He descubierto un manuscrito bastante asombroso, empezaba la carta. Fue un hallazgo totalmente fortuito, durante mis monótonas tareas del día entre algunos de los más viejos y descompuestos restos sepultados en los archivos de la biblioteca. Si fuera un experto en documentos antiguos, y lo soy, diría que esas frágiles páginas se remontan a la última década del siglo pasado. (Más adelante habrá un cálculo más preciso de la época, junto con una fotocopia que me temo que no hará justicia a la delicada y rizada caligrafía, ni a la decoloración negra verduzca que ha tomado la tinta con el paso de los años). Por desgracia, no hay indicios de la autoría ni dentro del manuscrito ni en la cantidad de papeles tediosos que lo acompañan, ninguno de los cuales parece estar relacionado con el objeto que tratamos. ¡Y menudo artículo es este! Un verdadero libro de cuentos desconocido entre un montón de ejemplos documentales, y probablemente destinado a permanecer en el anonimato.
Estoy casi seguro de que esta invención, aunque a veces parece una carta o un artículo, nunca ha aparecido en publicaciones corrientes. Dada la extraña naturaleza de su contenido, debí haberlo sabido antes. Aunque es una «declaración» anónima, si es que se puede llamar así, las primeras líneas bastaban para hacer que lo dejara todo y me recluyera en un rincón entre las estanterías de la biblioteca durante el resto de la tarde.
Empezaba así: «En las habitaciones de las casas y más allá de sus paredes; bajo las oscuras aguas y en los cielos iluminados por la luna; bajo los montículos de tierra y sobre las cimas de las montañas; en las hojas del norte y las flores del sur, dentro de las estrellas y en el espacio que queda entre ellas; dentro de la sangre y los huesos, a través de las almas y los espíritus; entre los vientos que vigilan este y otros muchos mundos; tras los rostros de los vivos y de los muertos…». Allí se detenía un fragmento citado de algún texto más antiguo. Pero, desde luego, no era lo último que oiríamos de este refrán que todo lo abarca.
Da la casualidad de que la retahíla de frases mencionadas por el narrador hace referencia a una presencia en particular, más bien a una omnipresencia, que se encuentra en una isla oscura situada en alguna latitud septentrional indeterminada. En pocas palabras, se ha citado en esta isla, que aparece en un mapa local bajo el nombre de Nethescurial, con otro hombre, un arqueólogo al que se refiere solo como Dr. N…, y que llegará a conocer al narrador del manuscrito por el alias que él mismo se pone, Batholomew Gray (ya no los llaman así). El Dr. N…, al parecer, se ha estado entreteniendo rebuscando cosas antiguas en una isla lejana, árida y, aparte de eso, deshabitada. Mientras el señor Gray navega rumbo a esta, observa el cielo nublado por encima y las aguas turbias debajo. Su estilo prosístico es un tanto simple para mi gusto, pero es bastante útil una vez se aproxima a la isla y se da cuenta enseguida de su aspecto sobrecogedor: formaciones rocosas retorcidas; pinos y píceas puntiagudos, gigantescos, con movimientos asombrosos; el semblante como una máscara de los acantilados que desafían al mar; y una espantosa niebla estancada que se aferra al paisaje como un hongo.
Desde el momento en que el señor Gray empieza a describir la isla, un repentino encantamiento entra en su relato; ese siniestro hechizo que deriva de un mal profundo que se mantiene a una justa distancia de nosotros, para que podamos experimentar tanto el amor como el miedo en una única sensación arrolladora. Si nos acercamos demasiado, nos recordará un mal omnipresente en el mundo de los vivos y correremos el peligro de que nuestro sentido aletargado de la muerte se despierte lleno de vigor. Si nos alejamos demasiado, nos convertiremos en seres más indiferentes y displicentes que en nuestro estado habitual y, a la larga, nos exasperaremos cuando un mal imaginario sea suscitado de manera tan pobre que no ofrezca ni el más mínimo eco de su verdadero homólogo que todo lo invade. Por supuesto, cualquier cosa del entorno puede servir como escenario para revelar las verdades de mal augurio; el mal, un mal querido y amenazador, puede aparecer en cualquier lugar precisamente porque está en todos sitios y se desencadena tan bien por el contraste del sol y las flores como por la oscuridad y las hojas muertas. Una peculiaridad puramente privada, sin embargo, a veces permite que se despierte la esencia más pura de la malignidad de la vida solo por sitios como la solitaria isla de Nethescurial, donde lo real y lo irreal giran loca y libremente en la misma niebla.
