Ninguno de ellos sabía por qué había vuelto a la ciudad fantasma. Algunos habían llegado a los cruces de las calles principales, donde un único semáforo, hacía tiempo estropeado, colgaba como un farol sin luz. Allí se detuvieron y se quedaron estupefactos, como espantapájaros fuera de sitio, vestidos con ropas holgadas que cubrían sus cuerpos escuálidos. Otros se unieron a ellos lentamente, llegados de las afueras o en coches cargados con bienes transportables. Después se reunieron todos en silencio en aquella inmensa tarde gris.
Parecían demasiado agotados para hablar y durante un rato fue como si no reconocieran dónde estaban por culpa de lo que había a su alrededor. Tenían los ojos fijos como la mirada de un insomne, el estigma tanto de un cansancio extremo como de una atención dolorosa a todo lo que tenían a la vista. Sus caras eran pálidas y delgadas, unos puntos que se mezclaban con la superficie polvorienta del día y trataban de ocultarse en sus últimas horas de luz. En contraposición, estaba el lugar que habían abandonado y al que de algún modo habían vuelto. Solo una persona no les había acompañado en su marcha. Se había quedado en la ciudad fantasma, y ahora ellos habían regresado, aunque nadie sabía cómo o por qué había ocurrido.
Un hombre alto con barba y sombrero de ala ancha alzó la vista hacia el cielo. En el interior de las nubes se filtraba una gran oscuridad, la noche entrante que todo lo inundaba de una negrura que nadie había visto jamás. Después de un rato, el hombre dijo:
—Pronto anochecerá.
Sus palabras fueron casi un susurro y el esfuerzo de hablar pareció arrebatarle las fuerzas que le quedaban. No obstante, no era un simple debilitamiento de las energías lo que le impedía a él y a los otros dar la vuelta y marcharse por segunda vez de la ciudad.
No sabían hasta dónde habían llegado antes de que retrocedieran sobre sus pasos y volvieran al lugar que creían haber abandonado para siempre. No se acordaban de la coyuntura o el callejón sin salida al que habían llegado y que había suspendido su evacuación. Habían olvidado parte de aquel día, determinadas imágenes y vivencias habían quedado ocultas. Podían sentirlo en algún lugar de sus mentes, aunque no pudieran recordarlo. Estaban seguros de que habían visto algo que no deberían recordar y por eso nadie sugirió salir de nuevo a la carretera que los alejaría de la ciudad. Sin embargo, no podían quedarse en aquel sitio.
Se había apoderado de ellos una parálisis, un estado del alma conocido por aquellos que moran en los más altos niveles de la locura, los aristócratas de la demencia cuyas pesadillas los enfrentan a ambas caras del sueño. Al poco tiempo, el efecto desgarrador de esa inmovilidad psicológica se convirtió en algo más insoportable que la posibilidad de rendirse simplemente y quedarse en la ciudad. Tal era el caso de al menos uno de los títeres catalépticos.
—No tenemos elección —declaró una mujer como un palillo—. Se ha quedado en su casa.
—Ha permanecido allí durante demasiado tiempo —gritó otra voz entre ellos.
Un viento repentino se agitó por las calles, sacudió las prendas de los que habían regresado cansados y meció el semáforo que colgaba sobre sus cabezas. Por un momento, todas las señales se iluminaron en todas direcciones, interrumpiendo aquel crepúsculo tan gris. Los colores inundaron los ladrillos de los edificios y se reflejaron en las ventanas con una extraña intensidad. Luego el semáforo, una vez acabado su ataque de transformación, se apagó de nuevo.
El hombre del sombrero de ala ancha forzó de nuevo su voz susurrante para hablar:
—Debemos volver a reunimos cuando hayamos descansado.
Mientras la muchedumbre de cuerpos delgados se dispersaba, apenas hablaron. Una anciana que arrastraba los pies por la acera dijo, sin dirigirse a nadie en particular:
—Bendita sea la semilla que está plantada para siempre en la oscuridad.
Alguien que había oído esas palabras miró a la anciana y le preguntó:
—Señora, ¿qué ha dicho?
Pero la anciana parecía no comprender realmente nada de lo que había dicho.
En la casa donde un hombre llamado Ray Starns y donde muchos otros antes que él una vez residieron, Andrew Maness subió por una escalera que llevaba al piso más alto, y allí entró en una pequeña habitación que había convertido en estudio y cuarto de reflexión. La ventana de esa estancia daba a los tejados del vecindario y ofrecía unas buenas vistas de la calle principal de Moxton. Observó cómo todos salían de la ciudad y los vio cuando regresaron. Ahora, bien entrada la noche, todavía observaba, después de que todos se hubieran retirado a sus hogares, unas casas que estaban intensamente iluminadas durante la noche, mientras la calle Main estaba a oscuras; incluso el semáforo estaba apagado.
Se apartó de la ventana y clavó la mirada en un gran libro que permanecía abierto sobre su escritorio, a pocos pasos de distancia. Las páginas del libro eran marrones y quebradizas como hojas caídas.
—Tus absurdas palabras eran ciertas —le dijo al libro—. Mis amigos no se alejaron mucho antes de que se los enviara de vuelta de esa larga caminata. Tú sabes lo que los hizo volver, pero yo solo puedo suponerlo. Has adornado tantas cosas con fervor y ahora en cambio no ofreces nada. Como dices, «la última visión se extingue con el que la contempla. Bendita sea la semilla que está plantada para siempre en la oscuridad». Pero la semilla que se plantó todavía está creciendo.
Andrew Maness cerró el libro. Escrito en tinta oscura sobre la cubierta estaba la palabra «TSALAL».
Al poco, todos en Moxton se habían encerrado en sus casas y las calles del centro de la ciudad estaban desiertas. Unas cuantas farolas brillaban en las oscuras fachadas de los edificios: tiendas pequeñas, un modesto restaurante, una iglesia sin confesión definida y hasta un cine que nadie había frecuentado desde hacía semanas. Alrededor de esta zona, como suele pasar en la periferia de las ciudades fantasma, se encontraban varios grupos de casas. Eran estructuras de serena desolación que se habían establecido en la órbita de un astro muerto. Eran simples ataúdes de pino, llenos de calma, inclinados en vertical contra un cielo silencioso. No obstante, era ese silencio el que permitía que los sonidos llegaran hasta él desde gran distancia; y la tranquilidad de esas casas y sus angostas calles llevaban a lugares increíblemente lejanos. Incluso había momentos en que todo el velo de umbría serenidad empezaba a temblar con los colores sinuosos del caos.
Todo parece fuera de lo común dentro de la sencillez de los barrios que constituyen una ciudad fantasma. Por lo general, los vecinos no mencionan las particularidades de estos lugares. Aun así, hay una casa que no está junto a las otras en aquellas estrechas calles, sino al final. Esa casa es diferente a las del resto del barrio. Puede que sea más alta que las otras o que tenga una veleta que gira por el viento de tormenta. Tal vez la única característica distintiva es que durante mucho tiempo ha estado deshabitada, disponible como un recipiente vacío en el que mucha de esa mágica desolación de calles angostas y casas con forma de ataúdes se asienta y destila como una esencia de los antiguos alquimistas. Parece parte de un plan, algo inevitable, que esa casa debiera existir entre las otras que se aferran a los límites de la ciudad fantasma; y la sensación de este gran plan que lo engloba todo, de hecho, surge del interior de los vecinos altos y flacos cuando un día, de improviso, llega un hombre pelirrojo con la llave de esa casa en particular.
Andrew Maness cerró el libro titulado Tsalal. Echó un vistazo a su habitación, que no le parecía tan pequeña en aquellos tiempos en que su padre y él ocupaban la casa, una época ya lejana para cualquiera que quisiera recordarla con claridad. Solo él podía repasar esos días, con un recuerdo seguro, la imagen de una cama pequeña en un rincón de la estancia.
