Hacía ya mucho tiempo que tenía por costumbre pasear a altas horas de la noche y a menudo me gustaba ir a ver películas tarde, pero ocurrió algo más la noche que fui a aquel cine situado en una zona de la ciudad que nunca había visitado. Una nueva tendencia, afición o disposición pareció guiarme hasta allí. Era difícil determinar el estado de ánimo que me dominaba, porque tenía la sensación de que pertenecía tanto a mi entorno como a mí mismo. Conforme me iba adentrando en aquella parte de la ciudad en la que nunca había estado, mi atención se centraba en un aspecto en particular de las cosas, un aura fina de fantasía que irradiaban las vistas, los lugares y los objetos más comunes, que se presentaban tanto engañosos como iluminados cuando se proyectaban en mi visión.
A pesar de lo tarde que era, los escaparates de las tiendas de aquella parte de la ciudad tenían las luces encendidas. A lo largo de una avenida en particular, la noche sin estrellas estaba barnizada con esas luces, esos diamantes de vidrio colocados dentro de viejos edificios de ladrillo oscuro. Me detuve delante del escaparate de la tienda de juguetes y me quedé embelesado ante un retablo caótico de emoción absurda. Los ojos se me fueron detrás de muchas cosas a la vez: el condenado numerito de los monos mecanizados que tocaban unos diminutos platillos o daban vueltas sin control; las piruetas predestinadas de la bailarina de una caja de música; y el grotesco balanceo de un nuevo salto del muñeco que sale de una caja de sorpresas. El interior de la tienda era como la falda de un árbol de navidad, estaba abarrotado de mercancía que se perdía en un fondo que parecía ensombrecido y vacío. Un anciano de calva lisa y cejas angulares se acercó al escaparate principal y empezó a dar cuerda a algunos de los juguetes para mantenerlos en una incesante rotación. Mientras desempeñaba esta tarea, de pronto alzó la vista y me miró inexpresivo.
Continué paseando por aquella calle, donde otros escaparates enmarcaban otros pequeños mundos extrañamente pintorescos e iluminados con matices soñadores en la raída oscuridad de aquella parte de la ciudad. Uno de ellos era el de una pastelería cuya vitrina era una galería de glaseados esculpidos, un paisaje invernal de blancura arremolinada y amontonada, de rosetones nevados y capas de oropel helado. En el centro del reino glacial había un par de personas en miniatura congeladas encima de una tarta nupcial de muchos pisos. Pero más allá de la brillante escena ártica, solo vi la intensa oscuridad de un establecimiento con un horario corto. Mientras miraba desde fuera otro escaparate cercano, no pude asegurarme de si el local estaba abierto o no. Había algunas figuras colocadas aquí y allá dentro de una iluminación débil que recordaba a una fotografía antigua, aunque parecía que eran seres del mismo tipo que los muñecos del escaparate de esa tienda, que por lo visto traficaban con estilos anticuados de ropa. Incluso las caras de los maniquíes, con la luz brillante que caía sobre ellos, tenían la expresión plácidamente enigmática de otra época.
Pero en realidad había unos cuantos sitios abiertos a aquellas horas de la noche y en aquella parte de la ciudad, aunque apenas pareciera haber clientes potenciales en esa calle en particular. No vi que nadie entrara o saliera de alguna de todas aquellas puertas que había a lo largo de la acera; un toldo de lona que algún propietario se había olvidado de enrollar por la noche se agitaba con el viento. No obstante, sentí cierta vitalidad a mi alrededor y percibí la clase de intensa expectación que experimenta un niño en una feria, donde cada espeluznante atracción incita a especulaciones fantásticas, al tiempo que surgen deseos inesperados hacia algo sin características específicas en la imaginación, pero que sin embargo parece estar a unos pocos pasos de distancia. Por lo tanto, mi estado de ánimo no me había abandonado, es más, se hacía más fuerte, como un impulso posesivo sin propósito.
Entonces vi la marquesina de un cine, algo que podía haber pasado de largo con facilidad, pues las letras del nombre del local estaban rotas y eran muy difíciles de leer, mientras que el título de la película estaba también dañado, como si le hubieran lanzado piedras, una sucesión de intentos de borrar las palabras que al final pude descifrar. El filme anunciado aquella noche se llamaba El glamour.
