Fuera del Crimson Cabaret había un mundo de lluvia y oscuridad. A intervalos, cada vez que alguien entraba o salía por la puerta delantera del club nocturno, se podía ver la lluvia constante y se vislumbraba por un momento la oscuridad. El interior estaba inundado de luz ámbar, humo de tabaco y ruido de lluvia que golpeaban las ventanas, pintadas todas de negro. En noches como aquella, cuando me sentaba en una de las mesas de ese pequeño local sombrío, siempre estaba lleno de una infernal alegría, como si estuviera esperando hasta que pasara el apocalipsis y no me preocupara en absoluto. También me gustaba imaginarme que estaba en el camarote de un antiguo barco durante una gran tormenta en alta mar o en el vagón restaurante de un lujoso tren de pasajeros que los vientos feroces mecían sobre los raíles y una lluvia demoníaca golpeaba sin cesar. A veces, cuando me sentaba en el Crimson Cabaret en una noche lluviosa, pensaba en mí mismo, esperando en una sala el abismo (que, por supuesto, era lo que estaba haciendo) y entre sorbo y sorbo de mi copa de vino o taza de café, sonreía con tristeza y palpaba el bolsillo delantero de mi abrigo donde guardaba mi billete imaginario hacia el olvido.
Sin embargo, en aquella noche lluviosa de noviembre en particular no me sentía muy bien. Tenía el estómago un poco revuelto, como si estuviera incubando un virus o a punto de sufrir una intoxicación. Otra fuente de mi malestar, pensé para mis adentros, bien podía haber sido el estado de nervios en el que me encontraba desde hacía un tiempo, que oscilaba de un día a otro, pero siempre estaba conmigo de alguna u otra forma y se manifestaba con una variedad de síntomas tanto físicos como psíquicos. De hecho, estaba experimentando una ligera sensación de pánico, aunque esto de ninguna manera descartaba la posibilidad de que el malestar de mi estómago fuera debido a una causa totalmente física, ya fuera vírica o tóxica. Ni tampoco excluía una tercera posibilidad que intentaba ignorar en aquel momento. Fuera cual fuera la etiología de mi desorden estomacal, aquella noche tenía la necesidad de estar en un sitio público, para que si sufría un colapso —una eventualidad que a menudo temía—, hubiera gente a mi alrededor que me pudiera atender o, al menos, llevarme a un hospital. Al mismo tiempo, no tenía intención de relacionarme con aquella gente y de todas formas, hubiera sido una mala compañía, allí sentado en el rincón de un club nocturno, bebiendo té de menta y fumando tabaco rubio sin consideración por mi estómago enfermo. Por todas esas razones, me llevé aquella noche mi libreta y la dejé abierta ante mí sobre la mesa, como si pretendiera insinuar que no quería que me molestaran mientras meditaba sobre cuestiones literarias. Pero cuando Stuart Quisser entró en el local sobre las diez, el hecho de verme sentado en un rincón con el libro abierto, bebiendo té de menta y fumando tabaco rubio para poder sobrellevar la situación de mi estómago revuelto, no pareció disuadirlo de acercarse directamente a mi mesa y sentarse justo en frente de mí. Se acercó a nosotros una camarera. Quisser pidió un vino blanco y yo, otra taza de té de menta.
—Así que ahora es el té de menta —dijo Quisser cuando la chica se marchó.
—Me sorprende verte por aquí —señalé a modo de respuesta.
—Pensé que podía reconciliarme con la anciana del Crimson.
—¿Reconciliarte? No parece muy propio de ti.
—Aun así, ¿la has visto esta noche?
—No. La humillaste en aquella fiesta. No la he visto desde entonces, ni tan siquiera en su propio bar. No sé si lo sabes, pero no es alguien que te convenga tener como enemiga.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—Me refiero a que tiene contactos de los que no sabes nada en absoluto.
—Y desde luego tú lo sabes todo. He leído tus historias. Eres un paranoico declarado, así que, ¿qué pretendes decirme?
—Lo que pretendo decirte —le comenté— es que si un mero apretón de manos es pasarse, imagínate un insulto descarado y humillante.
—Había bebido demasiado, eso es todo.
—La llamaste «ilusa sin talento».
Quisser alzó la mirada hacia la camarera cuando se acercó con sus bebidas y me hizo una señal rápida con la mano para que me callara. Cuando se marchó dijo:
—Da la casualidad de que me he enterado de que la camarera es muy fiel a la dueña del Crimson. Lo más seguro es que le informe de mi visita aquí esta noche. Me pregunto si querrá actuar como intermediaria con su jefa y pedirle disculpas de mi parte.
—Mira a tu alrededor —dije.
Quisser dejó la copa de vino y examinó el local.
—Mmm —musitó cuando acabó de mirar—. Esto es más serio de lo que creía. Ha quitado todos sus cuadros y los nuevos no se parecen nada a su obra.