Cuando era pequeño se quedaba despierto, tumbado, a altas horas de la noche, y recorría con los ojos la habitación iluminada por una luna que parecía tan grande como él mismo, que era como un muñeco. Las sombras aumentaban la estancia y abrían ciertas partes al abismo negro más allá de la casa y más allá de la negrura de la noche, hasta llegar a una oscuridad que nadie había visto antes. En esos momentos, las cosas parecían cambiar a su alrededor, y era como si él tuviera algo que ver con ese cambio. Las sombras sobre las blancas paredes empezaban a subir en espiral como si fueran de humo, creaban una oscuridad que se arremolinaba y, a veces, enfocaban figuras perceptibles —la zoología imperfecta de las formas de las nubes—, pero pronto se convertían, al moverse, en una neblina sin sentido. Las sombras humeantes se juntaban por toda la habitación.
Creyó que podría ver lo que provocaba aquellas sombras que se movían tan despacio y con tanta facilidad. Vio cómo cambiaban de forma y proyectaban sombras extrañas los sencillos objetos que le rodeaban. A la luz de la luna observó la vela en su deslustrado candelabro apoyado sobre la mesita de noche. La vela se había consumido casi del todo cuando sopló la llama, hacía ya unas horas. Ahora se disparaba hacia arriba como una planta que crece muy rápido, llena de hojas y flores de sebo, brazos y ramas de cera, manos blancas de dedos escurridizos y otras partes que no podía nombrar. Cuando recorrió con la miraba la habitación vio que algo se movía adelante y atrás sobre el alféizar, con un movimiento sorprendente. Era un soldadito de madera que de repente extendió las pinzas de cangrejo y empezó a golpearlas contra los cristales de la ventana. Otras cosas que apenas podía ver también estaban cambiando en el cuarto; vio sombras que se retorcían de un modo extraño. Todo estaba cambiando y él sabía que provocaba esos cambios. Pero esta vez no pudo detenerlo. Parecía el fin de todo, el apocalipsis infernal…
Tan solo cuando su padre lo zarandeó se dio cuenta de que estaba gritando, pero no tardó en calmarse. La vela de la mesita de noche ahora ardía intensamente y no era como hacía unos instantes. Rápidamente, examinó la habitación para comprobar que nada había cambiado. El soldadito de madera estaba tirado en el suelo y tenía los dos brazos a ambos lados.
Miró a su padre, que estaba sentado en la cama, que todavía llevaba aquella ropa oscura que se había puesto para oficiar en la iglesia aquel día. A veces contemplaba a su padre dormido en una de las sillas del salón o cuando echaba una cabezada sentado en su escritorio donde trabajaba en su siguiente sermón. Pero nunca lo había visto dormir por la noche.
El reverendo Maness dijo el nombre de su hijo. El joven Andrew Maness centró su atención en la cara enjuta de su padre y reconoció la coronilla de pelo blanco que aún conservaba, de un ligero tono rojo, y los anteojos ovalados que reflejaban la llama de la vela. El anciano habló en voz baja al chico, como si no estuvieran solos en la casa o estuvieran metidos en alguna conspiración.
—¿Te ha ocurrido otra vez, Andrew? —preguntó.
—No quería hacerlo —protestó Andrew—. No estaba solo.
El reverendo Maness alzó una mano abierta como señal de silencio y entendimiento. El resplandor de la luz de la vela sobre las gafas ocultaba sus ojos, que ahora miraban hacia la ventana detrás de la cama de su hijo.
—Ya está obrando el misterio de la iniquidad —musitó.
—Las Epístolas —respondió Andrew con rapidez, como si la cita hubiera sido una pregunta.
—¿Puedes terminar el pasaje?
—Sí, creo que sí —contestó Andrew, quien con voz solemne recitó—: Solo falta que el que lo retiene sea apartado de en medio. Entonces se presentará el inocuo, a quien el Señor Jesucristo matará.
—Conoces bien ese libro.
—La Sagrada Biblia —dijo Andrew, pues le sonaba extraño no mencionar el nombre verdadero.
—Sí, la Sagrada Biblia. Debes saber esas palabras mejor que ninguna otra cosa en el mundo. Siempre debes tener esas palabras en la cabeza, como una fórmula mágica.
—Ya lo hago, padre. Siempre me lo has dicho.
De repente, el reverendo Maness se levantó de la cama y, alzándose sobre su hijo, le gritó:
—¡Mentiroso! No las tenías presentes esta noche. No podías tenerlas. Permitiste al maligno hacer su trabajo. Tú eres el maligno, pero no debes serlo. Debes convertirte en el otro, el katechon, el que refrena.
—Lo siento, padre —gritó Andrew—. Por favor, no te enfades conmigo.
El reverendo Maness se controló y de nuevo alzó la mano, cuyos dedos se entrelazaron y se separaron unas cuantas veces en lo que parecía ser una serie de intencionadas gesticulaciones sutiles. Se apartó de su hijo y fue hasta el otro lado de la habitación. Cuando llegó a la ventana del otro extremo, se quedó mirando fijamente la negrura que cubría la ciudad de Moxton, a la que él y su hijo habían llegado hacía unos años. En la calle principal, el reverendo había construido una iglesia; cerca se había hecho una casa. La silueta del campanario de la iglesia se recortaba contra las nubes iluminadas por la luna. Desde el otro lado de la habitación el reverendo le dijo a su hijo:
—He construido la iglesia en la ciudad para que pueda verse. La hice de ladrillo para que perdurara.
Después recorrió la habitación con actitud meditabunda mientras el chico lo observaba en silencio. Al cabo de un rato se colocó a los pies de la cama de su hijo y miró hacia abajo, como si estuviera en el púlpito de la iglesia.
—En la Biblia hay una bestia —le explicó—. Eso ya lo sabes, Andrew. ¿Pero sabes que esa bestia también está en tu interior? Habita en un lugar que nunca ve la luz. Sí, está alojada aquí, dentro de la cabeza, la morada de la gran bestia. Su forma es tan hermosa que su existencia puede atribuirse a los conjuros mágicos de un hechicero o a una aparición de algún lugar oscuro y lejano que nadie ha visto nunca. Es una pesadilla que detendría nuestros corazones si la viéramos brillar en algún rincón sombrío de nuestra casa o si alguna vez, por un terrible infortunio, tocáramos su carne viscosa. Eso no debe suceder nunca, la bestia debe permanecer en su guarida. Pero es un gran poder que se extiende por el mundo, un gran creador de mundos que no son como nada que conozcamos; y puede producir cambios en este mundo. Oscuridad y luz, forma y color, en el cielo y en la tierra… Todo lo puede cambiarla bestia, el gran corrector de las cosas vistas y no vistas, conocidas y desconocidas. Puesto que todo lo que podemos ver y conocer no son más que recipientes vacíos en los que la bestia verterá una nueva tintura, con la que modificará el aspecto de la tierra, alterará las mismas sombras, dotará de un extraño color a nuestros días y nuestras noches, lo que convertirá los días en noches, para que soñemos mientras estamos despiertos y no podamos dormir nunca más. No hay nada más espantoso y nada más pecaminoso que esos cambios en las cosas. Todas las transformaciones son grotescas. La mera posibilidad del cambio es grotesca y la bestia es el autor de todos los cambios. ¡No debes volver a confraternizar con la bestia!
—¡No digas eso, padre! —gritó Andrew mientras se tapaba los oídos con las palmas de las manos para impedir que le llegaran más palabras de reprimenda, aunque sin conseguirlo.
—Estás arrepentido, pero todavía no lees el libro.
—Sí que lo leo.
—Pero no tienes presentes las palabras del libro, porque siempre estás leyendo otros que te están prohibidos. Te he visto mirar mis libros y sé que los coges de mi estantería como un ladrón. Esos son libros que no se deben leer.
—Entonces, ¿para qué los tienes? —le replicó Andrew, sabiendo que era malo hacerle preguntas a su padre y sintiendo una gran alegría al hacerlo.
El reverendo Maness rodeó la cama. Sus gafas destellaron a la luz de la vela.
—Los guardo —dijo— para que aprendas por ti mismo a renunciar a lo que está prohibido, sea cual sea la forma en la que se presente.
