A principios del pasado septiembre descubrí entre los objetos de exposición de una galería de arte de la zona una especie de pieza teatral registrada en una cinta de cassette. Más tarde supe que esta sería la primera cinta de una serie de grabaciones de monólogos oníricos realizadas por un artista desconocido. Lo que expongo a continuación es una selección breve y muy típica de la primera parte de esta obra. Recuerdo que al cabo de unos segundos de oír un ruido sibilante en el cassette, la voz empezaba a decir: «En el bungalow había mucho más de lo que ocuparse aparte de la simple plaga de bichos», decía, «aunque esto también tenía sus aspectos cuestionables». Luego la voz continuaba: «Vi tan solo unos pocos cuerpos allí donde la luz de la luna brillaba a través de las ventanas con las persianas subidas del salón y caía sobre la alfombra. Al parecer solo se movía uno de los cuerpos y muy despacio, pero podía haber más que todavía no estuvieran muertos. A excepción de la silla donde estaba sentado en la oscuridad, la habitación no tenía muchos más muebles y, en realidad, tampoco el resto del bungalow. Pero había un gran número de lámparas colocadas a mi alrededor, lámparas de pie y de mesa e incluso dos lamparitas sobre el manto encima de la chimenea».
Según recuerdo, hubo una breve pausa al principio de la grabación del monólogo onírico y después la voz continuó: «“El bungalow se construyó con una chimenea”, me dije a mí mismo en la oscuridad, mientras pensaba cuánto tiempo hacía que nadie usaba esa chimenea o cualquier otra cosa de la casa. Luego mi atención volvió a centrarse en las lámparas e intenté encenderlas una a una, girando los pequeños interruptores estriados en la oscuridad. La luz de la luna cayó sobre sus pantallas sin iluminarlas, por lo que no pude ver que ninguna de las lámparas tenía bombilla y cada vez que probaba a encender una de ellas, ya fueran las de pie, las de la mesa o las dos pequeñas del manto encima de la chimenea, nada cambiaba en el oscuro salón del bungalow, la luz de la luna brilló a través de las persianas polvorientas y reveló los cuerpos de los insectos y otros bichos sobre la clara alfombra».
«Los obstáculos y desafíos con los que me tenía que enfrentar en el bungalow cada vez se hacían más y más agobiantes», susurraba la voz de la cinta. «Me sentía muy desconsolado en aquel lugar a altas horas de la noche, aunque no supiera exactamente la hora que era; al ver sobre la alfombra clara y raída aquellos cuerpos llenos de insectos, algunos de los cuales aún estaban vivos, y al intentar encender las lámparas y darme cuenta de que ninguna funcionaba. Todo parecía oponerse a mis esfuerzos y estar en mi contra cada vez que intentaba enfrentarme a algún problema en el bungalow. Por primera vez advertí que los cuerpos que estaban casi en calma total sobre la alfombra iluminada por la luna no eran como ninguna especie de bichos que hubiera visto antes», señaló la voz de la grabación. «Algunos de ellos parecían deformes, como si sus formas, asquerosas por naturaleza, se hubieran alterado de un modo que soy incapaz de discernir. Sabía que me harían falta instrumentos especiales para ocuparme de aquellas criaturas, un arsenal de herramientas avanzadas de exterminio. Fue la idea del veneno —las soluciones y vapores tóxicos que tendría que usar en mi ataque a la plaga del bungalow— lo que acabó angustiándome por las complejidades de la tarea que se me presentaba y los pocos recursos de los que disponía».
En este punto, y en muchos otros a lo largo de la grabación (según recuerdo), la voz se hacía casi inaudible. «El bungalow», decía, «estaba sumido en un ambiente lóbrego al que uno debía resistirse: la luz de la luna que entraba por unas persianas polvorientas, los cuerpos sobre la alfombra y las lámparas sin bombillas. Y aquel silencio increíble. No era la ausencia de sonidos lo que sentía, sino la eliminación de incontables sonidos y hasta voces, la amortiguación de todos los ruidos que cualquiera podría esperar en una casa a altas horas de la noche, así como un sin fin de otros sonidos y voces. Las fuerzas necesarias para conseguir este silencio me sobrecogieron. “El terror y la lobreguez infinita de una casa infestada —me susurré a mí mismo—. El universo del bungalow, pensé para mis adentros”. De repente me invadió una sensación de desesperanza eufórica que traspasó mi cuerpo como una droga poderosa y puso todos mis pensamientos y movimientos en una suspensión etérea y flotante. Bajo la luz de la luna que se filtraba por las persianas del bungalow, ahora estaba tan calmado y tan en silencio como todo lo demás».
El título de la obra de arte de grabación de la que acabo de citar un fragmento era El bungalow (más silencio). Descubrí este y otros monólogos oníricos del mismo artista en Bellas Artes Dalha D., que estaba situada cerca de la biblioteca pública (la delegación principal), donde yo trabajaba en el departamento de lengua y literatura. A veces pasaba mi hora de la comida en la galería, aunque tuviera que consumir dentro del local lo que me hubiera llevado para comer. Había unas pocas sillas y unos cuantos bancos por la galería y sabía que la propietaria del local no ahuyentaría ninguna clase de clientela, aunque se entretuviera un rato. De hecho, en realidad no se ganaba la vida con el arte. ¿Cómo podía ser eso? Bellas artes Dalha D. era un local pequeño. Cualquiera pensaría que no había problema en mantener un establecimiento donde había muy poco espacio, tan solo una habitación que nunca se llenaba de obras de arte ni de material artístico. Pero al parecer nunca se había intentado dicho mantenimiento. El escaparate era tan transparente que cualquiera que pasara casi podía distinguir los cuadros y las esculturas que había detrás (los mismos, año tras año). Desde la calle, este diminuto escaparate presentaba la alucinación más desoladora, de colores insulsos y formas sin forma, sobre todo en las tardes a finales de noviembre. Una vez dentro de la galería, las cosas estaban en un estado similar, desde el asqueroso linóleo del suelo, donde algunas baldosas partidas dejaban al descubierto los cimientos de cemento, hasta el techo bastante alto, del que alguna que otra vez caían unos trocitos de engrudo. Si se hubieran retirado todas las obras y el material artístico del edificio, nadie habría imaginado que alguna vez hubiera ocupado aquel espacio una galería de arte o alguna empresa de menor importancia.
