Era el único en el grupo de conocidos y socios de la zona que no había conocido a Severini. A diferencia del resto, no me interesaba nada visitar con ellos aquella residencia aislada que llegó a conocerse como la «chabola de Severini». Cabía la posibilidad de que estuviera evitando adrede un encuentro con ese extraordinario individuo, pero ni siquiera yo tenía idea de si eso era o no verdad. Mi curiosidad estaba tan desarrollada como la de cualquiera; más de hecho. Sin embargo, alguna especie de escrúpulo o especial preocupación me mantenía lejos de lo que los otros celebraban como «el espectáculo de Severini».
Por supuesto, no podía escapar a las informaciones de segunda mano que me llegaban tras sus visitas. Cada una de esas excursiones a aquel tugurio solitario, situado a cierta distancia de la ciudad donde vivía, era una gran aventura, según me informaban, un viaje a las pesadillas más oscuras e idiosincrásicas. La figura que presidía esas reuniones era muy inestable e inspiraba en sus visitas una sensación de morbosa expectación, que a veces alcanzaba un punto de locura. Después oía las versiones detalladas de una persona y de otra sobre lo que había ocurrido en una tarde en particular en el interior de los confines de la famosa chabola, que estaba situada en los límites de una extensión de tierra cenagosa y llena de maleza conocida como el pantano de San Albano, un lugar que, según aseguraba alguien, guardaba una relación siniestra con el mismo Severini. Pe vez en cuando, al regresar más tarde a mi apartamento, tomaba notas de estas historias y me permitía una especie de registro imaginativo y muy analítico. En la mayor parte de los casos, en cambio, me limitaba a absorber todas esas anécdotas de Severini de manera totalmente natural, más de lo que asimilaba de muchas cosas a mi alrededor, sin ser consciente —o con una mínima posibilidad de serlo— de que esas cosas podían ser sustanciosas, nocivas o puramente neutrales. Desde el principio, lo admito, era propenso a mostrarme muy abierto a lo que dijera cualquiera respecto a Severini, su casa con aspecto de chabola y el paisaje pantanoso en el que se había instalado. Después, durante unos instantes de intimidad, recreaba en mi imaginación los fenómenos que me habían contado en las conversaciones que tenían lugar en diferentes lugares y momentos. Era raro que yo instara activamente a los otros a entrar en detalles sobre un aspecto específico de sus aventuras con Severini, pero muchas veces sí que me traicionaba cuando surgía el tema de su vida pasada, antes de que se estableciera en la chabola del pantano.
Según los testigos de primera mano (las personas que en realidad habían hecho un peregrinaje a aquella choza aislada y destartalada), Severini llegaba a mostrarse bastante hablador sobre su historia personal, en especial sobre los motivos y acontecimientos que más directamente habían culminado en su vida actual. No obstante, esas personas también admitían que el «maravilloso ermitaño», Severini, manifestaba una indiferencia notoria por los hechos comunes o las verdades de carácter literal. Por lo tanto, a menudo era muy dado a hablar de sí mismo mediante parábolas ambiguas y metáforas, por no mencionar las anécdotas inauditas cuyos hechos siempre parecían anularse los unos a los otros y las mentiras descaradas que, a veces, él mismo exponía más tarde como tal. Pero la mayoría del tiempo —según la opinión de algunos, todo el tiempo—, el discurso de Severini se convertía en un total absurdo, como si hablara en sueños. A pesar de esas dificultades en la comunicación, todos los individuos que me hablaban del tema hacían llegar de algún modo a mi cabeza un retrato sorprendentemente enfocado del ermitaño Severini, una amalgama de habladurías que alcanzaban la categoría de leyenda poderosa.