—No lo son. Tú la humillaste.
—Y sin embargo, parece haber reformado el escenario desde la última vez que lo vi. Lo ha pintado o algo así.
El supuesto escenario al que se refería Quisser era una pequeña plataforma situada en la esquina opuesta del local. Esta zona estaba totalmente enmarcada por cuatro largos paneles pintados con símbolos mágicos negros y dorados contra un fondo rojo brillante. Sobre este escenario tenían lugar diferentes espectáculos: lecturas de poesías, cuadros vivos, obras breves de varios tipos, funciones de títeres, proyecciones de diapositivas artísticas, actuaciones musicales, etcétera. Aquella noche, que era martes, el escenario estaba a oscuras. No advertí que hubiera nada diferente en él y le pregunté a Quisser qué pensaba que creía que era nuevo.
—No lo sé exactamente, pero parece como si hubieran hecho algo. Tal vez sean esos ideogramas, o lo que quiera que sean, negros y dorados. Parece la cubierta de un menú de un restaurante chino.
—Te estás citando a ti mismo —apunté.
—¿A qué te refieres?
—Al comentario sobre el menú chino. Lo utilizaste en tu crítica de la exposición de Marsha Corker el mes pasado.
—¿De veras? No me acuerdo.
—¿Me estás diciendo que no te acuerdas o que de verdad no te acuerdas? —Hice esta pregunta por curiosidad frívola, pues mi estómago revuelto no estaba para soportar la tensión de cualquier antagonismo.
—Me acuerdo, ¿vale? Lo que me recuerda que quería hablarte de algo. Me vino a la cabeza el otro día y enseguida me acordé de ti y de tus… cosas —dijo señalando a mi libreta de apuntes, abierta sobre la mesa que nos separaba—. No puedo creer que no me hubiera acordado de eso antes. Tú más que nadie deberías conocerlas. Al parecer, nadie las ha visto. Fue hace ya años, pero eres lo bastante mayor como para recordarlas. Tienes que acordarte de ellas.
—¿Acordarme de qué? —le pregunté y después de una breve pausa, contestó:
—De las ferias de gasolinera.
Dijo estas palabras como si estuviera contando el final de un chiste, como el que está orgulloso de provocar una hilaridad profunda y sorprendente. Se suponía que tenía que mostrar un reconocimiento asombroso, por lo que sabía. No era un fenómeno del que estuviera del todo al margen y la memoria es muy traicionera. Al menos eso fue lo que le contesté a Quisser. Pero mientras él me contaba sus recuerdos e intentaba revivir los míos, poco a poco me fui dando cuenta de la verdadera naturaleza e intención de las llamadas ferias de gasolinera. En ese rato, fue lo único que pude hacer para disimular lo mal que me lo estaba haciendo pasar mi estómago, revuelto y con ardor. Me seguía diciendo para mis adentros, mientras Quisser me contaba sus recuerdos sobre las ferias de gasolinera, que lo que estaba experimentando era la aparición de un virus, si es que en realidad no era víctima de una intoxicación. Quisser, en cambio, estaba tan absorto en su historia que, por lo visto, no notó mi angustia.
Dijo que estos recuerdos de las ferias de gasolinera tenían su origen en sus primeros años de infancia. Su familia, sus padres y él, hacían largas vacaciones en coche y a menudo recorrían grandes distancias con muchos destinos diferentes. Por el camino, como es natural, tenían que parar en muchas gasolineras situadas en pueblos y ciudades, así como también en aquellas que aparecían en los lugares más aislados y rurales. Eran sitios, me indicó, donde mayores eran las probabilidades de descubrir esas empresas híbridas que él llamaba ferias de gasolinera.
Quisser aseguraba no saber cuándo o cómo empezaron a existir esas ferias especializadas, o tal vez gasolineras especializadas, ni tampoco cuánto podían haberse extendido. Su padre, a quien Quisser creía capaz de contestar a estas preguntas, había muerto hacía algunos años, mientras que su madre ya no regía, tras sufrir una serie de tragedias psíquicas no mucho después de la muerte de su marido. Por tanto, lo único que le quedaba eran los recuerdos de esas excursiones con sus padres en su infancia, durante las que se encontraban en alguna zona rural, tal vez en el cruce de dos autopistas (y por lo general, según recordaba, al atardecer), y descubrían en este sitio apartado una de aquellas curiosidades que denominaba ferias de gasolinera.