Pero como sabían muchas personas, aunque fuera información de segunda mano, la mujer que regentaba Bellas artes Dalha D. no se ganaba la vida con aquellas obras de arte y demás artículos relacionados, que tan solo el artista más desesperado y terriblemente ingenuo permitiría que expusieran en aquella galería. Según se cuenta, e incluyo en esto mis breves conversaciones con la mujer durante mi hora de la comida, a lo largo de su vida había trabajado en muchas cosas. Entre ellas, una vez hasta había sido artista y algunas de sus obras —desordenados ensamblajes dentro de viejas cajas de puros— estaban expuestas en un rincón. Pero como era obvio, su galería de arte no era autosuficiente, a pesar de que los gastos fueran mínimos, y no ocultaba su verdadera fuente de ingresos.
—¿Quién quiere comprar esos trastos? —me explicó una vez mientras hacía un gesto con aquellos dedos largos cuyas uñas estaban pintadas de verde esmeralda.
Ese mismo color parecía dominar su vestuario de prendas largas y holgadas, junto al que a menudo aparecían unos increíbles pañuelos o chales que arrastraba por el suelo mientras se movía de un lado a otro de la galería. Se detuvo y con la punta de uno de sus zapatos verde esmeralda dio una pequeña patada a la papelera metálica llena de miembros de muñecas, todos ellos pintados separadamente de muchos colores.
—¿En que piensa la gente cuando haces estas cosas? ¿Qué pensaba yo hacer con esas estúpidas cajas de puros? Nada más que eso, estoy segura de que nada más que eso.
Y no ocultaba, dentro de toda cautela razonable, qué tipo de cosas le interesaban ahora como mujer de negocios. El teléfono siempre estaba sonando en la galería de arte, con un cascado timbre que gorgoriteaba y perturbaba la calma total del local desde la parte trasera del establecimiento. Entonces ella desaparecía rápidamente detrás de una cortina que colgaba de la puerta que separaba la zona de delante de la galería de arte de la de atrás. Yo me comía mi bocadillo o una fruta y luego, de pronto, por cuarta o quinta vez en una media hora, el teléfono gritaba en la parte trasera y al final hacía que la mujer volviera detrás de la cortina. Pero nunca contestaba al teléfono con el nombre de la galería ni tampoco empleaba una de las frases típicas del protocolo de los negocios. Nunca oí nada parecido a «Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle?» al fondo de la habitación, mientras estaba sentado comiendo mi almuerzo en la otra parte de la galería de arte. Siempre contestaba el teléfono de la misma manera, con el mismo tono expectante y tranquilo en su voz. «Le atiende Dalha, ¿dígame?», decía siempre.
Antes de conocerla bien, insistía en que usara su nombre de pila. El mero hecho de pronunciar su nombre me infundía una sensación de acceso a lo que ofrecía a todos aquellos que llamaban por teléfono, por no mencionar a los individuos que visitaban la galería de arte para concertar o confirmar una cita. Fuera lo que fuese lo que alguien estuviera ansioso de probar, cualquier paso que alguien quisiera dar, allí estaba Dalha para organizarlo. Eso era lo que de verdad se vendía en la galería de arte, esos preparativos. Cuando volvía a la biblioteca después de mi hora de almuerzo, continuaba imaginándome a Dalha en la parte trasera de la galería de arte, yendo de un lado a otro del local, haciendo todos los preparativos por teléfono o a veces en persona.
El primer día que me fijé en la obra de arte titulada El bungalow, el teléfono de Dalha no paraba de sonar. Mientras ella hablaba con sus clientes al fondo de la galería, yo estaba prácticamente solo delante. Por pura emoción, me acerqué a la papelera metálica llena de partes de muñecas desmembradas, cogí uno de los brazos pintados (¡verde esmeralda!) y me lo metí en el bolsillo de mi americana. Fue entonces cuando encontré la vieja grabadora sobre una mesita de plástico en un rincón. Al lado del aparato había una tarjeta donde estaba escrito el título de la obra de arte, junto con las siguientes instrucciones: «PULSE PLAY. POR FAVOR, REBOBINE UNA VEZ LO HAYA ESCUCHADO. NO SAQUE LA CINTA». Me puse los auriculares en los oídos y pulsé el botón de PLAY. La voz que se oía por los auriculares, que eran enormes, sonaba distante y estaba un tanto distorsionada por el ruido de fondo del cassette. No obstante, me tenían tan intrigado los primeros fragmentos del monólogo onírico que acabo de transcribir, que me senté en el suelo al lado de la mesita de plástico sobre la que estaba colocada la grabadora y escuché todo el cassette, que se prolongó una hora y media más mi horario de comida asignado. Cuando acabó la cinta, estaba en otro mundo, es decir, el mundo del bungalow infestado, con toda su espantosa panoplia de ensueño y encantos repugnantes.
—No olvides rebobinar la cinta —me recordó Dalha, que ahora estaba a mi lado, con un pelo largo y gris, como lana de acero, que casi me rozaba la cara.
Pulsé el botón de la grabadora para rebobinar y me levanté del suelo.
—Dalha, ¿puedo usar tu cuarto de baño? —le pregunté.
Señaló a la cortina que llevaba a la parte trasera de la galería de arte.
—Gracias —le dije.
El efecto de escuchar el primer monólogo onírico fue muy intenso por las razones que pronto explicaré. Quería estar solo durante unos instantes para conservar el estado mental que la voz del cassette me había provocado, así como cuando intentamos retener las imágenes de un sueño justo después de despertarnos. Sin embargo, tuve la impresión de que el lavabo de la biblioteca, a pesar de sus peculiares virtudes, que había apreciado todos estos años, de algún modo debilitaría las sensaciones y el estado mental creado por el monólogo onírico, en vez de conservar la experiencia o incluso aumentarla, como esperaba que hiciera el cuarto de baño de la parte trasera de la galería de arte de Dalha.