Pero cuán maravillosos encontraba aquellos libros que le eran prohibidos. Recordaba cuando los vio por primera vez, aislados en las altas estanterías de la biblioteca de su padre, en aquella pequeña estancia sin ventanas en el corazón de la casa que el reverendo Maness había construido. Andrew conocía aquellos libros de vista, no solo por los títulos con palabras como misterio, embrujado, secreto y sombra, sino también por los caracteres que formaban esas palabras, una caligrafía irregular que se parecía bastante a las letras de su propia Biblia, y por los tonos de las telas de sus cubiertas, las desteñidas vestiduras de los atardeceres de otoño. De algún modo sabía que aquellos libros estaban prohibidos para él, incluso antes de que el reverendo lo dijera de manera explícita e hiciera sentirse avergonzado al chico por el deseo de tener esos libros y saber de qué trataban. Estaba ligado a los mundos que imaginaba, obsesionado con lo que él pensaba que era una cosmología de pesadillas. Y después de que hubiera entrado injustamente en la biblioteca de su padre, empezó a trazar con detalle el mapa de un misterioso universo, un lugar donde el sol había desaparecido de la vista, donde las ciudades eran frías y oscuras, donde las montañas temblaban por miedo a las monstruosidades que ocultaban, donde susurraban vientos secretos en los bosques y donde en todos los mares reinaba una horrible calma. En sus sueños sobre este universo, que sobrepasaban con creces las más oscuras visiones de cualquiera de los libros que hubiese leído, había caído una noche interminable sobre todos los paisajes imaginables.
De este modo, mientras dormía se hallaba al borde de un gran desfiladero lleno de árboles acabados en punta de hoja perenne, desde donde veía, a lo lejos, las cimas de unas montañas de negra silueta bajo un cielo caótico de estrellas. Los paisajes sublimes de este tipo solían repetirse en aquellos libros prohibidos, que a veces eran el tema de uno de los grabados que acompañaban la narración. Pero nunca había leído en ningún libro lo que le mostraba su sueño en el cielo, sobre el desfiladero y las montañas; puesto que todas las brillantes estrellas llenas de vida empezarían a soltarse en los sitios donde la oscuridad las sujetaba. Al principio temblaban y después se revolcaban en la cama de la noche. Ahora lo que veía era la otra cara de las estrellas, distinta a cualquier cosa jamás vista en la tierra. Lo que vio no se parecía en nada a las estrellas, sino más bien a la parte inferior de las grandes piedras a las que uno da la vuelta en lo profundo de un bosque húmedo. Habían cambiado del modo más extraño, habían cambiado porque todo en el universo estaba cambiando y dentro de poco ya no podrían protegerse de los cambios que estaban realizándose sobre ellas por algo que se había despertado en la oscuridad, algo que anhelaba transformar todo lo que veía… y que tenía el poder de verlo todo. La superficie de las estrellas arrastraba cosas que las hacía brillar de un modo nuevo. Luego, esas cosas que vio en su sueño empezaron a caer de las estrellas a la tierra y surcaron la noche de estelas resplandecientes.
En aquellas noches de sueños, todo estaba sometido a unas fuerzas que no se atenían ni a leyes ni a razones, y nada poseía su propia naturaleza o esencia, sino que era tan solo una máscara sobre la cara de la absoluta oscuridad, una negrura que nadie había visto nunca.
Incluso de niño se dio cuenta de que esos sueños no obedecían a la creación que le había enseñado su padre y aquel libro. El buscaba otro tipo de creación, una contra-creación, y los libros de las estanterías no podían revelarle lo que deseaba saber de ese otro génesis. Aunque se lo negaba a su padre, y a menudo a él mismo, soñaba con leer el libro que de verdad le habían prohibido, el escrito de una mortífera creación, el que contaría la historia del universo en el sentido más puro.
¿Pero dónde hallaría tal libro? ¿En la estantería de qué biblioteca aparecería ante sus ojos? ¿Lo reconocería cuando la suerte quisiera que cayese en sus manos? Con el tiempo llegó a estar seguro de que encontraría el libro, pues soñaba con él con mucha frecuencia y en la mayoría de esas visiones inverosímiles se veía a sí mismo dueño de él, como si le perteneciera como un legado. Pero aunque tenía el libro en sus sueños y veía las palabras con una claridad maravillosa, no podía comprender lo esencial de la escritura, cuyo significado parecía desintegrarse en un cúmulo de tonterías. En aquellos sueños nunca se le concedió una interpretación de lo que el libro tenía que decirle. Solo traspasó a su mente las sensaciones más extrañas y confusas, solo se le apareció como una especie de presencia que invadía y poseía su sueño. Al despertarse, lo único que le quedaba era un terror eufórico; y fue entonces cuando los objetos a su alrededor empezaron a transformarse, pues su alma se había descontrolado por los sueños y su cabeza estaba repleta con las palabras del libro equivocado.
—Sabías que era imposible —le recriminó Andrew Maness mientras se colocaba encima del libro que estaba sobre el escritorio y miraba las páginas de una vieja letra escrita en tinta negra—. Me dijiste que leyera siempre las palabras correctas y que las tuviera siempre en mente, pero sabías que leería las equivocadas. Sabías lo que era. Sabías que un ser así solo leería las palabras erróneas y querría verlas escritas en letra negra, porque tú mismo eras el autor del libro y tú llevaste a tu hijo al sitio donde leería tus palabras. Esta ciudad era el lugar equivocado, pero te dijiste a ti mismo que era el único lugar donde lo que habías hecho… se desharía. Porque llegaste a temer lo que esos otros y tú habíais hecho. Durante años tuviste mucha curiosidad por la mayor locura, los planes y secretos más atroces, y entonces te entró el miedo. ¿Qué descubriste que os atemorizó tanto, a ti y a los otros a los que intrigaban las monstruosidades que contabas, que cantabas, en ese libro? Predicabas que todo cambio es grotesco, que la más mínima posibilidad de cambio es maléfica. Sin embargo, en el libro declarabas «la transformación como la única verdad», la única verdad del Tsalal, el que no atiende a leyes ni razones. Escribiste que «no existe la naturaleza de la cosas; no hay caras, sino máscaras bien sujetas a un caos que se cierne tras ellas». Escribiste que no hay un verdadero crecimiento o evolución en la vida de este mundo, sino solo transformaciones de la apariencia, una incesante fundición y moldeamiento de las superficies sin esencia subyacente. Sobre todo, afirmaste que no existe la salvación de ningún ser, porque los seres no existen como tales, no existe nada para ser salvado, y todo, todos existen para ser atraídos hacia el remolino lento e infinito de mutaciones que veremos a cada segundo de nuestras vidas si nos limitamos a mirar a través de los ojos del Tsalal.
»Sin embargo, esas verdades tuyas, que seguiste escribiendo en tu libro, no pueden ser el motivo por el que te entró miedo, pues aunque tu voz esté apagada o tiemble al hablar de estas cosas, tus frases están llenas de fascinación y siempre estás maravillándote de la gran parodia que es la farsa del universo, la «alucinación de mentiras que oculta la visión de todo, excepto la de los elegidos por el Tsalal». Lo que te causa ese miedo es algo de lo que no hablarás o de lo que no puedes hablar. ¿Qué es lo que descubriste, a qué no pudiste enfrentarte sin renunciar a lo que los otros y tú habíais hecho, sin venir a esta ciudad para ocultarte en las doctrinas de un credo que no profesas? ¿Se quedó este conocimiento, este descubrimiento dentro de ti, vivo y a la vez aniquilado en tu memoria? ¿Fue esto lo que te permitió vaticinar que los habitantes de Moxton volverían a su ciudad, aunque te impidió contarles qué fenómeno sería más espantoso que la pesadilla de la que habían escapado, esos cambios grotescos que se habían abatido sobre las calles y las casas de aquel lugar?
»Cuando me trajiste aquí de niño, sabías que este lugar era inapropiado. Yo supe que era el equivocado cuando vine a vivir a esta ciudad, y me quedé aquí hasta que todos supieron que me había quedado más tiempo de la cuenta.
No mucho después de que Andrew Maness volviera a la ciudad de Moxton, un día, a última hora de la tarde, se le acercó una anciana en la calle. Tenía la vista fija en la puerta de un taller de reparación que cerraba pronto. Delante de él, esparcidas, había unas piezas de maquinaria corroídas, como si estuvieran expuestas: los huesos y las tripas de un motor difunto de algún tipo. Sus ensoñaciones fueron interrumpidas por una anciana que se dirigió a él:
—Te he visto antes.
—Es posible, señora —contestó—. Me mudé a una casa en Oakman hace unas semanas.
—No, me refiero a que te he visto antes de eso.
Le sonrió un poco a la anciana.
