Antes de abandonar la habitación, Lucian Dregler transcribió en su cuaderno unos pensamientos aislados:
«Lo siniestro, lo terrible nunca engaña: el estado en el que nos dejan siempre es el de la iluminación. Y solo esta condición de entendimiento depravado nos permite una compresión total del mundo, bien mirado es como cuando una fría melancolía nos concede plena posesión de nosotros mismos.
Nos podemos esconder del horror solo en el corazón del horror.
¿Acaso soy tan único entre los soñadores por haber cortejado a la Medusa —mi primera y más antigua compañera— y haber excluido al resto? ¿Tendré una respuesta después de aquella dulce charla?».
Aliviado al tener esos fragmentos a salvo sobre la página en vez de en algún precario cuaderno mental, donde era probable que se emborronaran o se borraran del todo, Dregler se puso un viejo abrigo, cerró la puerta de su habitación tras de sí, salió de su apartamento y bajó unas escaleras que había en la parte trasera del edificio. Un patrón angular de calles y callejones era su ruta habitual para llegar a un lugar en particular que visitaba de vez en cuando, aunque por cuestiones de tiempo —es decir, para malgastarlo— decidió desviarse de su curso en unos cuantos puntos. Iba a encontrarse con un conocido al que no veía desde hacía algún tiempo.
El local estaba muy oscuro, aunque no más que las otras veces, y había mucha más gente de la que en un principio le pareció a Dregler. Se detuvo en la puerta, se quitó los guantes despacio pero de modo poco sistemático, mientras que su vista hacía lo que podía con el débil halo de iluminación que ofrecían unas lámparas de metal deslustrado, colocadas tan separadas las unas de las otras por las paredes que la luz de una de ellas apenas parecía conectar con la siguiente, y así propagarla. Luego, poco a poco, la oscuridad se fue tamizando y descubrió las formas que se ocultaban debajo: una frente brillante, bajo ella el destello de unas gafas con montura de metal, unos dedos con anillos que sujetaban un cigarrillo, adormecidos encima de la mesa, y unos zapatos de piel lustrosa que producían un ligero ruido conforme se iban acercando a los de Dregler, que ahora recorría con cautela el local. Al fondo había una columna de escaleras que se enroscaban y subían hacia otro piso, que era más una plataforma añadida, un pequeño balcón, que una parte del propio establecimiento. Este piso estaba cercado en el borde por una barandilla construida del mismo material frágil y metálico de la escalera, lo que otorgaba a este espacio el aspecto de un andamiaje provisional. Dregler ascendió las escaleras muy despacio.
—Buenas noches, Joseph —saludó al hombre que estaba sentado en la mesa, junto a una ventana inusitadamente alta y estrecha.
Joseph Gleer se quedó mirando fijamente durante un instante los guantes que Dregler había tirado sobre la mesa.
—Todavía tienes los mismos guantes viejos —contestó al saludo, y después alzó la mirada sonriente— ¡Y ese abrigo!
Gleer se levantó y se estrecharon la mano. Después ambos se sentaron y Gleer, señalando al vaso vacío que había entre los dos encima de la mesa, le preguntó a Dregler si aún bebía brandy. Dregler asintió y Gleer dijo «marchando» antes de asomarse por la barandilla y mostrar dos dedos a alguien en las sombras de abajo.
—¿Acaso es esto un simposio sentimental, Joseph? —preguntó Dregler, que todavía no se había quitado el abrigo.
—En parte. Espera a que nos traigan la bebida, así podrás felicitarme como Dios manda.
Dregler volvió a asentir mientras examinaba la cara de Gleer sin ningún aumento visible de curiosidad. Gleer, un antiguo compañero de trabajo durante la época de profesor de Dregler, siempre había tenido un entusiasmo declarado por las intrigas de poca importancia, académicas o no, y una adicción por los detalles de ritual y protocolo, a cualquier cosa formulada antes y con precedente. También tenía predilección por los secretos insignificantes, siempre y cuando él estuviera entre los que tenían conocimiento de ellos. Por ejemplo, en las conversaciones, sin importar si el tema era filosofía o películas antiguas, Gleer disfrutaba de manera obvia al revelar, normalmente cuando la discusión ya estaba avanzada, que había estado apoyando a sabiendas una opinión absurda. Una vez confesada su obstinación malsana, ayudaba (e incluso superaba) a su oponente a echar por tierra la opción que antes había apoyado, supuestamente para mayor gloria de los intelectos imparciales de todos lados. Pero, al mismo tiempo, Dregler sabía perfectamente lo que Gleer estaba tramando, y aunque no resultaba siempre fácil que este lo pusiera en bandeja, era ese secreto contraconocimiento lo que le divertía en aquellas competiciones mentales, puesto que:
«Con el que busque discusión no merece la pena discutir, así como en lo que no te pidan tu creencia no vale la pena creer. Lo real y lo irreal cohabitan con amor en nuestro terror, la única esfera que importa».
Tal vez la reserva, entonces, fuera la base de la relación de aquellos dos hombres, un secretismo viciado en el caso de Gleer y consumado en el de Dregler.
Y allí estaba Gleer manteniendo el supuesto suspense sobre su amigo. Sus ojos, los de Dregler, apuntaban a una ventana alta y estrecha tras la que se veían las desnudas ramas superiores de un olmo, que se retorcían con movimientos espectrales bajo los focos fijados en lo alto de la pared exterior. Pero a los pocos instantes Dregler echó un vistazo a Gleer, cuyos rasgos aniñados sorprendentemente no habían cambiado: los labios bien perfilados, aquellos tiernos cachetes, los diminutos ojos grises ya casi enterrados dentro de la carne de una cara que con demasiada frecuencia se arrugaba al reírse.
Había una mujer al lado de la mesa con dos vasos sobre una bandeja con el fondo de corcho.
