El profesor Carniero daba clase otra vez.
Lo descubrí al volver del cine. Era tarde y pensé: ¿por qué no acortar por el recinto de la escuela? No estaba muy claro cuántos problemas me iba a ahorrar esa ruta alternativa, pero de repente tuve la sensación de que, si dejaba la calle por la que iba, que estaba bastante bien iluminada, y continuaba por el recinto de la escuela, que era oscuro y extenso, sí estaría tomando un atajo. Además, aquella noche hacía bastante frío, y cuando bajé la vista para mirar la parte delantera de mi abrigo me di cuenta de que el único botón que quedaba por abrochar se había descosido y no tardaría mucho en caerse. Así que tomar un atajo en aquella noche tan fría parecía una buena opción. De hecho, ni se me pasó por la cabeza cualquier otro plan.
Entré en el recinto de la escuela como si solo fuera un gran parque situado en medio de las calles de alrededor. Había árboles cerca y desde los límites de la zona no podía ver el colegio que se ocultaba detrás de ellos. «Mire aquí», casi oí que alguien me decía. Miré y vi que las ramas de arriba no tenían hojas; a través de la malla que entretejían se podía distinguir con claridad el cielo. Qué oscuro y brillante era al mismo tiempo. Brillante con una luna llena en lo alto que resplandecía entre las nubes desperdigadas, y oscuro por las sombras que se mezclaban con aquellas nubes, una masa de formas moteadas que fluía lentamente, una especie de emanación sucia de las oscuras alcantarillas del espacio.
Advertí que en una parte esas nubes caían hacia los árboles y se deslizaban hacia un estrecho riachuelo por la pared de la noche. Pero en realidad era humo, denso y sucio, lo que se elevaba hacia el cielo. Un poco más adelante, bien profundo en la zona de bosques frondosos de la escuela, vi las llamas espásticas de un pequeño fuego entre los árboles. Por el olor supuse que alguien estaba quemando basura. Luego vi un bidón metálico abollado del que salía humo y, detrás de la luz de la lumbre, las figuras que estaban de pie a su alrededor, que me vieron, así como yo a ellas.
—Se reanuda la clase —anunció uno—. Después de todo ha vuelto.
Sabía que eran otros de la escuela, pero sus caras no lo aseguraban a la luz titilante de la hoguera que los calentaba. Se los veía borrosos por el humo, untados con la olorosa basura que se quemaba en aquel oscuro bidón de metal, cuya superficie externa casi brillaba del calor y se descascarillaba por algunas partes.
—Mira —dijo otro miembro del grupo mientras señalaba hacia el recinto de la escuela.
Allí se encontraba la enorme silueta de un edificio, donde unas cuantas ventanas reflejaban una luz tenue entre los árboles. En el tejado, las sombras de unas chimeneas contrastaban con el tono pálido del cielo.
Se alzó un viento que silbaba fuerte a nuestro alrededor, lo que avivó las llamas que salían del deteriorado bidón metálico. Traté de gritar sobre la confusión de sonidos:
—¿Había deberes? —les pregunté.
Cuando repetí la pregunta, tan solo se encogieron de hombros. Los dejé inclinados alrededor del fuego, pues daba por supuesto que se marcharían. El viento amainó y oí que alguien pronunciaba la palabra «maníaco», pero me di cuenta de que no se dirigía a mí, y tampoco era para referirse a mí.
El profesor Carniero, en persona, era en mi opinión muy distraído. No había asistido a clase durante mucho tiempo debido a que una enfermedad (una grave aflicción, según lo que insinuó un compañero) había forzado su ausencia. Así que, para mí, lo único que quedaba era la imagen de un caballero delgado vestido con un traje oscuro, un señor con tez morena y una voz con un acento muy marcado.
—Es portugués —me comentó uno de los otros estudiantes—, pero ha vivido en casi todas partes.
Y recordé algo en concreto que siempre repetía aquella suave y profunda voz:
—Mire aquí —decía, normalmente mientras señalaba a alguno de nosotros que no había estado prestando atención a los diagramas que creaba sin cesar en la pizarra.
A algunos miembros de la clase nunca les tenía que llamar la atención a su manera. Era un grupito en particular que habían sido alumnos del profesor durante mucho tiempo, y que sin distracción examinaban las incesantes series de diagramas que dibujaba en la pizarra y que después borraba, solo para elaborarlos de nuevo un momento más tarde, con una ligera variación.