—Viví aquí un tiempo, pero no creo que nadie lo recuerde.
—Me acuerdo del pelo. Es rojo, pero también algo verduzco, rubio tal vez.
—Está descolorido por los años —le aclaró él.
—Me acuerdo bien de cómo era y no se diferenciaba mucho del de ahora. Mi pelo es blanco como la sal.
—Sí, señora —afirmó él.
—Le dije a aquellos tontos que me acordaba. Nadie me escuchó. ¿Cómo te llamas?
—Me llamo, señora…
—Spikes —dijo bruscamente.
—Me llamo Andrew Maness, señora Spikes.
—Maness, Maness —repitió para sí misma—. No, no me suena Maness. Estás en la casa de los Starns.
—En realidad la adquirió alguien de la familia del señor Starns, quien heredó la casa cuando murió.
—Allí vivían los Waters. Antes de ellos los Wells y antes los McQuister, pero ni siquiera yo había nacido. De eso hace ya tanto tiempo que es difícil recordarlo. Hace ya mucho tiempo.
Se quedó repitiendo esas palabras mientras bajaba a toda prisa la calle. Andrew Maness observó cómo su delgada figura y su pelo blanco como la sal se alejaban y perdían todo color en el entorno gris de la ciudad fantasma.
Para Andrew Maness el mundo siempre había estado dividido en dos reinos separados, definidos por lo que solo podría describirse como un prejuicio del alma. Por lo tanto, podía reaccionar de dos maneras diferentes y, dependiendo del escenario en cuestión, sabría si ese lugar era el apropiado para él o no. En los sitios que pertenecían al primer tipo, había una separación entre él mismo y el mundo que lo rodeaba, una ausencia envolvente. Estos eran los grandes lugares vacíos de los que estaba compuesto casi todo el mundo. No había peligro en tales lugares. Pero había otros donde se permitía la entrada a una espantosa presencia de algún tipo, una fuerza que no pertenecía a aquellos sitios aunque se movía con libertad por ellos… dentro de ellos. Eran precisamente estos lugares, y la presencia que había dentro de ellos, los que dominaron su vida y determinaron su curso. No tuvo elección, pues este era el plan de los elegidos que lo habían creado y estaba obligado a aceptarlo. De hecho, era la misma esencia de su plan.
Su padre sabía que había ciertos lugares en el mundo a los que debía responder, incluso en la infancia, y que le provocarían un segundo nacimiento bajo el signo del Tsalal. El reverendo Maness sabía que la ciudad de Moxton estaba entre esos lugares, puestos de avanzada en las desoladas zonas fronterizas de lo real. Decía que había llevado a su hijo al sitio adecuado, pero en realidad le había llevado a un lugar que era totalmente inapropiado para el ser que él era. Y decía que su hijo debería siempre llenar su cabeza con las palabras de ese libro, pero esas palabras las acallaban con facilidad y las usurpaban aquellas otras palabras de aquellos otros libros. Su padre lo engatusaba para que leyera los mismos libros que no debía haber leído. Pronto esos libros provocaron en Andrew Maness la sensación de ese poder y esa presencia que se manifestaría en un lugar como la ciudad de Moxton. Había otros sitios donde percibía esa misma presencia. Si seguía las intuiciones, que se hacían cada vez más fuertes a medida que se hacía más mayor, Andrew Maness encontraría dichos lugares, por azar o deliberadamente.
Tal vez llegara a una casa abandonada y hecha añicos en un paisaje aislado, todo un esqueleto en un cementerio. Pero esta estructura ruinosa le parecería un templo, una ermita al borde del camino que lo llevaría a esa oscura presencia a la que quería unirse, y también a la puerta hacia ese oscuro mundo en el que aquel ser moraba. Nada podía transmitir aquellas sensaciones, los innumerables matices de entusiasmo tembloroso cuando se acercaba a un edificio descompuesto como aquel, cuyo contorno torcido e irregular sugería otro orden de existencia, el verdadero orden de existencia, como si en los lugares como aquella casa se movieran sombras proyectadas a la tierra por el reino lejano y oculto de una entidad. Allí experimentaría el contacto con algo fuera de sí mismo, algo cuya voluntad se confundía con la suya propia, como en un sueño donde uno tiene la impresión de estar poseído por una fuerza fantástica que determina qué acontecimientos sucederán y sin embargo, también se siente incapaz de controlar esa fuerza que, a través de uno, puede provocar el caos de una pesadilla. Esta mezcla de dominio e impotencia lo inundaba con una malvada intoxicación y le indicaba su objetivo en la vida: poner en funcionamiento la gran rueda que gira en la oscuridad y destruirse con ella.
Sin embargo, Andrew Maness siempre había sabido que sus aspiraciones eran las mismas que las de su padre hacía muchos años y que la búsqueda de esa ambición se había consumado en su propio nacimiento.
—Cuando era joven —explicó el reverendo Maness a su hijo, que ahora ya era un hombre—, me creía un experto en la magia de los antiguos dioses, un comulgante de entidades tanto demoníacas como divinas. Durante años no comprendí que tan solo era un conservador del museo donde los antiguos dioses estaban expuestos, las réplicas y los cadáveres erigidos en las innumerables galerías de lo invisible… y ahora lo extinto. Sé que en los milenios pasados estos seres siempre se reemplazaban unos a otros al desaparecer junto con los mundos que les adoraban. Esta sucesión a modo de espejo de los monarcas supremos todavía puede parecer eterna para aquellos que no han percibido la gran sombra que siempre ha estado colocada tras cada deidad o panteón. Sin embargo, yo, sin ser de ninguna manera uno de su clase, fui capaz de advertir esa sombra y ver qué había estado eclipsando a esos antiguos dioses, puesto que era una entidad mucho más antigua, el oscuro fondo contra el que siempre habían mantenido sus correrías lo mejor que podían. Pero esta aparición en primer plano era algo nuevo, un advenimiento que sucedió no hace mucho más de un siglo. Tal vez esa gran oscuridad, esa sombra, siempre hubiese reinado en otros mundos distintos al nuestro, lugares que nunca habían conocido a los dioses del orden, los dioses del designio. Incluso este mundo se había preparado para esto y había creado ciertos lugares donde la ilusión de una realidad casi no existía y donde los dioses del orden y el designio apenas podían respirar. Estos lugares, como la ciudad de Moxton, se convirtieron en tierra fértil para aquella oscuridad que nadie había visto nunca.
»Sí, no hace mucho más de un siglo que la gente de este mundo descubrió la conciencia de un nuevo dios que no era un dios. Esta conciencia nunca puede completarse, nunca alcanza un verdadero martirio de iluminación, salvo entre los elegidos. Yo mismo tardé en llegar hasta ella. La autenticidad de mi explicación puede ser cuestionable y arbitraria, teniendo en cuenta su origen. No obstante, hay una tradición de revelación, un antiguo protocolo, por el que la sabiduría de lo oculto nos llega a través de textos infusos; y es a través de estas escrituras dictadas desde el más allá que nosotros en este mundo descubrimos lo que no tenemos y no podemos experimentar en una confrontación directa, la del Tsalal. Pero el libro que he escrito, y que he titulado Tsalal, no es el códice revelado del que estoy hablando; solo es un reflejo, o más bien una síntesis, de esos otros escritos donde primero detecté la existencia, la aparición, del mismo Tsalal.
»Por supuesto, siempre han existido escritos de una clase determinada, una tradición primigenia que aludía a la oscuridad de la creación y las monstruosidades de cualquier tipo, humanas e inhumanas, como si hubiera diferencia. Algo totalmente oscuro y grotesco siempre ha estado presente en todas las lenguas de este mundo, ha aparecido a intervalos y ha arrojado su sombra durante un instante sobre historias que trataban de interpretar las cosas, a menudo confundiendo el relato más alegre. Y esa sombra nunca se desvanece en ninguna de esas historias, aunque intentemos que ocurra lo contrario. La oscuridad de lo grotesco es un enigma inmortal: en todas las leyendas de los muertos, en todos los relatos sobre las criaturas de la noche, en todas las mitologías de dioses locos y demonios lúcidos, permanece una especie de burlona tontería hasta el final, una voz pastosa y retumbante que sale del corazón de esas historias y manifiesta: “todavía estoy aquí”. Y la risa idiota de esa voz, ¡cómo resuena por los siglos!, a menudo alcanza nuestros oídos a través de ciertas historias en las que este espíritu grotesco ha tenido algo que ver. Aunque hemos intentado ignorar la risa de esa voz, aunque hemos tratado de ahogar sus palabras y protegernos teniendo siempre otras palabras en mente, todavía resuena en todo el mundo.