Parece que en ese lugar, ese reino lejano, el Dr. N… ha descubierto una antigua reliquia que hace tiempo estaba buscando, una anotación increíble a pesar de estar escrita en el margen de aquel diario de creación indescriptiblemente voluminoso. Al poco rato después de avistar tierra, el señor Gray se encuentra comprobando la verdad que afirma el arqueólogo: que han moldeado de forma extraña todas las partes de la isla y que en el interior de sus orillas todo rastro de planta, mineral o cualquier otra cosa parece haber caído a merced de alguna fuerza formativa de temperamento demoníaco, un genius loci que ha esculpido sus pesadillas con los átomos de aquella tierra. Un examen más riguroso de la isla en el mapa sirve para aumentar la sensación de hechizo y del mal que apenas se había descrito antes en el manuscrito. Pero me abstengo de anotar más citas (se está haciendo tarde y quiero terminar esta carta antes de irme a la cama) para cortar recto la epidermis de esta historia y penetrar en sus huesos y sus entrañas. Es más, es como si el manuscrito tuviera su propia anatomía, con aquella holografía verde oscura que se tensa como venas, y lamento que mi paráfrasis no le dé vida. ¡Ya basta!
El señor Gray se adentra en la isla y se lleva a cuestas una bolsita de viaje bastante llena. En un claro se encuentra con una casa grande pero sin ornamentaciones, casi primitiva, situada contra el fantástico telón de fondo de montañas verrugosas y árboles tumorosos de la isla. La casa, por fuera, está recubierta de las piedras leprosas y variopintas que abundan tanto en el paisaje de alrededor. El interior de la casa, que la visita ve al entrar por la puerta abierta, es espacioso como una catedral, pero mucho menos decorado. Las paredes son blancas y lisas y parecen estrecharse hacia dentro, como una pirámide, conforme se alzan del suelo al alto techo. No hay ventanas, y un montón de lámparas de aceite desperdigadas inundan el interior de la casa con un sacro resplandor. Una figura desciende la larga escalera, cruza toda la habitación y con aire de gravedad saluda a su huésped. Al principio desconfían el uno del otro, pero poco a poco se van relajando y al final van al grano.
Hasta aquí se puede ver que la obra que se representa es familiar: la escena es estrictamente tradicional y los intérpretes se ven envueltos en este estilo, puesto que hay tantos actores como títeres en las antiguas funciones, los mismos que han contado la misma historia durante siglos, los mismos que todavía nos pueden parecer extraños. Recorren la misma escena nebulosa, buscan la misma casa apartada, los títeres en estos espectáculos siempre lo encuentran todo nuevo y desconocido porque no tienen recuerdos de los que hablar, y apenas pueden acordarse de hacer esos movimientos artificiales que realizaron infinitas veces en el pasado. Luchan con los mismos gestos, repiten las mismas posturas, aunque rara vez tengan la vaga sospecha de que todo eso ha ocurrido antes. ¡Qué parecidos son a la raza humana! Eso es lo que les hace ser nuestros perfectos representantes, esto y el hecho de que están grabados a mano a la imagen y semejanza de las víctimas maníacas que buscan compartir los secretos de sus tormentos personales mientras el mismo titiritero manipula sus cuerdas.
Los secretos que estos dos polichinelas compartían lo presenta de manera bastante taimada el autor de esta confesión, pues si lo tenemos en cuenta, este es el género al que realmente pertenece. De hecho, el señor Gray, o como quiera que se llame, parece saber mucho más de lo que está contando, sobre todo respecto a su colega el arqueólogo. No obstante, deja constancia de lo que el Dr. N… sabe y, lo que es aún más importante, lo que este ávido excavador ha encontrado enterrado en la isla. Se trata solo de un fragmento de un objeto que se remonta a la antigüedad. Aunque se sabe que es una parte de un ídolo religioso, es difícil determinar de qué parte se trata. Es una pieza retorcida de un rompecabezas y sugiere que la figura al completo es sumamente espantosa. El fragmento también está oscurecido por el verdín de los siglos, que hace que la sustancia parezca algo semejante al jade en descomposición.