Siempre eran gasolineras, recalcó Quisser, no estaciones de servicio, con instalaciones para reparaciones importantes a coches y otros vehículos. En aquella época, habría cuatro surtidores como mucho, a menudo solo dos, y algún tipo de edificio modesto que normalmente tenía tantos carteles y anuncios pegados en el exterior que no se sabía si había en realidad algo debajo. Quisser dijo que cuando era niño siempre prestaba especial atención a los carteles que anunciaban tabaco para mascar y que, de mayor, con su experiencia como crítico de arte, todavía encontraba muy atractivos los paquetes de tabaco para mascar y no podía entender por qué algunos artistas no habían explotado satisfactoriamente sus cualidades visuales e imaginativas. Me dio la impresión, mientras estábamos sentados aquella noche en el Crimson Cabaret, que ese material sobre el chicle de mascar pretendía dar más crédito a su historia. Este detalle era muy vivido, pero cuando le pregunté si recordaba alguna marca en particular de tabaco para mascar que estuviera anunciada en aquellas gasolineras que estaban pegadas a las ferias, se puso un poco a la defensiva, como si con mi pregunta pretendiera poner en duda la exactitud de sus recuerdos de infancia. Luego siguió la conversación por otro lado a partir del tema que yo había sacado y apuntó que aquellos lugares no estaban exactamente pegados a las gasolineras, sino a poca distancia y que sin duda había un enlace comercial entre ellos. La idea, que le había sido infundida como un principio fundador de un sueño, era que si se producía un gasto considerable en gasolina, el conductor y los pasajeros del vehículo en cuestión tenían libre acceso a la feria de al lado.
A estas alturas de la historia, Quisser estaba ansioso por explicar que estas ferias de gasolinera no estaban muy trabajadas, más bien lo contrario. Estaban situadas en una extensión de tierra vacía que se encontraba aun lado, o a veces detrás, de la gasolinera rural. Estaban hechas con los restos de una feria como Dios manda, los huesos de unas atracciones mucho más grandes y espléndidas. En la mayoría había una entrada alta y arqueada con bombillas de colores que le daban un contraste misterioso con el paisaje árido que las rodeaba. En especial al atardecer, cuando normalmente, o tal vez siempre, Quisser y sus padres se encontraban en uno de aquellos remotos lugares, la iluminación llena de colorido de la entrada de la feria creaba un efecto tanto festivo como siniestro. Pero una vez se permitía entrar al visitante al verdadero recinto de la feria, llegaba el momento de la decepción y te encontrabas ante un ensamblaje de equipos de sobra que parecía haber desechado mucho tiempo atrás una feria ambulante.
Siempre había solo un par de atracciones, señaló Quisser, y era raro que funcionaran. Suponía que alguna vez lo habían hecho, seguramente cuando las instalaron por primera vez como un anexo de la gasolinera. Pero ese periodo de tiempo, especuló, no pudo durar mucho; y sin duda al primer signo de avería, se cerraron. Quisser mismo confesó no haberse montado nunca en una sola atracción de las ferias de gasolinera, aunque insistió en que su padre una vez le había dejado sentarse encima de uno de los caballos de madera de un tiovivo muerto.
—Era un tiovivo en miniatura —me contó, como si esto diera a su recuerdo un halo de significado o sustancia.
Al parecer, todas las atracciones eran miniaturas, afirmó, versiones a pequeña escala de atracciones que había conocido en otros sitios y en las que sí se había montado. Además del tiovivo en miniatura, que nunca se movía ni un centímetro y siempre estaba a oscuras y en silencio en un remoto paisaje rural, también había una noria en miniatura (no más alta que un bungalow, dijo Quisser) y a veces había tazas giratorias o montañas rusas también en miniatura. Y siempre estaban cerradas porque habían fallado, si es que alguna vez habían estado en funcionamiento, y nunca se volvieron a reparar. Puede que no pudieran repararse, pensó Quisser, puesto que las partes y los mecanismos de estas atracciones eran muy antiguas.
No obstante, había un espectáculo único y bastante importante que casi siempre podíamos contar con ver abierto al público, o al menos a aquellos cuyo coche se había llenado con la cantidad de gasolina necesaria, y que pollo tanto podían acceder a través de la entrada iluminada sobre la que estaba estampada la palabra «FERIA» en unas letras de luz de colores que contrastaban sobre un cielo extenso y evocador al atardecer de algún páramo rural. Quisser planteó la siguiente pregunta: ¿cómo puede llamarse un lugar feria, o feria de gasolinera, si ni siquiera tiene el elemento más esencial, una barraca? Tal vez haya una ley especial o alguna ordenanza que regule estos temas, pensó Quisser en voz alta, un antiguo estatuto de algún tipo que tenga una fuerza especial en las zonas apartadas donde ciertas tradiciones ofrecen una resistencia desconocida en los centros urbanos. Esto explicaría el hecho de que, salvo bajo circunstancias extraordinarias (como arriesgarse cuando hace mal tiempo), siempre había algún tipo de espectáculo en aquellas ferias de gasolinera, aunque el resto del recinto estuviera estropeado y apagado.
