El año pasado por estas fechas, quizá este mismo día, Plomb vino a visitarme a casa. Al parecer siempre sabía cuándo volvía de mis viajes habituales y se presentaba en mi puerta sin ser invitado. Aunque el estado en que estaba mi antigua residencia daba pena, Plomb la consideraba una especie de castillo o fortaleza y siempre se quedaba admirando los techos altos como si presenciara sus maravillas por primera vez. Aquel día —uno bastante oscuro, creo— no dejó de hacer lo que de costumbre. Luego nos sentamos en una de las espaciosas (aunque poco amuebladas) habitaciones de la casa.
—¿Qué tal han ido tus viajes? —preguntó, como si mantuviera la conversación por cortesía.
Pude ver en su sonrisa, sin duda una emulación de la mía, que estaba contento de volver a estar en mi casa y en mi compañía. Le devolví la sonrisa y me incorporé. Plomb, por supuesto, se levantó conmigo, casi simultáneamente.
—¿Vamos? —dije. ¡Qué plasta!, pensé.
Nuestros pasos resonaban con un ritmo regular sobre el duro suelo de madera, que llegaba hasta los escalones. Subimos hasta el segundo piso, que había dejado casi totalmente vacío, y después ascendimos por una escalera más estrecha hasta la tercera planta. Aunque ya habíamos hecho este recorrido unas cuantas veces, me di cuenta por sus ojos itinerantes de que, para él, cada espiral enroscada del papel pintado, cada telaraña que ondeaba en las esquinas del techo, cada corriente de aire viciado componían un preludio de suspense para nuestro destino. Al final del pasillo del tercer piso había una escalenta de madera, una de esas de mano, que iba a dar a un viejo trastero donde guardaba ciertas cosas que coleccionaba.
No se trataba ni mucho menos de una habitación espaciosa y, como señalaría Plomb, el ambiente cerrado se acentuaba todavía más por la colocación claustrofóbica de altos armarios, estanterías que llegaban hasta el techo y varias cajas y baúles. Así era como estaban las cosas en aquel tiempo. De todas maneras, Plomb parecía ser partidario de que todo estuviera en aquel estado.
—La habitación de los misterios secretos —dijo—, donde se guardan todos sus tesoros, todas las nuevas maravillas que ha conseguido.
Aquellas maravillas y tesoros, como Plomb las llamaba, eran, supongo, extraordinarias desde cierto punto de vista. A Plomb le encantaba revisar todos los objetos y artículos, juntar un puñado de curiosidades y colocarlas en el sofá polvoriento del centro de aquella habitación. Pero siempre que volvía de uno de mis prolongados viajes, los objetos nuevos eran los que tenían prioridad en la jerarquía de maravillas de Plomb. Por lo tanto, enseguida saqué la daga de doble mango con una única hoja de piedra pulida. En cuanto vio aquel objeto ceremonial, tendió las palmas de las manos y coloqué el exótico artefacto sobre el legítimo altar.
—¿Quién pudo haber hecho tal cosa? —preguntó, aunque de manera retórica.
No esperaba contestación a sus preguntas, y puede que ni siquiera la deseara. Por supuesto, no le ofrecí más explicación que una mera sonrisa. Pero qué rápido, advertí, perdió la fuerza inicial de fascinación, la magia de aquel primer fragmento de «estupefacción», como él diría. Qué rápido se disipó la niebla refulgente que lo rodeaba solo a él, para descubrir una claridad tediosa. Me tenía que mover más deprisa.
—Mire —dije, mientras con el brazo buscaba en las sombras de un armario—. Deberá llevar esto cuando tenga ese utensilio de sacrificio.
Y le eché la túnica por encima de los hombros, envolviendo su cuerpo más bien menudo con un ciclón de dibujos y colores extraños. Se admiró ante el espejo empotrado en la puerta del armario.
—¿Ha visto la túnica en el espejo? —casi gritó—. El estampado se ha dado la vuelta. ¡Qué raro, perfecto!
