Era primavera, aunque a principios de la estación, cuando vino a vivir con nosotros una joven. Su propósito era encargarse de la casa mientras mi madre sufría una enfermedad indeterminada, persistente pero no grave, y mi padre estaba fuera por negocios. Llegó uno de esos días neblinosos en los que la llovizna a menudo predominaba durante los primeros meses de aquel año en concreto, y que permaneció en mi memoria como un detalle de aquella época extraordinaria. Puesto que mi madre estaba confinada en su cama y mi padre se hallaba ausente, me tocaba a mí contestar a aquellos golpeteos fuertes e insistentes en la puerta delantera. Resonaban por todas las habitaciones de la casa y retumbaban en los rincones más lejanos de los pisos de arriba.
Al tirar del curvo picaporte de metal de la puerta, enorme para mi pequeña mano de niño, me la encontré de espaldas a mí, mirando fijamente un mundo de niebla que cada vez se hacía más oscuro. Su pelo negro brillaba bajo la luz del vestíbulo. Mientras se daba la vuelta despacio, mis ojos se clavaron en el gran turbante de ébano que tenía por cabello, doblado sobre sí mismo una y otra vez de manera muy minuciosa, y que de algún modo se rebelaba contra aquella disciplina porque muchos mechones brillantes escapaban de sus vueltas y aparecían al azar. En realidad, fue a través de un conjunto desordenado de mechones de pelo cubiertos de niebla cuando me vio por primera vez, al tiempo que decía:
—Mi nombre es…
—Lo sé —la interrumpí.
Pero en aquel momento no era tanto su nombre lo que conocía, a pesar de los recitados a conciencia que me dirigía mi padre, como todas las correspondencias inesperadas que sentí con su presencia física, pues incluso después de que entrara en la casa, mantuvo la cabeza un poco girada y miró por encima del hombro, a través de la puerta abierta, los elementos de fuera, al tiempo que escuchaba con intensa expectación. Para entonces la extraña ya había adquirido una orientación precisa entre el caos de caras y otros fenómenos. De forma bastante literal su lugar era oscuro, y estaba situado en las profundidades del ambiente peculiar de aquella tarde de primavera, cuando los gestos naturales de la estación aparentemente se habían distanciado, suprimidos por una desolación de otro mundo, una exuberancia en constante agitación, oculta tras oscuras almenas de nubes que surgían imponentes sobre un paisaje pelado, prácticamente hibernal; y los sonidos que ella escuchaba también parecían lejanos y ahogados, ahuyentados por un crepúsculo mudo y sombrío, silenciado en aquella torre de cielo de granito.
Sin embargo, mientras la señorita Plarr parecía reflejar con exactitud todos los signos y las peculiaridades de aquellos días cohibidos por la penumbra, su puesto en nuestra casa todavía era una incertidumbre.
Durante la primera parte de su estancia con nosotros se oía más a la señorita Plarr que se la veía. Sus funciones, ya fueran porque se lo habían ordenado o por interpretación propia, pronto la metieron en la rutina de deambular por las habitaciones y los pasillos de la casa, preñados de ecos. Rara vez se interrumpían aquellos pasos sobre los viejos tablones del suelo; día y noche, aquel suave crepitar señalaba el paradero de nuestra ama de llaves vigilante. Por la mañana me despertaba con los movimientos de la señorita Plarr en los pisos de encima o debajo de mi cuarto, mientras que a última hora de la tarde, cuando con frecuencia pasaba el rato en la biblioteca al volver de la escuela, oía los golpecitos de sus tacones sobre el parqué en la estancia adyacente. Incluso a altas horas de la noche, cuando la estructura de la casa se expresaba con una fuga de ruidos, la señorita Plarr incrementaba aquella música decrépita con su propio paso lento por las escaleras, o al otro lado de mi puerta.
Una vez me desperté en medio de la noche, aunque no me interrumpió el sueño ningún ruido molesto, y no estuve seguro de qué era exactamente lo que me impedía volver a cerrar los ojos. Finalmente salí de la cama, entorné unos centímetros la puerta de mi habitación sin hacer ruido y me asomé por el pasillo ensombrecido. Al final de aquel largo corredor había una ventana llena del lívido resplandor de la luz de la luna, y en el interior del marco estaba la señorita Plarr, su figura fundida en una silueta tan negra como su pelo, que estaba recogido en la forma de alguna flor nocturna. Estaba tan concentrada, mirando fijamente por la ventana, que no pareció detectar que la observaba. Por otro lado, yo ya no podía ignorar la fuerza de su presencia.
