaba y evolucionaba hacia proyectos más experimentales e incluso más utópicos. Antes he dicho que las lápidas del cementerio subterráneo de la fábrica no tenían los nombres de los inhumados, ni sus fechas de nacimiento y muerte. Este hecho lo confirman numerosas explicaciones presentadas como un galimatías al borde de la histeria. La razón de esas lápidas en blanco se hace evidente del todo cuando uno las mira detenidamente y las ve torcidas y muy juntas en la bruma fosforescente que despiden las paredes cubiertas con pintura luminosa. Ninguna de aquellas tumbas, a decir verdad, tenía allí enterrado a nadie cuyo nombre y fecha de nacimiento y muerte tuviera que inscribirse sobre las lápidas. No eran lo que se llamaría «tumbas para sepultar». Lo que quiere decir que de ninguna manera estas eran tumbas para enterrar a los muertos, sino más bien lo contrario: eran tumbas de un diseño experimental, de las que nacían las más nuevas producciones de la Torre Roja.
Desde que empezó a manufacturar originales artículos de naturaleza insólita, la fábrica había emprendido la creación de lo que serían conocidos como hiperorganismos. Estas nuevas producciones tenían también un carácter fundamentalmente extremo y representaban una divergencia incluso mayor entre la parte de la Torre Roja y la insulsa y gris desolación en medio de la que se encontraba. Como daba a entender la denominación de esos hiperorganismos, esta línea de artículos mostraba las características más esenciales de su naturaleza orgánica, lo que significaba, por supuesto, que estaban en conflicto sus dos rasgos básicos. Por un lado, revelaban una intensa vitalidad en todos los aspectos de su forma y función; por otro lado, y al mismo tiempo, manifestaban un ineluctable elemento de deterioro en las mismas zonas. De este modo, cada uno de esos hiperorganismos, aunque fulguraran con un grado obsceno de impulsos vitales, al mismo tiempo llevaban también escritos la degeneración y la muerte. Por lo visto, de acuerdo con una tradición de asombrosa locura, cuanto menos se diga sobre los vástagos que dan a luz aquellas tumbas, o cualquier creación similar, mejor. Yo mismo casi he estado totalmente limitado a un estado de especulación en constante agitación con respecto a las particularidades cautivadoras de todos los fenómenos hiperorgánicos producidos en el cementerio subterráneo de la Torre Roja. Aunque con razón podamos suponer que tales creaciones no son precisamente bonitas, no podemos conocer por nosotros mismos los misterios y los mecanismos que explican, por ejemplo, cómo esas creaciones se mueven a través de la luminiscencia neblinosa de ese mundo bajo tierra; qué gestos chirriantes o espasmódicos serían capaces de hacer, si es que hacían alguno; los sonidos que harían o qué órganos específicos usaron para crearlos; cómo aparecían cuando con torpeza surgían de las profundas sombras o se escondían tras aquellas lápidas anónimas; qué temblorosas fases de mutación habían sufrido casi con seguridad después de la generación de sus larvas sobre la tierra yerma del cementerio; qué habían producido o despedido sus cuerpos a modo de fluidos y secreciones; cómo responderían a la mutilación de sus formas por razones de naturaleza experimental o totalmente salvaje. A menudo pienso en los esfuerzos desesperados que tuvieron que hacer esas creaciones para librarse del ambiente recluido que sus cerebros deformes o inexistentes eran incapaces de comprender. No podían comprender, no más que yo mismo, con qué propósito surgían de aquellas tumbas, aquellas incubadoras de hiperorganismos, diminutas fábricas de carne que existían en el interior, y mucho más adentro, de la gran fábrica de la Torre Roja.
Desde luego, no fue ninguna sorpresa que la producción de los hiperorganismos no continuara durante mucho tiempo después de que una segunda destrucción asolara la fábrica. Esta vez no tuvo lugar una mera desaparición, una evaporación final de la maquinaria; esta vez fue algo mucho más brutal. De nuevo las fuerzas de la destrucción se dirigieron a la fábrica, en especial al cementerio subterráneo situado en el segundo nivel bajo tierra, y la estructura de tres pisos de altura que había arriba acabó por desmoronarse totalmente. Según tengo entendido, solo se sabe algo de lo que quedó en el cementerio y de sus obras ingeniosamente blasfemas por los estremecedores e incomprensibles rumores del caos y la devastación, y la más incalificable rotura total. Esas mismas fuentes, al parecer, también consideraron este incidente como la culminación, si no la conclusión, de las antiguas hostilidades entre la Torre Roja y aquel halo grisáceo de desolación que flotaba por todos lados. Aquel episodio demoledor parecía haber puesto fin a la carrera de la Torre Roja.