La impresión de un Severini legendario sin duda se reafirmaba por lo que ciertas personas describían como la «exposición del museo imaginario». El séquito de visitas a la chabola destartalada era una muchedumbre de personas más o menos artísticas, o al menos individuos con inclinaciones artísticas, y su contacto con Severini suponía una fuerte inspiración que tenía como resultado numerosas obras de arte de diversos géneros, creadas por distintos medios. Había esculturas, pinturas y dibujos, poemas y narraciones cortas en prosa, composiciones musicales que a veces iban acompañadas de letra, obras conceptuales que existían solo de forma esquemática y anecdótica, e incluso un plan arquitectónico para un «templo en ruinas en la selva de una isla de algún lugar de la región de Filipinas». Mientras que, en la superficie, estas producciones parecían basarse en multitud de fuentes dudosas, cada una aseguraba tener los orígenes más realistas, según las palabras de Severini, su somniloquio, según ellos. De hecho, yo mismo podía percibir la coherencia subyacente de esas obras de arte y su relación integral con la figura única de inspiración que era el mismo Severini, aunque nunca había visto a aquella persona fantástica ni tampoco tenía ganas de hacerlo. No obstante, esas llamadas «exposiciones» me ayudaron a recrear en mi imaginación, no solo aquellas visitas a la chabola del pantano de las que tanto me habían hablado, sino también la historia personal de su solitario habitante.
Cuando ahora pienso en estas obras de arte basadas en Severini, es decir, cuando las recreo en mi mente, por mucho que variaran en género y técnica, destacan unas cuantas características que siempre eran las mismas y siempre se trataban de la misma manera. Me asusté al empezar a reconocer esos rasgos comunes, porque de algún modo reproducían con rigurosidad un número de imágenes y conceptos peculiares que yo mismo había experimentado cuando soñaba despierto y sobre todo durante episodios de desvarío provocados por una enfermedad física o un exceso de agitación psíquica.
Un elemento central de tales episodios era la impresión de encontrarme en un lugar cuyas características recordaban, por una parte, a un paisaje tropical y, por otra, a una cloaca común. La cuestión de la alcantarilla surgía de la percepción de un espacio cerrado, pero a la vez muy extenso, una red de pasillos enroscados que abarcaba distancias increíbles en un mundo subterráneo de oscuridad neblinosa. Respecto a la cualidad de un paisaje tropical, también compartía mucho de esa especie de fermento misteriosamente supurante de la alcantarilla, pero se le añadía la impresión de las más exóticas formas de vida que se reproducían por todos lados, criaturas que se multiplicaban y que también mutaban sin cesar como una película con tomas a intervalos prefijados de hongos que se propagan o moho de limo multicolor totalmente ilimitado en su forma y expansión. Mientras experimentaba las visiones más intensas de esa cloaca tropical, mientras se recreaba en mi delirante imaginación año tras año, siempre permanecía a mucha distancia, no atrapado en su interior como si tuviera una pesadilla. Pero aun así era consciente, como en una pesadilla, de que en aquel lugar había ocurrido algo, había sucedido un acontecimiento desconocido que dejaba esas imágenes, detrás como un rastro de babas. Y entonces me sobrevenía una sensación y un concepto determinado llegaba a mi mente.