Aunque no puedo asegurar que esos diagramas a menudo complejos no estuvieran directamente relacionados con nuestros estudios, siempre había elementos superfluos en ellos que nunca me molestaba en transcribir en mis apuntes de la asignatura. Eran un despliegue de símbolos abstractos, con frecuencia figuras geométricas alteradas de alguna forma: diferentes polígonos con lados asimétricos, trapezoides cuyos lados no convergían, semicírculos con dobles o triples barras oblicuas al través y muchos más ejemplos de anotación científica deforme o viciada. Estos signos parecían primitivos en esencia, más bien pertinentes a la magia que a las matemáticas. El profesor los dibujaba con mucha soltura sobre la pizarra, como si fueran las palabras de su lenguaje natural. En la mayoría de los casos rodeaban el perímetro de un diagrama totalmente técnico, y a veces parecía que transformaban su sentido. Una vez un alumno le preguntó por aquel adorno aparentemente superfluo de los diagramas. ¿Por qué nos sometía el profesor Carniero a esos símbolos desconcertantes?
—Porque —contestó— un auténtico profesor tiene que compartirlo todo.
Mientras avanzaba por los terrenos de la escuela percibí que habían cambiado determinadas cosas desde la última vez que estuve allí. Los árboles eran de algún modo distintos, incluso a la débil luz de la luna que brillaba a través de sus ramas desnudas. Eran mucho más delgados que como los recordaba, escuálidos y retorcidos como huesos rotos que nunca se han curado como es debido. Su corteza parecía estar pelándose en capas blandas, porque no fueron solo hojas caídas lo que me encontré mientras caminaba hacia el edificio del colegio, sino también algo parecido a trapos oscuros, tiras de material descompuesto. Incluso las nubes sobre las que la luna proyectaba su resplandor eran finas o estaban corrompidas, deshechas por algún proceso de degeneración en la atmósfera más elevada del recinto de la escuela. También había un olor a corrupción, una fragancia encantadora —como el de la putrefacción del mantillo en otoño o en los primeros días de primavera— que pensé que salía de la tierra mientras yo perturbaba los restos extraños esparcidos encima. Pero noté que aquel aroma se hacía cada vez más acre conforme me acercaba a la luz amarillenta de la escuela, y cada vez más fuerte, hasta que llegué al mismo edificio.
Era una construcción de cuatro plantas y costrosos ladrillos oscuros que habían unido de cualquier modo en otra era, una época tan diferente que podría pensarse que pertenecía a una historia completamente ajena, una compuesta solo de noches bien avanzadas, una historia fuera de horas. Cuánto costaba creer que aquel lugar se había construido de la manera habitual. Era mucho más fácil dar crédito a leyendas fantásticas, como que había sido erigido por un consorte de demonios durante la noche perpetua de su pasado, y que sus materiales fueron arrebatados de otras obras arquitectónicas, todas ya deterioradas: fábricas en ruinas, prisiones derrumbadas, orfanatos abandonados o mausoleos en desuso. La escuela era de hecho una especie de raro brote en un vertedero, una flor del cementerio o de un pozo negro. Allí estaba el profesor Carniero, que había dado la vuelta al mundo, dando clase.
En las primeras plantas del edificio estaban encendidas unas cuantas luces, débiles como velas parpadeantes. El piso más alto estaba a oscuras, y me di cuenta de que muchas de las ventanas estaban rotas. Sin embargo, había suficiente luz para guiarme dentro de la escuela, aunque apenas se podía ver el final del pasillo principal, cuyas paredes parecían estar cubiertas con algo que emanaba el mismo olor que inundaba la noche fuera de la escuela. Sin tocar aquellas paredes, las utilicé para orientarme por el colegio, siguiendo muchos de los pasillos mayores y menores que atravesaban el edificio. A ambos lados pasaba de largo un aula tras otra, plenas de oscuridad o cerradas por unas grandes puertas de madera cuyas bastas superficies estaban peladas y repletas de agujeros. Al final encontré una clase donde la luz estaba encendida, aunque no brillaba más que la escasa iluminación del pasillo.