Cuando llegué a la fachada del cine, me encontré con que la hilera de puertas que formaba la entrada había sido tapiada con tablones colocados en diagonal y sobre los que había letreros que avisaban de que el edificio había sido declarado ruinoso. Al parecer aquel acto se había llevado a cabo hacía algún tiempo, a juzgar por el estado desgastado de los tablones que obstaculizaban mi camino y el aspecto anticuado de los letreros colocados sobre ellos. De todos modos, la marquesina todavía estaba iluminada, aunque bastante mal, por lo que no me sorprendió ver una señal de doble cara apoyada sobre la acera, un tablón que pasaba inadvertido y en el que se podía leer: «Entrada al cine». Debajo de estas palabras había una flecha que apuntaba hacia el callejón que separaba el cine de los edificios restantes de la manzana. Al asomarme por esa oscura abertura, ese hueco en la otra fachada firme de aquella calle en concreto, tan solo vi un pasillo largo y estrecho iluminado por una única luz colocada al final, que brillaba con un extraño tono púrpura, como el de un corazón al descubierto, y que al parecer estaba sobre la puerta que daba al cine. Hacía ya mucho tiempo que tenía por costumbre ir a ver películas a altas horas de la noche, me recordé. Pero fueran cuales fueran las reservas que sintiera en ese momento, las superé con facilidad al aparecer de nuevo el estado de ánimo que experimentaba aquella noche en una parte de la ciudad que no había visitado nunca.
La iluminación púrpura marcaba en realidad el camino hacia el cine y proyectaba una especie de luz arterial sobre la puerta que repetía la palabra «entrada». Di unos pasos hacia el interior y entré por un pasillo estrecho donde las paredes irradiaban un color rosa intenso, muy parecido al tono del foco del callejón, pero que me recordaba más a un cerebro sanguinolento que a un corazón palpitante. Al final del pasillo me vi reflejado en la taquilla de venta de entradas, y al acercarme me di cuenta de que las paredes que tenía tan cerca estaban cubiertas de arriba abajo con lo que parecían ser telarañas. Estas telarañas también estaban esparcidas por la alfombra que llevaba hasta la taquilla, unos delicados velos que no se desperdigaban al pasar por encima, como si estuvieran bien sujetos a la fibra plana y gastada de la alfombra o salieran de ella como los pelos de un cuerpo una vez muerto.
No había nadie en la taquilla, nadie que pudiera ver en aquel pequeño espacio de oscuridad más allá del borroso cristal púrpura en el que me reflejaba. No obstante, sobresalía una entrada por la ranura bajo el corte transversal del semicírculo al final de la ventanilla, que asomaba como una lengua de papel. Había unos pelos a su lado.
—La entrada es gratuita —dijo un hombre que estaba en la puerta junto a la taquilla.
Iba bien vestido y arreglado, pero tenía la cara hecha un desastre, hirsuta en todas sus curvas. Su tono fue cortés, incluso pasivo, cuando dijo:
—El cine tiene un nuevo propietario.
—¿Es usted el gerente? —pregunté.
—Yo solo me dirigía al servicio.
Sin hacer ningún otro comentario se alejó hacia la oscuridad del cine. Durante un rato algo flotó en el espacio vacío que dejó en la entrada, una nube de filamentos como polvo que se esparcieron o se asentaron antes de que los alcanzara. Y en aquellos primeros y escasos segundos en los que permanecí dentro, lo único que vi fue la palabra «Lavabos» que brillaba sobre una puerta que se cerraba lentamente.
Me moví con cautela hasta que mi vista se acostumbró a la oscuridad y me permitió encontrar una puerta que diera al auditorio, pero una vez en el interior, mientras permanecía en la cumbre de un pasillo en declive, toda orientación previa a mi entorno sufrió un contratiempo. La habitación estaba iluminada por una araña trabajada y colocada en el centro, muy por encima del suelo, así como por unos apliques situados a lo largo de las paredes laterales. No me sorprendió la luz tenue del lugar, ni tampoco su color, que parecía teñir las sombras de un tono ligeramente sanguinolento, un horrible y repugnante matiz que bien podría presenciarse en una sala de operaciones donde hubiera un torso abierto sobre una mesa, con las entrañas expuestas, una paleta de rosas, rojos y púrpuras… Unas vísceras enfermas que imitaban todos los colores de una puesta de sol.