Por supuesto, estas barracas de feria, según Quisser las describió, no eran muy sofisticadas, ni siquiera para el nivel de las ferias en general, a excepción de aquellas que servían como señuelo comercial para alguna gasolinera poco conocida. Solo había un espectáculo en cada una, y en apariencia presentaba siempre la misma imagen a los clientes: una pequeña tienda de lona rota y sucia. En algún lugar del perímetro de la tienda había una portezuela suelta de algún material a través de la que Quisser y sus padres, o a veces él solo, entraban a la barraca. Dentro de la tienda había unos pocos bancos de madera que se habían hundido ligeramente en la tierra que había debajo, y a cierta distancia, se situaba un pequeño escenario que se elevaba tal vez unos pocos centímetros por encima del suelo. La iluminación la facilitaban dos lámparas corrientes de pie, una a cada lado del escenario, sin pantallas ni nada que las cubriera, para que las bombillas al descubierto brillaran con fuerza y proyectaran sombras espectaculares por el interior de la tienda. Quisser dijo que siempre se veía los desgastados cables eléctricos que arrastraban en la base de cada lámpara y, mediante unos cuantos alargadores, al final encontraban una fuente de alimentación en la gasolinera, es decir, dentro del pequeño edificio de ladrillos que estaba oculto por todos aquellos carteles que anunciaban el tabaco para mascar y otros productos.
Cuando los visitantes de la gasolinera entraban a la tienda y tomaban asiento en uno de los bancos delante del escenario, por lo general no conocían el carácter en concreto de la actuación o el espectáculo que iban a presenciar. Quisser comentó que no había una marquesina o cartelera de ningún tipo que avisara al público de lo que iban a ver antes de que entraran en la tienda o una vez dentro, sentados en uno de los viejos bancos de madera. Sin embargo, salvo una importante excepción, cada una de las actuaciones, o espectáculos, eran más o menos la misma historia. La audiencia se acomodaba en los bancos de madera, de los cuales la mayoría estaban a punto de desmoronarse o (como Quisser observó) estaban hundidos de modo tan irregular en el suelo que era imposible sentarse en ellos, y el espectáculo comenzaba.
Las atracciones variaban de barraca en barraca y Quisser decía que no era capaz de recordar todas las que había visto; aunque sí se acordaba de la que él llamaba la «araña humana». Esta era una actuación muy breve donde alguien con un vestido penoso caminaba como un arácnido de un lado al otro del escenario y luego volvía, antes de salir por una rendija al fondo de la tienda. La persona que llevaba aquel traje, añadió Quisser, supuestamente era el encargado de poner la gasolina, limpiar las ventanas y desempeñar otras funciones en la gasolinera. En muchas de las actuaciones, como la del hipnotizador, recordaba que el uniforme del mozo (un mono azul y gris cubierto de grasa) se veía bastante bien debajo de la ropa del que actuaba en el escenario. Quisser admitió que no estaba seguro de por qué habían llamado a ese espectáculo en particular el «hipnotizador», pues no se llevaba a cabo ninguna hipnosis durante la actuación, y desde luego, no existía ninguna marquesina o cartelera, ni por fuera de la tienda ni dentro, que hiciera esperar al público alguna clase de número fascinante. El artista tan solo iba vestido con un abrigo largo y holgado y llevaba una máscara de plástico, una sencilla réplica clara de un rostro humano, salvo que en vez de ojos (o agujeros para los ojos), había dos grandes discos con una espiral dibujada en ellos. El hipnotizador gesticulaba de forma caótica enfrente de la audiencia durante unos instantes, sin duda porque su visión estaba cubierta por unos discos con espirales sobre los ojos de la máscara, y después salía tambaleándose del escenario. Había muchos otros espectáculos que Quisser decía haber visto, entre los que estaban el muñeco bailarín, el gusano, el jorobado y el doctor Dedos. Salvo una importante excepción, el número siempre era el mismo: Quisser y sus padres entraban en la tienda, se sentaban en uno de esos bancos podridos y justo después aparecía un momento el artista sobre el pequeño escenario que estaba iluminado con dos lámparas de pie comunes. La única desviación de esta rutina era una atracción que Quisser llamaba el «showman».
Mientras que los otros espectáculos empezaban y acababan después de que Quisser y sus padres hubieran entrado en la tienda y se hubieran sentado, el llamado showman siempre parecía haber empezado. En cuanto Quisser entraba en la tienda —siempre por delante de sus padres, afirmó—, veía la figura en absoluta calma sobre el pequeño escenario de espaldas al público. Por supuesto, nunca había más espectadores cuando Quisser y sus padres paraban al atardecer a visitar una de esas ferias de gasolinera —con sus atracciones defectuosas de segunda mano— y se encontraban al showman de espaldas a unas cuantas filas de bancos vacíos que se romperían cuando alguien intentara sentarse en ellos. Y siempre que Quisser entraba a la tienda y veía que el showman estaba sobre el escenario, enseguida quería dar media vuelta y marcharse de aquel sitio. Pero entonces llegaban los padres detrás y lo empujaban hacia dentro, dijo, y antes de que se diera cuenta, ya estaban sentados en uno de los bancos en primera fila, mirando al showman. Sus padres nunca supieron lo que lo aterrorizaba la figura de aquel espectáculo tan peculiar, repitió Quisser más de una vez. Además, cuando visitaban estas ferias de gasolinera, y sobre todo cuando entraban en las barracas, lo hacían para que Quisser disfrutara, puesto que su padre y su madre hubieran preferido simplemente poner gasolina al coche familiar y haber seguido a cualquiera que fuese la siguiente parada en su itinerario vacacional.