¿Se encontrarían también otras piezas de este ídolo en la misma isla? La respuesta es no. Al parecer habían destrozado el ídolo hacía siglos y se habían enterrado los pedazos en algún lugar remoto para que no se volvieran a unir con facilidad todas sus piezas. Aunque era una mera representación, la misma efigie era el foco de un gran poder. La antigua secta que se había creado para adorar este poder la formaban panteístas de algún tipo que creían que todas las cosas, aunque parezca lo contrario, son una sola materia unificada y trascendental, una emanación de una fuerza central creativa. De ahí que el canto ritual que fluye se oiga «en las habitaciones de las casas», etcétera, y haga referencia a la naturaleza omnipresente de esta deidad, la clase de dios más primaria y dominante, el que entra en la categoría de «dios que eclipsa al resto», divinidades territoriales cuyo derecho a la creación supuestamente sustituye al de sus rivales. (Las palabras del famoso cántico, por cierto, son las únicas que nos llegan del antiguo culto y que aparecen por primera vez en la obra etnográfica pseudoesotérica titulada Iluminaciones de la antigüedad, que se publicó a finales del s. XIX, alrededor de la misma época, supongo, en que se escribió este manuscrito que ahora me apresuro a resumir). En algún momento de su carrera como adoradores del «Gran Dios», cayó una sombra sobre la secta. Al parecer un día les fue revelado, de forma confusa y espantosa, que el poder al que reverenciaban era en esencia el mal personificado, y que su estilo religioso panteísta era en realidad una clase de pandemonismo. Pero esta revelación no fue una sorpresa para todos los sectarios, ya que hubo una lucha sangrienta que acabó en matanza. De todas formas, los enemigos de lo demoníaco prevalecieron y enseguida volvieron a bautizar a su antigua deidad para reflejar el recién descubrimiento de su esencia maligna; y el nombre por el que se le conoció a partir de entonces fue Nethescurial.
Una interesante cambio de los acontecimientos: aquella recóndita isla se revela abiertamente como la tierra del ídolo de Nethescurial. Por supuesto, solo es uno de los muchos sitios por los que han sido esparcidos los pedazos del tótem destrozado. Los miembros originales de la secta que habían traicionado a su dios sabían que el poder concentrado en la efigie no podía destruirse, así que decidieron repartirla por los rincones más recónditos de la Tierra, allí donde hiciera el menor daño posible. ¿Pero habrían dado a conocer este hecho al permitir que los lugares de entierro llevaran el nombre del dios pandemoníaco? Es bastante dudoso, así como poco probable, que fueran ellos los que construyeran aquellas casas rudimentarias, a modo de templos, para marcar dónde se podía localizar un fragmento en especial del antiguo ídolo.
Por lo tanto, el Dr. N… se ve obligado a presuponer que ha sobrevivido parte de la fracción demoníaca de la secta, un culto que se ha dedicado a buscar aquellos lugares que la presencia del ídolo ha transformado y que de este modo pueden reconocer por sus características horripilantes. La búsqueda requería mucho tiempo y esfuerzo, dado que las esquirlas del mal podían estar escondidas en cualquier parte del mundo. Conocida como la «exploración», también incluía el reclutamiento de personas externas, que en los últimos años eran a menudo investigadores de culturas de tiempos pasados, aunque ignoraban que la causa a la que servían todavía estaba viva. De este modo, el Dr. N… advierte a su «colega, el señor Gray» que puede que estén en peligro por los que todavía intentan volver a ensamblar el ídolo y restablecer su poder. La misma presencia de aquella casa primitiva de la isla sin duda prueba que el culto ya es consciente de la situación de este fragmento del ídolo. De hecho, el misterioso señor Gray, como era de suponer, es en realidad un miembro de la encarnación moderna de la secta; es más, se ha llevado consigo a la isla —ya sabe, en aquella mochila voluminosa— el resto de las piezas del ídolo, que después de siglos de búsqueda se han ido recuperando. Ahora solo le hace falta el pedazo que ha encontrado el Dr. N… para reconstruir el ídolo por primera vez en un par de milenios.