Mientras Gleer pagaba las bebidas, Dregler movió la mano e hizo un gesto de forma perezosa. La mujer que había traído las bebidas miró inexpresiva durante un momento a Dregler, el maestro de ceremonias, y este, con falsa ignorancia, preguntó cuando se hubo marchado:
—¿Y qué es lo que va a ocurrir, o te ha pasado hace poco, lo que quiera que haya sido o vaya a ser?
—Espero que esta vez sea para toda la vida, gracias, Ludan.
—¿Qué es, quintus?
—Quartus, si no te importa.
—Por supuesto, mi memoria es tan mala como mi capacidad de observación. En realidad, esperaba ver algo brillante en tu dedo cuando he observado el resplandor de tus ojos. ¿No has recibo, entonces, un anillo de la novia?
Gleer buscó en el cuello abierto de su camisa y sacó una delicada cadena de la que colgaba un diminuto diamante de color rosa en un engaste sencillo de plata.
—Innovaciones modernas —dijo de forma neutra mientras guardaba la cadena y la piedra—. Supongo que los modernos tienen que tenerlas, pero el matrimonio es todavía el matrimonio.
—Brindemos por la Edad Media —dijo Dregler sin ocultar su cansancio.
—Y por los de mediana edad —se contuvo Gleer.
Ambos permanecieron callados durante unos instantes. Los ojos de Dregler recorrieron una vez más el oscuro altillo, donde unas pocas mesas compartían la luz de una sola lámpara. La mayoría del tenue brillo se quedaba en la pared y descubría los anillos concéntricos de la superficie nudosa de madera. Dregler esperó y tomó con calma un sorbo de su bebida.
—Lucian… —comenzó a decir al fin Gleer con una voz tan tranquila que apenas se oía.
—Te estoy escuchando —le aseguró Dregler.
—No te he citado aquí para celebrar mi matrimonio. Ya hace casi un año, ¿sabes? No parece haberte afectado mucho.
Dregler no dijo nada, alentando a Gleer con un silencio receptivo.
—Desde entonces —continuó— mi mujer y yo nos marchamos de la universidad y hemos estado viajando, la mayor parte del tiempo por el Mediterráneo. Volvimos hace tan solo unos días. ¿Quieres beber algo más? Te has tomado eso muy rápido.
—No, gracias. Por favor, sigue —le pidió Dregler con mucha educación.
Después de otro trago de brandy, Gleer prosiguió:
—Ludan, nunca entendí tu fascinación por lo que llamas la Medusa. No estoy seguro de si me importa, aunque nunca te lo he contado. Pero sin más esfuerzos deliberados por mi parte, permíteme recalcar, creo que puedo promover… lo que supongo que tú llamarías… tu búsqueda. Todavía te interesa ese tema, ¿verdad?
—Sí, pero soy demasiado pobre para permitirme una excursión peloponesia como esa de la que acabáis de volver tu mujer y tú. ¿Era eso lo que tenías en mente?
—No, en absoluto. Ni siquiera hace falta que dejes la ciudad, eso es lo más extraño, toda una maravilla. Es muy complicado explicar cómo sé lo que sé. Espera un momento. Mira, coge esto.
Gleer sacó un objeto que hasta entonces había permanecido escondido en algún sitio, en la oscuridad, y lo dejó encima de la mesa. Dregler se quedó mirando fijamente el libro. Estaba forrado de una tela de color herrumbre, y los caracteres dorados escritos en su lomo estaban pelados. Por lo que Dregler pudo deducir de los fragmentos de letras que quedaban, parecía que el título del libro era Electrodinámica para principiantes.
—¿Qué se supone que es esto? —le preguntó a Gleer.
—Solo una especie de pasaporte, no significa nada por sí mismo. Esto va a sonar ridículo, ¡ya lo sé!, pero te interesa llevar el libro a este establecimiento… —dijo Gleer y colocó una tarjeta de visita sobre la cubierta del tomo— y preguntarle al propietario cuánto te da por él. Sé que vas a esas tiendas cada dos por tres. ¿Te suena?
—Vagamente —contestó Degler.
El establecimiento en cuestión, como se podía leer en la tarjeta de visita, era «Brothers’ Books: Compraventa de libros raros y antiguos. Se compran bibliotecas y colecciones. Mucho stock de ciencias ocultas y la Guerra Civil Americana. No hace falta concertar cita previa. Miembros de la Asociación de libreros filosóficos de Manhattan. Hermanos Benjamín, fundadores y propietarios».
—Me han comentado que el propietario de este sitio te conoce por tus escritos —dijo Gleer, y añadió con voz monótona y ambigua—: Cree que eres un auténtico filósofo.
Dregler miró con detenimiento a Gleer mientras sus largos dedos jugueteaban de forma ausente con la tarjetita.
—¿Me estás diciendo que se supone que la Medusa es un libro? —inquirió.
Gleer se quedó mirando la superficie de la mesa y luego alzó la mirada.
—No te estoy contando nada de lo que no esté seguro, lo que no es mucho. Por lo que yo sé, aún podría ser algo que imaginas o quizá ya has imaginado. Por supuesto, puedes tomarte esta información como quieras, no dudo que lo harás. Si quieres saber más que yo, entonces ve a visitar esa librería.
—¿Quién te dijo que me contaras esto? —preguntó Dregler con tranquilidad.
—Es mejor que no diga nada respecto a eso, Lucian. Podría arruinar la función, por así decirlo.
—Muy bien —dijo Dregler mientras sacaba la cartera y se guardaba la tarjeta.
Se levantó y empezó a ponerse el abrigo.
—¿Eso es todo? No es que quiera ser grosero, pero…
—¿Por qué deberías comportarte de un modo distinto a como actúas habitualmente? Pero tengo que decirte una cosa más. Por favor, siéntate. Escucha, nos conocemos desde hace mucho tiempo, Lucian, y sé lo que esto significa para ti; así que, pase lo que pase, yo no quiero ser responsable. Solo he hecho lo que creí que tú mismo querrías que hiciera. Bien, dime si tengo razón.