Al día siguiente empecé a hacer una serie de dibujos. Al principio estos bosquejos eran simples garabatos en los márgenes de mis libros de texto, pero pronto se convirtieron en proyectos de mayor ambición y tamaño. Dados los enigmas de cualquier variedad de creación, no me sorprendió del todo que las imágenes que había pintado no incluyeran la representación declarada de la misma señorita Plarr, ni tampoco la de otras personas que podían servir a modo de simbolismo o asociación. No, mis dibujos ilustraban escenas de la historia de algún reino extraño y cruel. Poseído por visiones y estados de ánimo curiosos, pinté un lugar inhóspito que estaba oculto por una especie de niebla o nubes cuyas profundidades daban lugar a una plétora de estructuras increíbles, todas ellas de algún modo convertidas en aspectos de una barbarie extraña. De la matriz de esa bruma fértil nacía un montón de edificios altísimos que combinaban las características de los castillos y las criptas, palacios de tejados muy puntiagudos y mausoleos llenos de cámaras. Pero también había grupos de construcciones más pequeñas, ramas que derivaban de las más grandes, que albergaban tal vez no más de una estancia, un aposento de un diseño retorcido que no presagiaba nada bueno, la íntima celda de una mazmorra reservada para el cautiverio más exclusivo. Por supuesto, no revelé ningún talento especial cuando representé aquellos lugares: mi técnica era tan basta como el tema que trataba; y desde luego no fui capaz de introducir en aquellas imágenes amenazadoras ningún indicio de determinados sonidos que parecían ser esenciales en su representación genuina, una especie de acompañamiento auditivo a aquellos escenarios operísticos. En realidad, era incapaz de tan siquiera imaginar esos sonidos con algún grado de claridad, aunque sabía que eran parte de las imágenes y que, como la pura dimensión visible de aquellos trabajos, tenían su origen en la señorita Plarr.
A pesar de que no tenía la intención de mostrarle los dibujos, había pruebas de que se había permitido mirarlos en privado. Los dejaba más o menos a la vista sobre el escritorio de mi habitación, no me esforzaba por ocultarlos, y empecé a sospechar que habían perturbado su orden en mi ausencia, a sentir una ligera desorganización que era un tanto reveladora, pero no concluyente. Al final, se delató. Una tarde gris, al regresar de la escuela, descubrí una clara señal de las investigaciones de la señorita Plarr, puesto que entre dos de mis dibujos, prensado como un recuerdo en un viejo álbum de recortes, había un largo mechón de pelo negro.
Quise echar en cara enseguida a la señorita Plarr su intrusión, no porque me hubiera molestado de algún modo, sino para aprovechar la ocasión de acercarme a esa taimada excéntrica, y tal vez aproximarme a aquellos sonidos y vistas extrañas que había traído a nuestra casa. Sin embargo, a aquellas alturas de su trabajo ya no se la localizaba con tanta facilidad: tras acabar sus constantes merodeos ruidosos, había comenzado a practicar unos rituales más sedentarios, incluso furtivos.
Puesto que no había rastro de ella en ningún otro sitio de la casa, fui directamente a la habitación que se había reservado para ella y que antes había respetado como su santuario. Pero cuando me acerqué despacio a la puerta abierta, vi que no estaba. Después de entrar en el cuarto y revolver un poco, me di cuenta de que no lo usaba y de que a lo mejor nunca se había instalado allí. Me di la vuelta para continuar buscándola cuando me la encontré en silencio, de pie, en la puerta; miraba hacia la habitación sin fijar la vista sobre nada (ni nadie) en concreto. Al parecer yo me hallaba en una posición reprensible y había perdido cualquier ventaja que antes pudiera tener sobre la invasora de mi santuario. Sin embargo, no se hizo mención de ninguna de estas transgresiones, a pesar de lo que parecía nuestro mutuo acuerdo sobre ellas; estábamos cayendo sin poder remediarlo en un abismo de reproches tácitos y desconfianza. Finalmente, la señorita Plarr nos rescató a ambos al anunciar algo que sin duda estaba reservando para el momento más adecuado.
—He hablado con tu madre —declaró con voz firme— y hemos llegado a la conclusión de que debería empezar a darte clases de apoyo en algunas de tus… asignaturas más flojas.
Creo que debí de asentir u ofrecerle algún otro gesto de aprobación.
—Bien —dijo—, empezaremos mañana.