El motivo por el que quería pasar mi hora de almuerzo en el entorno de la galería de arte de Dalha, que era muy diferente al de la biblioteca, era exactamente el mismo por el que quería usar el cuarto de baño de la parte trasera del local y de ninguna manera el lavabo de la biblioteca, aunque así me retrasaba en llegar al trabajo. Y en realidad el cuarto de baño tenía las mismas características del resto del establecimiento, como yo esperaba. El hecho de que estuviera situado en la parte trasera de la galería de arte, en mi opinión una zona de misterios, era significativo. Justo al lado de la puerta del cuarto de baño había un pequeño escritorio abarrotado de cosas sobre el que estaba el teléfono que Dalha usaba para su auténtico negocio de hacer preparativos. El teléfono estaba centrado bajo la tenue luz de una lámpara de escritorio y cuando pasé al lavabo me di cuenta de que era un objeto pesado y difícil de manejar, con un hilo recto, es decir, desenroscado, que conectaba el auricular al aparato, con su disco enorme. Pero aunque Dalha contestó muchas llamadas durante el rato que estuve en el cuarto de baño, las conversaciones parecieron totalmente legítimas, pues tenían que ver con su vida personal o con asuntos prácticos relacionados con la galería de arte.
—¿Cuánto tiempo vas a estar ahí? —me preguntó desde el otro lado de la puerta del baño—. Espero que no estés enfermo, porque si lo estás, tendrás que irte a otro sitio.
Le dije que no me pasaba nada malo (justo lo contrario) y un instante después salí del lavabo. Estaba a punto de preguntarle por los detalles de lo que acababa de oír en el cassette, estaba ansioso por saber algo más sobre el artista y cuánto me costaría comprar la obra titulada El bungalow, así como cualquier otra pieza similar que pudiera existir, pero entonces el teléfono empezó a sonar otra vez. Dalha contestó con el saludo de costumbre mientras yo permanecía en la parte trasera de la galería de arte, un espacio oscuro aunque relativamente despejado, que me recordó en aquel momento al salón del bungalow que habían descrito en la grabación del monólogo onírico que había escuchado. La conversación que mantenía Dalha (otra llamada no relacionada con los preparativos) parecía interminable, y yo, lleno de nervios, cada vez era más consciente del tiempo de más que había pasado en la parte delantera del establecimiento.
—Hasta mañana —me despedí de Dalha, que me respondió con una miraba de sus ojos verde esmeralda mientras seguía hablando por teléfono con la otra persona. Me sonrió, como con una risa apagada, recuerdo que pensé al pasar por la puerta con cortina que daba a la parte delantera de la galería de arte. Me quedé mirando a la grabadora colocada sobre la mesa de plástico, pero decidí no llevarme la cinta de cassette a la biblioteca (y a mi casa después). Mejor sería hacerlo al día siguiente cuando volviera a la hora del almuerzo. Casi nadie se llevaba nada de la galería de arte de Dalha.
Durante el resto del día —tanto en la biblioteca como en mi casa— me acordé de la cinta sobre el bungalow. Sobre todo en el trayecto en autobús del trabajo a casa, pensé en imágenes y conceptos que se describían en el cassette, así como en la voz que lo relataba y en las frases que utilizaba en todo el monólogo onírico. En mi recorrido de todos los días de casa a la biblioteca y viceversa, pasaba por miles de calles con casas con aspecto lúgubre a ambos lados, que bien podían haber inspirado la grabación de la cinta de cassette. Estas calles estaban llenas de punta a punta de este tipo de casas, aunque el autobús nunca girara por ninguna de ellas y por tanto, en realidad, yo nunca viera ni siquiera una de «punta a punta». De hecho, cuando miraba por la ventana que tenía al lado de mi asiento —siempre me sentaba junto a la ventana en el autobús, nunca en el pasillo, ya fuera a un lado o al otro—, las calles parecían interminables y se perdían de mi vista hacia un sinfín de casas antiguas, muchas de ellas en ruinas y abandonadas, la mayoría pequeñas y con aspecto lúgubre, como el bungalow.
La grabación del monólogo onírico, según recordé aquel día mientras iba a casa en autobús y miraba por la ventana, describía unas cuantas características del bungalow infestado: las persianas de las ventanas polvorientas que iluminaba la luz de la luna, las lámparas sin bombillas, la alfombra raída y los bichos muertos o casi muertos que llenaban la alfombra. La voz de la cinta solo presentaba una perspectiva del interior de la casa, nunca la describía por fuera. A la inversa, las casas que observaba con tanta intensidad en mi recorrido en autobús de y hacia la biblioteca solo podía verlas desde una perspectiva exterior, así que los interiores quedaban para mi imaginación, que arrojaba sobre ellas. Los recuerdos de esos interiores, una vez había salido de una de mis proyecciones imaginativas, siempre eran vagos e irregulares, carentes de la composición física y minuciosa que proporcionaba la cinta de cassette sobre el bungalow. Incluso la evocación de los sueños que a menudo tenía sobre esas casas era vaga e irregular, muy imperfecta. Sin embargo, las sensaciones y el estado mental creados por las proyecciones imaginativas de mis sueños sobre estas casas se correspondían totalmente con las experiencias de la galería de arte de Dalha, cuando escuché la cinta titulada El bungalow.
Aquella sensación de estar en trance en un entorno repugnante y patético me fue transmitida de un modo muy impactante por la voz de la grabación, que describía un mundo silencioso y apartado donde uno existía en un estado de hipnosis lamentable. Mientras estuve sentado en el suelo de la galería de arte escuchando cómo hablaba aquella voz por aquellos enormes auriculares, tuve la sensación de que no estaba oyendo simplemente las palabras del monólogo onírico, sino que también las estaba leyendo. Lo que quiero decir es que siempre que leo las palabras de una página, cualquier palabra de cualquier página, la voz que oigo pronunciando esas palabras en mi cabeza siempre acabo reconociéndola como mía, aunque las palabras sean de otro. Tal vez sea más exacto decir que siempre que leo unas palabras, la voz de mi cabeza es mi propia voz, ya que se une (o se pierde) en las palabras que estoy leyendo. En cambio, cuando tengo ocasión de escribir palabras en una hoja, aunque sea un simple comentario o una nota en la biblioteca, la voz que me dicta estas palabras no suena como la mía, hasta que, por supviesto, vuelvo a leer las palabras para mí mismo y entonces todo vuelve a la normalidad. La cinta del bungalow era el ejemplo más espectacular que había conocido de este fenómeno. A pesar de la mala calidad general de la grabación, la voz distorsionada qvie leía el monólogo onírico se unía (o se perdía) en mi propia voz perfectamente clara dentro mi cabeza, aunque estuviera escuchándola a ella por unos auriculares enormes y no leyendo las palabras de una página. Mientras iba en autobús del trabajo a casa y observaba calle tras calle aquellas casas que me recordaban tanto a la que se describía en la grabación del monólogo onírico, lamenté no haber adquirido esa obra de arte al momento o al menos haber descubierto algo más por boca de Dalha, que había estado ocupada aquella tarde con un número inusual de llamadas.