Dregler se volvió a incorporar y se puso el libro debajo del brazo.
—Sí, supongo, pero estoy seguro de que nos veremos otra vez. Buenas noches, Joseph.
—Una copa más —le ofreció Gleer.
—No, buenas noches —respondió Dregler.
Cuando empezó a alejarse de la mesa, para su vergüenza casi se golpeó la cabeza con una viga de madera maciza que estaba colocada peligrosamente baja en aquella oscuridad. Se dio la vuelta para ver si Gleer se había dado cuenta de su torpe percance. ¡Y eso que solo había bebido una copa! Pero Gleer estaba mirando a otro sitio, a través de la ventana, hacia los enredados zarcillos del olmo y el carácter lívido que proyectaban sobre él los focos fijados en lo alto de la pared exterior.
Durante un rato, antes de irse a la cama, que estaba a unos pasos de la ventana de su cuarto, Dregler observó sin pensar los árboles de la calle acariciados por el viento. A su lado tenía ahora una copia de su primer libro, Reflexiones sobre la Medusa. Lo cogió y leyó sus páginas de manera poco sistemática.
Los adoradores de la Medusa, incluidos aquellos que atascan las páginas con «entendimientos» e interpretaciones como estas, son los habitantes más horribles de la Tierra, y los más numerosos. ¿Pero cuántos de ellos se conocen tan bien? Cabe la posibilidad de que exista un culto interior de la Medusa, pero repito de nuevo: ¿quién pensaría en la existencia de tales seres durante el tiempo necesario para acorralarlos y ejecutarlos?
Puede que los muertos sean los únicos que no estén confabulados con la Medusa. Nosotros, en cambio, somos los aliados, pero siempre en contra de nosotros mismos. ¿Cómo alguien puede convertirse en su compañero y… vivir?
Nunca corremos el peligro de contemplar a la Medusa, puesto que para que eso ocurra ella necesita nuestro consentimiento. Pero una catástrofe mucho mayor aguarda a aquellos que saben que la Medusa los mira, y pronto la corresponderán de igual modo. Qué mejor definición para un hombre marcado: el que «tiene ojos» para la Medusa, cuyos ojos poseen una voluntad y un destino propios.
¡Oh, ser una criatura sin ojos! ¡Qué cambio convertirse en piedra!
Dregler cerró el libro y lo volvió a dejar en una de las estanterías de la habitación. En el mismo estante abarrotado, piel y tela haciendo presión contra tela y piel, había una carpeta gruesa llena de hojas sueltas. Se la llevó consigo a la cama y empezó a buscar entre las páginas. Con el paso de los años aquel archivo había crecido muchísimo, pues empezó siendo unas notas aleatorias (recortes, fotografías y diversas referencias que Dregler copiaba a mano) y se fue expandiendo hasta convertirse en un almacén de infernales descubrimientos fortuitos, un legado de terribles coincidencias. Y el tema de todas las entradas en esta involuntaria enciclopedia era la misma Medusa.
Algunos de los documentos estaban separados en un apartado denominado «gracioso», que incluía un tebeo (que Dregler cogió del estante de una papelería) que representaban a Medusa como una superheroica que usaba sus horribles poderes solo sobre enemigos igual de horribles, en un mundo sin belleza. Otros estaban guardados bajo el título «irrelevante», donde había una vieja tira deportiva de unos sietes centímetros de largo que alababa al campeón de la temporada, el «Señor (sic) Medusa». También había una escasa sección del archivo, sin ningún nombre oficial, que Dregler no podía dejar de calificar de «auténtico terror». Entre estos destacaba un artículo especial de un periódico británico sensacionalista, una crónica sin imágenes sobre un hombre que sospechó durante un año que su mujer era poseída de vez en cuando por un demonio con serpientes en la cabeza, un pequeño guiñol sin sentido que terminó con la decapitación de la mujer mientras dormía una noche, y la subsiguiente encarcelación de un demente.
Una de las subcategorías menos creíbles del archivo consistía en un dato extraído de los propagadores menos legítimos del conocimiento humano, revistas «científicas» renegadas, boletines informativos de antropología ocultista y publicaciones de varios centros de estudios diversos. Las contribuciones al archivo de semanarios como El ex centauro, un número atrasado con el que Dregler dio en ningún otro sitio más que en Brothers’ Books, estaba catalogado conjuntamente como «Medusa y los medusianos: observaciones y material explicatorio». Un número anterior de esa publicación incluía un artículo que atribuía el nacimiento de Medusa, y de toda la vida en la Tierra, a uno de los muchos visitantes extraterrestres, por lo que este planeta había sido una especie de bar de carretera o servicio público de camino hacia otros lugares en otros sistemas galácticos.
Todos estos hallazgos esclarecedores los disfrutaba Dregler con una alegría desagradable, sobre todo aquellas proclamaciones de los más altos sacerdotes de la mente y el alma humana, que siempre relegaban la Medusa a un submundo parasicológico donde es la imagen por excelencia del pánico romántico. Pero entre las curiosidades que conservaba había un arranque único de prosa cuyo autor parecía seguir los propios pasos de Dregler: un hombre tras su propio corazón. «¿Podemos librarnos», preguntaba el escritor de forma retórica, «de la “fuerza vital” simbolizada por la Medusa? ¿Puede esta energía, si tal cosa existe, ser destruida, aplastada? ¿Podemos, en la arena de nuestro ser, salir pisando fuerte como un gladiador, con la malla y el tridente en mano, atizar y abatir, pinchar y sacudir, atormentar ese desalmado y horrible demonio hasta provocarle una locura insoportable, y por fin aniquilarlo para deleite de nuestros nervios que lo estaban reclamando y para nuestro espiritual y ensordecedor aplauso?». Por desgracia, sin embargo, estas palabras se escribieron en el sentido más miserable del sarcasmo por un crítico que de manera paródica reseñó las propias Reflexiones sobre la Medusa de Dregler cuando aparecieron por primera vez hace veinte años.