Mientras estaba allí de pie, deslumbrándose a sí mismo, lo despojé del puñal antes de que tuviera ocasión de cometer un descuido. Esto le dejó las manos libres para subirlas hasta el techo de la habitación cubierto de polvo y hasta los oscuros dioses de su imaginación. Agarrando con fuerza los dos mangos de la daga, de repente la elevé por encima de su cabeza, donde la mantuve suspendida. Al poco rato empezó a entrarle la risa floja y luego cayó en un ataque de hilaridad sardónica. Tropezó con el sofá y se desplomó sobre los suaves cojines. Lo seguí, pero cuando alcancé su figura postrada no tenía el acero azul pálido que había llevado hasta su pecho, sino un simple libro, uno de los muchos que yo le había puesto delante. Sus piernas paliduchas le servían de atril, y en ellas apoyaba el enorme volumen. Lo acomodó antes de empezar a pasar las tiesas páginas crujientes. Parecía absorto por aquel sonido, así como por la visión de una lengua que no identificaba, y mucho menos entendía.
—El grimorio perdido del abad de Tine. —Se rió tontamente—. Transcrito en la lengua…
—Buen intento —tercié—, pero no.
—Entonces serán los prohibidos Salmos del silencio, el libro anónimo.
—No, tienen autor, aunque está muerto, si es que recuerda lo que le conté al respecto. Pero ni siquiera se ha acercado.
—Bien, ¿y si me diera una pista? —insinuó con tal impaciencia que llegó a sorprenderme—. ¿Y si…?
—¿Y no preferiría adivinarlo usted mismo, Plomb? —le sugerí de modo alentador.
Pasaron unos momentos de precario silencio.
—Supongo —respondió al fin para mi tranquilidad.
Luego observé cómo devoraba con los ojos el texto inescrutable del antiguo ejemplar.
Hay que reconocer que los misterios de estas sagradas escrituras estaban entre los más auténticos de su clase, puesto que nunca ha sido mi intención engañar a mis discípulos —como se consideraba él con razón— con falsos secretos. Pero los enigmas que encierran estos libros no son absolutos: una vez se conocen, se relegan a una esfera menor, que es la de lo entendido. Cuando pierden el prestigio del que disfrutaban, esos antiguos secretos funcionan como instrumentos para profundizar en otros todavía más ocultos y que, a su vez, sufrirán el mismo destino corrosivo, que es el sino de todos los verdaderos secretos. Con el tiempo se llega a la conclusión —ya sea por perspicacia o por puro agotamiento— de que este inflexible proceso es interminable, de que la mortificación de un misterio tras otro tan solo terminará con la extinción del que los busca. ¿Y cuántos quedan ya propensos a dicha búsqueda? ¿Cuántos la persiguen hasta el final de sus días con la esperanza eterna de una última revelación? Mejor no pensar en términos exactos en los pocos fieles que existen. Hoy en día, Plomb es uno de esos números infinitesimales, y mi intención es reducir esos números a uno.
El plan era sencillo: consistía en alimentar las ansias por las sensaciones misteriosas hasta que vomitara… y más. Lo único que quedaría serían unas tripas llenas de vergüenza y pesar por una pasión caduca.
Mientras Plomb estaba tumbado en el sofá, comiéndose con los ojos aquel estúpido libro, fui hacia un gran armario cuyas puertas eran de rejilla de metal opaco enmarcadas en madera muy oscura. Abrí una de esas puertas y dejé a la vista unas estanterías abarrotadas de libros y objetos raros. Sobre uno de los estantes, descansando allí sola, había una caja muy blanca. No era más grande, como había previsto mentalmente, que un modesto joyero. No tenía marcas a excepción de unas huellas dactilares, más bien de pulgares, que cubrían la lisa superficie blanca en sus bordes contrarios a medio camino de su longitud. No tenía tiradores ni adornos de ninguna clase, ni siquiera se notaba, a simple vista, la más mínima juntura que indicara dónde se encontraba la parte inferior y la superior de la caja, o que descubriera la posible existencia de un cajón. Me reí un poco por la intriga simulada sobre aquel objeto, luego lo agarré por ambos lados con cuidado y coloqué mis pulgares justo donde estaban las marcas frescas de las huellas dactilares. Presioné con los dedos y salió de la parte delantera de la caja un cajón sin mucho fondo. Como era de esperar, Plomb me había estado observando mientras hacía aquellos movimientos sin sentido.
—¿Qué tiene ahí? —preguntó.