Tuve esta sensación y el concepto que la acompañaba tan vívidamente cuando los otros empezaron a hablarme de sus extrañas visitas a la casa de Severini y a enseñarme las diferentes obras de arte cuya creación les había inspirado este raro individuo. Una a una, fui viendo las pinturas o esculturas en el estudio de algún artista, oí la música que se tocaba en algún local frecuentado por el grupo de Severini, o leí las obras literarias que hacían circular; y en todas las ocasiones reviví la sensación de esa cloaca tropical, aunque no con la misma intensidad que en los episodios delirantes que había vivido mientras sufría una enfermedad física o durante mis periodos de excesiva agitación psíquica. Los títulos de esas obras habrían bastado para provocar esa sensación en particular y la proyección intelectual producida por mis episodios de delirio. Esta proyección, a la que me he estado refiriendo, se puede definir de diferentes maneras, pero siempre me venía a la cabeza a modo de una simple frase (o fragmento), casi un cántico que me abrumaba con insinuaciones inquietantes y horribles más allá de las meras palabras, y era la siguiente: «la pesadilla del organismo». Esas insinuaciones inquietantes y horribles subyacentes a (o inspiradas por) esa frase conceptual, como he dicho, me venían a la memoria por los títulos de aquellas obras de arte basadas en Severini, aquella exposición del museo imaginario. Aunque tengo dificultades para recordar la obra que se corresponde con cada título —ya sea una pintura o una escultura, un poema o una pieza teatral—, todavía soy capaz de mencionar algunos. Uno de los que recuerdo con facilidad es Sin cara entre nosotros. Un título semejante a este es Profanado y liberado. Y ahora me vienen a la cabeza algunos otros: El camino de lo perdido, En suelo sagrado y viscoso (también conocido como Los doctores tántricos), En tierra y excrementos, La negra espuma de la existencia, Tegumentos en erupción y El descenso hacia los hongos. Todos esos títulos, según me informaron mis conocidos artistas y socios, derivaban de frases (o fragmentos) seleccionadas que Severini había pronunciado durante sus numerosos episodios de somniloquio.
Cada vez que oía uno de esos títulos y veía la obra de arte concreta a la que daban nombre, siempre me acordaba de la cloaca tropical de mis episodios delirantes. También me sentía a punto de comprender lo que pasaba en aquel lugar, cuál era el maravilloso o catastrófico acontecimiento que estaba tan relacionado con la frase conceptual «la pesadilla del organismo». Pero nunca conseguí más que una remota sensación de revelación inquietante y horrible; y los otros, simplemente, eran incapaces de explicar del todo este asunto, dado que conocían la vida pasada de Severini única y exclusivamente por sus absurdas y dudosas afirmaciones. Tan dados a especular como eran, parecía que esta persona incoherente, todo menos anónima, conocida como Severini, estuviera sujeto a lo que se referían de varias maneras como un «proceso esotérico» o una «práctica ilícita». A estas alturas de mis descubrimientos sobre el extraño Severini, encontraba difícil preguntar por la naturaleza exacta de ese procedimiento, o práctica, y al mismo tiempo aparentaba una falta de interés en conocer de verdad sobre el residente de la chabola en ruinas que destacaba en la carretera secundaria de la zona pantanosa a cierta distancia fuera de la ciudad donde vivía. Sin embargo, al parecer, esta práctica o procedimiento, especulaban todos, no era un tratamiento médico de ningún tipo conocido. Más bien pensaban que el procedimiento (o práctica) en cuestión conllevaba algún tipo de misticismo, puede que incluso una de esas tradiciones ocultistas o pseudo mágicas que, en su forma más potente, solo son capaces de existir sin llamar la atención en algunas regiones del mundo. Por supuesto, toda esta especulación podría haber sido una tapadera orquestada por Severini o por sus seguidores —pues en eso se habían convertido—, o por todos juntos. En realidad, durante un tiempo sospeché que los seguidores de Severini, a pesar de su desfile de obras de arte y los descabellados relatos sobre sus visitas a la chabola del pantano, me ocultaban un elemento esencial de sus nuevas experiencias. Parecían conocer una verdad que yo ignoraba. No obstante, por lo visto también deseaban que yo, a su debido tiempo, compartiera con ellos esa verdad.