Al día siguiente, en la biblioteca, estaba deseando que llegara la hora del almuerzo para ir hasta la galería de arte y averiguar todo lo que pudiera sobre la cinta del bungalow, así como hablar de las condiciones de compra. Nada más entrar en la galería, miré hacia el rincón donde había colocado la grabadora sobre la mesita de plástico el día anterior. Por alguna razón me sentí aliviado al encontrar que el objeto en exposición todavía seguía en su sitio, como si cualquier obra de arte de aquella galería pudiera entrar y salir, de allí en un solo día.
Fui hasta la galería para confirmar que todo lo que había visto (y oído) el día anterior estaba exactamente como lo recordaba. Comprobé que la cinta aún estuviera dentro de la grabadora y cogí la tarjetita donde estaba apuntado el título de la obra, junto con las instrucciones de cómo se debería manejar correctamente el aparato expuesto. Fue entonces cuando me di cuenta de que la tarjeta era diferente a la primera. En esta había escrito el título de una nueva obra denominada La fábrica abandonada con el suelo sucio y las voces.
Aunque estaba muy emocionado por haber encontrado una nueva pieza de este artista, también sentía una intensa aprensión por la ausencia del monólogo onírico del bungalow, que había planeado comprar con el dinero extra que había traído conmigo hasta la galería de arte aquel día. Justo en el momento en que experimentaba las dos sensaciones de entusiasmo y aprensión, Dalha salió de detrás de la cortina que separaba la parte trasera de la delantera de la galería de arte. Pensaba ser completamente displicente cuando negociara la compra de la pieza del bungalow, pero Dalha me había cogido desprevenido en un estado de conflicto que desorientaba.
—¿Qué le ha pasado a la cinta sobre del bungalow que estaba aquí ayer? —pregunté, con una tensión en la voz que delataba unos deseos que la posicionaban a ella en ventaja.
—Ya no está —respondió con un tono frío mientras caminaba despacio y sin dirección determinaba por la galería, arrastrando por el suelo su falda y su pañuelo verde esmeralda.
—No lo entiendo. Era una obra de arte que estaba expuesta en esa mesita de plástico.
—Sí —confirmó.
—¿Y después de un día en exposición, ya no está?
—Sí, ya no está.
—Alguien la compró —afirmé, pues me temía lo peor.
—No —contestó—, no estaba en venta. Era solo una pieza de interpretación. Había un precio por usarla, pero tú no pagaste.
Una horrible confusión se añadió al entusiasmo y a la decepción que ya estaban mezclados dentro de mí.
—No había ningún precio marcado por escuchar el monólogo onírico —insistí—. Que yo supiera, como hubiera supuesto cualquier persona, este artículo estaba en venta, como cualquier otro de este establecimiento.
—El monólogo onírico, como tú lo llamas, era una pieza exclusiva. El precio estaba en el dorso de la tarjeta donde estaba escrito el título, así como el precio de este está en el dorso de la tarjeta que ahora tienes en la mano.
Di la vuelta a la tarjeta para ver el otro lado, donde las palabras «veinticinco dólares» estaban escritas con la misma letra que aparecía en todas las etiquetas de precios de la galería. Con el tono de voz de un cliente indignado, le dije a Dalha:
—Escribiste el precio solo en esta tarjeta. No había nada escrito en la del bungalow.
Pero mientras pronunciaba estas palabras no podía asegurar que fueran ciertas. De todas formas, sabía que si quería oír la cinta de cassette de la fábrica abandonada, tendría que pagar lo que debía o lo que Dalha reclamaba que debía por haber escuchado la grabación del bungalow.
—Ten —dije mientras sacaba mi cartera del bolsillo trasero—, diez, veinte, veinticinco dólares por el bungalow y otros veinticinco por escuchar la cinta que hay ahora en el aparato.
Dalha avanzó un paso, cogió los cincuenta dólares que le di y con su voz más fría dijo:
—Esto solo cubre la cinta de ayer del bungalow, que claramente estaba marcada con la cantidad de cincuenta dólares. Todavía tienes que pagarme los veinticinco si quieres escuchar el cassette de hoy.
—¿Pero por qué debería costar la cinta del bungalow veinticinco dólares más que la de la fábrica abandonada?
—Tan simple como que es una obra menos ambiciosa que la del bungalow.
De hecho, la grabación titulada La fábrica abandonada con el suelo sucio y las voces duraba menos que El bungalow (más silencio), pero no la encontré menos maravillosa en su descripción del mismo «terror y la lobreguez infinita». Durante aproximadamente quince minutos (de mi hora de almuerzo) abracé la belleza degradada de la fábrica abandonada, unas ruinas aisladas en una gran llanura, cuyas ventanas rotas solo dejaban brillar a la neblina más escasa de la luz de la luna en su suelo lleno de suciedad, donde las máquinas apagadas permanecían enterradas en una tumba de sombras y se consumían en los ecos de unas voces ahogadas y sin sentido. No obstante, la voz que me transmitía el mensaje mediante la grabadora era muy lúcida. Otra persona compartía mi pasión por la lobreguez glacial de las cosas. Sentí un gran consuelo al oír la voz monótona y un tanto distorsionada que recitaba aquellas palabras que tan bien conocía, fue una experiencia que incluso en ese momento, sentado en el suelo de la galería de arte de Dalha y escuchando la cinta con aquellos auriculares enormes, podía haber sido desgarradora. Pero quise creer que la intención del artista que había creado esos monólogos oníricos sobre el bungalow y la fábrica abandonada no era la de ir provocando esas sensaciones. Quería creer que aquel artista se había librado de los sueños y los demonios de toda sensiblería para explorar los placeres repugnantes y horribles de un universo donde todo se había reducido a tres crudos principios: primero, que no hay un sitio donde puedas ir; segundo, que no hay nada que puedas hacer; y tercero, que no hay nadie a quien puedas conocer. Por supuesto, sabía que esta perspectiva era una ilusión como cualquier otra, pero también era algo que me había sustentado durante mucho tiempo y muy bien, así como cualquier otra ilusión y tal vez durante más tiempo y mejor.