»Pero no hace mucho más de un siglo que esa risa empezó a aumentar. Tú mismo la has oído, Andrew, mientras a hurtadillas hacías incursiones en mi biblioteca durante tus días de infancia y te deleitabas en un gótico festín de lo grotesco. Esos libros no guardan un conocimiento arcano dirigido a unos pocos, sino que fueron escritos para un mundo que había empezado a despreciar a los dioses del orden y el designio, a cuestionar su propia existencia y a exaltar el desorden de lo grotesco. Ahora ambos hemos estudiado los libros en los el que Tsalal fue revelado poco a poco como el núcleo de nuestro universo, y aunque los autores no fueran culpables de las revelaciones, sí que las perpetraron. Fue de uno de los más inteligentes de esa secta de escritores góticos, de donde tomé ese nombre. Recuerda, Andrew, las aventuras de un Arthur Pym en una tierra fantástica, donde todo, tanto la gente como el paisaje, es de una perfecta oscuridad, el país antártico de Tsalal. Esto estaba entre las mejores evocaciones que he descubierto de aquella oscuridad que nadie había visto antes, un hallazgo literario de un ser sin alma ni sustancia, sin propósito ni necesidad; no se trataba de un universo de designio y orden, sino uno cuyo único principio era el de transmutación sin sentido. Un universo de lo grotesco. Y a partir de ese momento se convirtió en mi ambición invocar a lo que ahora llamamos el Tsalal y a la larga llevar a cabo una encarnación material de la cosa en sí misma.
»Con el paso del tiempo, al descubrir que había otros tan obsesionados con una aspiración similar a la mía, formamos una sociedad: los elegidos del Tsalal. También habían sido expertos de los antiguos dioses que habían permanecido impotentes o se habían extinguido con la aparición de aquel, un advenimiento inevitable que estábamos ansiosos por acelerar y perdernos en él. Pues habíamos reconocido la máscara de nuestras identidades y la única consolación por lo que habíamos perdido, una salvación retorcida, era adoptar la fatalidad del Tsalal. Para este propósito era fundamental una mujer sobre la que ejecutaríamos una ceremonia de concepción. Y fue durante esos ritos cuando llegamos a la más estrecha comunión con aquel ser, que se movía en nuestro interior y provocaba los cambios más asombrosos en muchas cosas.
»Cuando nos reunimos aquella noche, ninguno de nosotros sospechaba cómo sería. Todo esto ocurrió en otro país, en un país más antiguo que este, pero que sin embargo era un lugar como la ciudad de Moxton, un sitio donde el aspecto de este mundo parecía vacilar a ratos y rondaba ante nuestros ojos como una simple niebla. Este lugar fue conocido en nuestro círculo como la calle de las Farolas, que era el mismo centro de una zona bajo el signo del Tsalal. Según recuerdo, las farolas parecían solo una peculiaridad de la escena, un accidente del ambiente, pero en aquel momento fueron para nosotros los ojos del mismo Tsalal. Estos elementos de la acera, de cristal radiante sostenido sobre pies de oscuro metal, formaban una procesión de ensueño a lo largo de la calle, un espectáculo de patetismo y misterio infinito. Un poeta de esa época las llamaba “las azucenas de hierro”, y otro comparaba su iluminación, parecida a una joya, con el topacio amarillo. En un idioma distinto y una ciudad diferente, estos artilugios —les réverbères, les becs de gaz— también se celebraban, como un símbolo enigmático de un siglo, un mundo, que titilaban.
»Fue en esa calle donde preparamos un sitio para tu nacimiento y tu educación bajo el signo del Tsalal. Había otros pocos habitantes en aquella zona destartalada, que abandonaron poco después de que nacieras, asustados por los cambios que todos vimos que estaban teniendo lugar en la calle de las Farolas. Al principio los cambios fueron leves: las arañas habían empezado a tejer telarañas sobre las piedras de la calle y unos delgados hilos de humo salían por los cañones de la chimenea y se enredaban en el cielo. Cuando llegó la noche de tu nacimiento los cambios se hicieron más acusados. Se centraron en la sala en la que nos reunimos para recitar la invocación al Tsalal. Conjuramos en la noche, de pie en círculo alrededor de la mujer que había sido el objeto de la ceremonia de concepción. ¿He mencionado que no era uno de nosotros? No, era una demacrada habitante de la calle de las Farolas, de cuyo cuerpo nos habíamos apropiado hacía unos meses, un miembro honorario de nuestra secta a la que tratamos muy bien durante su periodo de cautiverio. Cuando el momento de tu nacimiento se fue acercando, se tumbó en el suelo de la sala ceremonial y empezó a gritar con muchas voces diferentes. No esperábamos que sobreviviera a la terrible experiencia, como tampoco esperamos las consecuencias inmediatas de la encarnación que tratábamos de llevar a cabo, la consumación de un vínculo entre esa mujer y el Tsalal.
»Estábamos invitando al caos a entrar en el mundo, lo sabíamos. Habíamos sido obnubilados por la posibilidad de un desorden absoluto. Con una sensación de exaltación macabra, recibimos un presentimiento de una pesadilla universal, el punto máximo de las cosas. Pero en esa noche, incluso mientras invocábamos al Tsalal dentro de aquella sala, experimentamos un terreno de lo irreal que hasta la fecha desconocíamos. Descubrimos que nunca había sido nuestro deseo perdernos en lo irreal, no del modo que nos amenazaba en la calle de las Farolas, porque cuando tú, Andrew, empezaste a entrar al mundo a través de esa mujer, también entró el Tsalal a través de ella. Era la semilla de él, y su sangre se derramaba radiante en el suelo fértil de lo irreal que se encontraba en la calle de las Farolas. Miramos por las ventanas de la sala, contemplando nuestra huida, pero entonces advertimos que ya no había calle, ni edificios; lo único que quedaba eran las farolas con su resplandor amarillo chillón como estrellas podridas, hileras interminables de farolas que ascendían hacia la negrura que todo lo abarcaba. Imagínatelo, hileras interminables de farolas que ascendían hacia la negrura. Todo lo que preservaba la realidad del mundo a nuestro alrededor había desaparecido. Nos dimos cuenta de que nuestros propios cuerpos estaban demacrados y reducidos, mientras que el cuerpo de aquella mujer, la semilla del apocalipsis que se avecinaba, se hinchaba cada vez más con el poder y la magia del Tsalal. En aquel momento supimos lo que había que hacer si alguna vez escapábamos de la irrealidad sembrada en aquel lugar llamado la calle de las Farolas.
Incluso en la época de los McQuister, que casi nadie recuerda muy bien, Moxton era una ciudad fantasma. Allí ningún edificio pareció nunca nuevo, y cada asqueroso ladrillo o tablón descolorido, cada tablilla incrustada o toldo desgastado parecía proceder de la desaparición de una estructura de otra ciudad, de los desechos de un centro próspero que no usaba materiales muy gastados. Los escaparates principales de las tiendas estaban empañados con una confusión de imágenes reflejadas de otro sitio. En Moxton, donde los edificios estaban por la calle como objetos extraños olvidados en el estante de un sótano, podían haberse deshecho de establecimientos enteros.
Tenía la apariencia de una ciudad, pero no era bien una ciudad de verdad, sino un telón de fondo de un viejo escenario hecho de cartón, con los bordes, acariciados con un antiguo pincel, indiferentes a los detalles de carácter e identidad, con los nombres de las calles y las tiendas cubiertos de garabatos sin sentido que nadie iba a leer nunca. Todo lo que podría haber sido real en aquella ciudad, de algún modo, se había desbaratado. Allí nada prosperaba, nada influía con su presencia o su ausencia.