Mis sospechas sobre el engaño de los otros —tal vez debería llamarse engaño provisional— procedían de un origen que hay que reconocer que era subjetivo. Era debido a mi recreación imaginativa, cuando me sentaba en mi apartamento, del espectáculo de Severini, tal como lo explicaba uno de los que había participado en sus visitas a su residencia en el pantano. En mi cabeza los visualizaba sentados sobre el suelo de aquella pequeña chabola sin muebles, con la única iluminación de la luz intensa de las velas que habían llevado consigo y que habían colocado en círculo en el centro alrededor de lo que sería la figura de Severini. Esta figura siempre les hablaba de aquella manera única y enigmática, la voz de su somniloquio, que fluctuaba en sus características e incluso parecía emanar de otros lugares distintos a su propio cuerpo, como si estuviera practicando una especie de ventriloquia excepcional. De modo similar, su mismo cuerpo, según me dijeron y más tarde imaginé yo mismo en mi apartamento, reaccionaba conjuntamente con las fluctuaciones de su voz. Estos cambios corporales, comentaban los otros, a veces eran imperceptibles y otras veces, drásticos; pero de modo sistemático no estaban muy bien definidos. No era cuestión de que no fuera una transformación clara, sino que se trataba de un trastorno en los rasgos anatómicos y en la estructura, por lo que el resultado era algo retorcido y tumoroso, como un montón vivo de arcilla o lodo enfermo, una pila de sustancia cancerosa que se revolvía despacio a la luz de las velas que iluminaban la vieja chabola. Estas oscilaciones, tanto en la voz como en el cuerpo de Severini, me explicaron los otros, no las controlaba de ninguna forma, sino que eran un fenómeno totalmente espontáneo al que se sometía como resultado de aquel procedimiento esotérico o esa práctica ilícita que actuó sobre él en algún lugar desconocido (posiblemente «en la región de Filipinas»). Era su destino, me explicaron los otros, cumplir con cualquier cosa que exigieran de su carne las que solo podían ser vistas como unas fuerzas totalmente caóticas y sin sentido, e incluso su propia conciencia que, según afirmaban, era tan mutable y estaba tan desquiciada como su forma corporal. Sin embargo, mientras me hablaban sobre estas particularidades del estado de Severini, ninguno de ellos me transmitía ninguna sensación real del carácter de pesadilla de las imágenes y los procesos que me describían. Atemorizados, sí; apasionados, sí; y también algo dementes; pero no de pesadilla. Incluso, mientras escuchaba sus historias sobre un encuentro determinado con Severini, yo tampoco pude captar del todo las cualidades y los aspectos de pesadilla. Me decían, refiriéndose a una de las metamorfosis de Severini: «el contorno desnudo de su forma se retorcía como un nido de serpientes o se movía como una masa de arañas recién incubadas». No obstante, al oír una historia tras otra del mismo tipo, yo permanecía relativamente tranquilo y aceptaba sin repugnancia ni indignación estos comentarios asquerosos y escandalosos. Quizá, pensé en aquel momento, simplemente estuviera bajo el poderoso hechizo del decoro social, que muchas veces explica unos sentimientos incomprensibles (o falta de ellos) y comportamientos determinados (o falta de ellos). Pero una vez estaba solo en mi apartamento, y empezaba a recrear de forma imaginativa lo que había oído sobre el espectáculo de Severini, quedaba abrumado por su esencia atroz, y algunas veces caía en uno de mis episodios delirantes con todas aquellas terribles sensaciones de una cloaca tropical, y aquellas pesadillas sobre criaturas exóticas que salían por todas partes como pústulas y supuraciones desenfrenadas. Y entonces sospechaba que había algún tipo de engaño en el asunto de Severini, aunque en ese momento creyera que el engaño era dudoso, un periodo de iniciación subrepticia hasta aquel momento perfecto en que yo pudiera ser aceptado entre los de su círculo.
Finalmente, en una tarde lluviosa, mientras estaba trabajando solo en mi apartamento (tomando apuntes sobre Severini), el portero automático me indicó que había alguien abajo. La voz del interfono pertenecía a una mujer llamada Carla, una escultora que apenas conocía. Cuando entró en mi apartamento, estaba mojada por haber caminado sin abrigo ni paraguas bajo la lluvia, aunque su pelo liso y negro y la ropa que llevaba puesta, también toda negra, hubieran tenido el mismo aspecto tanto mojados como secos. Le ofrecí una toalla, pero la rechazó mientras me decía que «le gustaba bastante sentirse empapada y mareada» y a partir de ahí seguimos la conversación. El motivo de su visita a mi apartamento, según me reveló, era invitarme a la primera «exposición colectiva» de los objetos del museo imaginario. Cuando le pregunté por qué debería recibir yo esa invitación personal en mi piso y en una tarde lluviosa, me contestó:
—Porque la exposición será en su casa y nunca has querido ir allí.