Pero también necesita al arqueólogo para una especie de sacrificio a Nethescurial, una ceremonia que tiene lugar más tarde esa misma noche, en la parte superior de la casa. Si se me permite resumir el desenlace para mayor brevedad, el ritual de sacrificio tiene algunas horribles sorpresas para el señor Gray (esta gente parece que no se dé nunca cuenta de dónde se meten), que no tarda en arrepentirse de sus prácticas malignas, lo que lo lleva a romper el ídolo en mil pedazos una vez más. Cuando escapa de aquella isla extraña, tira los trozos por la borda y siembra las frías aguas grises con los restos de un increíble poder. Más tarde, al sentir que algo amenaza su existencia (tal vez por la represalia de sus compañeros sectarios), relata un horror que no solo lo afecta a él, sino a toda la raza humana.
A pesar de mi afición por estas historias delirantes que acabo de intentar describir, no dejo pasar por alto los errores. En primer lugar, fuera cual fuera el impacto emocional que pudiera haber perdido el relato en el resumen anterior, desde luego ganó en coherencia: los incidentes en el manuscrito estaban desarrollados con poca fluidez, los detalles importantes carecían de un énfasis adecuado y se presentaban al lector hechos imposibles sin ningún verdadero esfuerzo para convencerlo de su veracidad. Sí admiro el principio fantástico en el centro de esta pieza, la naturaleza de esta entidad pandemoníaca es muy intrigante. Imagine toda la creación como una máscara del más vil de los males, un mal absoluto cuya realidad está atenuada solo por nuestra ceguera frente a él, un mal que se encuentra en el corazón de las cosas, que existe «dentro de las estrellas y en el espacio que queda entre ellas; dentro de la sangre y los huesos, a través de las almas y los espíritus», etcétera. Se hace incluso una referencia en el manuscrito que indica una analogía entre Nethescurial y aquel precioso mito de los aborígenes australianos conocido como Alchera (el tiempo del sueño o el que sueña), una supra-realidad que es la fuente de todo lo que vemos en el mundo que nos rodea. (Esta referencia será útil para datar el manuscrito, ya que fue hacia finales del siglo pasado cuando un antropólogo australiano dio a conocer la cosmología aborigen al público en general). Imagine el universo como un sueño, la pesadilla febril de un demiurgo demoníaco. ¡Oh, supremo Nethescurial! El problema es que esas invenciones sobrenaturales son en realidad muy difíciles de imaginar. De vez en cuando no consiguen materializarse en la mente, no logran adoptar una textura mental, y por tanto se perciben nada más como monstruos abstractos y metafísicos, un diagrama más o menos elegante que no puede levantarse del papel para tocarnos. Por supuesto, tenemos que mantener cierta distancia con estos espectros como Nethescurial, pero por lo general ya ocurre mediante palabras como estas, que atrapan todo tipo de criaturas fantásticas antes de que puedan destrozarnos en cuerpo y alma. (Y sin embargo, las palabras de este manuscrito en especial parecen bastante débiles al respecto, posiblemente porque son solo rayas de color verde apagado trazadas por una mano humana, y no la gruesa malla de letra negra). Pero queremos acercarnos lo suficiente para sentir el aliento fétido de esas bestias o para verlas como leviatanes prehistóricos, dando vueltas alrededor del islote en el que nos hemos refugiado. Aunque seamos incapaces de creer con sinceridad en cultos antiguos y en ídolos desconocidos, a pesar de que esos aventureros y arqueólogos pseudónimos parecen ser meras sombras en una pared, y aunque unas casas extrañas en islas remotas sean de construcción inestable, todavía existirá un poder en esas cosas que nos amenace como un mal sueño. Y este poder no emana tanto del interior de la historia como de alguna parte detrás de esta, un lugar de oscuridad infinita y de mal omnipresente por el que podemos caminar sin ser conscientes. Pero no se preocupe por estos pensamientos nocturnos; después de cerrar esta carta me iré derecho a la cama.