Los comercios no podrían hacer más que sobrevivir en Moxton. Incluso empresas más grandes, como tiendas de baratillo o un cómodo hotel, eran incapaces de imponerse, y se veían forzados a asumir el mismo aire de irrealidad que poseían los establecimientos menos importantes: la zapatería cuyo diminuto escaparate exponía la mercancía hacía ya tiempo pasada de moda, la tienda de ropa donde el polvo se acumulaba en los pliegues de las prendas que llevaban puestas los maniquíes o el taller de reparación, donde un buen número de artículos llevados hasta allí estaban abandonados, sin que nadie los reclamara, desperdigados y corroídos por todos los rincones del local.
Hace muchos años abrió un cine en la destacada esquina de Webster y Main, y décadas antes habían colgado un semáforo sobre la intersección de esas calles. Una gran señal de neón con unas letras colocadas en vertical formaba la palabra «RIVIERA». Durante un momento esa palabra apareció de un color magenta achicharrado en contraste con el atardecer de Moxton, y atrajo de arriba abajo de la calle a todos los de la ciudad. Pero al caer la noche las letras resplandecientes se habían atenuado y su glamour se había ahogado en un ambiente enrarecido, donde a las vistas y los sonidos se les extraía la realidad. Ahora, la luz del nuevo cine no brillaba más que la de la farmacia McQuister al otro lado de la calle. Ambos tenían asignada una clientela fija y modesta en la ciudad fantasma que no estaba más encantada con el uno que con el otro.
Por tanto, hasta ahí llegaba el compromiso de Moxton con cualquier manifestación de la realidad, pues hay ciertos lugares que existen en el camino de la real: una casa, una calle, incluso ciudades enteras que tienen concesiones sobre ellas gracias a alguna afinidad indescriptible con las órdenes más remotas del ser. Estos lugares son suelo fértil para lo irreal y retienen la mínima inmunidad frente a las aberraciones y los desórdenes exóticos. Sus concesiones para una determinada manera de realidad son solo gestos conciliadores, un modo de contenerla a través de una aceptación limitada. Era innecesario, incluso perverso, resistirse a la construcción del cine o de una nueva iglesia (fundada en 1893 por el reverendo Andrew Maness). Una acción como esa imbuye las cosas de una medida injustificada de sustancia o poder, y en una ciudad fantasma hay poca sustancia, mientras que todo el poder reside únicamente en lo irreal. Los ciudadanos de un lugar como ese son guardianes de una extraña propiedad, un estado muy valioso cuyos dueños verdaderos están ausentes un momento. Todo lo que queda por hacer antes de adueñarse por completo de la tierra es plantar la semilla única y cuidarla durante el tiempo necesario, un intervalo que no tiene nada que ver con las horas y los días del mundo.
Conforme Andrew Maness iba creciendo en la ciudad de Moxton, fue observando cómo se sumía su padre en la desesperación y el asombro al no poder deshacer lo que aquellos otros y él habían engendrado. En unas cuantas ocasiones, el reverendo había entrado en la habitación de su hijo cuando el chico dormía. Con un cuchillo, un hacha y una guadaña de mango largo trató de romper el vínculo entre su hijo y el Tsalal que cada vez creía más. A la mañana siguiente la habitación del joven Andrew apestaba como un matadero, pero sus miembros y órganos volvían a reconstruirse por completo, fluía una sangre nueva dentro de él y todo demostraba la realidad de lo que su padre y aquellos otros adoradores de aquel ser habían traído al mundo.
Había veces en que el reverendo Maness, en un estado de sobrecogimiento y desesperación, despertaba a su hijo en sueños y le suplicaba, le informaba de que estaba llegando a una peligrosa coyuntura en su desarrollo y le rogaba que se sometiera a un peculiar ritual que se consumaría con la perdición del joven.
—¿Qué ritual es ese? —preguntaba Andrew con el entusiasmo de un novicio.
Pero el don del discurso del reverendo quedaba paralizado ante esta pregunta y pasarían muchas noches antes de que volviera a mencionar el tema.
Al final el reverendo Maness fue a la habitación de su hijo y llevó el libro. Lo abrió por las páginas del final y comenzó a leer; y lo que leyó preparaba un plan para la destrucción del chico. Esas palabras eran las suyas, el capítulo final de una gran obra que había compuesto documentando una abundancia de revelaciones acerca de la fuerza o la entidad denominada el Tsalal.
Andrew no podía apartar los ojos del libro y se esforzaba por captar cada resonancia de la lectura de su padre, aunque el ritual del que el anciano hablaba dictara de manera atroz la muerte de Andrew, la destrucción de la semilla del apocalipsis que se llamaba el Tsalal.
Tu fórmula para anular mi existencia requiere la participación de otros —señaló Andrew—, los elegidos de… aquel.
—Tsalal —recitó el reverendo Maness, todavía cautivado por una nomenclatura esotérica.
—Tsalal —repitió Andrew—. Mi protector, el guardián del negro vacío.
—Todavía no eres la criatura completa de aquel. He intentado cambiar lo que no he podido, pero has permanecido demasiado tiempo en este lugar, que era el lugar equivocado para un ser como tú. Estás naciendo por segunda vez bajo el signo del Tsalal, pero todavía hay tiempo si te sometes al ritual.
—Tengo que hacerte una pregunta, padre: ¿quién lo llevará a cabo? ¿Se reunirán unos extraños en esta ciudad?
Después de una pausa totalmente reflexiva, el reverendo dijo:
—Ya no queda nadie que pueda venir. Fueron necesarios para revivir los acontecimientos que siguieron a tu nacimiento, la primera vez que naciste.
—¿Y mi madre? —preguntó Andrew.
—No sobrevivió.
—¿Pero cómo murió?
—Por el ritual —confesó el reverendo Maness—. En el ritual de tu nacimiento fue necesario ejecutar el ritual de la muerte.
—Su muerte.
—Sí, como ya te he contado, ese ritual nunca se había llevado a cabo, y ni siquiera se había considerado antes de esa noche en la que naciste. No sabíamos qué esperar. Pero cuando se llegó a un punto, después de ver ciertas cosas, actuamos de la manera correcta, como siempre habíamos pensado que habría que hacer.
—¿Y que había que hacer, padre?
—Está todo en el libro.
—Tienes el libro, pero todavía te faltan los otros. Por así decirlo, los feligreses.
—Tengo mis fieles en esta misma ciudad. Ellos harán lo que haya que hacer. Debes someterte. Debes consentir el final de tu existencia.
—¿Y si no lo hago?
—Pronto el vínculo se sellará entre tú y ese otro —indicó el reverendo—, aquel que es la pesadilla de las metamorfosis grotescas detrás del sueño de las formas terrenales, aquel que es el centro de la supuesta entidad y la supuesta esencia. A las ilusiones vivas del mundo de la luz vendrá una negrura que nadie ha visto jamás, un amanecer de oscuridad. Lo que tú mismo has conocido sobre estas cosas es solo un vistazo rápido, una llama titilante tras la conflagración que está por venir. Te has visto fascinado por aquellos momentos después de haber dormido y al despertar has percibido que las cosas a tu alrededor han sufrido un cambio en su forma. Las miras mientras cambian de una manera extraña y sientes el poder que las cambia, que está conectado a tu ser, que te transmite su magia a través de un delicado cordón. Entonces el cordón se hace cada vez más fino para que puedas sujetarlo, tu mente vuelve a ti y termina la pequeña actuación que estabas presenciando. Pero ya has permanecido tiempo suficiente en este lugar para que haya comenzado un segundo nacimiento bajo el signo de Tsalal. El cordón entre aquel y tú es fuerte. Dondequiera que vayas, te encontrará. Dondequiera que estés, allí empezarán los cambios, pues tú eres la semilla de aquel. Eres como la luz, la semilla de hueso de la profecía rabínica, esa parte de cada mortal que reconstruirá todo el cuerpo y será juzgada al final de los tiempos. Dondequiera que te quedes, allí empezará la resurrección. Eres un fragmento del que está por encima de la ley y la razón. El cuerpo que nacerá de ti es el verdadero cuerpo de todas las cosas. Los cambios en sí mismos son el cuerpo del Tsalal. Los cambios son la verdad de todos los cuerpos, que creemos que tienen un rostro y una sustancia solo porque no podemos ver que siempre están cambiando, que son solo formas frágiles que se hacen añicos para siempre en la violenta vorágine de la verdad.