Le dije que pensaría en serio ir a la exposición y le pregunté si eso era todo lo que tenía que decirme.
—No —respondió mientras buscaba en uno de los bolsillos de sus pantalones húmedos y ceñidos—. En realidad, él era el que quería que yo viniera a invitarte a la exposición. Nunca le hablamos de ti, pero comentó que siempre tenía la impresión de que faltaba alguien, y por alguna razón supusimos que ese eras tú.
Después de sacar un trozo de papel que estaba doblado varias veces, lo desplegó y me lo puso a la vista.
—Apunté lo que dijo —señaló mientras sujetaba con las dos manos la nota húmeda y arrugada cerca de su cara.
Alzó la mirada durante un momento por encima del borde de la hoja desdoblaba (por las mejillas le corría a chorretones negros el rimel espeso) y después volvió a bajarla para leer las palabras que Severini le había pedido que escribiera.
—Dice, «Severini y tú», siempre se llama así mismo Severini como si se tratara de otra persona, «Severini y tú sois… compatibles». Apenas puedo leer esto, ya estaba oscuro cuando lo escribí. Bueno, «Severini y tú sois organismos compatibles».
Se detuvo para apartarse un par de empapados mechones de pelo negro que le habían caído sobre la cara. Sonreía de un modo estúpido.
—¿Era eso? —le pregunté.
—Espera, quería que me lo aprendiera bien. Solo una cosa más. Dijo, «dile que la manera de entrar en la pesadilla es salir».
Dobló de nuevo el papel y lo metió otra vez en el bolsillo de sus pantalones negros.
—¿Significa esto algo para ti? —preguntó.
Le contesté que no significaba nada en absoluto. Después de prometerle que consideraría en serio acudir a la exposición en casa de Severini, Carla abandonó mi apartamento y volvió a salir a aquella tarde lluviosa.
Debo mencionar que nunca les había hablado ni a Carla ni a los otros de los episodios delirantes que me provocaban aquella impresión de una cloaca tropical y el concepto emergente de la «pesadilla del organismo». Nunca se lo había contado a nadie. Pensaba que esos arranques y el concepto trastornado de la pesadilla del organismo formaban parte estrictamente de un infierno personal, incluso único. Hasta aquella tarde lluviosa, había considerado tan solo una coincidencia el hecho de que las obras de arte inspiradas por Severini, así como los títulos de esas creaciones, sirvieran para evocar sensaciones y sugestiones de mis episodios delirantes. Después Severini me envió un mensaje a través de Carla en el que me insinuaba que él y yo éramos «organismos compatibles» y que «el camino de entrada a la pesadilla era el de salida». Durante un tiempo había soñado con librarme del sufrimiento de mis arranques delirantes y de todas las sugestiones que los acompañaban, la terrible visión que exponía a todos los seres vivos, incluido yo mismo, no más que como un hongo o un grupo de bacterias, una especie de enorme moho viscoso que se agitaba por el paisaje de este planeta (y probablemente del de otros). Si me liberaba de aquella pesadilla, pensé, tendría que ser a través de los procedimientos más drásticos (y esotéricos), las prácticas más extrañas (e ilícitas). Y en última instancia, nunca creí que esta liberación fuera posible de veras. Era demasiado buena, o demasiado mala, para ser verdad; al menos era lo que me parecía. Sin embargo, lo único que me venía a la cabeza fueron las dos palabras de Severini, que me llegaron a través de Carla, y empecé a soñar con todo tipo de posibilidades. En un mero instante todo había cambiado. Ahora estaba preparado para dar esos pasos hacia la liberación; de hecho, si no lo hacía sería algo intolerable. Al parecer, tenía que encontrar a toda costa una manera de salir de la pesadilla, fueran cuales fuesen las prácticas o procedimientos que se llevaran a cabo. Severini había logrado dar esos pasos —estaba convencido de eso— y yo necesitaba saber adonde lo habían llevado.
