La oscuridad de arriba era profunda y continua. Se alzaba hacia ella una torre con una única abertura que enmarcaba una luz blanca y titilante. La estrecha hendidura estaba situada a gran altura dentro de la oscuridad y la envolvía su unidad, densa y sin voz. Debajo de la torre había otros edificios desperdigados y unas luces aparecían aquí y allá en la oscuridad inferior. Una de ellas procedía de una farola colocada en una pared, en la esquina de una calle agrietada. La farola esparcía su resplandor por la pared gris y sobre dos figuras inmóviles que había delante de ella. Sus caras, tiesas y perfectas, no tenían color, ni tampoco había una señal alguna de aliento bajo la cubierta oscura de sus formas; eran simples seres de dedos largos y ojos vacíos. Sin embargo, su mirada estaba centrada con claridad sobre un edificio situado al otro lado de la calle desierta, y se dirigía con rigidez a una ventana en concreto. De vez en cuando alguien miraba detenidamente por el borde de esa ventana, aunque nunca se quedaba más de un momento antes de retirarse de la vista; y ocupaba una habitación donde todo parecía temblar por las sombras.
Las sombras se movían despacio, ocultaban muchos objetos dentro de la estancia y parecían cambiar los contornos del sencillo mobiliario. Las dimensiones de la misma habitación llegaban a alterarse. En el curso de estas lentas transformaciones salía hacia fuera, a un gran abismo, y se metía hacia dentro para crear un laberinto de extrañas bocacalles negras. Todas las formas se imponían a otras formas y reproducían un caos de dibujos solapados.
El ocupante de la estancia se mantenía en guardia en aquel entorno. Vio algo que se ocultaba dentro de una sombra y se movía por la madera de la ventana usando la sombra como una máscara. Empujó con suavidad los dedos hacia la pared, que sintió como si, cuidadosamente, cediera a su roce. Pero no había nada en la sombra, o ya se había ido, y cuando alcanzó el cordón colgante de una lámpara y lo estiró despacio, no fue la luz lo que llenó la habitación sino una voz.
—¡Señor Ja-ja! —chilló y su voz retumbó, convertida en muchas otras, a su alrededor.
—Ja-ja —repitió una voz similar.
Con prudencia apática se deslizó hacia la ventana y se asomó por el marco. No podía imaginar que esas voces fuertes e irregulares pertenecieran a las dos figuras que había al otro lado de la calle. No les había visto abrir la boca cuando lo llamaron con un nombre improvisado. Se quedaron firmes y atentos cerca de la alta pared rugosa. Apartó la mirada.
—¡Señor Tictac!
—Tictac, tictac.
Dio otro paso con un esfuerzo sumamente lento, y se detuvo en el centro del marco de la ventana. Ahora lo verían, ahora lo sabían. Pero los que habían sido tan pacientes en su vigilia, habían abandonado la escena; y unas sombras se unieron a los ecos que se desvanecían en la habitación.
Después volvió a oír nuevos ecos, aunque eran definidos y penetrantes, como la mayoría de los sonidos producidos por el gran edificio que lo contenía: un interminable estrépito amortiguado o un breve crujido podía proceder de cualquier sitio sin dejar su origen o identidad. Pero estos nuevos ruidos, esos ecos en particular, no buscaban el anonimato y además había un foco, un centro en el que convergían. Unos pasos, el chirrido de una ventana que se cierra o el de una puerta cuando se abre despacio, o alguien que hurga entre los objetos de otra habitación son sonidos que hablan un idioma extraño en medio de las sombras que los envuelven y se unen a ellas en una combinación mayor.
Empezó a ir de habitación en habitación en una expedición laboriosa, y se convirtió en un fugitivo en un reino de suposiciones retorcidas. Por la ventana entraba un poco de luz, de luminiscencia vitrea, pero a menudo lo confundían ciertas desviaciones en la estructura de esas estancias. Cuando se vio forzado a doblar una esquina oculta, se topó de frente con una pequeña puerta, en cuyos bordes aparecían y desaparecían alternativamente en la oscuridad unos hilillos de luz. Abrió la puerta. Al otro lado, había un largo pasillo de techo bajo con una hilera de lamparitas que se encendían y apagaban a la vez en ambas paredes. Se quedó allí de pie, mirando fijamente, pues al parecer algo se le acercaba por el corredor en los intervalos de oscuridad, una multitud de oscuras formas que quedaban dispersas de manera imperfecta por la luz revertida, unos espectros retorcidos que de algún modo pertenecían a las mismas paredes y alargaban sus extremidades sin forma. Se puso en cuclillas y cruzó los brazos sobre el pecho para que su cuerpo no tocara nada que no tuviera que tocar. Cuando después la luz inundó el pasillo, lo atravesó corriendo y sintió que le empujaban hacia delante, que era propulsado de forma extraña por una fuerza que no era la suya, que no podía controlar. Una barandilla lo detuvo antes de que cayera en picado por unas escaleras y alcanzara la oscuridad que había allí abajo.