»Esto es como será durante todos tus días, serás arrastrado a un lugar que revela el signo del Tsalal, un aspecto de lo irreal, un glamour de abandono en las cosas, y con tu llegada empezarán los cambios. Esto pasará inadvertido durante un tiempo, afectará tan solo a las cosas más pequeñas o a las más grandes de un modo sutil, un trastorno de las formas que conoces muy bien. Pero habrá gente que se dé cuenta de que algo anda mal en ese sitio, que será una casa, una calle o incluso una ciudad entera. Deambularán con ojos inquietos y se consumirán, y sus huesos se harán cada vez más delgados por la preocupación, se gastarán y se retorcerán, tal y como el mundo a su alrededor poco a poco se va deshaciendo de todo lo que es real, dejándolos famélicos del alimento de viejas ilusiones. Empezarán a circular rumores sobre cosas desagradables que creen haber visto o sentido aunque no pueden explicar, un desorden entre las criaturas más débiles o tal vez una piedra que vibra con una leve actividad. Pues estos son los modestos comienzos del caos que a la larga consumirá hasta las mismas estrellas, que se quedará para arrastrarse dentro de la gran negrura que nadie ha visto jamás. Y por la proximidad a tu ser sabrán que eres la fuente de esos cambios, que a través de ti esos cambios irradian hacia el mundo. Cuanto más tiempo permanezcas en un lugar, peor será. Si dejas ese lugar a tiempo, entonces los cambios no tendrán un poder duradero, el instante final no se alcanzará y será como las pequeñas manifestaciones de lo grotesco que has presenciado en tu propia habitación.
—¿Y si me quedo en ese sitio? —preguntó Andrew.
—Entonces los cambios continuarán hasta el final. Siempre que puedas soportar cómo se degrada y se confunde el aspecto de las cosas, siempre que puedas soportar cómo se marchitan las mentes y los cuerpos de la gente de ese lugar, los cambios continuarán hacia el instante final, la desintegración de todo orden aparente, el nacimiento del Tsalal. Antes de que esto ocurra tienes que someterte al ritual del instante final.
Pero Andrew Maness se limitó a reírse del plan de su padre y el sonido de su risa casi destrozó del todo al reverendo. Con una voz seria que utilizó a propósito le preguntó:
—¿De veras crees que conseguirás que los demás participen?
—La gente de esta ciudad hará el ritual —replicó su padre—. Cuando hayan visto determinadas cosas, harán lo que ha de hacerse. Las ansias por preservar las ilusiones de su mundo superarán su terror, por lo que tendrán que hacer algo para salvarlo. Pero será decisión tuya si te sometes o no al ritual que determinará el curso de tantas cosas en este mundo.
Todas las personas de la ciudad se reunieron en la iglesia que el reverendo Maness había construido hacía muchos años. Nadie había sucedido al reverendo y tampoco se habían oficiado más ceremonias desde sus días de pastor. Le habían hecho la instalación eléctrica al edificio, pero la iluminación de las numerosas velas y lámparas de aceite que la congregación había traído complementaba la luz de una tarde grisácea que penetraba por las dos filas de ventanas sencillas y apuntadas que había a ambos lados de la iglesia. En una esquina de una de aquellas ventanas, una araña hurgaba en su tela, y forcejeaba torpemente con los apéndices, que en vez de ser las ágiles patas de un arácnido, parecían un octeto de tentáculos fláccidos. Después de unos cuantos intentos, la criatura alcanzó la superficie del cristal de una ventana, donde empezó a moverse con libertad en su nuevo elemento.
La gente de Moxton había intentado descansar antes de aquella reunión, pero su aspecto demacrado demostraba que no lo habían conseguido. El conjunto de la población apenas llenaba media docena de bancos en la parte delantera de la iglesia, aunque algunos estaban tirados por el suelo y otros, nerviosos, arrastraban los pies por el pasillo central. Todos parecían más escuálidos que el día anterior, cuando habían intentado escapar de la ciudad y, sin explicación alguna, se habían encontrado volviendo a ella.
—Todo ha empeorado desde que regresamos —dijo un hombre, como para empezar la reunión que no tenía una esperanza o un propósito claro, aparte de congregar en un único lugar las pesadillas de la gente de Moxton.
Se levantó un murmullo de voces que resonó por toda la iglesia. Muchas personas hablaron de lo que habían visto la noche anterior y recitaron una letanía de fenómenos grotescos que les habían impedido dormir.
Una pared de un dormitorio cambió su color sonrosado normal, que era tranquilo y claro a la luz de la luna, por un agitado y luminiscente verde que ondeaba como la piel de un gran reptil. El cuello de una muñequita empezó a alargarse hasta que se retorció por el aire como una serpiente, mientras la diminuta cabeza de la muñeca susurraba palabras sin sentido que transmitían un horrible significado. Cosas que nadie había visto hacían ruidos de naturaleza muy perturbadora en la oscuridad de los sótanos o detrás de las puertas de los armarios. Y entonces apareció algo que la gente veía cuando miraba por las ventanas de sus casas hacia la casa donde ahora vivía un hombre llamado Andrew Maness. Pero cuando empezaron a describir lo que veían en los alrededores de aquella casa, a la que llamaban la casa McQuister, sus palabras no eran claras. Habían visto algo, aunque no habían visto nada.
—Yo también he visto lo que cuentas —susurró el hombre alto con barba que llevaba un sombrero de ala ancha—. Era oscuridad, pero no la oscuridad de la noche o de las sombras. Se cernía sobre la vieja casa McQuister y a su alrededor. Era algo que no veía en Moxton desde los cambios.
—No, no en Moxton, no en esta ciudad, pero lo habíamos visto antes. Todos los habíamos visto —dijo la voz de un hombre que sonaba como si viniera de otra parte de la iglesia.
—Sí —contestó el hombre alto, como si confesara una cosa que antes hubiese negado—, pero no lo vemos del modo que deberíamos, de la manera que lo veíamos cuando estuvimos fuera de la ciudad, cuando intentamos marcharnos pero no pudimos.
—No fue la oscuridad que vimos entonces —señaló una de las mujeres más jóvenes, que parecía estar luchando contra una imagen de su memoria—. Era algo… algo que no era la oscuridad en absoluto.
—Eran cosas diferentes —gritó un anciano que de repente se levantó de uno de los bancos, mientras sus ojos se quedaban fijos con una mirada de revelación.
Un momento después, la visión pareció desvanecerse y el anciano se sentó de nuevo. Pero en los ojos de los demás persistió, y reconocieron los espacios vacíos de la iglesia y observaron las luces parpadeantes de todas las lámparas y las velas.
—Eran cosas diferentes —empezó alguien a decir.
Luego otro completó el pensamiento:
—Pero todas se movían y eran confusas, todas giraban.
—Hasta que lo único que pudimos ver fue una gran oscuridad —dijo el hombre alto mientras recobraba la voz.
Entonces un silencio invadió la congregación. Las palabras que habían estado diciéndose parecieron desaparecer en él y, una vez más, la gente de Moxton fue arrastrada al refugio de su antigua amnesia. Pero antes de que sus mentes perdieran toda claridad de recuerdo, una mujer llamada señora Spikes se levantó y desde la última fila de la iglesia, donde estaba sentada sola, gritó:
—Todo empezó con él, el que vive en la casa McQuister.
—¿Hace cuánto tiempo? —preguntó una voz.
—Demasiado —respondió la señora Spikes—. Me acuerdo de él. Es más viejo que yo, pero no lo parece. Su pelo tiene un color extraño.
—Rojizo como la sangre clara —comentó uno.
—Verde como el moho —apuntó otro—, o amarillo y naranja como la llama de una vela.
—Vivía en esa casa, en esa misma casa, hace mucho tiempo —continuó la señora Spikes—. Antes de los McQuister. Vivía con su padre, pero no me acuerdo de la historia. No vi nada por mí misma. Algo ocurrió una noche, algo le ocurrió a la ciudad entera. Se llamaba Maness.
—Ese era el nombre del hombre que construyó esta iglesia —dijo el hombre alto—. Fue el primer clérigo que vio esta ciudad y no hubo otros después de él. ¿Qué sucedió, señora Spikes?
—Fue hace mucho tiempo para que nadie lo recuerde. Solo me sé las historias. El reverendo decía cosas de su hijo, decía que el chico iba a hacer algo y que la gente debía impedir que eso ocurriera.