Han pasado muchas horas desde que escribí la descripción que figura más arriba y el análisis del manuscrito. Qué simplistas me parecen ahora esas palabras, y sin embargo son lo bastante fieles desde una perspectiva determinada. Pero se trata de un punto de vista privilegiado que, al menos por el momento, no disfruto. La distancia entre yo y un mal devastador ha disminuido considerablemente. Ya no encuentro tan difícil imaginarme los horrores definidos en aquel manuscrito, porque los he conocido en profundidad. Me siento como un tonto por haber jugado con esas visiones, y con qué facilidad un simple sueño puede destruir la seguridad de una persona, aunque solo sea durante unas pocas horas turbulentas. Sin duda he vivido esto antes, pero nunca con tanta agudeza como esta noche. No estuve dormido durante mucho tiempo, pero al parecer sí lo suficiente. Al principio del sueño estaba sentado en un escritorio en un cuarto muy oscuro. También me pareció que la habitación era muy grande, aunque no veía mucho más allá de la zona de la mesa, donde a ambos lados brillaba una lámpara de algún tipo. Extendidos delante de mí había un montón de papeles de diversos tamaños. Sabía que eran mapas de alguna clase, y los estaba estudiando uno tras otro. Estaba muy absorto en aquellos mapas, que ahora dominaban el sueño hasta la exclusión del resto de las imágenes. Cada uno de ellos se centraba en una especie de concatenación de islas y no hacían referencia a extensiones de tierra más grandes o conocidas. Esas manchas irregulares de tierra fijadas en masas de agua sin nombre me transmitieron una poderosa sensación de lejanía y aislamiento. Pero aunque la situación de las islas no estaba especificada, de algún modo estaba seguro de que aquellos a los que los mapas iban dirigidos sí conocían esta información. No obstante, ese secreto era solo superficial, puesto que no se requería una clave esotérica para buscar una geografía mayor, de la que estos mapas eran un detalle exagerado: todos se diferenciaban por alguna lengua conocida en la que estaba escrito el nombre de las islas; distintos idiomas para distintos mapas.
Sin embargo, al revisarlo más detenidamente (en realidad me sentía como si viajara entre aquellos exóticos fragmentos de tierra, esos diminutos trocitos de un misterio hecho añicos) me di cuenta de que los mapas tenían algo en común: dentro de cada grupo de islas, fuera cual fuera el idioma en el que estuviera escrito su nombre, siempre había una que se llamaba Nethescurial. Era como si en todo el mundo los que allí habitaban hubieran insinuado este terrible nombre como el único apropiado para una isla en concreto. Por supuesto, había formas y grafías alternativas relacionadas, y a veces transliteraciones de la palabra (¡con qué precisión las veía!). Aun así, con la extraña convicción que se apodera del que sueña, sabía que esos lugares se habían reclamado en nombre de Nethescurial y que llevaban la señal única de algo que se había enterrado allí: los pedazos del ídolo desmembrado. Gracias al aumento de iluminación que ofrecían las lámparas, vi que la habitación en realidad tenía unas dimensiones fuera de lo común. Las cuatro enormes paredes se inclinaban las unas hacia las otras y se juntaban en un punto muy alto sobre el suelo, lo que otorgaba al espacio que me rodeaba la forma de una pirámide perfecta. Pero ahora veía las cosas desde otra perspectiva curiosamente lejana: había un altar con su ídolo en el centro de la habitación y yo me encontraba a cierta distancia, o tal vez ni siquiera estaba en aquella escena. Luego, de alguna esquina oscura o una puerta secreta salió una fila de figuras que caminaban despacio hacia el altar y después se congregaban en un semicírculo ante él. Advertí que todos tenían una forma bastante esquelética pues iban vestidos iguales, con un material negro ceñido al cuerpo que les hacía parecer sombras esmirriadas. Parecían estar envueltas de oscuridad de pies a cabeza y llevaban tan solo la cara al descubierto. Pero en realidad no eran caras, sino máscaras idénticas, pálidas e inexpresivas. No tenían aberturas y otorgaban a los que las portaban un terrible y antiguo anonimato. Detrás de aquellas caras lisas y apenas moldeadas había espíritus por encima de toda esperanza y consuelo, excepto en el mal al que se entregan por voluntad propia. Sin embargo, esta entrega es un proceso muy selectivo, una ceremonia del elegido. Una de las sombras con la cara blanca se apartó del grupo y dio un paso adelante, al parecer provocada por la proximidad al ídolo. La figura permaneció inmóvil mientras algo como un humo luminoso comenzó a salir de su cuerpo oscuro. Flotaba, se arremolinaba ligeramente hacia el ídolo, que lo absorbía. Y supe —¿puesto que aquel no era mi sueño?— que el ídolo y su sacrificio se estaban convirtiendo en uno. Aquel espectáculo continuó hasta que ya no quedó más bruma brillante y ectoplásmica que extraer, y aquel cuerpo —ahora reducido al tamaño de una marioneta— se desmoronó. Pero no tardó en levantarlo, con bastante ternura, otro de los del grupo, que dejó aquella forma empequeñecida sobre el altar; después sacó un cuchillo y se lo clavó muy adentro, sin hacer ruido.