Quisser sostenía que sus padres en realidad disfrutaban viéndole aterrorizado ante el showman, hasta que ya no podía soportarlo más y les pedía volver al coche. Al mismo tiempo le dejaba bastante paralizado la imagen de este personaje, que no se parecía a ningún otro que pudiera recordar. Allí estaba, dijo Quisser, de espaldas al público, con aquella vieja chistera y una larga capa que rozaba el suelo sucio del pequeño escenario. Justo debajo de la chistera había una densa y larga mata de pelo fuerte y rojo, apuntó Quisser, que parecía una especie de asqueroso nido de bichos. Cuando le pregunté si ese pelo no sería en realidad una peluca, para comprobar adrede su memoria e imaginación, se limitó a dirigirme una mirada despectiva que parecía contestar que yo no había sido el que había visto el pelo rojo y fuerte; era él quien lo había visto justo debajo de la vieja chistera del showman. Aparte de este, el único rasgo visible para la audiencia, continuó Quisser, eran sus dedos, que agarraban los bordes de su larga capa. Según él, aquellos dedos parecían de alguna manera deformes, retorcidos a modo de zarpas, y eran de un color claro y verduzco. Al parecer, desde la perspectiva de Quisser, la postura al completo de la figura estaba pensada para sugerir que en cualquier momento se volvería y daría la cara al público del todo, los dedos enmohecidos levantarían los bordes de la capa y alcanzarían el pelo rojo y fuerte. Sin embargo, la figura nunca se movía. A veces le parecía que el showman movía la cabeza un poco hacia la izquierda o hacia la derecha y amenazaba con desvelar un lado u otro de su cara, como un horrible juego de niños. Pero al final Quisser llegó a la conclusión de que estos instantes que percibía eran una ilusión y que el showman siempre posaba en perfecta calma, un maniquí de pesadilla que invitaba a todo tipo de pensamientos por su abstención de movimientos.
—Era todo un asqueroso fraude —se lamentó, y se detuvo para acabar su copa de vino.
—¿Pero qué hubiera pasado si se hubiera dado la vuelta hacia la audiencia? —pregunté.
Mientras esperaba una respuesta, di un sorbo a mi té de menta, que parecía no estar aliviando mucho a mi estómago revuelto, aunque al mismo tiempo tampoco lo perjudicaba. Encendí uno de los cigarrillos que estaba fumando por aquel entonces.
—¿Has oído lo que he dicho? —le pregunté a Quisser, que se había quedado mirando al escenario situado en el otro rincón del Crimson Cabaret—. El escenario es el mismo —le dije con bastante severidad y atraje algunas miradas de las personas que estaban sentadas en las otras mesas del local—. Los paneles son los mismos y los dibujos que hay en ellos también.
Quisser jugueteaba nerviosamente con su copa de vino vacía.
—Cuando era muy joven —comentó—, había determinadas ocasiones en las que veía al showman, pero no en su hábitat natural, por así decirlo, de la tienda.
—Creo que ya he oído bastante esta noche —lo interrumpí, mientras me hacía presión con la mano sobre el estómago revuelto.
—¿Qué me dices? —preguntó Quisser—. Tú las recuerdas, ¿no? Las ferias de gasolinera. Tal vez solo un poco. Estaba seguro de que serías el que las conocería.
—Creo que puedo decir —repliqué—, que he oído suficiente de tu historia sobre las ferias de gasolinera para saber de qué va todo esto.
—¿Qué quieres decir con «de qué va todo esto»? —preguntó Quisser, que seguía mirando al pequeño escenario al otro lado del local.
—Bueno, por una parte, tus últimos recuerdos, tus supuestos recuerdos, del personaje del showman. Estabas a punto de decirme que, durante tu infancia, viste repetidas veces esa figura en momentos diferentes y en lugares distintos. Tal vez lo viste a lo lejos en el patio del colegio, de espaldas a ti, o al otro lado de una calle concurrida, pero al cruzarla, ya no estaba allí.
—Sí, algo así.
—Y luego me ibas a decir que últimamente has estado viendo esa figura, o ligeras señales de esa figura, un vago reflejo en el escaparate de una tienda por la acera o un vistazo fugaz en el espejo retrovisor de tu coche.