Cuando entré en el aula me di cuenta de que solo funcionaban algunas luces, lo que dejaba ciertas zonas en la oscuridad mientras otras estaban embadurnadas con el tipo de brillo grasiento característico de los viejos cuadros pintados al óleo. Aquí y allá había sentados algunos alumnos en los pupitres, alejados los unos de los otros y en silencio. La clase no estaba al completo ni mucho menos, y tampoco había profesor en el atril. La pizarra no mostraba nuevos diagramas, tan solo los vestigios borrosos de sesiones anteriores.
Me senté en un pupitre cerca de la puerta, sin mirar a ninguno de los otros alumnos, pues ninguno me miraba a mí. De uno de los bolsillos de mi abrigo saqué el cabo de un lápiz, pero no pude encontrar nada donde tomar apuntes. Sin hacer gestos bruscos, inspeccioné el aula para ver si encontraba algún trozo de papel. Las zonas visibles de la clase mostraban diferentes tipos de escombros que no me ofrecían nada que me permitiera transcribir las complejas instrucciones y los diagramas que la asignatura requería. No estaba dispuesto a hacer una búsqueda física en las estanterías de la pared que había junto a mí, porque eran muy profundas y de ellas emanaba la misma fragancia embriagadora de descomposición.
A dos filas a mi derecha estaba sentado un hombre con unos cuantos cuadernos gruesos amontonados sobre el escritorio. Tenía las manos apoyadas encima y los ojos detrás de sus gafas estaban fijos en el atril vacío, o a lo mejor en la pizarra que había detrás. El espacio entre las filas de pupitres era muy estrecho, así que pude apoyarme sobre el escritorio libre que nos separaba y hablar con aquel hombre que parecía tener un excedente de papel en el que se podía tomar apuntes, transcribir diagramas y, en resumen, hacer cualquier garabato que el profesor de la clase nos pidiera.
—Perdone —susurré a la figura de mirada fija.
Con un movimiento repentino, volvió la cabeza hacia mí. Recordaba su tez picada de viruela, que obviamente había empeorado desde la última vez que nos vimos, y los ojos bizcos detrás de aquellas gruesas lentes.
—¿Me podría prestar un poco de papel? —le pedí, y no sé por qué me sorprendí cuando movió la cabeza hacia sus cuadernos y empezó a hojear las páginas del que estaba encima de todos.
Mientras hacía esto, le expliqué que no me había preparado, que solo hacía un rato me había enterado de que se habían reanudado aquellas clases. Todo aquello ocurrió por pura casualidad. Volvía a casa del cine y decidí atajar por el recinto de la escuela.
Cuando acabé de explicarle mi situación, mi compañero estaba buscando en el último cuaderno, cuyas páginas estaban repletas de anotaciones y diagramas como los demás. Observé que sus apuntes eran distintos de aquellos que yo había tomado en las clases del profesor Carniero; eran mucho más minuciosos y detallados en las transcripciones de aquellas extrañas figuras geométricas que yo consideraba meras intrusiones decorativas en los diagramas del profesor. Las páginas de los cuadernos de algunos de los otros alumnos estaban totalmente dedicadas a interpretar esas cifras y símbolos, hasta la exclusión de los mismos diagramas.
—Lo siento —contestó—, al parecer no puedo prestarle ningún trozo de papel.
—Bueno, ¿podría decirme si había deberes?
—Es muy posible, nunca se sabe con este profesor. Es portugués, ya sabe, pero ha estado en muchos sitios y sabe de todo. Creo que está loco. El tipo de cosas que enseña le podría traer problemas en algún sitio, y es probable que ya le haya pasado. No es que le preocúpelo que les ocurra a él o a otros, quiero decir, a aquellos en los que influye, y en algunos más que en otros. Las cosas que nos dice, las lecciones de medición de las fuerzas cloacales, el tiempo como una corriente de aguas residuales, el excremento del espacio, la escatología de la creación, el vacío de uno mismo, la mugrienta integración completa de las cosas y el producto nocturno, como él lo llama, que cubre los estanques de la noche…
—Me temo que no recuerdo esos conceptos —lo interrumpí.
—Eras nuevo en la clase. A decir verdad, no parecía que prestaras mucha atención, pero dentro de poco pasará por ti y te dirá que mires allí —dijo mientras señalaba a la pizarra—. ¿Recuerdas eso, no? El profesor era muy cautivador y siempre estaba preparado para todo.