Después, sin apenas hacer ruido, se marchó y dejó sus palabras resonar en la cavidad de aquella estancia deshabitada, sí, deshabitada, he de insistir, puesto que mi propia presencia parecía ahora haber sido eclipsada por la sombra acrecentada de la señorita Plarr. No obstante, esta enseñanza extraescolar resultaba de inmenso valor para dilucidar la que en aquel momento era mi asignatura más floja: la señorita Plarr en general y, con especial atención, dónde se había alojado en nuestra casa.
Mis clases se llevaron a cabo en una habitación que la señorita Plarr creyó la más conveniente para aquel propósito, aunque su razonamiento no había sido muy claro, pues el sitio que había elegido como aula era un pequeño y lejano ático situado bajo el tejado más alto y occidental de la casa. El techo inclinado de aquella estancia dejaba al descubierto las vigas en descomposición como el estriado de algún antiguo navío de altura que nos llevara a destinos desconocidos; y había corrientes frías que se arremolinaban a nuestro alrededor, corrientes contrarias que surgían del marco combado en el que una ventana de muchos cristales vibraba suavemente de vez en cuando. La luz bajo la que era instruido provenía de las tardes nubladas que se desvanecían por aquella ventana, ayudada por una lámpara de aceite que la señorita Plarr había colgado de un clavo en una de las vigas del ático (todavía me pregunto de dónde había sacado aquella antigualla). Fue esa grasienta luz de la lámpara la que me permitió vislumbrar una pila de trapos viejos que habían sido amontonados en un rincón hasta formar una especie de camastro rudimentario. Al lado estaba la maleta con la que la señorita Plarr había llegado.
Los únicos muebles de aquella habitación eran una mesa baja, que me servía de escritorio, y una frágil silla, ambos objetos reliquias de mi infancia más temprana y sin duda redescubiertos por mi profesora en el curso de sus muchas expediciones por la casa. Sentado en el centro de la habitación, accedí al patetismo desfasado de mi alrededor.
—En una habitación como esta —afirmó la señorita Plarr— se aprenden determinadas cosas de gran importancia.
Así que escuché mientras la señorita Plarr caminaba pisando fuerte y haciendo ruido, blandiendo un puntero largo de madera, aunque no tenía pizarra sobre la que señalar. Sin embargo, bien mirado sí que daba una serie de clases bastante fascinantes.
Sin tratar de presentar la retórica exacta de su discurso, recuerdo que la señorita Plarr se preocupaba sobre todo de mi perfeccionamiento en asignaturas que a menudo tocaban temas de historia o geografía, y de vez en cuando mencionaba los campos de la filosofía y la ciencia. Daba clase de memoria y nunca se atascaba durante la exposición de incontables hechos que yo no había aprendido mediante mi educación convencional. No obstante, esas charlas no daban tantos rodeos como ella por la fría habitación del ático, y al principio me quedaba sin aliento cuando trataba de seguirla de un lado a otro. Aunque al final empecé a sacar varios temas de su caótico programa. Por ejemplo, volvía una y otra vez a las primeras costumbres de la vida humana y describía un mundo donde solo reinaba lo más rudimentario, pero lleno de avances intrigantes, lo que ella denominaba «prácticas viscerales». Reconocía que mucho de lo que decía era especulativo y sus deliberaciones sobre periodos posteriores respetaban las restricciones, a la vez que disfrutaban del carácter explícito, de los documentos aceptados. De ahí que me familiarizase con aquellas antiguas atrocidades que adquirieron renombre por un monarca persa, con una masacre secular en las tierras del interior de Brasil y con los curiosos métodos de castigo utilizados por varias sociedades a menudo relegadas a los márgenes de la historia. Y en otros momentos de la lección, durante los que la señorita Plarr agitaba su puntero en el aire como el pincel de un artista, me presentaba unos reinos cuyo rasgo principal era una especie de brutalidad y un aire de exilio, terrenos toscos y tortuosos, delirios de la tierra y el cielo. Esto incluía islas desiertas rodeadas de niebla en mares polares, países de cimas áridas laceradas por vientos incesantes, tierras baldías que consumían todo sentido de la realidad en sus vastas extensiones, reinos ensombrecidos llenos de ciudades muertas, sofocantes junglas infernales donde la propia luz estaba teñida de un limo azulado.
Pero llegaba un punto, sin embargo, en el que el programa de estudios especializado de la señorita Plarr, antes tan novedoso y fascinante, perdía interés con tanta repetición. Comencé a moverme con inquietud en mi silla en miniatura y la cabeza se me cayó encima del pequeño pupitre. Entonces, de repente, paró de hablar, se acercó a mí y apoyó su puntero con el borde de goma encima de mi hombro. Cuando alcé la vista solo vi aquellos ojos que me fulminaban con la mirada, y aquel manojo de cabellos negros perfilado bajo la lúgubre luz que se movía por el ático como un vapor resplandeciente.