—Se parece mucho a tus historias.
—De algún modo sí —contesté— y de otro, no. Tienes la impresión de que si alguna vez ves que la figura del showman gira la cabeza y te mira… ocurrirá algo horrible. Lo más probable, que mueras al instante de un tremendo susto.
—Sí —admitió Quisser—, un terror insostenible. Pero no te he contado la parte más rara. Tienes razón con que últimamente he visto… esa figura, que sí que vi durante mi infancia, fuera de la tienda, quiero decir. Pero lo más extraño es que me acuerdo de haberla visto en otros sitios antes de la primera vez en las ferias de gasolinera.
—Ahí es donde quería llegar —le corté.
—¿Qué?
—No hay ferias de gasolinera. Nunca ha habido. Nadie se acuerda de ellas porque nunca han existido. La simple idea es absurda.
—Pero mis padres fueron conmigo.
—Exacto, tu padre muerto y tu madre mentalmente discapacitada. ¿Recuerdas haber hablado con ellos sobre tus experiencias vacacionales en aquellas gasolineras con las supuestas ferias al lado?
—No.
—Eso es porque nunca fuiste a aquellos sitios con ellos. Piensa en lo ridículo que suena todo, que haya gasolineras en el quinto pino que atraen a la clientela con entradas gratis a ferias destartaladas. Es absurdo del todo. ¿Atracciones en miniatura? ¿Mozos de gasolinera haciéndose pasar por actores de barraca?
—El showman, no —me interrumpió Quisser—. El no fue nunca un mozo de gasolinera.
—No, por supuesto que no lo era, porque era una ilusión. Todo es una idea delirante, atroz, aunque muy particular.
—¿Y de qué tipo? —me preguntó Quisser, quien todavía miraba con disimulo al escenario al otro lado del Crimson Cabaret.
—No es un delirio psicológico común, si es lo que estabas pensando que iba a decir. No me interesan nada estas cosas. Pero sí me interesa mucho cuando alguien sufre un engaño mágico. Para ser más exactos, me interesan los delirios que son resultado del arte de la magia. ¿Y sabes desde hace cuánto tiempo estás bajo la influencia de ese delirio provocado por la magia?
—Me he perdido —contestó Quisser.
—Es simple —señalé—. ¿Hace cuánto tiempo que piensas en todas esas tonterías sobre las ferias de gasolinera y, sobre todo, en ese personaje que llamas showman?
—Supongo que llegado este punto será absurdo insistir en que he visto esa figura desde mi infancia, aunque sea justo así y justo como lo recuerdo.
—Desde luego es absurdo, porque es una ilusión.
—Así que es una ilusión lo del showman, pero no es ridícula tu idea de… ¿cómo lo llamas?
—Arte de la magia. Porque el tiempo que hayas sido víctima de esta magia en concreto, será el que habrás tenido la ilusión de las ferias de gasolinera y los fenómenos relacionados.
—¿Y cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Quisser sin demasiado entusiasmo.
—Desde que humillaste a la mujer del Crimson llamándola «ilusa sin talento». Te dije que tenía contactos que no conocías en absoluto.
—Estoy hablando de algo de la niñez, algo que he recordado durante toda mi vida. Tú hablas de un asunto de tan solo hace unos días.
—Y justo hace unos días es el tiempo que llevas bajo una ilusión. ¿No ves que a través de su arte de la magia ha hecho que sufras uno de las peores clases de ilusión, que podría llamarse «ilusión retroactiva»? Y no solo has sido tú el afectado en estos últimos días, semanas e incluso meses. Todos los de aquí han sentido la amenaza de su arte desde hace un tiempo. Estoy empezando a pensar que lo he descubierto demasiado tarde, muy tarde. Sabes lo que es tener una ilusión de tipo retroactivo, pero ¿sabes lo que es ser víctima de un serio desorden estomacal? He estado aquí sentado, en el local de esta mujer, bebiendo té de menta servido por una camarera que es amiga de ella, pensando que el té de menta es lo que mejor me va para el estómago cuando bien podría estar empeorando mi estado o incluso provocando algún cambio, de acuerdo a los principios del arte de la magia, que derive en algo más grave y más extraño. Pero la mujer del Crimson no es la única que practica esta magia. Pasa por todos lados a nuestro alrededor. Es como estar de improviso en medio de una niebla, en el mar, donde muchos de nosotros nos perdemos. Observa las caras de este local y luego dime que solo tú eres la víctima de una horrible magia. La mujer del Crimson tiene unos cuantos adversarios, así como relación con poderosos aliados. ¿Cómo podría decir quiénes son exactamente? Son un grupo especializado en el arte de la magia, sin duda, pero no puedo asegurar, con falsa certeza que sí, que sean grupo de iluminados, o «científicos esotéricos», como muchos se hacen llamar hoy en día.