—Dalha —la llamé cuando acabé de oír la grabación—. Quiero que me cuentes todo lo que sepas sobre el artista de estos monólogos oníricos. Ni siquiera firma sus obras.
Desde el otro lado de la parte delantera de la sala, Dalha me habló con una voz extraña y un tanto nerviosa.
—Bueno, ¿por qué te sorprende que no escriba el nombre en sus obras? Así es como son los artistas hoy en día. Por todos sitios van firmando sus trabajos con algún símbolo idiota, un trozo de chicle o simplemente los dejan sin firmar. ¿Por qué te preocupa cuál es su nombre? ¿Por qué debería preocuparme a mí?
—Porque —respondí— tal vez pueda convencerle para que me deje comprarle sus obras en vez de sentarme en el suelo de tu galería de arte y alquilar estas grabaciones durante mi hora de almuerzo.
—Así que me quieres excluir del todo —gritó Dalha con su voz de antes—. Mira, soy su representante y todo lo que tenga que vender lo comprarás a través de mí.
—No sé por qué te ofendes tanto —dije mientras me levantaba del suelo—. Estoy dispuesto a darte un porcentaje. Todo lo que te estoy pidiendo es que organices algo entre el artista y yo.
Dalha se sentó en una silla, al lado de la cortina que separaba la parte trasera de la delantera de la galería de arte. Se colocó sobre los hombros el chai de color esmeralda y dijo:
—Aunque quisiera hacer algo, no podría. Ni yo misma sé cómo se llama. Hace pocas noches se me acercó en la calle mientras esperaba un taxi para volver a casa.
—¿Cómo es? —tuve que preguntarle al instante.
—Era muy tarde y estaba borracha —contestó Dalha, aunque me pareció que era una evasiva.
—¿Era un hombre joven o mayor?
—Un hombre mayor, sí. No era muy alto y tenía mucho pelo y de color blanco, como una especie de catedrático. Me dijo que quería exponer una obra de arte suya en mi galería. Le expliqué mis condiciones habituales tan bien como pude, puesto que estaba borracha. El las aceptó y se fue calle abajo. Y esta no es que sea la mejor zona de la ciudad para ir andando solo. Bueno, al día siguiente me llegó un paquete con la grabadora y todo lo demás. También había unas instrucciones que explicaban que debía destruir las cintas antes de marcharme de la galería al final del día, y a partir de entonces cada día. No había remitente en los paquetes.
—¿Y destruiste la cinta del bungalow? —le pregunté.
—Por supuesto —respondió Dalha con cierta exasperación, pero también con insistencia—. ¿Por qué debería preocuparme la obra de un artista loco o cómo enfoca él su carrera? Además, me aseguró que ganaría algún dinero y aquí tengo ya setenta y cinco dólares.
—¿Y por qué no me vendes este monólogo onírico sobre la fábrica abandonada? No me chivaré.
Dalha permaneció en silencio durante un momento y luego comentó:
—Me dijo que si no destruía las cintas cada día, se enteraría y haría algo al respecto. He olvidado lo que dijo exactamente, estaba borracha aquella noche.
—¿Pero cómo se iba a enterar? —le pregunté y en respuesta ella se limitó a mirarme fijamente en silencio—. Vale, vale, pero todavía quiero que me consigas una cita. Ya tienes el dinero por la cinta del bungalow y la de la fábrica abandonada. Si es un artista de verdad, querrá que le paguen. Cuando se ponga en contacto contigo, organizarás la cita. No te engañaré respecto a tu porcentaje, te doy mi palabra.
—Como si tuviera algún valor —contestó ella con amargura.
Pero al final estuvo de acuerdo en concertar la cita entre el artista de la grabadora y yo. Me marché de la galería después de las negociaciones, antes de que Dalha cambiara de opinión. Aquella tarde, mientras trabajaba en el departamento de lengua y literatura de la biblioteca, no podía pensar en otra cosa que no fuera la fábrica abandonada que describía de manera tan atractiva la nueva cinta de cassette. El autobús que me lleva cada día laborable de casa al trabajo y viceversa siempre pasa por ese edificio, que está aislado a cierta distancia, tal como describió el artista en el monólogo onírico.
Aquella noche no dormí muy bien. No paraba de dar vueltas en la cama, ni dormido, ni despierto del todo. A ratos me daba la sensación de que había alguien más conmigo en la habitación que me hablaba, pero desde luego no podía aceptar esta idea desde ninguna perspectiva realista, pues estaba medio dormido y medio despierto y por lo tanto, a efectos prácticos, no estaba consciente.
Sobre las tres de la madrugada sonó el teléfono. A oscuras busqué mis gafas, que estaban sobre la mesita de noche al lado del teléfono y me fijé con alarma en la esfera luminosa de mi reloj. Me aclaré la garganta y saludé. La voz al otro lado de la línea me devolvió el saludo. Era Dalha.
—He hablado con él —dijo.
—¿Dónde, en la calle? —pregunté.
—No, no, en la calle no —contestó, y acompañó la respuesta de una risita tonta. Creo que iba borracha—. Me llamó por teléfono.
—¿Te llamó por teléfono? —repetí mientras me imaginaba por un momento cómo sería que me hablara la voz del artista por el teléfono y no solo a través de las grabaciones.
—Sí, me llamó por teléfono.
—¿Qué te dijo?
—Bueno, te lo diría si pararas de hacerme tantas preguntas.
—Dime.
—Tan solo hace unos pocos minutos que ha llamado. Me ha dicho que se reunirá contigo mañana en la biblioteca donde trabajas.
—¿Le hablaste de mí? —pregunté y luego hubo un largo silencio—. ¿Dalha? —la llamé.