Sin embargo, aquellos tramos de escalera, que desde arriba describían un perfecto eje vertical, no tardaron en empezar a desviarse. Lo llevaron a zonas desconocidas del edificio sin ofrecerle un medio de escape, solo de refugio; y cuando se paró un momento para contemplar el mundo oscuro y sin puertas que le rodeaba oyó las voces resonantes.
—Señor Fracaso —le gritaron al unísono.
Siguió bajando la escalera y se resignó a cualquier destino al que lo dirigiera, siempre moviéndose con aquella rapidez irresistible que había poseído su cuerpo y confundido sus pensamientos. El eco de otros pasos lo seguía ahora. Lo alcanzaron una especie de objetos pequeños, apenas visibles, esferas lisas e irregulares que le pasaron de largo rodando por las escaleras y después desaparecieron delante de sus ojos. Los otros no tardarían en verle y lo atraparían.
Por fin vio el final de la portentosa escalera y llegó a los cimientos abismales del edificio.
El suelo sobre el que ahora estaba parecía ser de pura arcilla, fría y sebosa. Delante de él había un pasadizo escabroso, casi un túnel, del que goteaba algo que despedía un resplandor grisáceo. Había otros pasadizos y también otras puertas dentro de las paredes húmedas. Al parecer, no le quedaba otra opción que esconderse en el interior de una de aquellas estancias, puesto que sobre aquel suelo resbaladizo ya no podría moverse con la misma velocidad que lo había llevado hasta allí.
Giró por un pasillo tras otro, pero para entonces aquellos ya estaban con él en las oscuras catacumbas. Había llegado la hora de refugiarse detrás de una de las puertas, que ocultaban perfectamente cualquier secreto que se escondiera tras ellas.
La habitación en la que se encerró estaba iluminada por una luz más débil que la de los pasillos de afuera. Era una iluminación oleosa y desigual que parecía proceder de un charco o una mancha de corrupción que salpicaba la grasienta arcilla del suelo. Un ambiente de suciedad y decadencia reinaba en la habitación, una presencia repugnante que era el alma de la matanza. La cámara, de dimensiones indefinidas, parecía ser un lugar para deshacerse de residuos carnosos de algún tipo. Estaba a punto de buscar un refugio mejor, cuando dos figuras salieron de algún oscuro recoveco dentro de la habitación.
—Señor Golpazo —dijo uno de ellos sin el menor movimiento de los finos labios.
Pues no eran ellos los que hablaban, sino otra cosa a través de ellos, algo que practicaba una extraña ventriloquia.
Cuando se dio la vuelta para intentar escapar por la puerta, resultó que estaba atrancada, atascada en el marco por unas sombras que obstruían sus bordes y supuraban una especie de sebo negro.
—Golpazo, golpazo, golpazo —susurraban las voces que se acercaban a él.
* * *
Transcurrió un intervalo de olvido y se despertó en una habitación completamente diferente. Esta era pequeña, un cubículo sin nada, iluminado solo por un peculiar resplandor que brillaba a través de una estrecha ranura de la gran puerta cerrada. La estancia no tenía ventanas. Notó el suelo arenoso y un tanto inestable, como si estuviera sostenido por una arena muy suelta. Estaba apoyado contra una pared en la oscuridad y tan solo sobresalían a la franja de luz del suelo sus piernas delgadas.
Una voz proveniente de algún sitio le susurraba. Poco a poco, las palabras fueron ganando fuerza, aunque de algún modo seguían siendo un sonido abstracto que apenas tonteaba con mensajes, que nunca eran del todo coherentes. Parecía que la voz llegaba hasta él a través de la pared, ya que estaba solo en la habitación; pero, a pesar de todo, aquellos sonidos eran enérgicos, incluso penetrantes, como si no les afectara la interferencia amortiguadora de un muro.