—Todo eso parece una de tus historias —protestó Quisser.
—Por supuesto que lo parece, no creas que ella no lo sabe. Pero no soy yo el que cuenta una grotesca historia sobre unas ferias de gasolinera y una barraca con el pequeño escenario parecido al que está al otro lado de este local. No puedes apartar los ojos de él, me he fijado en eso, al igual que el resto de personas de esta sala. ¿Qué crees que ves allí?
—Suponiendo que sepas de lo que estás hablando —dijo Quisser, quien ahora se esforzaba por mantener la mirada apartada del escenario del otro lado del la sala—, ¿qué se debería hacer?
—Puedes empezar por apartar los ojos del escenario del otro lado de la sala. No hay nada que puedas ver allí, salvo una ilusión mágica. En esa aflicción no hay nada que sea necesariamente mortal o permanente. Pero tienes que pensar que te recuperarás, como si estuvieras padeciendo una enfermedad física que no fuera mortal. De lo contrario, esas enfermedades se convertirán en algo mucho más mortífero, porque al fin y al cabo, todas las enfermedades son enfermedades mágicas, sobre todo tu ilusión mágica.
Me di cuenta de que, al final, la intensa convicción de mis palabras tuvo su efecto en Quisser. Su mirada ya no era atraída hacia el pequeño escenario en el otro lado de la sala, sino que la dirigía de lleno hacia mí. Se quedó un tanto consternado al saber la verdad de su ilusión, aunque parecía tener bastante puestos los pies en la tierra. Encendí otro de mis cigarrillos y miré a mi alrededor, sin buscar nada ni a nadie en particular, sino simplemente para calibrar el ambiente. El humo de tabaco que se movía por el local era mucho más denso, la luz ámbar era mucho más oscura y el sonido de las gotas de lluvia todavía se oía contra las ventanas pintadas de negro del Crimson Cabaret. Había vuelto al camarote de aquel barco que era arrastrado por una tempestad infernal, totalmente desorientado y amenazado por fuerzas incontrolables. Quisser se excusó para ir al servicio y su figura pasó por mi campo de visión como una sombra a través de la densa niebla.
No tengo ni idea de hacía cuánto tiempo Quisser se había marchado de la mesa. Estaba totalmente absorto en las otras caras del local y la profunda preocupación que mostraban, una preocupación que no era de carácter natural y existencial, sino que estaba provocada por una inquietud extraña. Menuda temporada llevamos, parecían expresar esas caras; y sin duda sus voces hubieran hablado directamente sobre ciertas preocupaciones, si no hubieran estado intimidadas de tal manera que reaccionaban con extrañas evasivas y dobles sentidos por el temor a ser víctimas del mismo tipo de aflicción antinatural que había causado tantos problemas en la mente del crítico de arte Stuart Quisser. ¿Quién sería el próximo? ¿Qué podía entonces decir una persona, o incluso pensar, sin sentir el miedo ante las repercusiones de algunos grupos e individuos unidos por una fuerza común? Casi oía sus voces preguntando, «¿por qué aquí, por qué ahora?». Pero, desde luego, bien podrían estar preguntando, «¿por qué no aquí, por qué no ahora?». A esta gente no se le ocurriría que no había reglas especiales, no se les pasaría por la cabeza, aunque fueran un grupo de imaginativos artistas, que se trataba de algo al azar, un terror gratuito que convergía en un lugar concreto, en un momento concreto, sin ninguna razón en particular. Por otro lado, tampoco se les había ocurrido que podía ser que ellos mismos lo hubiesen deseado, que hubieran tenido algo que ver con la llegada de esas fuerzas poderosas y esos contactos a nuestro barrio simplemente deseando que vinieran. Podían haber deseado y deseado que cayera sobre ellos un mal antinatural pero, al menos durante un rato, no pasó nada. Entonces dejaron de desearlo, y los deseos antiguos se olvidaron, aunque al mismo tiempo juntaron fuerzas y derivaron en una fórmula potente (¡quién lo diría!), hasta que un día la terrible temporada empezó. Porque si hubieran dicho la verdad, este grupo artístico también habría expresado qué significado (aunque fuera negativo), y qué intensa emoción (aunque fuera espantosa), había traído a sus vidas esa temporada de mal antinatural.