—En una habitación como esta —susurró— también se aprenden las maneras correctas de comportarse.
La señorita Plarr apartó el puntero, que me rozó el cuello, y caminó hasta la ventana. Fuera había nubes efervescentes de bruma que colgaban de casas y árboles. La escena se mantenía inmovilizada por la neblina, como si estuviera atrapada dentro de las turbias profundidades del hielo; todo parecía lejano y alucinatorio, unas sombras atadas a una orilla neblinosa. Había un gran silencio y la señorita Plarr miraba fijamente un mundo suspendido en la oscuridad. Pero también lo escuchaba.
—¿Conoces el sonido de algo que corta el aire? —me preguntó mientras movía ligeramente el puntero contra ella—. Sabrás como es si no te comportas, ¿me oyes?
Entendí lo que quería decir y asentí conforme. Pero al mismo tiempo me pareció oír algo más que la vara de un profesor cuando se acerca al cuerpo del alumno, unos ruidos más serios y extraños que interrumpieron el silencio del aula. Se oían a lo lejos, perdidos en el siseo de las tardes lluviosas: grandes espadas que barrían grandes distancias, alas expansivas que atravesaban vientos fríos, largos látigos que azotaban la oscuridad. También oí otros ruidos, otras cosas que cortaban el aire en otros lugares, sonidos de cosas que escuchaba pero que no podía explicar. Aquellos ruidos se hicieron cada vez más fuertes. Al final, la señorita Plarr dejó caer su puntero y se tapó los oídos con las manos.
—Eso es todo por hoy —gritó.
No me dio clase al día siguiente, ni las volvió a retomar.
Sin embargo, parecía que mis lecciones con la señorita Plarr continuaban teniendo efecto de otra manera. Aquellas tardes en el ático debieron de agotar algo en mi interior, y durante algún tiempo no pude levantarme de la cama. En aquel periodo me di cuenta de que la señorita Plarr sufría un deterioro, lo que permitió que los sentimientos intangibles que existían entre nosotros profundizaran y se enredaran aún más. En cierta medida, se puede decir que mi propio proceso de degeneración seguía el suyo, así como mi facultad de oír, sensibilizada por la enfermedad, que hacía que siguiera sus pasos retumbantes mientras se movía por la casa, puesto que la señorita Plarr había vuelto a sus paseos sin descanso, por lo que no tuvo ningún tipo de reposo.
En sus visitas a mi habitación, que eran frecuentes y siempre de improviso, pude observar las fases de su desintegración desde una perspectiva tanto física como psicológica. Ahora el pelo lo llevaba suelto sobre los hombros y se enroscaba de las formas más horribles como una oscura red de pesadillas, un nido repugnante en el que sus propias sospechas se amontonaban. Además, sus vínculos con los elementos estrictamente triviales habían caído en el deterioro de manera espantosa y yo mantenía una relación con ella a riesgo de acercarme a esferas de un orden altamente cuestionable.
Una tarde me desperté de una siesta y descubrí que todos los dibujos que ella me había inspirado estaban rotos en mil pedazos, esparcidos por la habitación. Pero aquel intento primitivo de exorcismo demostró no tener ningún efecto, puesto que horas más tarde, aquella misma noche, la encontré sentada en mi cama, apoyada a mi lado, con su pelo rozándome la cara.
—Háblame de esos ruidos —me pidió—. Has estado haciendo esto para asustarme, ¿no?
Durante un tiempo pensé que yo había escapado, que había roto nuestro extraordinario vínculo y había permitido que mi salud mejorara; pero justo cuando creí que ya me estaba recuperando del todo, la señorita Plarr volvió.
—Creo que ya estás mucho mejor —dijo al entrar en mi habitación con un brío que parecía un esfuerzo—. Hoy te puedes vestir. Tengo que ir a comprar y quiero que vengas conmigo para ayudarme.
Me podía haber quejado, haber dicho que salir en aquel día aseguraría mi recaída, puesto que fuera nos aguardaba una fuerte humedad de primavera y tanta niebla que apenas podía ver nada desde la ventana. Pero la señorita Plarr estaba en un mundo distinto al de los aspectos prácticos, y su actitud delataba una determinación fatídica e hipnótica a la que no me podía resistir.
—Y en cuanto a esa niebla —comentó, aunque no lo había mencionado—, creo que podremos encontrar el camino.