—Escucha —dijo la voz—, ¿estás escuchando ahora? También soy un prisionero, pero no estoy en las mismas condiciones. Las cosas han cambiado en este lugar. Sé que te preguntas por aquellos que te trajeron aquí, y por otras cosas. ¿Estás escuchando? Alguien los hizo, ya lo sabes. El es el que los creó, él puede hacer ese tipo de cosas; e hizo algo más, algo que todavía continúa haciendo, pues nunca morirá de verdad. Las cosas han cambiado desde que vino a este sitio. Vino aquí con sueños extraños y todo empezó a cambiar. Se ocultó aquí y llevó a cabo sus sueños. Huesos y sombras, ¿estás escuchando? Pálidos huesos y negras sombras. Y ahora se ha marchado, pero aún está aquí. Sé que mi voz ya no es la misma, si estás escuchando; ahora es solo un eco. He oído muchas voces, ¿cómo no iba a convertirme en su eco? El eco de los sueños, sueños de sombras y huesos juntos. ¿Sabes a qué sombras me refiero? Te arrastraron hacia ellas, te llevaron hasta su oscuridad. Él soñaba sobre eso y puso en práctica su sueño. Los mismos huesos son solo sombras claras, el polvo de las sombras. Allá donde se juntan, también se reúnen las sombras. Y sueñan juntos. Esos sueños no han dejado este lugar. Todo está sujeto a las sombras, todo se entrega a ellas y a su oscuridad. Los huesos están callados porque las sombras les han arrebatado la voz. Yo soñaba con esto. Ahora todos somos sirvientes de las sombras, que se han llevado las voces de los huesos para unirlas con la oscuridad. Las sombras se han llevado esas voces y las están usando, escucha mis palabras. Todo ha cambiado, pero continuará mientras él esté soñando. Todo continúa, pero no es lo mismo. Estás…
Pero las palabras se interrumpieron cuando crujió la puerta y se entornó lentamente hacia él, mientras un confuso resplandor inundaba la celda. En la puerta abierta había dos figuras inclinadas y oscuras, sin facciones que contrastaran con aquella incandescencia brillante. No obstante, aquel resplandor no les impidió moverse hacia él con una eficiencia mecánica. Se situaron a ambos lados de su cuerpo, sentado y encorvado, y entonces lo levantaron con facilidad del suelo. Él se resistió con torpeza y al final agarró una de sus manos y comenzó a tirar de ella. La piel se deslizó de su muñeca y se arrugó como si se tratara de un guante; lo que reveló debajo fue una especie de relleno compuesto de astillas y esquirlas blancas que formaban una unidad dentro de una espesa pasta negra.
Lo sacaron al estrecho pasillo circular, donde la claridad de una multitud de lámparas colgantes descartaba cualquier indicio de sombras. Mientras colgaba entre los dos sirvientes, advirtió que la celda de al lado tenía la puerta abierta de par en par y no había nadie en su interior. Pero cuando empezaron a avanzar por el pasillo, pareció haber algo que se movía por la pared de la celda libre y que evadía la luz. Pasaron por otras celdas, cuyas puertas estaban todas abiertas y revelaban un movimiento por el interior de las paredes, lo que sugería que no estaban del todo vacías.
Su muda escolta lo empujaba ahora hacia una puerta de arco apuntado, situada en la pared gris interior del pasillo. Al otro lado había una escalera de piedra que serpenteaba por el corazón de la prisión. La subió despacio y con rigidez con unas manos de largos dedos que le guiaban. En ese momento aparecieron unas sombras sobre la pared torcida y se juntaron para formar una criatura desproporcionada, un guía quimérico que conocía su camino y lo llevó hasta un lugar muy alto. La luz a su alrededor no varió, aunque con cada escalón que ascendía se imponía sobre él un sentido de oscurecimiento gradual. Estaba acercándose a una fuente enorme de oscuridad, un gran nexo de sombras, el lugar de nacimiento y, tal vez, el cementerio donde aguardaban las cosas sin sustancia, un reino de los primeros y últimos sueños.
La escalera acabó cuando ascendieron por el suelo hacia el centro de una gran sala. Una nueva especie de iluminación —una fosforescencia clara y granulada— se extendía allí por el espacio abierto que había a su alrededor. Esa luz extraña parecía emanar de unos cuantos recipientes transparentes con forma de urna que estaban colocados al azar sobre el suelo o encima de objetos de diversos tamaños. Cada uno de estos envases estaba relleno de una sustancia incolora y pulverulenta de la que irradiaba un resplandor frío y granulado. Pero este resplandor, este brillo fulgurante, no revelaba la superficie de la sala, es más, la cubría con otra y transfiguraba lo que había debajo.
En aquel resplandor agitado todo perdía la densidad y la presencia que poseía. Unos armarios amplios y majestuosos parecían tambalearse y apenas aguantar fijos sobre el suelo irregular. Las líneas rectas de unas estanterías altas se inclinaban ligeramente y amenazaban con desparramar los innumerables libros que contenían con tanta debilidad. Ya había muchos libros esparcidos por el suelo, con las páginas arrancadas y amontonadas en pilas irregulares que volarían por los aires en cualquier momento. Situado un poco más lejos en aquella cámara había un arsenal de artefactos curiosos, montados sobre la pared o suspendidos del techo por alambres, unos objetos que bien podrían haber sido alucinaciones, fantasmas por los que la mano de uno pasaría de largo al tratar de usarlos para su fin expreso. Parecían haber sido creados para trabajos que requerían desgarrar y arrancar, desollar y triturar. Sin embargo, por lo visto, nadie había utilizado aquellos instrumentos desde hacía mucho tiempo, por la corrosión que presentaban, que los destituía de su antigua sustancia y los situaba en la categoría de curiosidades fantasmales. Incluso la larga mesa baja donde se concentraban esos utensilios espantosos se desvanecía por la dejadez.