—Sí, le hablé de ti, pero nunca he sabido con qué te ganabas la vida. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en la biblioteca?
—Quince años. ¿Te dijo alguna cosa más? —le pregunté a Dalha.
—No, nada más.
—Tal vez tan solo sea una coincidencia que quiera quedar en la biblioteca y que yo trabaje allí —sugerí—. La gente siempre queda en la biblioteca. Yo veo cómo se retinen allí todos los días.
—Sí, desde luego —afirmó Dalha, un tanto condescendiente para alguien que está borracho a las tres de la madrugada.
Después se despidió y colgó el teléfono antes de que pudiera decirle adiós.
Después de la conversación con Dalha, me fue imposible dormirme otra vez aquella noche, ni tan siquiera volver al estado de medio dormido y medio despierto. Solo podía pensar en la reunión con el artista de los monólogos del sueño, así que me preparé para ir a trabajar, tan deprisa que parecía que llegaba tarde, y me dirigí a la esquina de mi calle para esperar el autobús.
Hacía mucho frío mientras esperaba en la parada. Había un gajo de luna en la oscuridad del cielo, pues quedaban todavía algunas horas para el amanecer. De algún modo, me sentía como si esperara el autobús el primer día de colegio, ya que después de todo estábamos en septiembre y me embargaba tanto el miedo como el entusiasmo. Cuando finalmente llegó el autobús vi que solo unos pocos madrugadores iban rumbo al centro de la ciudad. Me senté en uno de los asientos de atrás y me quedé con la vista fija en la ventana, desde donde mi propia cara me devolvía la mirada en un negro reflejo.
Cuando nos acercamos a la siguiente parada vi que había otro pasajero esperando en el banco a que llegara el autobús. Iba vestido con ropa oscura (incluido un abrigo largo y holgado y un sombrero) y estaba sentado muy recto, con los brazos pegados al cuerpo y las manos apoyadas en el regazo. Tenía la cabeza un poco inclinada, por lo que no pude ver la cara que se ocultaba bajo el sombrero. Mientras nos acercábamos a la parada del autobús iluminada, pensé que su postura era de un reposo controlado. Me sorprendió que no se levantara conforme nos acercábamos cada vez más y al final, le pasamos de largo. Quise decir algo al conductor, pero una fuerte sensación de miedo y emoción me hizo permanecer en silencio.
Por fin el autobús me dejó en frente de la biblioteca y subí corriendo las escaleras que iban a dar a la entrada principal. A través de las gruesas puertas de cristal vi que solo unas pocas luces iluminaban el interior del edificio. Después de golpear el cristal durante un rato, distinguí una figura borrosa, vestida con el uniforme del hombre de mantenimiento, que aparecía en la distancia, dentro del edificio. Di unos cuantos golpecitos más y el hombre avanzó por el pasillo central abovedado.
—Buenos días, Henry —lo saludé mientras se abría la puerta.
—Hola, señor —contestó sin apartarse para permitirme entrar en la biblioteca—. Ya sabe que se supone que no he de abrir estas puertas antes de tiempo.
—Sé que he venido un poco pronto, pero estoy seguro de que no pasará nada si me deja entrar. Después de todo, trabajo aquí.
—Ya lo sé, señor, pero hace unos días ya me advirtieron de que estas puertas no debían de abrir fuera de horario. Es por los bienes robados.
—¿Qué bienes son esos, Henry? ¿Libros?
—No, señor. Creo que fue algo del departamento de comunicación. Tal vez una videocámara o una grabadora, no sé exactamente.
—Bueno, tienes mi palabra. Solo déjame entrar y subiré directo por las escaleras a mi escritorio. Tengo un montón de trabajo hoy.
Al final, Henry me hizo el favor que le pedí y yo hice lo que le dije que haría.
La biblioteca era un edificio muy grande, pero el departamento de lengua y literatura (en la segunda planta) estaba situado en una zona relativamente pequeña, estrecha y alargada, con un techo alto y una fila de ventanas grandes a lo largo de una pared. Las otras paredes estaban llenas de libros y la mayoría del suelo estaba ocupado por grandes mesas de estudio. Aunque, en su mayor parte, la habitación donde yo trabajaba estaba bastante despejada de punta a punta. Había dos largos pasadizos abovedados que llevaban a otras partes de la biblioteca y una puerta de tamaño normal daba a las estanterías donde se almacenaba la mayoría del material bibliográfico, millones de volúmenes que permanecían en silencio y fuera de la vista en un sinfín de hileras de estanterías. En la oscuridad previa al alba, las verdaderas dimensiones del departamento de lengua y literatura no eran muy claras.
Tan solo gracias a la luz de la luna que brillaba en la oscuridad del cielo pude localizar mi escritorio, que estaba en medio de la estrecha y alargada habitación.
Fui hasta mi mesa y encendí la lamparita que había traído de casa hacía años. (No es que necesitara más iluminación para trabajar en la biblioteca, pero disfrutaba con el aspecto sombrío y anticuado de aquel objeto). Por un momento pensé en el bungalow, donde ninguna lámpara tenía bombilla y la luz de la luna brillaba a través de las ventanas sobre una alfombra llena de bichos. Por algún motivo era incapaz de evocar las especiales sensaciones y el estado mental que asociaba con el monólogo onírico, aunque mi situación actual, solo en el departamento de lengua y literatura unas horas antes de que amaneciera, fuera sumamente irreal.
Sin saber qué otra cosa hacer, me senté en mi escritorio como si comenzara mi rutina diaria. Fue entonces cuando vi un gran sobre encima de mi mesa, aunque no recordaba que estuviera allí antes de marcharme de la biblioteca el día anterior. El sobre parecía viejo y descolorido bajo la tenue luz de la lámpara de escritorio. No había nada escrito en el sobre, pero contenía algo y estaba cerrado.
—¿Quién anda ahí? —dijo una voz que casi sonaba como la mía.
Había visto algo por el rabillo del ojo cuando examinaba el sobre en mi escritorio. Me aclaré la garganta.
—¿Henry? —pregunté a la oscuridad sin alzar la vista de la mesa ni darme la vuelta hacia ningún lado.
No recibí respuesta, pero pude sentir que había alguien más conmigo en el departamento de lengua y literatura de la biblioteca.