Pero Dregler nunca buscó que le criticaran sus obras, y lo curioso, lo asombroso, fue que este artículo, como todos los otros boletines y deliberaciones sobre la Medusa, había caído simplemente en sus manos de forma espontánea, en esta ocasión en la consulta de un dentista. Aunque había leído muchos artículos sobre la Medusa, nada del material de su caótico archivo había sido obtenido por medios normales de investigación. No consiguió ninguno de manera oficial, ninguno fue previsto. En pocas palabras, fue todo un regalo de circunstancias imprevistas, un asunto totalmente extraoficial.
¿Pero qué probaba todo esto exactamente, que se le continuaban ofreciendo piezas de este rompecabezas? No demostraba nada, ni exactamente ni de otra manera, tan solo era un efecto secundario de su preocupación por un único tema. Por supuesto, estaría al tanto de sus actuaciones intermitentes en la escena de la rutina diaria. Esto era normal. Pero aunque esos «descubrimientos» no demostraran nada de manera racional, siempre le sugerirían más cosas a su imaginación que a su razón, sobre todo cuando se volcaba en los contenidos colectivos de esos archivos dedicados a su compañera más antigua.
De hecho, era una referencia a ese tipo de imaginación lo que buscaba ahora tumbado en la cama; y allí la encontró. Era un párrafo que había copiado una vez en una biblioteca de un librito amarillo que se titulaba Cosas de aquí y allá. «No hay nada en la naturaleza de las cosas» —empezaba la cita—, «que impida a un hombre ver un dragón o un grifo, una gorgona o un unicornio. Nadie, a decir verdad, ha visto una mujer cuyos cabellos son serpientes, ni tampoco un caballo de cuya frente sale un cuerno; aunque los hombres primitivos puede que vieran dragones, conocidos por la ciencia como pterodáctilos, y monstruos más inverosímiles que los grifos. En todo caso, ninguna de estas fantasías zoólogas viola las leyes principales del intelecto; las bestias de la heráldica y la mitología no existen, pero no hay motivo en la naturaleza de las cosas ni en las leyes de la mente que impida que existan».
Por tanto, Dregler, habida cuenta de la naturaleza de las cosas, suspendió todo criterio hasta que visitara una librería en cuestión.
Era ya bien entrada la tarde del día siguiente, después de que pasara de todo en un día de dudas y desidia, cuando Dregler entró en una tiendecilla situada entre un edificio gris y otro marrón. Casi al alcance de la mano la una de la otra, las paredes opuestas de la librería estaban llenas de libros. A los estantes de arriba solo se podía llegar mediante una larga escalera y los más altos no estaban diseñados para que se tuviera acceso. Los números atrasados de viejas revistas como la Blackwood’s, The Spectator o las ediciones londinense y norteamericana de Mercurys estaban amontonadas en grandes pilas desordenadas junto al escaparate de delante, con las cubiertas pastosas agonizando al sol. Había páginas sueltas de novelas olvidadas, pegadas para siempre en el suelo o engurruñadas en un rincón. Dregler vio la página 202 de La segunda escalera a sus pies y no pudo evitar una compasión sardónica por el par de ojos anónimos que se enfrentaban a un callejón sin salida inesperado en el relato de aquel viejo misterio. Después se preguntó de nuevo cuántos cientos de esos volúmenes se habrían curioseado desde la última vez. Esto incluía, por supuesto, el que tenía en las manos y por el que ahora sucumbía a un breve y absurdo sentido de protección. Dregler culpaba a su amigo Gleer por aquella cuestión delicada que él suponía era una farsa de lo más grande y grosera.
Sentado detrás de un mostrador bajo en la distancia telescópica de la parte trasera de la tienda, un hombre pequeño y fofo con gafas de montura metálica lo estaba mirando. Cuando Dregler se acercó al mostrador y dejó el libro sobre él, el hombre, Benjamín Brothers, de un brinco se puso en posición de alerta.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó. El tono claro de su voz era el del típico empleado que saluda de manera formal y familiar.
Dregler asintió y reconoció vagamente a aquel hombre bajito de su última visita, hacía ya algunos años. Colocó bien el libro sobre mostrador, solo para centrar la atención en él, y dijo:
—Supongo que no vale la pena molestarse en traer esto a la tienda.
El hombre sonrió con cortesía.
—Tiene razón, señor. Los viejos libros de texto como ese no valen casi nada para nadie. Ahí abajo, en el sótano —comentó mientras señalaba a una puerta estrecha— tengo, literalmente, cientos de este tipo. También hay otras cosas, ya sabe. El gremio de libreros lo llama «la casa de los tesoros de Benny». Pero a lo mejor hoy solo está interesado en vender libros.
—Bueno, como ya estoy aquí…
—Usted mismo, doctor Dregler —dijo cordialmente el hombre mientras Dregler se acercaba a la escalera.
Al oír su nombre, Dregler se paró, se dio la vuelta hacia el vendedor y luego avanzó hacia las escaleras.
Ahora recordaba el almacén del sótano, así como los tres largos tramos de escalera que había que bajar hasta llegar a aquellas insólitas profundidades. La librería al nivel de la calle no era nada más que un pequeño armario descuidado en comparación con el desorden expansivo que había allí abajo. Era una caverna abarrotada, llena de montañas y montones, con filas repletas de estanterías cuyo sistema de orden no se percibía a simple vista. Era un universo constituido solo por libros a modo de ladrillos ligeramente recortados. Pero si la Medusa era un libro, ¿cómo iba a encontrarlo en aquel caos? Y si no lo era, ¿qué otra forma definitiva podía encontrar de un fenómeno que había evitado definir todos estos años, y cuyo símbolo más exacto era una mujer espantosa con la cabeza de serpientes?