Sin embargo, seguía haciéndoseme difícil percibir la sala de cine, no por la extraña iluminación sino por otro motivo. Mientras que no tuve ningún problema en registrar mentalmente los elementos que me rodeaban —los pasillos separados y las filas de asientos, la pantalla con el telón recogido a ambos lados, la destacada araña y los apliques de las paredes—, parecía imposible identificar aquellas características con su aspecto. No vi nada que no haya descrito ya, mas no obstante… Las butacas inclinadas hacia delante eran al mismo tiempo hileras de lápidas de un cementerio; los pasillos eran pasos de suciedad infinita, largos y desolados corredores de un viejo manicomio o pasajes empapados de una alcantarilla que se estrecha en la distancia; la blanca pantalla de cine era una ventana cubierta de polvo en un sótano abandonado, un espejo ya picado por la edad en una casa olvidada; la araña y las lámparas más pequeñas eran las facetas de los cristales opacos incrustados en las pegajosas paredes de una caverna desconocida. En otras palabras, este cine era tan solo una imagen virtual, un velo sobre un complejo collage de otros sitios, de los cuales todos compartían determinadas características que se proyectaban en mi visión, como si las cosas que percibía estuvieran poseídas por algo que no pudiera ver.
Pero mientras me entretenía en la sala, sentado en una butaca mientras miraba hacia la pared del fondo, me di cuenta de que incluso en las claras apariencias se daba un fenómeno peculiar que no había observado antes, o que al menos todavía no había percibido en toda su extensión. Me refiero a las telarañas.
Cuando entré al cine las vi adheridas a la alfombra y a las paredes, pero ahora me daba cuenta de lo mucho que formaban parte de aquel lugar y de cómo había confundido la naturaleza de esas largas y blanquecinas hebras. Incluso bajo la luz purpúrea y confusa, pude distinguir que habían penetrado en la tela de los asientos del cine, y de ese modo alteraban lo más profundo del tejido y lo dotaban de un leve movimiento, como la lenta voluta de humo ligero. Parecía que ocurría lo mismo con la pantalla, que bien podría haber sido una telaraña rectangular, bien tejida, que se movía ligeramente y vibraba con el roce de una fuerza invisible. Pensé que tal vez este serpenteo sutil y dominante en el interior de la sala pudiera aclarar la tendencia de estos elementos a sugerir otras cosas y otros sitios absolutamente distintos a un simple cine, un proceso paralelo al de las imágenes en constante cambio que forman las nubes densas. Todas las texturas de la sala parecían afectadas de forma similar, sin control sobre su propia naturaleza, pero no podía ver con claridad allí en lo alto, donde llegaba la araña. Incluso algunas de las otras cosas del auditorio, que eran pequeñas y estaban bien esparcidas por la sala, eran prácticamente invisibles a mis ojos.
Además, debía de haber algo en mi estado de ánimo aquella noche, dada mi estancia en una parte de la ciudad en la que nunca había estado, que influía en lo que era capaz de ver. Y ese estado de ánimo había continuado creciendo desde que había puesto por primera vez el pie en el cine y, por supuesto, desde el momento en que me había fijado en la marquesina que anunciaba una película llamada El glamour. Al encontrar sitio entre la silenciosa y expectante audiencia del cine, comencé a sufrir una exacerbación de este estado de ánimo. En especial, sentí una mayor proximidad a ese punto que resumía mi estado aquella noche, una cercanía estremecedora con algo que literalmente estaba detrás del escenario. Cada vez era más indiferente a todo excepto a la consumación o el final de esta aventura lamentable y a la vez encantadora. Las consecuencias eran siempre difíciles de considerar desde mi perspectiva contaminada.
Por lo tanto, no vacilé cuando de repente noté tan cerca ese foco en mi estado de ánimo, como si estuviera en el asiento que tenía el lado. Estaba segurísimo de que aquella butaca estaba vacía cuando elegí la mía, de que todos los asientos de las filas que me rodeaban estaban libres. Sin embargo, como cuando una repentina sensación de frío anuncia mal tiempo, ahora sin duda notaba una presencia detrás de mí, una especie de fuerza que se apretaba contra mí e infundía una gran euforia oscura. Pero cuando miré a mi alrededor, no muy rápido pero sí con decisión, no vi a nadie sentado, ni detrás de mí ni en ninguno otro asiento entre la pared del fondo de la sala y yo. Continué mirando aquella butaca vacía porque la sensación que tenía de una presencia viva no había disminuido. Y mientras mantenía la vista fija, me di cuenta de que la tela del asiento, las cinchas interiores de fibra retorcida, habían formado un dibujo que parecía una cara, el rostro de una mujer mayor llena de maldad que flotaba en medio de una mata de pelo revuelto. Era el retrato mismo de una atrocidad, una imagen sonriente ávida de lugares y ceremonias donde reinaba el caos, formado por aquellos cabellos cosidos entre sí.