Lentamente, giré la cabeza hacia la derecha y miré el pasadizo abovedado que se encontraba a cierta distancia de la habitación. En el centro de aquella abertura, que iba a dar a otra estancia donde la luz de la luna brillaba a través de unas ventanas altas, estaba la silueta de una figura. No le vi la cara, pero enseguida reconocí el largo abrigo holgado y el sombrero. En realidad era el que había visto en la parada de autobús cuando me dirigía a la biblioteca en la oscuridad previa al alba. Ahora estaba allí para encontrase conmigo en la biblioteca, como le había dicho a Dalha que haría. A esas alturas no venía al caso preguntar cómo había entrado en el edificio ni tan siquiera perder el tiempo con presentaciones. Tan solo emprendí un monólogo que había estado ensayando constantemente desde que Dalha me telefoneara aquella madrugada.
—Quería conocerte —empecé—. Tus monólogos oníricos, que es como yo los llamo, me han impresionado mucho. Quiero decir, tus obras de arte no se parecen a nada que haya vivido antes, sea de manera artística o no. Me parece increíble lo bien que has expresado un tema que me resulta tan familiar. Por supuesto, no me refiero al tema en sí mismo, los bungalows y todo eso, salvo cuando inspira tu visión subyacente de las cosas. Cuando en tus grabaciones de los monólogos tu voz pronuncia frases como «terror y lobreguez infinita» o «negación incesante del color y la vida», creo que mi reacción es justo la que buscabas provocar en aquellos que experimentaran tus obras de arte, tal vez la que tú mismo has vivido y que te ha inspirado esos trabajos.
Continué con la misma pauta durante un buen rato, hablando a la silueta de alguien que no revelaba ningún indicio de estar oyendo algo de lo que le decía. Sin embargo, llegó un momento en que mi monólogo se desvió en una dirección que no pretendía tomar. De repente, empecé a decir cosas que no tenían nada que ver con lo que había comentado antes y que incluso contradecían mis afirmaciones anteriores.
—Pues según recuerdo —continué diciéndole a la figura del pasillo abovedado—, he tenido una percepción muy estética e intensa de lo que yo llamo «la lobreguez glacial de las cosas». Al mismo tiempo he sentido una gran soledad durante esta percepción. Esta conjunción de sensaciones parece paradójica, puesto que esta percepción, esta perspectiva de las cosas, parecería descartar la sensación de soledad, o cualquier sensación de tristeza arrebatadora, mientras pienso en esto. Todo este sentimiento desgarrador, como se lo considera normalmente, desaparecería ante obras de arte como las tuyas, que expresan con tanta fuerza lo que he llamado la lobreguez glacial de las cosas, y sumergiría o arrollaría todo sentimiento en un ambiente lleno de verdades sombrías, impregnado con un estancamiento visionario y sin vida. No obstante, debo señalar que el efecto, tal y como lo considero, ha sido el contrario. Si tratabas de provocar la lobreguez glacial de las cosas con tus monólogos oníricos, entonces has fracasado totalmente tanto en el nivel artístico como en el no artístico. Has fallado a tu arte, te has fallado a ti mismo y también me has fallado a mí. Si tus obras de arte hubieran evocado de verdad la lobreguez de las cosas, entonces no tendría la necesidad de saber quién eres, esta tristeza arrebatadora de que en realidad existía alguien que experimentaba las mismas sensaciones y los estados mentales que yo, y que podría compartir conmigo a través de unas grabaciones de monólogos oníricos. ¿Quién eres tú, que me has hecho sentir la necesidad de ir a trabajar antes de que salga el sol, que me ha hecho sentir que esto era algo que debía hacer y que eras alguien que debía conocer? Este comportamiento viola todos los principios bajo los que he vivido durante todo este tiempo. ¿Quién eres tú que me has hecho violar esos principios que han perdurado tanto? Creo que ahora lo veo todo más claro. Dalha y tú estáis conchabados contra mí y contra mis principios. Todos los días Dalha está al teléfono haciendo todos los preparativos para sacar beneficios y no puede soportar la idea de que yo esté allí sentado tranquilamente, comiéndome mi almuerzo en su horrible galería de arte. Se piensa que la estoy engañando de algún modo, porque no saca ningún beneficio de mí. No trates de negar que lo que ahora sé es cierto. Aunque de todas formas, podrías decir algo. Tan solo unas palabras con esa voz que tienes. Al menos, déjame ver tu cara. También podrías quitarte ese ridículo sombrero. Es algo que Dalha llevaría puesto.
Para entonces ya me había levantado y caminaba (más bien me tambaleaba) hacia la figura que estaba de pie en el pasillo abovedado. Mientras caminaba, o me tambaleaba, hacia la figura, no paré de pedirle que respondiera a mis acusaciones, pero cuando pasé entre dos grandes mesas de estudio hacia el pasillo, la figura que estaba allí retrocedió hacia la oscuridad de la habitación de al lado, donde la luz de la luna se filtraba a través de unas altas ventanas. Cuanto más me acercaba a él, más retrocedía hacia la oscuridad. Pero no retrocedía hacia la oscuridad dando pasos hacia atrás, mientras yo daba pasos hacia delante, sino que se movía de algún otro modo que incluso ahora no puedo especificar, como si flotara.
Justo antes de que la figura desapareciera del todo en la oscuridad, finalmente me habló. Era la misma voz que había escuchado con aquellos enormes auriculares en la galería de arte de Dalha, salvo que ahora no había interferencias, no había ninguna distorsión en las palabras que pronunciaba. Esas palabras, que resonaban tanto en mi cerebro como en el alto techo de las salas de la biblioteca, eran las que debería haber agradecido, puesto que repetían mis mismos principios privados. Sin embargo, ya no me consolaba oír otra voz que me dijera que no había ningún sitio adonde ir, nada que hacer y nadie a quien conocer.
La siguiente voz que oí fue la de Henry, que gritaba desde las escaleras de piedra de la planta principal de la biblioteca.
—¿Va todo bien, señor? —preguntó.
Me serené y fui capaz de contestarle que todo iba bien. Le pedí que encendiera las luces de la segunda planta. Después de un minuto, las luces estaban encendidas, pero para entonces el hombre del largo abrigo amplio y el sombrero ya se había marchado.