Como era de esperar, me había sumido en este estado incluso antes de la noche de la exposición (de los objetos del museo imaginario). Pero fue algo más que mi arrebato de sueños y mi ilusión lo que afectó a mis experiencias aquella noche y ahora afecta a mi habilidad para redactar lo que ocurrió en la chabola en ruinas del pantano de San Albano. Los episodios delirantes previos a aquella noche no eran nada (es decir, eran la perfección de la lucidez) en comparación con el delirio que me sorprende cada vez que intento aclarar lo que ocurrió en la chabola de la zona pantanosa, pues mis pensamientos se desintegran poco a poco hasta que paso a una especie de somniloquio. Vi cosas con mis propios ojos y otras cosas con los ojos de otro. Y por todos lados se oían voces…
El estrecho camino que, según las instrucciones que me habían dado, iba a dar a la casa de Severini, estaba lleno de hierbajos y ranas que croaban en la oscuridad. Dejé mi coche aparcado a un lado de la carretera, junto a los vehículos de los demás. Todos habían llegado antes que yo, aunque no me había retrasado un minuto en llegar a aquel programado acontecimiento artístico. Pero siempre se mostraban ansiosos, me había dado cuenta hace tiempo, siempre que se planeaba una visita a la casa de Severini; pasaban todo el día inquietos, impacientes, hasta que caía la noche y podían marcharse de la ciudad en dirección del pantano de San Albano.
Esperé ver una luz más adelante mientras caminaba por el estrecho camino, pero lo único que oí fueron ranas que croaban en la oscuridad. La luna llena en aquel cielo despejado me dejaba ver dónde debía dar el siguiente paso por el camino que llevaba a la chabola a orillas del pantano. Pero incluso antes de alcanzar el claro donde supuestamente estaba la casa, el sentido de todo lo que me rodeaba empezó a cambiar. Una niebla cálida se acumuló a ambos lados del sendero como una cortina que se cerraba delante de mis ojos y noté cómo algo inundaba mi mente de imágenes y conceptos que eran de otro sitio. «Somos organismos compatibles», oí entre la neblina, «acércate». Pero aquel estrecho camino parecía no acabar nunca, como los pasadizos de mis episodios delirantes que se extendían esa misma gran distancia en la oscuridad neblinosa del paisaje tropical, donde a cada lado había formas de vida exóticas que se reproducían y bullían de furia sin restricción. Debo ira aquel sitio, pensé como si aquellas fueran mis propias palabras y las de otra voz, una voz llena de intensidad desesperada y aspiraciones confusas. «Cálmese, señor Severini. Si insiste me dirigiré a usted con ese nombre. Como su terapeuta, no puedo aconsejarle que siga ese camino… en busca de milagros, si es lo que se imagina…, ese “templo”, como usted lo llama, es una huida de cualquier auténtico enfrentamiento con…».