Fue durante esos instantes en los que miraba a las caras del Crimson Cabaret y pensaba mis cosas sobre aquellos rostros, cuando una sombra atravesó mi confuso campo de visión. Cuando esperaba que esa sombra fuera la de Quisser, mi compañía en la mesa durante esa noche, en su lugar me encontré con la camarera que Quisser había afirmado que era tan fiel a la mujer del Crimson. Me preguntó si quería pedir otra taza de té de menta con estas palabras exactas: «otra taza aún más de té de menta». Mientras intentaba no irritarme por el tono extrañamente sarcástico de su voz, lo que solo hubiera empeorado mi estómago ya revuelto, contesté que estaba a punto de marcharme aquella noche. Después añadí que tal vez mi amigo quisiera beber otra copa «aún más» de vino, mientras señalaba hacia la mesa para mostrarle la copa vacía que Quisser había dejado allí cuando se había ido al servicio. Pero no había ninguna copa de vino vacía en la mesa; solo estaba mi taza vacía de té de menta. Entonces acusé a la camarera de haberse llevado la copa vacía de vino mientras estaba distraído y absorto en las caras del Crimson Cabaret. Pero ella negó haber servido una copa de vino a nadie en mi mesa e insistió en que yo había estado solo todo el tiempo desde el momento en que llegué al local y me senté allí, al otro lado del pequeño escenario. Después de una búsqueda a conciencia en el servicio de caballeros, regresé e intenté encontrar a alguien más en el local que hubiera visto al crítico de arte Quisser hablando conmigo durante todo ese tiempo sobre sus ferias de gasolinera. Pero todos coincidieron en que no había visto nada parecido.
Incluso el mismo Quisser, cuando me lo encontré al día siguiente en una galería de arte de poca monta, aseguró que no me había visto la noche anterior. Afirmó que había estado toda la noche en su casa, solo, pues había sufrido una indisposición —algún bicho, dijo— de la que ya se había recuperado completamente. Cuando lo llamé mentiroso, se me acercó en medio de la galería de arte de poca monta, y en un susurro intenso me dijo que debía «medir mis palabras». Siempre hablaba más de la cuenta, insinuó, y en el futuro debía tener más cuidado con lo que decía y a quién se lo decía. Me preguntó si de verdad creía que era sensato abrir la boca en una fiesta y llamar a alguien «ilusa sin talento». Había ciertas personas, dijo, que tenían contactos poderosos y precisamente yo debería saberlo muy bien, teniendo en cuenta mis conocimientos sobre estas cosas y el modo que demostraba estos conocimientos en las historias que escribía.
—No es que no esté de acuerdo con lo que opinas de ya sabes quién —comentó—, pero yo nunca hubiera hecho una declaración abierta. La humillaste y en estos tiempos una cosa así pude ser peligrosa, ya sabes a qué me refiero.
Por supuesto sabía muy bien a qué se refería, aunque todavía no entendía por qué me decía eso a mí en vez de a él. Más tarde pensé: ¿no es ya suficiente que siga sufriendo un terrible desorden estomacal, que también tengo que soportarla carga de otra ilusión? Pero incluso esa explicación al final se hizo pedazos cuando seguí haciendo averiguaciones. Las historias sobre la noche de la fiesta se multiplicaban, y las versiones respecto a quién exactamente había cometido la ofensa humillante e incluso quién había sido la parte ofendida proliferaban entre mis conocidos y coetáneos.
—¿Por qué me cuentas estas cosas? —me dijo la dueña del Crimson cuando le pedí mis más sinceras disculpas—. Apenas te conozco y además, ya tengo suficientes problemas. Esa bruja de camarera que tengo en el bar ha quitado todos mis cuadros y los ha cambiado por los suyos.
Por lo visto, todos teníamos problemas cuyas causas eran imposibles de encontrar, pues se entrecruzaban unas con otras como las trayectorias de incontables gotas de lluvia en una tormenta, que se mezclaran para crear una’ niebla engañosa y una contra-ilusión. Sin duda, estaban jugando unos contactos y fuerzas poderosas, aunque parecían no tener nombre ni cara y no se sabía qué habíamos hecho nosotros —un grupo de ilusos sin talento— para ofenderlos. Nos había alcanzado una temporada de horrorosa magia de la que nada nos podía liberar. Cada vez con más frecuencia me encontraba volviendo a aquellos recuerdos de las ferias de gasolinera para buscar una respuesta en el atardecer de alguna remota zona rural donde unos tiovivos y unas norias en miniatura estaban estropeados en un paisaje desierto.
Pero aquí no hay nadie que escuche ni siquiera mis más lamentables disculpas, y mucho menos el showman, que estará esperando detrás de la puerta (o en el cuarto de baño del Crimson Cabaret). Y cualquier habitación en la que entro puede convertirse en una barraca de feria, donde me sentaré sobre un viejo banco destartalado a punto de desmoronarse. Incluso ahora el showman está delante de mi vista. Su pelo fuerte y rojo se mueve levemente hacia su hombro, como si fuera a volverse para mirarme; entonces mueve la cabeza un poco hacia el otro hombro en este interminable juego de niños. Lo único que podía hacer era sentarme y esperar, pues sabía que algún día se daría la vuelta del todo, bajaría del escenario, y me reclamaría el abismo que siempre había temido. Tal vez entonces descubriera lo que había hecho —lo que todos nosotros habíamos hecho— para merecer ese destino.