—Pensaba que se había recuperado de la enfermedad que causó su ausencia, que había vuelto a dar clase.
—Ah, sí, ha vuelto. Siempre está preparado, pero ha debido de hacer enemigos en algún lugar. ¿Sabías que la clase ahora se da en otra parte de la escuela? No sabría decirte dónde, puesto que no he estado con el profesor Carniero desde el mismo tiempo que los otros. La verdad es que no me importa dónde se imparta. ¿Es que no nos basta ya con permanecer aquí, en esta aula?
No tenía ni idea de cómo contestar a aquella pregunta y apenas entendía nada de lo que aquel hombre había tratado de explicarme. Parecía claro, o al menos muy posible, que la clase se hubiera trasladado a otra parte de la escuela, pero no tenía ningún motivo para pensar que el resto de los alumnos sentados en otros sitios del aula me ayudaran más que el que ahora había apartado su cara con gafas de mí. Allí donde fuera que se impartiera la clase, todavía necesitaba papel para tomar apuntes, transcribir los diagramas, etcétera; y no podría conseguirlo si me quedaba en aquella aula donde todos y todo estaba degenerando en la oscuridad de alrededor.
Durante un rato deambulé por los pasillos de la planta baja de la escuela, manteniéndome alejado de las paredes, que por cierto se hacían más densas con una oscura sustancia, una savia olorosa con la fuerza embriagadora de cientos de otoños mudables o el suelo derretido de la primavera. Aquella cosa recorría de arriba abajo las paredes, goteaba y amortiguaba la ya débil luz de los pasillos.
Empecé a oír voces resonantes que provenían de alguna parte distante de la escuela que nunca antes había visitado. No podía descifrar las palabras, pero sonaban como si las repitiera en una sucesión más o menos constante de gritos ahogados que retumbaban por los pasillos. Los seguí y en el camino me encontré con alguien que caminaba despacio en dirección contraria. Estaba vestido con ropas sucias de trabajo y casi armonizaba con las sombras, tan abundantes aquella noche en la escuela. Lo detuve antes de que pasara por mi lado arrastrando los pies. Se giraron hacia mí indiferentes un par de ojos amarillentos en un rostro delgado y una tez tosca e irregular. El hombre se rascó la parte izquierda de la frente y se le cayeron algunos trozos de piel seca.
—¿Me podría decir dónde imparte clase el profesor Carniero esta noche? —le pregunté.
Se me quedó mirando durante unos instantes y apuntó con un dedo al techo.
—Arriba —contestó.
—¿En qué piso?
—En el último —respondió, como si estuviera un poco sorprendido por mi ignorancia.
—Hay muchas aulas en esa planta —comenté.
—Y todas son suyas, no se puede hacer nada al respecto, pero tengo que mantener el resto en buenas condiciones. No sé cómo lo voy a hacer con él ahí arriba. —El hombre se quedó mirando las paredes manchadas y dejó escapar una risa jadeante—. No hace más que empeorar. Llegará hasta usted si sube más arriba. Escuche. ¿Oye a los demás? —Después gruñó indignado y retomó su camino. Pero antes de que desapareciera de mi vista miró por encima del hombro y me gritó—: Hay otro al que podría ver. Uno nuevo. Solo para que lo sepa.
Pero a aquellas alturas tenía la sensación de que cualquier conocimiento que acumulara, concerniera o no al profesor Carniero y sus clases nocturnas, me lo estaban arrebatando pedazo a pedazo. El hombre vestido con ropa sucia de trabajo me había indicado el camino hacia el último piso, no obstante recordaba que no había visto ninguna luz encendida en aquella planta cuando me acerqué al edificio. Lo único que parecía ocupar aquel piso era una oscuridad pura, una oscuridad mucho más grande que la de la noche, una oscuridad consolidada, cuajada con su propio destino.
«El producto nocturno», oí que me recordaba la apagada voz del alumno con gafas, «que cubre los estanques de la noche».