Todas las telarañas fibrosas y retorcidas del cine, como acababa de descubrir, eran los zarcillos extendidos de una vasta malla de pelo. Y ante aquella revelación, el estado de ánimo que me invadía esa noche, que me había llevado hasta una parte de la ciudad en la que no había estado nunca y hasta aquel cine, solo se hizo más expansivo y definido, mientras asimilaba imágenes de cementerios y callejones, hediondas alcantarillas y espantosos pasillos de locura, así como la visión instantánea de un cine antiguo que en aquel momento, como me habían dicho, tenía nuevo propietario. Pero mi estado de ánimo de pronto se desvaneció, así como el rostro de la tela del asiento, cuando me habló una voz.
—Tiene que haberla visto, por la cara que pone —dijo un hombre sentado una butaca más allá.
No era la misma persona con la que me había encontrado antes: la cara de este era casi normal, aunque su traje estaba lleno de pelo que no era suyo.
—¿Así que la ha visto? —preguntó.
—No estoy seguro de lo que he visto —contesté.
Parecía que iba a estallar en una risa tonta, le temblaba la voz al borde de una histeria jubilosa.
—Estaría segurísimo si hubiera sido un encuentro íntimo, ya le digo.
—Estaba ocurriendo algo, y entonces usted se sentó.
—Perdone —se disculpó—. ¿Sabía que el cine tiene un nuevo propietario?
—No me he fijado en cuáles eran los horarios de proyección.
—¿Qué horarios?
—Los de proyección de la película.
—Ah, no hay película. No es nada de eso.
—Pero tiene que haber… algo —insistí.
—Sí, hay algo —contestó con impaciencia, mientras se acariciaba con los dedos la mejilla.
—¿Qué es exactamente? Y esas telarañas…
Pero las luces se fueron apagando hasta quedarnos a oscuras.
—Silencio —susurró—, está a punto de empezar.
La pantalla que teníamos delante brillaba con un color púrpura claro en contraste con la oscuridad, aunque no oí el sonido del proyector de la película, ni tampoco había ruidos relacionados con las imágenes que empezaban a tomar forma en la pantalla, como si se enfocara una lente sobre un mundo microscópico; de algún modo podía haber sido como un gran portaobjetos que proyectara a gran escala un paisaje de organismos que normalmente están ocultos a nuestra vista. Pero conforme estas visiones se fusionaban y se hacían cada vez más claras, me di cuenta de que eran algo que ya había visto, o para ser más exactos, que había sentido, en aquel cine. Las imágenes fueron apareciendo en la pantalla como un par de ojos incorpóreos que se movían en lugares de profunda morbosidad y degeneración. Era la esencia más pura de aquellos lugares que había creído que se superponían sobre los aspectos realmente tangibles del cine, aquellos cementerios, los callejones, los pasillos en deterioro y los pasajes subterráneos cuyo espíritu se había introducido en otro escenario y lo había modificado. Sin embargo, ahora aquellos lugares que mostraba la pantalla no los podía identificar: eran la base de las zonas sórdidas y siniestras que arrojaban su atmósfera espectral sobre la realidad del cine, pero que no eran más que sombras, los homólogos superficiales de un reino más profundo y oscuro. Nos estaban llevando cada vez más lejos hacia él.
La coloración púrpura dominante podía verse ahora como si emanara del laberinto de una anatomía viviente: un compuesto de estructuras rojizas, azuladas y de los rosas más claros, todos ellos enardecidos y lesionados para despedir una luz púrpura. Nos guiaban por una catacumba de cámaras y claustros hediondos, los caminos y senderos más secretos de una tierra infernal. Hubieran sido lo que una vez hubieran sido esos sitios, ahora eran lugares para la celebración de ceremonias de algún rito privado. De los huecos que había en los carnosos tegumentos gelatinosos salía algo parecido al moho, un hongo en hebras finas que se ensartaban en un tejido traslúcido y se agitaban por debajo de él como venas. Era el terreno del ritual, secreto y no consagrado, pero también representaba una loca sala de operaciones. Las suturas parecidas al pelo cosidas entre las blandas entrañas, las manos ocultas que diseñaban formas y sistemas antinaturales, que creaban un nido donde la posesión tendría lugar, un tejido donde los trozos y los pedazos de la anatomía podrían consumirse cuando apeteciera. No parecía haber nadie a la vista, aunque todo se examinaba desde una íntima perspectiva, el punto de vista de aquel cirujano invisible, el tejedor y el creador de telarañas, el viejo titiritero que sitúa la criatura indefensa con cuerdas nuevas y la coloca bajo el control de un nuevo propietario. Y a través de sus ojos extasiados, presenciamos el trabajo que se ha llevado a cabo.