Al poco tiempo empezó a rezumar algo del altar, algo espeso, aceitoso y de un color extraño, oscuro, aunque no era del tono de la sangre. Aunque lo extraño de ese color era más una idea que un tema de la vista, empezó a apoderarse del sueño y a determinar la última parte de su desarrollo. De manera bastante repentina, aquella habitación cerrada y tenebrosa como un pozo se desvaneció y se transformó en una extensión abierta de tierra: aunque estaba al aire libre tenía una curiosa topografía cuyas delirantes formas eran todas de aquel color tan siniestro y particular. El suelo parecía estar cubierto por un oscuro y vetusto moho, así como las cosas que se alzaban por encima. A mi alrededor había un paisaje que alguna vez pudo haber tenido piedras, tierra, árboles (o tenía esa sensación), pero que se había transformado totalmente en una especie de cieno petrificado. Me quedé mirando lo que se extendía delante de mí, que se retorcía como una tracería de hierro forjado o unos grandes jardines abandonados de corales enroscados, una celosía intrincada de mantillo endurecido cuya superficie estaba invadida por un caos de pequeños grabados, unos costrosos diseños que sugerían un mundo de rostros y formas demoníacas. Y todo estaba compuesto por un color que de algún modo me hacía pensar en el liquen podrido. Pero antes de que saliera presa del pánico de mi sueño, hubo otra incidencia relacionada con este color: las aguas teñidas que bañaban las orillas de la isla que me rodeaba. Como he escrito hace unas páginas, llevo ya despierto unas horas. Lo que no he mencionado ha sido el estado en el que me encontré después de despertarme. Durante todo el sueño, y en especial en los últimos instantes cuando identifiqué de forma definitiva aquel lugar espantoso, percibí una presencia oculta, algo que circulaba por todas las cosas y las unía en un organismo del mal que se extendía hasta el infinito.
Supongo que es normal que continuara bajo el hechizo visionario incluso después de haber salido de la cama. Intenté invocar a los dioses del mundo corriente —durante el silbido de la cafetera recé ante el icono de la luz eléctrica—, pero eran demasiado débiles para librarme de aquel cuyo nombre ya no puedo ni escribir. Parecía poseer mi casa, cada objeto de dentro y la totalidad del oscuro mundo de afuera. Sí, acechaba entre los vientos que vigilan este y otros muchos mundos. Todo parecía ser una manifestación de este mal, y a mis ojos estaba adquiriendo su aspecto. También podía sentir cómo salía de mí y se hacía cada vez más fuerte detrás de esta cara viva que tengo miedo de poner frente al espejo. Sin embargo, estas ilusiones inducidas por el sueño parecían disminuir, ahuyentadas tal vez al escribir yo sobre ellas. Como alguien que ha bebido mucho la noche anterior y jura dejar el alcohol de por vida, yo había renunciado al abuso de lecturas extrañas. Sin duda, aquella era una promesa temporal y pronto volvería a mis viejos hábitos. ¡Pero seguro que no sería hoy!
Algunos días después, a altas horas de la noche.