Sin embargo, los guardias lo obligaron a tumbarse sobre aquella basta tabla y lo ataron con unas correas tan deterioradas que con facilidad podría haberlas arrancado. Pero los severos auxiliares no parecían conscientes del verdadero estado de las cosas, pues continuaban llevando a cabo las tareas rutinarias que en su época habrían tenido algún propósito antes de ser eclipsadas por cambios ajenos a ellos.
A través de la frágil neblina de la sala, miró cómo los guardas realizaban sus deberes y recogían los escombros ocultos que había debajo de la mesa, los restos de una tarea hace tiempo abandonada o una que ya no se practicaba de la misma manera desde hacía años. Depositaron este material en un gran arcón y lo encerraron allí dentro. Después, con el estudiado automatismo de los portadores de féretros, alzaron el arcón por las asas y se lo llevaron escaleras abajo por el centro de la habitación, dejando marcas con sus pesados pies en los peldaños de aquella gran torre de la prisión. Y el eco se desvaneció en las profundidades de allí abajo.
Con los movimientos torpes de una persona a la que han despertado antes de tiempo, él se apartó de la mesa. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la habitación tenía una ventana, una sencilla abertura sin cristal, pero repleta de tanta oscuridad que parecía ser solo una sombra pintada sobre la pared. Caminó despacio entre los montones de papel y otros desechos que había por el suelo, atento a las trampas de la luz fracturada de la habitación, y se asomó por el alféizar de la ventana. Abajo, en la distancia, pudo ver dos figuras diminutas entre las que se meneaba una caja en miniatura. Se hicieron más pequeños a medida que se alejaban y al final desaparecieron en una de aquellas descomunales estructuras que se aglomeraban por las estrechas calles. Esos edificios eran tan similares que le costó distinguir en cuál habían entrado, aunque tenía sus sospechas. Desde la ventana miró fijamente a la oscuridad del cielo, que parecía ejercer un extraño magnetismo y tiraba de la torre que se alzaba tan cerca de ese firmamento mudo y apagado. Al cabo de unos instantes se apartó de la ventana. Ahora estaba solo, sin nada que lo atara a aquel lugar.
Pero mientras caminaba hacia las escaleras para marcharse, se detuvo y examinó los montones de objetos esparcidos. Entre aquella dispersión de cachivaches parecía haber algo como huesos o trozos de huesos, restos de una tarea llevada a cabo allí. También había gran abundancia de papel desechado, hojas oscurecidas por garabatos y abandonadas en el caos de la composición. No obstante, mientras estudiaba con mayor detenimiento esa masa de marcas absurdas, empezó a percibir algunas realidades, a leer los restos de una aventura desconocida. Vio frases, encantamientos, fórmulas y casi pudo oír cómo los pronunciaba una voz destrozada. «El pacto de los huesos y la oscuridad» —declamaba la voz—, «la recopilación de sombras… sombras unidas a huesos…, esqueletos que se transforman en sombras». Y comenzó a entender otras cosas: el suelo deshacía la carne… La tierra maloliente se abría y se levantaba hacia la gran oscuridad. Esta disertación reverberante lo convertía en su alumno e impartía sus teorías y prácticas: «los huesos aporreaban la pureza…, las partes se convertían en partículas brillantes…, las sombras sembraban de voz los cráneos… Había muchas voces dentro de la oscuridad eterna…, la tenebrosa armonía».
Al fin apartó los ojos de aquellas palabras que no eran palabras. Al tratar de alejarse de ellas, tropezó y cayó hacia las escaleras. Pero la voz que decía aquellas cosas siguió hablándolo y luego fueron muchas voces las que lo hablaron. Las cosas ya habían empezado a cambiar y las escaleras descendían solo hacia la oscuridad, una oscuridad que se elevaba hacia la sala como una gran sombra a su alrededor. Las sombras, su oscuridad y las voces que poseían. El que había soñado con los huesos y las sombras —con huesos y sombras juntos— hablaba con aquellas voces y conocía el nombre que tenía que decir, el nombre que arrancaría la piel, el verdadero nombre que llamaba a su portador hacia las sombras mientras unos pliegues de oscuridad caían sobre él y lo envolvían en su sudario.
Lo habían convocado, ahora estaba con ellas. Las cosas habían cambiado, aunque todo seguía como antes. Gritó cuando la sombra fue hacia sus huesos y cuando sintió que estos alcanzaban la oscuridad. Ya no era su voz la que se oía en la torre, sino el clamor retumbante de una extraña multitud que gritaba.