Sin embargo, hay indicios de que, aunque todo indicara lo contrario, la fábrica continuaba activa a pesar de su estado de ruina silenciosa. Después de todo, la evaporación de la maquinaria que produjo un sinfín de artículos insólitos en la fábrica de tres pisos y ladrillos rojizos, y la subsiguiente caída en desuso del sofisticado sistema de túneles en el primer nivel bajo tierra, no impidieron que la fábrica siguiera con su producción por otros medios más enrevesados. El trabajo en el segundo nivel subterráneo (donde estaba el cementerio) fue muy bien durante algún tiempo. Al producirse la despiadada devastación de aquellas tumbas ingeniosas y fértiles, junto con las mercancías que producían, parecía que el historial de fabricación de la Torre Roja hubiese llegado a su fin. Sin embargo, hay indicios de que debajo de la fábrica de tres plantas situada encima del suelo, debajo del primer y el segundo piso subterráneos, existía un tercer nivel de actividad. Tal vez es solo un deseo de simetría, el ansia de un equilibrio compositivo en las cosas, que ha llevado a aparecer una serie de sutiles rumores sobre este tercer nivel subterráneo, a proporcionar una especie de parte complementaria a las tres plantas de la fábrica que se alzan sobre el suelo, en el paisaje gris y sin ninguna característica especial. En este tercer nivel, según mantienen estos rumores borrosos, el programa de producción de la fábrica se lleva a cabo de un modo nuevo y un tanto extraño, que representa su operación más ambiciosa en la producción de creaciones putrefactas, que en última instancia consuma su tradición de degeneración y alcanza un perfeccionamiento del defecto y el desorden, de acuerdo con los rumores contaminados y confusos que corren con respecto a este tema.
Tal vez parezca que he hablado demasiado sobre la Torre Roja y tal vez haya sonado todo muy raro. No pienses que no soy consciente de estas cosas. Pero como he apuntado a lo largo de este documento, solo estoy repitiendo lo que he oído. Yo mismo nunca he visto la Torre Roja, nadie lo ha hecho, y posiblemente nadie lo hará; no obstante, dondequiera que vaya la gente habla de ella. De un modo u otro hablan de los insólitos artículos de pesadilla o de los misteriosos y repugnantes hiperorganismos, así como también farfullan sin parar del sistema de túneles subterráneo y el cementerio aislado cuyas lápidas no mostraban ningún nombre, ni fecha que indicara el nacimiento o la muerte. De lo único que hablan es de la Torre Roja, de un modo u otro, de nada más que de la Torre Roja. Todos hablamos y pensamos en la Torre Roja a nuestra propia y degenerada manera. He recopilado solo lo que la gente va diciendo (aunque no saben que lo están diciendo) y a veces lo que han visto (aunque no saben que lo han visto). Pero aun así siguen hablando, de algún modo trastornado u otro, de la Torre Roja. Les oigo hablar de ella todos los días de mi vida. A menos, por supuesto, que empiecen a hablar del paisaje gris y desolado, ese vacío neblinoso en el que la Torre Roja —la grande y diligente Torre Roja— está tan peligrosamente apoyada. Entonces las voces se van calmando cada vez más hasta que apenas puedo oír cómo intentan comunicarse conmigo a través de sofocantes trozos del trauma post pesadilla. He llegado a un punto en el que tengo que esforzarme para oír las voces. Espero que me revelen las nuevas aventuras de la Torre Roja mientras avanza hacia fases de producción incluso más corruptas, que incluyen el enigmático taller del tercer piso subterráneo. Tengo que quedarme quieto y callado para escucharlas; tengo que quedarme en silencio para el momento aterrador. Luego empezaré a oír los ruidos de la fábrica cuando se ponga en funcionamiento una vez más. Entonces seré capaz de volver a hablar de la Torre Roja.