Bien, parece que esta carta se ha transformado en una crónica de mis aventuras nethescurianas. Ya ve, ahora puedo escribir ese nombre excepcional con facilidad; además, ya no siento apenas aprensión al acercarme al espejo y pronto seré capaz de dormir como lo hacía antes, sin intrusiones visionarias de ningún tipo. No se puede negar que las experiencias que he vivido últimamente han inclinado la balanza a favor de lo extraño. Me encontré caminando sin descanso —bueno, sin poder trabajar—, acompañado siempre por ese gran terror en el plexo solar, como si me hubiera dado un festín en un banquete del terror y la comida se me hubiera indigestado. Muy extraño, pues durante todo este tiempo me he resistido a alimentarme. ¿Cómo podría llevarme algo a la boca cuando todo estaba como estaba? Ya era bastante difícil tocar el pomo de una puerta o un par de zapatos, incluso cuando llevaba guantes. Podía sentir cómo se retorcía todo, mi propia carne incluida, y también veía lo que se movía debajo de las superficies, mi visión penetraba a través de la coraza habitual de los objetos y percibía el mismo material que manaba de dentro de todo, mirara donde mirara. Era aquel color oscuro del sueño que ahora identificaba con claridad. Oscuro y verdoso. ¿Cómo iba a comer? ¿Cómo podía siquiera quedarme mucho rato en un sitio? Así que seguí de un lado para otro e intenté no mirar con demasiada atención, pues absolutamente todo se arrastraba dentro de sí mismo y creaba todo tipo de formas, dejándome ver toda clase de expresiones. (Sin embargo, en realidad todos tenían el mismo aspecto, estaban llenos de la misma materia reptante). También oía ruidos, voces que decían palabras que no distinguía, voces que no procedían de las bocas de la gente que pasaba por la calle, sino de lo más profundo de sus cerebros, murmullos que al principio eran incomprensibles y después se hicieron más claros, elocuentes.
Esta nueva ola de caos alcanzó su culminación esta noche y luego cayó en picado. Pero mis oportunas maniobras, espero, lo volvieron a colocar todo en su sitio.
A continuación presento los últimos acontecimientos de esta pesadilla tal y como ocurrieron. (Y cómo desearía no estar hablando de manera metafórica, estar en realidad en el mundo de los sueños o de vuelta a las páginas de libros y antiguos manuscritos). Esta conclusión tiene su comienzo en el parque, un lugar que de hecho está a cierta distancia de mi casa, o al menos eso me pareció cuando fui andando. Ya era bastante tarde aquella noche, pero todavía estaba paseando, caminando por el sendero de asfalto que serpentea por este rincón de árboles y césped en mitad de la ciudad. (Y de algún modo parecía como si ya hubiera paseado por aquel lugar esa misma noche, que todo eso me hubiera pasado antes). El camino estaba iluminado por globos de luz que se sostenían en equilibrio sobre finos postes de metal; había otra esfera luminosa en la gran negrura de arriba. Al margen del camino, el césped estaba oscurecido por las sombras y los árboles que se agitaban en lo alto eran del mismo color verde sucio.
Después de recorrer durante muchísimo tiempo un camino infinito, llegué a un claro donde se había reunido un grupo de personas para ver algún espectáculo de última hora. Había unas cuerdas de luces de color colgadas alrededor del perímetro de esta zona, y unas filas de bancos que daban a una cabina alta e iluminada. Era el tipo de cabina que se utiliza para las funciones de títeres, con divertidos dibujos pintados por toda la parte inferior y una abertura con una cortina en la parte de arriba. En aquel momento las cortinas estaban abiertas y dos criaturas semejantes a payasos se retorcían en una luz cegadora que provenía del interior de la cabina. Se inclinaban el uno hacia el otro, chillaban, se golpeaban con torpeza con palas blandas que tenían pegadas a sus bracitos mullidos. De repente, se quedaron inmóviles en plena batalla y se giraron despacio de cara al público. Era como si las marionetas estuvieran mirando directamente donde yo estaba de pie, detrás de la última fila de bancos. Inclinaron aquellas cabezas deformes y sus ojos vidriosos se clavaron en los míos.