—¿Qué pasó, señora Spikes? Trate de recordar.
—Lo estoy intentando. Fue ayer cuando empecé a recordar, cuando volvimos a la ciudad. Me acuerdo de algo que dijo el reverendo en las historias sobre aquella noche.
—Yo la oí —comentó otra mujer—. Dijo: «bendita sea la semilla que está plantada para siempre en la oscuridad».
La señora Spikes se quedó mirando en línea recta y golpeó suavemente la parte superior del banco con la mano derecha, como si con ello trajera recuerdos a su memoria.
—Es lo que se suponía que había dicho esa noche. «Bendita sea la semilla que está plantada para siempre en la oscuridad». Insistía en que la gente tenía que hacer algo, pero las historias que oí cuando era joven no decían qué era. Algo acerca de su hijo. Era algo raro, algo que nadie entendió. Pero nadie hizo nada de lo que él quería que hicieran. Cuando lo llevaron a casa, su hijo ya no estaba allí y nadie volvió a ver al joven. Las historias cuentan que los que llevaron al reverendo a casa vieron cosas, pero nadie pudo explicar lo que vio. Lo que la gente sí recuerda es que más tarde, aquella misma noche, las campanas empezaron a repicar en la torre de la iglesia. Allí encontraron al reverendo, colgado. Hasta que los McQuister se mudaron a la ciudad, nadie se acercó a la casa del reverendo. Después fue como si nadie recordara nada de aquel sitio.
—Así como nosotros no recordamos lo que pasó apenas ayer —dijo el hombre alto—. ¿Por qué regresamos a este lugar cuando era el último sitio en el que queríamos estar? La oscuridad que vimos era una oscuridad que nadie había visto jamás. Esa oscuridad que no era tal, sino que era todos los colores y las formas de las cosas que oscurecían el cielo.
—¡Una visión! —gritó un anciano que durante años había sido el propietario de la farmacia McQuister.
—Tal vez solo sea eso —contestó el hombre alto.
—No —les explicó la señora Spikes—, es algo que él provocó. Es como todo lo demás que ha estado ocurriendo desde que vino y estuvo demasiado tiempo aquí. Todos los pequeños cambios en las cosas están empeorando. Es algo que se ha estado acercando como una tormenta. La gente se ha dado cuenta de que ahora está en la ciudad y se cierne sobre su casa. Los cambios en las cosas son peores que nunca. Dentro de poco seremos nosotros los que cambiaremos.
Luego se alzó un coro de voces entre la congregación, que estableció un conflicto entre «debemos hacer algo» y «¿qué se puede hacer?».
Mientras la gente de Moxton murmuraba y temía a la luz de las velas y las lámparas, poco a poco fue creciendo la oscuridad en el exterior de las ventanas de la iglesia. Una oscuridad anormal estaba sorprendiendo la tarde gris. Y las palabras de aquellas personas también empezaron a cambiar, como ya habían cambiado muchas cosas en aquella ciudad. Dentro de las mismas voces se mezclaban protestas y lamentos de miedo y una invocación en voz baja y murmullos. Pronto, los tonos más altos de las notas de aquellas voces disminuyeron y después desaparecieron totalmente, mientras los sonidos más profundos de la invocación prevalecían. Todos recitaban ahora una única palabra en una armonía hipnótica: «Tsalal, Tsalal, Tsalal». Y en el púlpito estaba el que dirigía la salmodia, el hombre cuyo pelo de tonos extraños brillaba a la luz de las velas y las lámparas. Al final había venido desde su casa, donde había permanecido mucho tiempo.
La campana de la torre empezó a repicar con ecos rotos. La cacofonía resonante de las voces aumentó dentro de la iglesia, pues eran las voces de la gente que había vivido durante mucho tiempo en el lugar equivocado. Era la gente de una ciudad fantasma.
La figura del púlpito alzó las manos ante la congregación y se hizo el silencio. Cuando clavó los ojos en una anciana que estaba sentada sola en la última fila, esta se levantó de su asiento y caminó hacia las dos puertas de la parte posterior de la iglesia. El hombre del púlpito extendió los brazos y la anciana tiró de ambas puertas.
Más allá de la puerta abierta se veía la calle principal de Moxton, pero ya no era como antes. Una oscuridad que todo lo abarcaba había descendido y solo podían verse las luces de la ciudad, pero esas luces eran tan infinitas como la oscuridad misma. Las hileras de farolas amarillentas se extendían hasta el infinito por una avenida del abismo. Se vislumbraban los fragmentos de unas luces de neón, las vibrantes letras magenta del cine que se repetían una y otra vez, como si se reflejaran en una multitud de espejos negros. En medio de las otras luces flotaba en el aire una sucesión interminable de semáforos que llenaban la oscuridad como estrellas multicolores. Todos esos restos brillantes de la ciudad, con sus piezas rotas que se transformaban, se oscurecían y se deformaban cada vez más, transmitían su resplandor a la oscuridad que los consumía, como si de una manera extraña multiplicaran las imágenes rotas del mundo y las recogieran dentro de un calidoscopio de colores tan densos y variados que se perdieran dentro de una negra unidad.
El hombre que había construido la iglesia en la que la gente de Moxton estaba reunida había hablado de un último instante. Ahora era inminente. Conforme el momento llegaba, la concurrencia dentro de la iglesia se movía hacia la figura del púlpito, que descendió para unirse a ellos. Estaban mucho más allá de todos sus miedos, aquella gente fantasma. Habían alcanzado el hueso desnudo de aquel ser, la última capa de una existencia sin nombre ni descripción, sin naturaleza ni esencia: la nada de la oscuridad que nadie había visto… ni volvería a ver, puesto que nadie jamás había vivido excepto como una sombra de la oscuridad del Tsalal.
Y sus ojos miraron a aquel que era la encarnación de la oscuridad y que había venido a ellos para sellar el vínculo con aquel otro. Lo miraron buscando alguna palabra, algún gesto, que llevara a cabo aquel día que se había convertido en noche. Lo miraron buscando la cosa que los ataría a la oscuridad y los uniría dentro del apocalipsis de lo irreal.
Finalmente, como guiado por un capricho del momento, él les contó cómo hacer lo que se tenía que hacer.
La historia que circuló años más tarde entre la gente de Moxton contaba que todos se reunieron en la iglesia una tarde durante una gran tormenta que se prolongó hasta la noche. La iglesia, abandonada durante décadas antes de este acontecimiento, era muy sólida y demostró ser un refugio apropiado. Hubo algunos que recordaron que, las semanas antes del cataclismo, se produjeron algunas manifestaciones extrañas, producto de lo que llamaron un tiempo raro en los alrededores de la ciudad.
Los detalles de aquella época no están muy claros, ni tampoco los recuerdos de un hombre que ocupó por poco tiempo la vieja casa McQuister en la misma época que la tormenta. Nadie habló con él salvo la señora Spikes, que apenas recordaba la conversación y que murió de cáncer poco después de la mayor tormenta del año. La casa en la que había vivido aquel hombre antes había sido de unos parientes de Ray Starns, pero los Stan ya no vivían en Moxton. De todas maneras, la vieja casa McQuister no era la única desocupada de la ciudad fantasma, y no había razón para preocuparse. Tampoco le dieron mucha importancia a la iglesia una vez pasó la tormenta. Las puertas volvieron a asegurarse contra los intrusos, pero nadie volvió a probar los viejos candados que se pusieran de vez cuando el reverendo Maness se colgó de la torre de la iglesia.
Si la gente de la ciudad de Moxton se hubiera aventurado más allá de aquellas puertas, habrían visto lo que dejaron atrás tras aplacarse la tormenta. A los pies del púlpito estaba el esqueleto de un hombre cuyo nombre nadie sería capaz de recordar. Los huesos estaban limpios. No se podría hallar un solo trozo de carne, ni en la iglesia ni en ningún otro sitio de la ciudad, porque la carne era de aquel que había permanecido en cierto lugar demasiado tiempo. Era la semilla y ahora había sido plantada en un lugar oscuro donde no crecería. Habían enterrado profundamente su carne en la tierra yerma de sus cuerpos escasos. Solo había, esparcidos por el suelo, unos pocos pelos de un color inusual, que se mezclaban con el polvo de la iglesia.