—Paciencia, Plomb, ya lo verá —contesté mientras, con delicadeza, sacaba dos brillantes artículos del cajón: un pequeño cuchillo plateado que parecía más bien un abrecartas muy afilado y un par de anteojos anticuados con montura metálica.
Plomb dejó a un lado el libro que ya no le interesaba y se puso derecho, apoyado en el brazo del sofá. Me senté a su lado y abrí los anteojos para que las patillas quedaran mirando hacia su cara. Cuando se inclinó hacia delante, se los puse.
—Son simples cristales —dijo con un claro tono de decepción—, o tienen muy poca graduación.
Sus ojos se movieron como si tratara de examinar lo que se apoyaba en su propia cara. Sin decir palabra, sostuve delante de él el pequeño cuchillo hasta que le hizo caso.
—Aaah —exclamó sonriendo—. Aún hay más.
—Por supuesto —contesté, y giré con cuidado la acerada hoja ante sus ojos llenos de fascinación—. Extienda su mano, mire, así; bien, bien. Ni siquiera lo notará, es totalmente inofensivo. Y ahora —le ordené— siga observando ese hilillo rojo.
»Sus ojos ahora se han fundido con estas lentes fantásticas y su vista es una con este objeto. ¿Pero qué es exactamente? De manera obvia es todo lo que fascina, todo lo que tiene poder sobre su mirada y sus sueños; ni siquiera puede concebir el deseo de apartar los ojos, y aunque no haya ni una imagen que ver existe una visión de algún tipo, una escena infinita y abrumadora que se expande ante usted. La inmensidad de dicha escena es tal que ni siquiera la deslumbrante difusión de todos los universos conocidos puede transmitir su grandeza. Todo es tan brillante, tan fabuloso y está tan vivo… Son paisajes sin fin llenos de vida, paisajes que de por sí están vivos. Una variedad inimaginable de formas y movimientos, diseños y dimensiones; y cada detalle es totalmente cristalino, desde las gigantescas figuras cuyo perfil se tambalea en los horizontes infinitos hasta el más mínimo cilio que se retuerce en un recóndito nicho oceánico. Aunque esto es solo un fragmento de todo lo que se puede ver y conocer. Existen astronomías laberínticas, discretos sistemas de masa viva que todavía están entrelazados por una serie de intersecciones, que se mezclan en algunos puntos de forma que afectan mutuamente a los sistemas que participan y producen evoluciones instantáneas, constantes transformaciones tanto de la apariencia como de la esencia. Es testigo de todo lo que existe o pueda existir. Pero todavía hay algo oculto entre las sombras de todo lo que puede ver que es invisible, algo que palpita como un pulso atronador y promete visiones aún más espectaculares: todo lo demás es solo una membrana que envuelve la quintaesencia que aguarda nacer y que se prepara para el cataclismo que será tanto el comienzo como el fin. Contemplar el preludio de este acontecimiento debe de ser una experiencia de insoportable expectación, de modo que la esperanza y el terror se funden en una nueva emoción que corresponde a lo total y absolutamente desconocido. Parece que el siguiente instante conllevará una revolución de la energía y la materia. Pero los segundos pasan y la experiencia cada vez es más fascinante sin cumplir los presagios, sin extinguirse en la revelación. Y aunque las visiones permanecen activas dentro de usted, en su sangre ello se despierta.
Plomb se levantó del sofá, se tambaleó unos pasos y se limpió la sangre de la palma de la mano en la camisa, como si quisiera borrar de la memoria aquellas visiones. Sacudió la cabeza con fuerza una o dos veces, pero los anteojos siguieron en su sitio.
—¿Se encuentra bien? —le pregunté.
Plomb parecía estar deslumbrado de mala manera. Detrás de los anteojos tenía la mirada atontada y su boca estaba abierta, llena de innumerables palabras no pronunciadas. Sin embargo, cuando dije «tal vez sea mejor que se los quite», alzó la mano hasta la mía, como para impedir que lo hiciera, aunque no puso demasiado entusiasmo. Plegué las patillas metálicas una encima de la otra y devolví los anteojos a su caja. Plomb me miraba como si estuviera llevando a cabo un ritual de gran fascinación; parecía estar todavía recuperándose de la experiencia.
—¿Y bien? —pregunté.
—Terrible —contestó—. Pero…
—¿Pero qué?