Con la debilidad por los milagros de un niño, la seguí hacia el paisaje dominado por la bruma. Después de caminar tan solo unos pasos, perdimos de vista la casa e incluso el suelo bajo nuestros pies quedó sumergido en capas de una blanca telaraña flotante. Pero me dio la mano y siguió desfilando como guiada por alguna extraña visión.
Y al agarrarme me transmitió esa visión, que nos colocó a ambos en un raro sendero. Sin embargo, conforme avanzábamos empecé a reconocer ciertas formas que aparecían poco a poco a nuestro alrededor, ese montón de formas oscuras que salían de entre la niebla, como si su crecimiento ya no pudiera contenerlas. Cuando agarré con más firmeza la mano de la señorita Plarr —que parecía estar perdiendo fuerza y ver debilitada su sustancia—, la visión fue más clara. Con el aspecto de un leviatán que sale a la vista desde un abismo, un mundo monstruoso se definía ante nuestros ojos y se abría camino a través de la superficie dela niebla, que se había convertido en volutas sobre las estructuras de un reino inmenso y espantoso.
Estos edificios, más extensos e intrincados que mis anteriores creaciones puramente artísticas, surgían como conglomerados de cristal sin diseño, como monumentos angulares y multifacéticos apiñados en un cementerio neblinoso. De hecho, era una ciudad muerta: todos los habitantes estaban sepultados dentro de sus paredes o no estaban en ningún sitio. Había algunas calles que interrumpían este caos arquitectónico y serpenteaban entre los edificios asimétricos, pero que sin embargo conservaban una unidad entrelazada, parecida al paisaje montañoso de abismos y cimas muy recortadas, y mucho más similar a los oscuros nubarrones descomunales de la estación de lluvias. Sin duda, la mismísima esencia de una tormenta era inherente al dinamismo irregular de esas estructuras, una pirotecnia que quedaba suspendida u oculta; su violencia era una cuestión de sospechas y conjeturas que sugerían un reino de un potencial atroz, ese país que se cernía más allá de la niebla, las brumas y los cielos grises colmados.
Pero incluso a estas alturas todavía quedaba algo sin aclarar, una sensación provocada por ritos y prácticas que se representaban a escondidas; y esa peculiar impresión fue suscitada por determinados ruidos, contenidos ecos cacofónicos que azotaban celdas negras y callejones sin salida, que se diseminaban poco a poco por el silencio de la niebla.
—¿Los oyes? —preguntó la señorita Plarr, aunque para entonces ya habían aumentado hasta una estridencia notoria—. Los ruidos proceden de habitaciones que no podemos ver. Son el sonido de lo que corta el aire.
Parecía tener los ojos poseídos por la vista de esas estancias de las que hablaba; sus cabellos se mezclaban con la niebla que nos rodeaba. Después, me soltó la mano y caminó hacia delante. No hubo resistencia: ella sabía desde hacía algún tiempo lo que le aguardaba al final de su camino, y esperaba que se acercara. Tal vez pensó que era algo que podía pasar a otros, o donde podía ganarse su compañía. Pero su compañía, su verdadera compañía, se había estado preparando todo el tiempo, en otro sitio, para su llegada. No obstante, me había honrado convirtiéndome en el heredero de sus visiones.
La niebla la envolvió y se espesó una vez más, hasta que no se pudo ver nada. Al cabo de unos instantes conseguí orientarme, estaba en medio de una calle, tan solo a dos manzanas de mi casa.
Poco después de la desaparición de la señorita Plarr, la rutina de nuestro hogar volvió a la normalidad. Mi madre se recuperó muy bien de su pseudo enfermedad y mi padre volvió de su viaje de negocios. Al parecer, la chica que habían contratado había abandonado la casa sin avisar, un giro de los acontecimientos que no sorprendió demasiado a mi madre.
—Qué criatura más inconstante —dijo sobre nuestra antigua ama de llaves.
Confirmé esta caracterización de la señorita Plarr, pero no aporté nada que sugiriera el motivo de su huida. A decir verdad, no salió de mí una palabra que hubiera podido esclarecer la situación. Ni tampoco quería profundizar en los misterios de este episodio al revelar lo que la señorita Plarr había dejado en aquella habitación del ático. Para mí, aquel cuarto poseía ahora un halo de misterio adusto, y volví a visitar su espacio ventilado en varias ocasiones durante años. Sobre todo por las tardes, a principios de primavera, cuando no podía dejar de oír ciertos ruidos que me llegaban desde más allá de la niebla gris o desde los cielos de lluvia sibilante, como si en algún sitio las formas endebles de los espíritus se retorcieran en un mundo oscuro y abandonado.