Más tarde, esos ojos empezaron a retirarse y el mundo de color púrpura del organismo se alejó hacia las sombras purpúreas. Cuando los ojos por fin salieron de donde habían estado, la pantalla se llenó con el rostro y el pecho desnudo de un hombre. Tenía una postura rígida que revelaba un estado de parálisis, y sus ojos estaban fijos, todavía sorprendentemente vivos.
—Nos lo muestra —murmuró el hombre que estaba sentado a mi lado—. Se lo ha llevado. Ya no puede sentir quién es, solo está la presencia de ella en su interior.
Estas afirmaciones, a primera vista las de un poseso, parecían ser la cuestión. Por supuesto, aquel punto de vista de la situación dotaba de un tremendo estímulo a mi propio estado de ánimo de aquella noche y lo instaba a la culminación en una especie de éxtasis degradado, un ataque de pánico y olvido. Sin embargo, mientras miraba fijamente el rostro del hombre de la pantalla, me di cuenta de que era el que me había encontrado en el vestíbulo. No obstante, no fue fácil reconocerlo porque su carne ahora estaba incluso más oscurecida por la maraña de pelos que le cubría la cara, espesa como una barba. Los ojos también le habían cambiado bastante y miraban a la audiencia con una ferocidad que sugería que en realidad sí servía como huésped de una gran maldad. Pero de todas formas, había algo en aquellos ojos que ocultaba el hecho de una completa transformación, una conciencia del encantamiento y la súplica por la liberación. En los siguientes instantes, esa observación adquirió un grado de sustancia, puesto que el hombre de la pantalla recobró el conocimiento, aunque durante poco tiempo y de forma limitada.
Su esfuerzo de voluntad era evidente en las ligeras contorsiones de su cara, y su máximo logro fue bastante moderado: se las arregló para abrir la boca y gritar. Por supuesto, no salió ningún sonido de la pantalla, porque solo se percibía una música de imágenes para ojos que veían lo que no debía verse. De este modo se creaba un efecto que desorientaba, una disonancia sensorial que disipaba el estado de ánimo de aquella noche, cuyo hechizo sobre mí se convertía en mera resonancia hasta desaparecer; porque el grito que retumbaba en la sala procedía de otra parte del cine, un lugar más allá de la altísima pared al fondo del auditorio.
Cuando consulté al hombre que estaba sentado a mi lado, me pareció que hizo caso omiso a mis comentarios sobre el grito dentro del cine. Por lo visto, no veía ni oía lo que ocurría a su alrededor ni lo que le estaba ocurriendo a él. De la tela de las butacas salían largos cabellos hirsutos que se arrastraban por sus brazos y por cada parte de su cuerpo. Los pelos también habían penetrado en su ropa, pero no pude hacerle saber lo que estaba sucediendo. Al final me incorporé para marcharme, porque sentía cómo los pelos tiraban de mí para mantenerme en mi sitio. Cuando me levanté se rompieron, como cuando se arranca un hilo suelto de una manga o un bolsillo.
Nadie más en la sala apartó la atención del hombre de la pantalla, que había perdido la capacidad para gritar y recaía en un paralítico silencio. Mientras subía por el pasillo, miré hacia arriba, hacia la abertura rectangular en lo alto de la pared del fondo del cine, aquella ranura parecida a una ventana desde la que se proyectaban las imágenes de la película. Enmarcada en aquel espacio estaba la silueta de lo que parecía una anciana con el pelo largo y enmarañado. Vi cómo miraba con ferocidad y malicia el resplandor púrpura de la pantalla, y de aquellos ojos salieron dos rayos de pura luz púrpura que atravesaron la oscuridad de la sala.
Al salir del cine del mismo modo que había entrado, era imposible ignorar la palabra «Lavabos», que brillaba ahora con tanta intensidad. Pero la luz sobre la puerta lateral estaba apagada; la señal en la que se leía «Entrada al cine» ya no estaba. Incluso habían quitado las letras que escribían el nombre de la película de aquella noche. Así que aquella había sido la última función. En lo sucesivo, el cine permaneció cerrado al público.
También estaban cerradas, tal vez solo por aquella noche, todas las tiendas que había en aquella calle tan especial, en aquella parte de la ciudad en la que nunca había estado. Era muy tarde y los escaparates permanecían a oscuras, pero estaba segurísimo de que, tras aquellos oscuros cristales por los que pasaba, había una silueta aún más oscura de una anciana con ojos resplandecientes y una gran cabeza de cabellos monstruosos.