Durante un rato se dedicó simplemente a deambular por los sinuosos pasillos y los profundos nichos del sótano. De vez en cuando cogía un libro cuya apariencia atraía su interés, lo sacaba de una masa indefinida de lomos estropeados y lo rescataba antes de que pasara años atrapado en el mismo sitio, y sus palabras se mezclaran con los incesantes volúmenes de «la casa de los tesoros de Benny» y se fusionaran en un balbuceo de páginas ocultas y sin sentido. Al abrir el libro, apoyó uno de sus raídos hombros contra una estantería muy alta y mugrienta. Después de pasar un rato en la desolación enclaustrada del sótano, Dregler se encontró bostezando y rascándose inconscientemente, como si estuviera aislado en un santuario personal.
Pero de repente fue consciente de esta asunción de privacidad que se había inculcado en él y aquella sensación pereció al instante. Entonces, esa impresión de total aislamiento fue reemplazada, a todos los niveles de respuesta de una criatura, por su opuesto, pues, ¿no había escrito él que «el bienestar personal sirve solo para excavar dentro del alma un abismo que espera llenarse por un desprendimiento de terror, un molde vacío cuyas dimensiones especiales un día crearán la forma de tu único miedo?».
Fuera o no el caso, Dregler pensaba que ya no estaba solo, o a lo mejor nunca lo había estado, en la caótica casa de los tesoros. Continuó actuando como si en realidad lo estuviera, solo que dejó de bostezar y rascarse. Hacía tiempo había descubierto que un ligero arrebato de pánico era un estado capaz de dificultar los momentos más tediosos de una persona. Así que no trató enseguida de detener esta, seguramente ilusoria, sensación. Sin embargo, como cualquier estado dependiente de la acción de fuerzas delicadas e insondables, el estado de ánimo de Dregler o su intuición estaban sujetos a metamorfosis inesperadas.
Cuando el estado de ánimo o la intuición de Dregler pasó a una nueva fase, su entorno también le siguió: tanto él como la casa de los tesoros cruzaron a la vez el límite que divide el pánico juguetón de aquel con una naturaleza más letal, lo que no quiere decir que un tipo de temor pueda disculparse más que el otro, puesto que son igual de contrarios a la lógica. («En lo que respecta al terror, la intensidad en sí misma no garantiza la validez»). Así que no significaba nada necesariamente que los pasillos serpenteantes de libros parecieran apretarse contra el suspicaz bibliófilo, que las estanterías parecieran ahora más llenas de sus ligeras y mohosas existencias, que unas sombras y el leve sonido de unos pies al arrastrarse parecieran juguetear como una fuga a través del polvo y la penumbra de la casa subterránea de los tesoros. ¿Podrían, al doblar la siguiente esquina, hacerle ver lo que no debería verse?
Dio la casualidad que al doblar la esquina vio que estaba atrapado, pues era un callejón sin salida de estanterías que formaban tres paredes que casi llegaban a las vigas del techo. Dregler se encontró a sí mismo de cara a la pared trasera, como un niño travieso al que han castigado en el colegio. Miró de arriba abajo como si estuviera decidiendo si era real o no, como si estuviera considerando si alguien podía traspasarlo una vez vencida la ilusión de su solidez. Y justo cuando estaba a punto de darse la vuelta y abandonar ese rincón, algo le rozó ligeramente el hombro. Con una brusquedad involuntaria se giró en aquella dirección, tan solo para sentir la misma caricia etérea, esta vez de lleno, en la espalda. Siguiendo el sentido contrario a las agujas del reloj, llevó a cabo una vuelta entera, hasta que se quedó mirando fijamente a alguien que también se quedó mirándolo a él en el mismo sitio donde estaba hacía tan solo un instante.
Las botas de tacón alto de la mujer la colocaban a la misma altura que él y su sombrero parecido a un turbante la hacía parecer un tanto más alta. Se lo sujetaba en el lado derecho, el izquierdo de Dregler, con un broche de metal con incrustaciones de piedras rosas de aspecto acuoso. Por debajo del sombrero sobresalían unos mechones de pelo color paja sobre una frente sin arrugas. Un par de gafas coloreadas, unos labios sin pintar, y después, un abrigo de cuello alto que descendía como un cilindro oscuro y elegante hasta sus botas. Con calma, sacó un bloc de uno de sus bolsillos, arrancó la primera hoja y se la dio a Dregler.
«Perdone si lo he sobresaltado», decía.
Después de leer la nota, Dregler miró a la mujer y vio que se daba con delicadeza unos golpecitos en el cuello, pero solo un par de veces y únicamente para indicar algún problema en la voz. Dregler se preguntó si sería laringitis o algo crónico. Observó la nota otra vez y se fijó en el nombre, la dirección y el número de teléfono de una empresa que vendía calderas y aparatos de aire acondicionado, lo que, por supuesto, no le dijo nada.
La mujer entonces arrancó un segundo mensaje de la libreta y lo apretó contra la palma de la mano de Dregler, que ya tenía un papel, mientras le sonreía a propósito. ¡Qué ganas tenía de ver lo que estaban haciendo sus ojos! Ella le estrechó ligeramente la mano antes de apartar la suya y salir de manera silenciosa y sin dejar ningún rastro perceptible para el olfato, pues ya era bastante fuerte el hedor que Degler detectó en el aire al mirar la nota donde se leía: «Respecto a M.».
Y debajo de ese mensaje de palabra y media había una dirección y, más abajo, una hora del día siguiente. Tenía una bonita letra, la más atractiva que Dregler jamás hubiera visto.
A la luz de lo ocurrido los últimos días, casi se esperaba la nota que lo aguardaba al llegar a casa. Estaba doblada por la mitad, metida por debajo de la puerta de su apartamento.