Pero sí encontró el camino hacia la libertad, aunque sin ser totalmente dado de alta de la institución, y fue a aquel sitio. «Documentes. ¡Passportas!». Cuando miras aquellas caras marrones y amarillentas, al final ya estás allí. Fuiste a aquella isla salvaje, aquella cloaca tropical, un gran templo que surgía en la neblinosa oscuridad de tus sueños. «Disentería», dictaminó el médico que lo atendió. Pero no era como los doctores que él buscó en aquel sitio. Amebiasis, eso era lo que tenía, la pesadilla continuada, capaz de tomar muchísimas formas. «El camino de entrada a la pesadilla es el de salida». Y querías seguir aquella pesadilla tanto como necesitabas encontrar la salida, tal como yo seguía aquel sendero hasta tu chabola a orillas del pantano de San Albano para entrar en la misma pesadilla que trajiste contigo. La exposición del museo imaginario. Tu chabola ahora era una galería de las pesadillas que habías inspirado en los otros con tu somniloquio y las variaciones en tu forma, aquellos milagros escandalosos que no escandalizaban a nadie. Solo cuando estaba a solas en mi apartamento y recreaba de manera imaginativa lo que los demás me habían contado, podía ver esos milagros como las pesadillas que eran en realidad. Supe esto gracias a mis episodios delirantes, que nadie más conocía. Ellos eran los organismos compatibles, no yo; porque yo no iría a la pesadilla, como tú hiciste. El templo de la medicina tántrica, eso es lo que imaginaste que encontrarías en aquella cloaca tropical, un sitio donde realizaban milagros, donde esa secta de «médicos» pudiera cuidarte con los procedimientos más esotéricos y pudieran llevar a cabo sus prácticas ilícitas. Pero, ¿con qué te encontraste a cambio? «Disentería», dictaminó el médico que lo atendió. Después un grupito de aquellos médicos con caras marrones y amarillentas te habló, nos habló, del otro templo que no tenía nombre. Amebiasis, tan solo otra versión de la pesadilla del organismo de la que ninguno de los médicos que te vio en el pasado pudo librarte. «¿Cómo se puede curar esta enfermedad?», les preguntaste. «Mi cuerpo, un tumor que una vez fue extraído del cuerpo de otro tumor, un trozo de enfermedad que siempre está cociendo su propia enfermedad. Y en mi mente otra enfermedad, la enfermedad de la enfermedad. En todas partes, mi mente ve la enfermedad de otras mentes y otros cuerpos, estos otros organismos que son solo otras enfermedades, una total pesadilla del organismo. ¡Dónde me lleva!», gritó (gritamos) alas caras marrones y amarillentas. «Tenemos que arreglar el malestar del vientre. Lo sabemos, lo sabemos». Repitieron esas palabras por todo el camino, al parecer, mientras la ciudad desaparecía detrás de los árboles y los arbustos, tras las flores gigantescas que olían a carne podrida y los hongos y la mugre de la cloaca tropical. Conocían la enfermedad y la pesadilla porque vivían en aquel lugar donde el organismo crecía sin restricción, con aquellas formas tan variadas y exóticas, hacia un destino al que no podía escapar. «Disentería», dictaminó el médico que le atendió. Conocían el camino a través de los pasillos de mampostería, las paredes por las que se filtraba el limo y eran suaves como el moho, y se enroscaban hacia la cámara central del templo sin nombre. Dentro del corazón en ruinas del templo había velas encendidas por todos sitios; su luz titilante revelaba una serie de obras de arte y ornamentación. Aparecieron complicados murales por todas las paredes que se mezclaban con el limo y el moho de la cloaca tropical. Había esculturas de todos los tamaños y todas las formas, que proyectaban sombras húmedas y viscosas. En el centro de la cámara había un gran altar circular, un inmenso mandala compuesto por innumerables joyas, piedras preciosas o simples trozos de cristal que resplandecían a la luz de las velas como un estanque de humus multicolor.