¿Qué sabía yo de la escuela? No había asistido desde hacía mucho tiempo, al parecer no lo bastante. Me sentía como un extraño entre mis compañeros, sobre todo porque se mostraban divididos en categorías, como si se tratara de los grados de iniciación de una sociedad secreta. No conocía el temario de la manera en que los otros parecían dominarlo, ni la perspectiva desde la que el profesor quería que lo aprendiéramos. Todavía no me había tocado el turno para que el profesor Carniero me ordenara mirar los jeroglíficos de la pizarra y los comprendiera del todo, por lo que aún no entendía las doctrinas de un programa realmente séptico, la ciencia de una patología espectral, filosofía de una enfermedad absoluta, la metafísica de cosas que caen en una desintegración común o se elevan, confluyen en su oscura putrefacción. Sobre todo no conocía al profesor: los lugares en los que había estado, las cosas que había visto y hecho, las experiencias que había vivido, las leyes que había ignorado, los problemas que había causado, los enemigos que había hecho. La suerte que había corrido, con mucho gusto, sobre sí mismo y los demás. Y por supuesto no sabía nada del «nuevo», sobre el que me había advertido el hombre vestido con ropa de trabajo sucia, que también debía de ser un profesor, en cierto modo, el profesor del profesor… y su enemigo complaciente.
Estaba cerca de las escaleras que subían a los pisos superiores de la escuela. Las voces se oían cada vez más fuertes, aunque no más claras, conforme me iba acercando al hueco de la escalera. Los primeros peldaños parecían muy largos y empinados, y apenas podía verlos con aquella débil luz del pasillo. El rellano al final de la escalera casi era imperceptible por la escasa iluminación y por los efluvios irreflexivos que allí bajaban, incluso de manera más densa, por las paredes. No obstante, no parecía poseer una auténtica sustancia, no era una superficie pegajosa ni tenía una textura viscosa como se podría suponer, tan solo una especie de densidad como un humo pesado, un vapor mugriento que procedía de una fuente humeante de corrupción expansiva.
La acompañaba la fragancia de la podredumbre, así como su aspecto, solo que resultaba más fuerte junto con el aroma nostálgico de la descomposición del otoño o el feculento olor a almizcle del deshielo de primavera.
Cuando llegué al primer descansillo de las escaleras, casi pasé por alto una figura que permanecía inmóvil en un rincón. Sin duda ese era el recién llegado a la escuela cuya presencia me habían pronosticado. Iba casi desnudo y su piel era oscura, de una oscuridad excrementicia, que armonizaba con las sombras del hueco de la escalera. Tenía la cara curtida y surcada de arrugas, increíblemente vieja; el pelo que la rodeaba era greñudo y de él colgaban objetos que parecían dientes y huesos diminutos, atados con largos mechones de pelo que sonaban en la oscuridad. Alrededor del cuello de aquella persona había una cuerda o una correa delgada ensartada de pequeños cráneos, garras descuartizadas y cuerpos enteros atrofiados de criaturas cuyo nombre desconocía. Aunque permanecí durante un rato bastante cerca del antiguo salvaje, no se dio cuenta de que yo estaba allí. Sus grandes ojos feroces tenían la mirada clavada en la parte superior, en las alturas del hueco de la escalera. Sus delgados labios pelados estaban repletos de un lenguaje silencioso y pronunciaban palabras que sonaban pero que yo no podía entender, así que me aparté de él.
Subí otro tramo de escaleras, que ascendía en dirección opuesta al primero, y llegué hasta el segundo piso. Cada una de las cuatro plantas de la escuela tenía dos tramos de escaleras con un estrecho descansillo entre ambos. La segunda planta no estaba tan bien iluminada como la de abajo, y las paredes se encontraban en un estado incluso peor: la superficie estaba completamente oscurecida por la negrura humeante que se filtraba desde arriba, la tiniebla tan ricamente olorosa, con los despojos de los mundos en decadencia o tal vez el oscuro abono orgánico de los que estaba a punto de nacer, la gran putrefacción en la que se basan todas las cosas, el fundamento de una enfermedad desenfrenada.
En las escaleras que llevaban al tercer piso vi al primero, un joven sentado en los peldaños inferiores que había sido uno de los alumnos más aplicados del profesor. Estaba absorto en sus pensamientos y no me vio hasta que le hablé.
—¿Y la clase? —le pregunté, enfatizando cada una de las palabras.
Se me quedó mirando con calma.
—El profesor sufre una enfermedad, una grave enfermedad —fue todo lo que dijo. Después volvió a abstraerse y no respondió.