Cuando, más tarde aquel mismo día, me encontré con Dalha en su galería de arte, no se mostró nada comunicativa respecto a mis preguntas y acusaciones.
—Estás loco —me gritó—. No quiero saber nada más de ti.
Cuando le pregunté de qué estaba hablando, me contestó:
—De veras no lo sabes, ¿no? Estás enfermo. ¿No recuerdas esa noche en la que te me acercaste en la calle cuando estaba esperando a que apareciera un taxi?
Cuando le dije que no recordaba nada de eso, continuó con la anécdota de aquella noche y los acontecimientos posteriores.
—Estaba tan borracha que apenas entendí lo que me dijiste sobre un jueguecito al que estabas jugando. Después me enviaste las cintas. Luego viniste y las escuchaste, tal y como me dijiste que harías. Justo a tiempo recordé que tenía que mentirte y contarte que las cintas eran las obras de un anciano de pelo blanco, cuando en realidad eras tú el que las grababa. Sabía que estabas loco, pero este era el único dinero que pude sacarte, aunque día tras día vinieras a mi galería a comerte tu patético almuerzo. Cuando te vi aquella noche, no pude reconocer a simple vista quién se acercaba a mí por la calle. Tenías un aspecto diferente y llevabas un estúpido sombrero. Aunque pronto pude ver que eras tú. Aparentabas ser otra persona, pero sin fingirlo, no sé. Y entonces me dijiste que debía destruir las cintas y que si no las destruía ocurriría algo. Bien, déjame decirte, loco —me reveló—, que no me deshice de ellas. Se las dejé a todos mis amigos para que las oyeran. Nos sentamos a escucharlas bebidos y nos desternillamos de risa con tus estúpidos «monólogos oníricos». Mira, otra de tus obras de arte ha llegado en el correo de hoy —dijo mientras caminaba por la galería hacia el cassette colocado sobre la mesita de plástico—. ¿Por qué no lo escuchas y me pagas el dinero que me prometiste? Esta parece que es buena —dijo mientras cogía la tarjetita que tenía escrito el título de la obra—. La parada del autobús, dice. Esto debe de ser muy emocionante para ti, una parada de autobús. ¡Paga!
—Dalha —dije con una voz que me costó mantener calmada—, por favor, escúchame. Tienes que conseguirme otra cita. Tengo que encontrarme de nuevo con el artista de las grabaciones. Eres la única que puede arreglar esto. Dalha, temo por los dos si no accedes a concertar esta cita. Necesito hablar con él otra vez.
—Entonces, ¿por qué no vas a hablar delante de un espejo? Allí —me indicó señalando a la cortina que separaba la parte delantera de la trasera de la galería de arte—. Ve al cuarto de baño, como fuiste el otro día y habla contigo en el espejo.
—No hablé conmigo en el lavabo, Dalha.
—¿No? ¿Entonces que hacías?
—Dalha, tienes que concertar la cita. Eres la intermediaria. Él contactará contigo si le dejas.
—¿Quién contactará conmigo?
Era una pregunta justa para ella, pero yo no podía contestarla. Le dije que volvería a hablar con ella al día siguiente, pues esperaba que se hubiera calmado para entonces.
Desgraciadamente, nunca volví a ver a Dalha. Aquella noche la encontraron muerta en la calle. Me imagino que estaba esperando un taxi que la llevara a casa cuando salió de un bar o una fiesta o cualquier otro sitio donde hubiera bebido mucho. Pero no fue la bebida ni la agotadora vida social bohemia lo que mató a Dalha. En realidad, se había ahogado hasta morir mientras esperaba un taxi a altas horas de la noche. Llevaron el cuerpo a un hospital para examinarlo y allí descubrieron que había depositado un objeto dentro de ella. Al parecer, alguien había empujado con violencia algo por su garganta. El objeto, como más tarde describió un artículo periodístico, era el «pequeño brazo de plástico de una muñeca». Si aquel brazo de muñeca estaba pintado de color verde esmeralda o de otro, no lo mencionaban. Por supuesto, la policía registró «Bellas Artes Dalha D.» y halló muchos más objetos como ese en una papelera de metal pintados de colores diferentes. Sin duda, también encontraron la exposición de los monólogos oníricos con sus obras de arte sin firmar y la grabadora robada de la biblioteca, pero nunca pudieron establecer una conexión entre esas grabaciones y la grotesca muerte de la propietaria de la galería.
Después de aquella noche ya no sentí la desesperada necesidad de poseer los monólogos, ni siquiera la última cinta sobre la parada del autobús, que nunca llegué a oír. Ahora tenía los manuscritos originales que el artista de las grabaciones había utilizado para crear sus monólogos oníricos y que me había dejado en un sobre grande sobre el escritorio de la biblioteca. Incluso entonces sabía, aunque yo no, que después de nuestro primer encuentro ya no volveríamos a vernos más. La caligrafía de las páginas del manuscrito es muy parecida a la mía, aunque la inclinación de las letras delata que se trata de un escritor zurdo, mientras que yo soy diestro. Una y otra vez leo los monólogos oníricos sobre la parada del autobús, la fábrica abandonada y en especial aquel acerca del bungalow, donde la luz de la luna brilla sobre la alfombra llena de insectos. Intento vivir el terror y la lobreguez infinita del universo del bungalow del modo que una vez lo hice, pero ya no es lo mismo de antes. No encuentro consuelo al hacerlo, aunque la visión y los principios subyacentes sean los mismos. De algún modo sé que antes nunca supe que no hay ningún sitio adonde pueda ir, nada que pueda hacer y nadie a quien conocer. La voz de mi cabeza continúa recitando mis viejos principios. La voz es su voz y su voz es también mi voz; y hay otras voces, voces que nunca he oído antes, voces que parecen estar muertas o estar agonizando en la gran oscuridad iluminada por la luna. Más que nunca, parece llevarse a cabo una especie de nuevo arreglo, un arreglo espectacular y desconocido, cualquier cosa para liberarse de esa tristeza desgarradora que sufro cada instante del día (y la noche), esta tristeza arrebatadora que siento que nunca me abandonará, vaya donde vaya, conozca a quien conozca o haga lo que haga.