Colocaron tu cuerpo sobre el altar; sabían lo que tenían que hacer contigo (con nosotros), las palabras que debían decir, las canciones que tenían que cantar y los procedimientos esotéricos que habían de seguir. Era como si pudiera entender las cosas que recitaban con voces de ceremonia retorcida. «Libera el ser que conoce la enfermedad del ser que no la conoce. Hay dos caras que nunca deben enfrentarse. Solo hay un cuerpo que debe luchar para contener a ambas». Y lo que sujetaba de manera ilusoria a la enfermedad, aquella amebiasis, pareció alcanzarme mientras caminaba por el sendero que llevaba a la chabola de Severini a orillas del pantano San Albano. Dentro de la choza estaba la exposición del museo imaginario, los cuadros que cubrían la madera húmeda de las paredes y las esculturas que proyectaban esas sombras provocadas por la luz de las velas que siempre iluminaban la única habitación de aquel tugurio en ruinas. Con la imaginación había recreado el interior de la chabola de Severini muchas veces a partir de las historias que los otros me relataban sobre ese lugar y su increíble habitante. Me imaginaba cómo podía uno perder el control en un sitio como aquel, cómo podría librarse de las pesadillas y los arranques delirantes que lo torturaban en otros lugares, hasta el punto de convertirse en otra persona (u otra cosa) mientras se entregaba totalmente a las variaciones del organismo a orillas del pantano San Albano. Necesitabas la ciénaga porque te ayudaba a recrear con la imaginación la cloaca tropical (a donde te llevaban en la pesadilla), y necesitabas esas obras de arte para convertir tu chabola en aquel templo (donde se suponía que encontrarías la salida de la pesadilla). Pero sobre todo los necesitabas a ellos, los otros, porque eran organismos compatibles. Yo, por otro lado, era ahora el organismo antagónico que no quería tener nada más que ver con tus procedimientos esotéricos ni con las prácticas ilícitas. «Libera el ser que conoce la enfermedad del ser que no la conoce. Las dos caras… solo un cuerpo». Querías que entraran en la pesadilla, ellos que ni siquiera la conocían como nosotros. Los necesitabas a ellos y a sus obras de arte para meterte en la pesadilla del organismo y llegar hasta el final para poder encontrar la salida. Pero no podías llegar al final de la pesadilla a menos que yo estuviera contigo, yo, que ahora soy el organismo antagónico sin esperanza de hallar una salida a esta pesadilla. Estamos separados para siempre, uno cara del otro, y luchamos dentro del cuerpo, del organismo, que compartimos.
Nunca llegué a la chabola aquella noche, nunca entré. Mientras caminaba por aquel sendero lleno de niebla, me puse febril. («Amebiasis», dictaminó el médico que visité al día siguiente). La cara de Severini fue la que apareció en la chabola aquella noche, no la mía. Siempre había sido su cara la que los otros veían en aquellas noches cuando iban a visitarlo. Pero yo no estaba con ellos, es decir, mi cara no estaba con ellos. Fue su cara la que vieron cuando se sentaron entre los objetos de la exposición del museo imaginario. Pero fue mi cara la que volvió a la ciudad, y era mi cuerpo el que ahora yo poseía del todo como un organismo perteneciente a una única cara. Pero los otros nunca volvieron a la chabola a orillas del pantano de San Albano. Nunca volví a verlos después de aquella noche, porque aquella noche se los llevó consigo a la pesadilla, con el parpadeo de la llama de la vela sobre aquellas obras de arte y las variaciones de forma que a los otros les parecían un nido de serpientes retorcidas o una masa de arañas recién incubadas. Les mostró la entrada a la pesadilla, pero no pudo enseñarles la salida, pues no existe una vez te has adentrado tanto en sus profundidades. Allí fue donde se perdió para siempre, él y los otros que se llevó consigo.
Pero no me llevó al pantano con él para existir como un hongo o la espuma del limo multicolor. Así es como lo veo en mis nuevos episodios delirantes. Solo aquellas veces en las que sufro una enfermedad física o una excesiva agitación psíquica veo cómo vive ahora, él y los otros; porque nunca miré directamente a los charcos que rezumaban vida cuando me detuve antes de llegar a la chabola a orillas del pantano de San Albano. Estaba saliendo de la ciudad aquella noche cuando me paré y solo permanecí allí lo suficiente para rociar el lugar de gasolina y prenderle fuego. Ardió con todo el resplandor de las pesadillas que todavía estaban expuestas dentro, proyectó su iluminación sobre el pantano y dejó la imagen más oscura de lo que quedó allí, una vasta y vaga impresión de aquella oscura vida de la que todos hemos salido y de la que todos estamos hechos.