Había otros colocados de forma parecida en los escalones superiores, o en cuclillas en el rellano. Todavía retumbaban aquellas voces por el hueco de la escalera, voces que repetían una frase indistinta al unísono. Pero no pertenecían a ninguno de aquellos estudiantes que estaban sentados en silencio, embelesados entre los escombros de las páginas, arrancadas de sus voluminosos cuadernos. Había por todas partes trozos de papel con extraños símbolos dibujados, como hojas de árboles caídas que crujían a mi paso, mientras recorría los peldaños que conducían al último piso de la escuela.
Las paredes del hueco de la escalera estaban abotargadas por una oscuridad que ahora tenía el mismo aspecto que la peste, con pústulas, costras y un hedor horrible. Estaba alcanzando los límites del piso, donde se acumulaba y arremolinaba como una niebla negra. Gracias tan solo a la luz de la luna, que resplandecía a través de una ventana del pasillo, pude ver algo de la tercera planta. Me detuve allí, puesto que las escaleras que subían al cuarto piso estaban completamente a oscuras. Solo se apreciaban unas caras que se alzaron hasta quedar iluminadas por la luz de la luna. Una de ellos me estaba mirando, y sin venir a cuento dijo:
—El profesor sufre una terrible enfermedad, pero ha vuelto a dar clase. Puede padecer cualquier cosa y no evitar a los enemigos. Ha estado en todos sitios y ahora está en uno nuevo donde nunca había estado antes.
Aquella voz se detuvo y el intervalo se llenó con las numerosas voces que llamaban y gritaban desde la total oscuridad que prevalecía sobre las alturas del hueco de la escalera, que enterraba todo lo demás como la tierra bien prensada sobre una tumba.
Luego la voz en solitario dijo:
—El profesor murió de noche, ¿sabe? Está con la noche. ¿Oye las voces? Están con él. Todos están con él y él está con la noche. La noche se ha extendido por su interior y la enfermedad de la noche ha propagado su oscuridad. Él, que había estado en todos sitios, puede ir a cualquier lugar con la enfermedad de la noche que se propaga. Escuche. El portugués nos llama.
Escuché y al final las voces se hicieron más claras. «Mire aquí», decían, «mire aquí».
La niebla de la oscuridad se había desplegado ante mí bajo mis pies, crecía a mi alrededor y se elevaba. Durante un rato no pude moverme ni hablar, ni siquiera formular pensamientos. En mi interior, todo se estaba volviendo oscuro. Me estaba controlando y aquellas voces me decían «mire aquí, mire aquí», y empecé a mirar. Pero estaba soportando algo que nunca podría soportar, que no estaba preparado para soportar. La oscuridad que se agitaba dentro de mí no podía llegar a su fin, no podía quedarme en aquel lugar ni mirar donde las voces me habían ordenado.
Entonces la oscuridad dejó de estar en mi interior y ya no estuve dentro de la escuela, sino fuera, casi como si me hubiera despertado allí de repente. Sin mirar atrás, volví sobre mis pasos a través del recinto de la escuela y me olvidé del atajo que había querido tomar aquella noche. Pasé por delante de aquellos estudiantes que estaban alrededor de la hoguera que ardía en el viejo bidón de metal. Estaban alimentando las brillantes llamas con las hojas de sus cuadernos, páginas garabateadas hasta la negrura con todos aquellos diagramas y signos extraños. Uno de los del grupo me llamó.
—¿Ha visto al portugués? —gritó uno sobre el ruido de la fogata y el viento.
—¿Sabe si hay deberes? —gritó otra voz, y luego oí cómo se reían entre ellos mientras volvía a las calles que había dejado al entrar en el recinto de la escuela.
Me moví con tanta prisa que el botón suelto de mi abrigo se acabó cayendo antes de que llegara a la calle, fuera del colegio.
Mientras caminaba bajo las farolas, cerré la parte delantera de mi abrigo con las manos y traté de mantener la mirada sobre la acera que tenía ante mí. Pero podía haber oído una voz que me pidiera «mire aquí», porque de hecho miré, aunque tan solo fuera un instante. Luego alcé la vista hacia el cielo y vi que no estaba nublado y que la luna llena brillaba en el oscuro estanque del espacio. Relucía brillante y borrosa, como si estuviera cubierta por un moho luminoso que flotara como una lámpara en las grandes alcantarillas de la noche.