Entonces me di cuenta de que los otros hacían lo mismo: todos se había dado la vuelta en los bancos, sin ninguna expresión en la cara y con ojos muertos de marioneta que me miraban. Aunque movían las bocas, no eran mudos, pero lo que oía eran las voces de muchas más personas de las que había allí reunidas. Esas eran las voces que había estado oyendo mientras recitaban las confusas palabras en las profundidades de los pensamientos de todos, a metros y metros por debajo del nivel de su conciencia. Las voces seguían siendo murmullos, y las frases lentas y monótonas se mezclaban como las secuencias de fuga.
Pero ahora entendía aquellas palabras, incluso cuando se unían más voces al cántico y se solapaban unas con otras, mientras decían: «en las habitaciones de las casas… en los cielos iluminados por la luna… a través de todas las almas y los espíritus… tras los rostros de los vivos y los muertos».
Me es imposible decir cuánto tiempo pasó antes de que pudiera moverme, antes de que regresara al camino, con aquellas innumerables voces que no paraban de cantar a mi alrededor y aquellas luces de colores que oscilaban entre los árboles agitados por el viento. No obstante, a medida que llegaba a casa dando traspiés en la verduzca oscuridad de la noche, parecía que oía una única voz y veía un solo color.
Sabía lo que tenía que hacer. Recogí unos tablones viejos del sótano, los puse en la chimenea y abrí el tiro. Tan pronto como se pusieron a arder intensamente, añadí una cosa más al fuego: un manuscrito cuya tinta tenía un color en especial. Gracias a una visión reveladora supe quién firmaba el manuscrito, qué mano había escrito en realidad aquellas páginas y se había ocultado tras ellas durante cien años. El autor de aquella narración había roto en mil pedazos el ídolo y lo había tirado a las aguas profundas, pero la mancha de su antigua pátina quedó sobre él. Había invadido la apretada letra del autor de color verde negruzco y allí había sobrevivido, aguardando poder arrastrarse hasta otra alma perdida que no consiguió ver los oscuros sitios por donde vagaba. ¡Cómo iba a saber yo que eso era verdad! ¿Acaso no lo probaba el color del humo que se elevaba del manuscrito en llamas y que todavía sigue subiendo?
Escribo estas palabras sentado junto a la chimenea, pero las llamas se han extinguido y aun así todavía queda por el hogar el humo del papel carbonizado, que se niega a ascender por la chimenea y desvanecerse en la noche. Tal vez se ha atascado. Sí, seguro que es eso, tiene que ser eso. Lo demás son mentiras, ilusiones. Aquel humo del color del moho no ha adoptado la forma del ídolo, aquella figura que no se ve del todo ni continuamente, pero sigue sacando muchos brazos y cabezas, muchos ojos y después los mete hacia dentro y los vuelve a sacar con otras configuraciones. Esa figura no está extrayendo nada de mí ni poniendo nada en su lugar, algo que parece que se escurra en las palabras mientras escribo. Y mi bolígrafo no se está haciendo cada vez más grande, ni mi mano cada vez más y más pequeña…
¿Ve?, no se ha formado ninguna figura en la chimenea. El humo se ha ido por el tiro, hacia el cielo; y no hay nada allí arriba, nada que vea por la ventana. Desde luego está la luna, allí en lo alto, redonda, pero no hay una sombra que tape la luna, no hay caos ni remolino de humo que interrumpa el delicado orden de la tierra, ni ninguna nube cambiante de pesadillas que envuelva los satélites, los soles y las estrellas. No es una forma retorcida, escalofriante y sucia lo que veo sobre la luna, no es la forma de un gran cangrejo deformado que corre por los negros océanos del infinito e invade el rincón de la luna, y se arrastra con sus innumerables cuerpos por todas las islas giratorias del espacio impenetrable. Esa figura no es una totalidad cancerosa de todas las criaturas, no es el icor rezumante que fluye dentro de todas las cosas. Nethescurial no es el nombre secreto de ¡a creación. No está en las habitaciones de las casas ni más allá de las paredes… bajo las oscuras aguas y en los cielos iluminados por la luna… bajo montículos de tierra y sobre las cimas de las montañas… en las hojas del norte y las flores del sur… dentro de las estrellas y en el espacio que queda entre ellas… dentro de la sangre y los huesos, a través de las almas y los espíritus… entre los vientos que vigilan este y otros mundos… tras los rostros de los vivos y los muertos.
No me estoy muriendo en una pesadilla.