—Pero yo…
—¿Usted qué?
—Lo que quiero decir es… ¿De dónde los ha sacado?
—¿No puede imaginárselo? —repliqué, y por un momento pareció que en este caso también deseaba una respuesta simple, al contrario de sus hábitos más frecuentes. Luego sonrió de manera bastante artera y se tiró en el sofá. Se le vidriaron los ojos mientras se inventaba una anécdota por capricho.
—Me lo imagino en una subasta ocultista en un barrio de mala fama de una ciudad en el extranjero —dijo—. Sacan la caja, y de allí los anteojos. Fueron fabricados hace unas cuantas generaciones por un hombre que era estudiante de los gnósticos, a la vez que experto en optometría. Su ambición era la de construir un par de ojos artificiales que le permitieran saltar el obstáculo de las apariencias físicas y alcanzar a ver un reino lejano de verdad secreta cuya puerta está en lo más profundo de nuestra propia sangre.
—Sorprendente —señalé—. Su especulación se acerca tanto a la realidad que no vale la pena mencionar los detalles para no caer en una corrección ordinaria.
En realidad, los anteojos pertenecieron a un lote de basura antigua que una vez compré a ciegas, y la caja era de origen desconocido; o más bien no me acordaba, era solo algo que había dejado tirado por el desván. Y el cuchillo era un objeto de atrezzo de un mago para cortar mejor el papel moneda y las corbatas de seda.
Llevé la caja que contenía los anteojos y el cuchillo hasta Plomb y la sostuve ligeramente fuera de su alcance.
—¿Se imagina los peligros que encierra, la pesadilla que representaría poseer esos «ojos artificiales»? —le sugerí. El asintió serio con la cabeza—. Y ya puede suponer las limitaciones que tendría la persona que poseyera ese horripilante artefacto.
Sus ojos eran todo comprensión mientras se chupaba la palma un tanto lacerada de la mano.
—Así que nada me complacería más que traspasar la propiedad de este extraño milagro a usted, mi querido Plomb. Estoy seguro de que lo guardará como oro en paño.
Y precisamente era esa admiración la que quería debilitar con mi intención maliciosa, o más bien aumentarla hasta que la hiciera añicos, puesto que no aguantaba verla ni un minuto más.
Cuando Plomb volvió a estar en la puerta de mi casa, aferrado a su preciado regalo con el abrazo torpe de un niño, no pude resistir hacerle una pregunta. Mientras le abría la puerta le dije:
—Por cierto, Plomb, ¿alguna vez lo han hipnotizado?
—Yo… —contestó.
—Usted… —lo animé.
—No —respondió—. ¿Por qué lo pregunta?
—Por curiosidad, ya me conoce. De acuerdo, buenas noches, Plomb.
Y cerré la puerta tras el ser más obsecuente del mundo, esperando que jasara algún tiempo antes de que regresara.
—Ojalá —dije en voz alta, y las palabras resonaron en los huecos de mi casa.
Pero no pasó mucho tiempo hasta que Plomb y yo tuvimos nuestro siguiente enfrentamiento, aunque las circunstancias fueron extrañas y accidentales. Un día, a última hora de la tarde, dio la casualidad de que estaba mirando en una tienda que vendía artículos de segunda mano en un estado bastante lamentable. Aquel sitio estaba lleno de balanzas oxidadas que una vez hubieron dado el peso por un céntimo, estanterías cojas, muñecos rotos, muebles sin diseño o sustancia, grotescos ceniceros de pie que habrían pertenecido al vestíbulo de algún hotel, y una mezcolanza de objetos de casa pasados de moda. Para mí, sin embargo, estos bazares decadentes ofrecen mayor diversión y consuelo que la mayoría de los mercados exóticos, que con tanta frecuencia cumplen sus extrañas promesas y el mismo misterio deja de tener significado. Pero mi vendedor de segunda mano no hacía promesas y no infundía sueños, por lo que dejaba todo eso para los mercachifles más ambiciosos que traficaban con esas perecederas existencias a la venta. En aquel momento no podía pedir más a aquella tarde gris que encontrarme en uno de esos desiertos establecimientos con encanto.