«Querido Lucian» —empezaba— «justo cuando crees que las cosas han llegado al límite de la ridiculez, se vuelven todavía más ridículas. En resumen: ¡Hemos sido nosotros! Ambos. Y mi mujer, ni más ni menos, con una amiga suya, una profesora rubia de antropología que creo que ya sabes quién es; en todo caso, ella te conoce, o al menos tus escritos, y tal vez ambas cosas. Te lo explicaré todo cuando nos encontremos, lo que me temo que no será hasta que mi mujer y yo volvamos de otra “excursión”. Estamos echando un vistazo a otras islas, esta vez en el Pacífico.
»Pensaba que eras lo bastante escéptico como para no ir a la librería, pero después de no encontrarte en casa, temí lo peor. Espero que no te hicieras demasiadas ilusiones, aunque creo que eso no te ha pasado nunca, así que sea como sea, no ha salido nadie perjudicado. Las chicas me explicaron que lo que hicieron fue un engaño pseudo científico, una broma práctica y abstrusa. Si piensas que te tomaron el pelo, imagínate yo. Es increíble cómo consiguieron que me pareciera tan real toda la artimaña, pero si llegaste a la librería, sabrás que el final del chiste no es muy bueno. El asunto, como te comentaba, era despertar tu interés de tal forma que te hiciera actuar un poco de manera ridicula. Tengo curiosidad por saber cómo reaccionó el señor B. Bros, cuando el distinguido autor de Reflexiones sobre la Medusa y otras obras meditabundas se le presentaba con un viejo libro de texto sin ningún valor.
»De veras espero no haberte hecho pasar vergüenza y los dos, los tres, nos disculpamos por haberte hecho perder el tiempo. Nos vemos pronto, morenos y calmados por el edén de los mares del sur. Y tenemos planes para hacerlo todo como tú quieras, te lo prometo».
La nota estaba firmada, por supuesto, por Joseph Gleer.
Pero la confesión de Gleer, aunque para Dregler era evidente que se la creía, ya no era más convincente que su «pista» sobre una librería Medusa. Porque esa pista, que Dregler no se había creído en ningún momento, le llevaba más allá de lo que Gleer, quien ya no creía en ella, sabía. Así que, al parecer, mientras su amigo había sido apaciguado por una falsa iluminación, Dregler iba a sufrir solo los efectos de un auténtico estado de ignorancia; y quienquiera que fuese el que estaba detrás de aquella historia, fuera verdadera o falsa, conocía muy bien la forma de pensar de los dos hombres.
Dregler recogió todas las notas que había recibido aquel día, las juntó con un clip y las puso en un nuevo apartado de su enorme archivo, que catalogó de manera provisional como «confrontaciones personales con la Medusa, sean reales o aparentes».
La dirección que le habían dado a Dregler el día anterior no parecía muy lejos para ir caminando, sobre todo con lo nervioso e intranquilo que estaba. Pero por alguna razón se sentía bastante cansado aquella mañana, así que pidió un taxi para que le llevara por una ciudad ensombrecida en medio de una llovizna. En la espaciosa dilapidación del asiento trasero del taxi, observó un par de cosas. Se preguntó: ¿por qué las gafas del taxista, que de vez en cuando llenaban el retrovisor, eran incluso más oscuras que el día? ¿Tenía por costumbre fijarse en todos sus pasajeros? ¿Eran tal vez los restos de ese asiento trasero, la colilla en forma de L en el brazo de la puerta o el negro corazón de manzana en el suelo, los que servían como objetos de su admiración?
Dregler se cuestionó unas cuantas cosas más sobre el rutinario paseo, sobre aquel día empapado y sobre la ciudad donde los paraguas se multiplicaban como champiñones en medio del gris, hasta que se quedó satisfecho con su falta de sentido de bienestar. Antes lo preocupaba que su flujo de respuestas aquel día no fuera el de un hombre que estaba a punto de enfrentarse a la Medusa. Lo angustiaba que pudiera contemplar ese recorrido y su destino con gran entusiasmo o como una aventura de algún tipo; en resumen, temía que su actitud demostrara, en cierto modo, un grado de locura. Mantenía que estar cuerdo era estar sedado con melancolía o activado por la histeria, dos reacciones que «están garantizadas siempre y de igual modo para quienes cuentan con la capacidad de percibir el sonido». El resto eran irracionales, meros síntomas de imaginaciones pasadas, de memorias que ya no funcionaban. Y encima de esas respuestas triviales, un solo ascenso permisible, la única trascendencia válida, algo sardónico: una felicidad absoluta que elimina el universo visible con burlas de alegría oscura, un éxtasis consciente. Todo lo que sea «misticismo» era un signo de desviación o distracción, una herejía de lo obvio.
El taxi giró en una manzana de casas de piedra rojiza mojada y paró delante de una estrecha acera con césped que sobresalía bajo las ramas desnudas de dos abedules pequeños. Dregler pagó al taxista, que no expresó ninguna gratitud a pesar de la propina, y caminó rápido a través de la llovizna hacia un edificio de ladrillos dorados con los números dos-cero-dos en color negro sobre una puerta negra con un pomo y una aldaba de latón. Después de revisar la información del papel arrugado que sacó del bolsillo, Dregler pulsó el brillante timbre. No se veía nadie más en la calle, con los árboles y el suelo fragantemente húmedos.
La puerta se abrió y Dregler entró con rapidez. Un hombre vestido de manera pobre y de edad indefinida cerró la puerta tras él y le preguntó con un tono de voz anodino:
—¿Dregler?
El filósofo respondió con un movimiento de cabeza afirmativo. Después de unos momentos sin reaccionar, el hombre pasó por delante de él y le hizo señas para que lo siguiera por el pasillo de la plata baja. Se detuvieron en una puerta que estaba justo debajo de la escalera principal que iba a dar a los pisos superiores.
—Por aquí —lo guió el hombre mientras colocaba su mano sobre el pomo de la puerta.
Dregler se fijó en el anillo, la piedra de agua de rosas engarzada en plata, y la disyuntiva entre la apariencia adusta del hombre y aquella joya relativamente llamativa. El hombre empujó la puerta para abrirla y, sin entrar en la habitación, pulsó un interruptor en la pared del interior para encender la luz.
Todo parecía indicar que era un almacén normal, lleno de gran variedad de objetos.
—Póngase cómodo —dijo el hombre mientras le indicaba a Dregler el camino hacia la habitación—. Márchese cuando quiera, solo cierre la puerta cuando se vaya.
Dregler le echó un vistazo a la estancia.
—¿Hay algo más? —preguntó de manera humilde, como si fuera el alumno más idiota de la clase— ¿Esto es todo, entonces? —insistió con un tono de voz más tranquilo y elegante.
—Esto es todo —repitió el hombre en voz baja.
Después cerró la puerta despacio y desde el interior Dregler pudo oír que sus pasos volvían por el pasillo.
La habitación tenía el tamaño normal de cualquier trastero y el techo caía hacia abajo con ligera inclinación donde unos escalones angulares ascendían por el otro lado. En otro lugar, el perfil era borroso, confuso, por las sábanas con forma de mesas, lámparas o caballitos; una pila de mecedoras, sillas de bebé y otros artículos de mobiliario en desuso; calcetines de media colgados de ganchos que parecían pitones muertas; jaulas de animales cuyas puertas estaban abiertas sobre una única bisagra; viejos botes de pintura y un aguarrás moteado que parecía huevo y un aplique de luz cubierto de polvo que proyectaba una neblina gris sobre todo.
De algún modo en aquel cuarto no había una variedad de fragancias que contara una historia de su origen, sino tan solo un olor fragmentado, como uno de los muchos puzzles: su imagen completa estaba oscurecida como las sombras en una cueva y se retorcía en un montón de direcciones diferentes por las paredes curvas. Dregler miró a su alrededor, recogió un par de objetos pequeños y enseguida volvió a dejarlos donde estaban porque le temblaban las manos. Encontró una caja donde sentarse, mantuvo los ojos abiertos y esperó.
Más tarde no recordaría cuánto tiempo se había quedado en aquella estancia, aunque consiguió retener todos los matices de la vigilia sin acontecimientos importantes para usarlos después en sus sueños voluntarios o involuntarios. (Estaban recopilados en ese apartado cada vez más útil denominado «confrontaciones personales con la Medusa», una sección que se estaba desarrollando como una zona en la que se arremolinaban formas rojas y cientos de voces sibilantes). Sin embargo, guardaría vívidamente el recuerdo de que se había marchado de la habitación lleno de pánico después de mirarse en un antiguo espejo que tenía una fisura delgada que descendía hasta el centro. Y cuando salió, se quedó sin aliento al sentir que algo tiraba de él hacia la habitación. Pero tan solo era un hilo suelto de su abrigo que se le había enganchado en la puerta. Al final, el hilo se rompió de un tirón y fue libre para marcharse, con el corazón desbocado.
Dregler nunca les contó a sus amigos el éxito que había tenido aquella tarde, aunque tampoco podría habérselo explicado de un modo sensato aunque hubiera querido hacerlo. Como habían prometido, le compensaron cualquier molestia o bochorno que Dregler pudiera haber sufrido como resultado del, según Gleer, «incidente de la librería». Los tres dieron una fiesta en su honor y por fin conoció a la nueva esposa de Gleer y a su cómplice de la «broma». (Para Dregler fue lógico que nadie, y él menos que nadie, admitiera que había sido algo más que eso). Lo dejaron un instante con aquella mujer en un rincón de una sala llena de gente. Mientras que ambos conocían la obra del otro, al parecer era la primera vez que se encontraban personalmente. No obstante, ambos confesaron tener la impresión de conocerse antes sin ser capaces de corroborar el origen de esa sensación, o sin querer hacerlo. Y aunque ambos habían asistido a muchas fiestas comunes, no encontraron ninguna relación directa entre los dos.
—Tal vez fue una alumna mía —sugirió Dregler.
—Gracias, Lucian —dijo ella después de sonreír—. Pero no soy tan joven como crees.
Después la empujaron por atrás («uy», dijo un profesor de universidad, achispado) y algo con lo que había estado jugueteando en sus manos acabó dentro del vaso de Dregler, lo que convirtió la bebida burbujeante en un líquido rosa claro.
—Lo siento mucho. Déjeme que vaya a por otra —se disculpó y luego desapareció entre la multitud.
Dregler sacó el pendiente del vaso y se escabulló con él antes de que ella volviera con una nueva bebida. Más tarde aquella noche, lo colocó en una cajita con una etiqueta en la que se.
leía «tesoros de la Medusa».
Pero no podía demostrar nada y lo sabía.
No muchos años después, Dregler daba uno de sus famosos paseos por la ciudad. Desde el incidente de la librería, había añadido nuevos títulos a sus obras, y con ello, de algún modo, se había ganado unos lectores fieles y fascinados que antes lo eludían. Hasta su «descubrimiento», solo le había dedicado un interés distante a los círculos populares y del mundo académico, pero ahora cualquier costumbre, y entre ellas sus divagaciones diarias, se había convertido por los comentaristas en «características representativas» y «singularidades definitorias». «Los paseos de Dregler», afirmaba un artículo, «son un ejercicio de la mente moderna, un viaje urbano realizado por un Ulises torturado sin su Itaca». Otro artículo presentaba esta contraportada inigualable: «el heredero más barroco de las obsesiones del existencialismo».
Pero fueran cual fuesen las necedades que habían inspirado, sus últimos libros —Un ramo de gusanos, El banquete de las arañas y Nuevas reflexiones sobre la Medusa— le habían permitido «llegar a las mentes de una generación moribunda y transmitirles su dolor». Estas palabras fueron escritas, por extraño que parezca, por Joseph Gleer en una crítica muy favorable de las Nuevas reflexiones para una publicación filosófica trimestral. Lo más seguro es que pensara que aquella reseña hiciera renacer la amistad de su antiguo compañero, pero Dregler nunca reconoció el esfuerzo de Gleer, ni las repetidas invitaciones para reunirse, u otras cosas, con su mujer y él. ¿Qué podía hacer Dregler? Lo supiera Gleer o no, ahora era uno de ellos; así como él, aunque lo salvaba ser consciente de este hecho perturbador, lo que formaba parte de su dolor.
«Solo podemos vivir dejando nuestra “alma” en las manos de la Medusa», escribió Dregler en Nuevas reflexiones. «Lo de menos es que sea un ángel o una gárgola. Simplemente nos permite una desviación truculenta de alguna catástrofe final que nos convertiría en piedra; es una máscara que oculta el peor semblante, una medicina que adormece la mente. Y la Medusa se ocupará de eso que hemos protegido, cerrará nuestros párpados con la baba pegajosa de sus serpientes, mientras sus cuerpos se alargan y deslizan por nuestros labios para devorarnos desde dentro. Esto es lo que nunca debemos presenciar, salvo en la imaginación, donde la vista es encantadora. Con la palabra, no menos que con la mente, la Medusa fascina mucho más que horroriza y nos amenaza con la petrificación. Al otro lado, está lo inimaginable, lo insólito, lo que no debería existir: por tanto, lo real. Esto es lo que asfixia nuestras almas con un centenar de dedos en algún lugar, puede que en esa oscura estancia que nos hace olvidarnos de nosotros mismos, ese lugar donde nos abandonamos entre sombras y extraños sonidos, mientras nuestras palabras y pensamientos dan vueltas como estúpidas mascotas juguetonas, a las desviaciones de un desastre inconmensurable. La tragedia es que debemos acercarnos para evitar este peligro. Solo podemos escondernos del horror en el corazón del horror».
Dregler había alcanzado el final de su camino diario, el punto en el que normalmente se daba la vuelta y volvía a su apartamento, esa otra habitación. Se quedó mirando fijamente la puerta negra con el pomo y la aldaba de latón, y luego su mirada recorrió la calle hasta una fila de ventanas en saledizo y porches iluminados, que resplandecían como locos mientras anochecía. Al mirar hacia el cielo, vio las cúpulas azuladas de las farolas: halos invertidos u ojos abiertos. Una llovizna empezó a caer, nada que fuera muy molesto; pero al poco rato Dregler ya estaba buscando cobijo en la acogedora casa de piedra rojiza.
No tardó mucho en llegar a la puerta de la habitación, con las manos bien metidas en los bolsillos de su abrigo y lejos de toda tentación. Vio que nada había cambiado, nada en absoluto. Nadie había abierto la puerta desde la última vez que la cerrara él aquel agitado día, hace años. Sabía que había una prueba, de algún modo: aquel largo hilo de su abrigo todavía colgaba de donde se había enganchado entre la puerta y el marco. Ahora no había duda de lo que haría.
Iba a ser un vistazo rápido a través de una rendija de un palmo de ancho, pero suficiente para arriesgarse a la desilusión y la dispersión de todos los encantadores traumas que había articulado en su mente y sus libros, que esparció como aquellas sombras peculiares que imaginaba que había en la habitación. Y las voces, ¿oía aquel silbido que anunciaba su presencia así como las sombras rojas que revoloteaban? Mantuvo la vista fija sobre la mano que tenía en el picaporte, lo giró con cuidado y empujó suavemente la puerta para abrirla. La primera cosa que vio fue que su mano adquirió un brillo sonrosado, como la aurora; luego el tono carmesí de un atardecer mientras la extraña iluminación de la estancia la bañaba cada vez más.
No tuvo que buscar y encender el interruptor que había dentro, pues su vista, todavía excepcional, se vio ayudada por la posición de determinado espejo resquebrajado, lo que le otorgó a sus ojos una entrada en las oscuras profundidades de la habitación… ¿y en el fondo del espejo? Había una imagen dividida, algo fracturado por un abismo delgado como un hilo del que salía un resplandor rojo y viscoso. Había un hombre en el espejo; no, no era un hombre sino un maniquí o una figura paralizada de algún tipo. Estaba desnudo y tieso, apoyado contra una pared llena de cosas, con los brazos extendidos a la espalda, como si intentara evitar una caída hacia atrás. La cabeza también la tenía estirada hacia atrás, casi como si se hubiera desnucado; los ojos, un par de líneas bien selladas, dos arrugas oculares que habían reemplazado a las mismas cuencas, estaban cerrados con fuerza. Y la boca la tenía tan abierta en un grito sordo que todas las arrugas se habían alisado en aquella parte de la vieja cara.
Apenas reconocía aquel rostro, aquella forma desnuda y paralizada que había olvidado, excepto como una metáfora morbosa que una vez utilizó para describir la asombrosa condición de su alma. Pero ya no era una encantadora imagen de la imaginación. El reflejo había dado su encanto, lo había hecho aceptable para la cordura, al igual que aquel reflejo había convertido a aquellas serpientes, y al que las llevaba, en algo pintoresco y no aterrador. Pero por más reflejos que hubiera, no podía pensar que vería la cosa en sí misma ni el estado de petrificación.
Las serpientes se movieron y se enrollaron en los tobillos, las muñecas y en el cuello; entraron a hurtadillas en la boca de un hombre que gritaba y curiosearon en sus ojos. En el fondo del espejo se abrieron otro par de ojos del color del vino mezclado con agua y miraron a través de una masa oscura y enmarañada. Esos ojos se encontraron con los suyos, pero no en el espejo. Y su boca gritó, pero sin hacer ruido. Finalmente, volvió a unirse, del peor modo posible, con aquella cosa del interior.
Rígido dentro de la piedra, oyó que pensaba. ¿Dónde está el mundo, mis palabras? Ya no había mundo, ni palabras, ahora solo quedaba aquella estrecha estancia y sus dos ocupantes. Para él ya no existiría nada más, podría existir ni, en realidad, habría existido. En su propio corazón teñido de rosa, su horror lo había encontrado al fin.