Aquella tarde en particular, en la tienda de segunda mano alcancé a ver un Plomb de segunda mano. Esta operación visual tuvo lugar en un espejo que estaba apoyado contra una pared, uno de los muchos espejos que parecían constituir una especialidad de la tienda. Me había puesto en cuclillas ante aquella reliquia rectangular, cuyo marco me recordaba a los márgenes decorados de los libros antiguos, y pasaba la mano descubierta por la superficie polvorienta. Y allí, escondida tras el polvo, estaba la cara de Plomb, que debía de acabar de entrar en la tienda y se hallaba al otro lado del local. Mientras que parecía haberme reconocido enseguida de espaldas, su expresión revelaba la esperanza de que yo no lo hubiera visto a él. Su semblante reflejaba tanto sorpresa como lástima, y algo más. Y si se me acercaba, ¿qué iba a decirle? Tal vez le mencionaría que no veía muy bien o que había sido víctima de un accidente. ¿Pero cómo podría explicar lo que le había pasado sin revelar la verdad que ambos conocíamos y de la que ninguno de los dos hablaría? Por suerte, esa escena permanecería en su estado hipotético, porque un poco más tarde lo veía salir por la puerta.
Con cautela, me acerqué al escaparate delantero de la tienda a tiempo de ver a Plomb alejarse corriendo hacia el día gris e irreflexivo, con la mano derecha en la cara.
—Tan solo pretendía curarlo —dije entre dientes.
No había tenido en cuenta que era incorregible, y tampoco que los acontecimientos se habían desarrollado como lo habían hecho.
Después de aquel día me pregunté, hasta el punto de obsesionarme, en qué tipo de infierno estaba metido el pobre Plomb. Solo sabía que le había proporcionado una especie de juguete: la habilidad subliminal de regalarse los ojos con un universo imaginario en un riachuelo de su propia sangre. No se me había ocurrido en serio la posibilidad de que deseara aumentar esa experiencia, ni de que encima fuera capaz de tal proeza. Sin embargo, y como era obvio, ese había sido el caso. Ahora me preguntaba cuánto más lejos llegaría su situación, aunque la respuesta no me llegó en aquel momento, sino que se me presentó en un sueño.
Parecía que lo apropiado era que el sueño tuviera lugar en el viejo desván de mi casa que utilizaba de almacén, esa habitación que Plomb una vez consideró la mejor del mundo. Estaba sentado en una silla, una grande y envolvente que en realidad no existía, pero que en el sueño estaba situada justo enfrente del sofá. No había nada que me preocupara y solo tenía una mínima sensación de que había alguien más en el cuarto, pero no podía ver quién era porque todo estaba muy borroso y grisáceo. Me pareció percibir un movimiento en la zona del sofá, como si los mismos cojines enormes se hubieran impacientado de un modo letárgico. Incapaz de entender el origen de este movimiento, coloqué las manos en las sienes para pensar. Así fue como descubrí que llevaba puestos unos anteojos de lentes circulares unidas por un metal grueso y rígido.
Si me quito estos anteojos, pensé, podré ver con mayor claridad.
Pero una voz me dijo que no me los quitara y reconocí de quién era.
—Plomb —lo llamé.
Y entonces algo se movió por el sofá, como una sombra con forma de hombre. Un clima de horror moderado empezó a invadir el ambiente.
—Aunque hayas vuelto de un viaje —dije con delirio—, no tienes nada que enseñar.
Pero la voz discrepaba en susurros siniestros que no significaban nada, aunque a la vez tenían mucho sentido. Se me mostrarían cosas, decían aquellos murmullos; de hecho, ya me habían mostrado algunas, objetos sorprendentes, maravillas y misterios más allá de lo que nunca hubiera podido imaginar. Y de repente todos mis sentimientos, mientras miraba a través de los anteojos, fueron prueba de aquella confusa declaración. Eran sentimientos con una naturaleza extraña que, a mi entender, uno experimenta solo en los sueños: unas sensaciones de magnificencia infinita y significado inefable que no tienen lugar en ningún otro sitio en nuestras vidas. Pero aunque estas emociones monstruosas y astronómicas insinúan maravillas de increíble magnitud y carácter, no vi nada a través de aquellas lentes mágicas a excepción de una forma poco definida en las sombras ante mí, de contorno cada vez más claro. Poco a poco llegué a ver lo que parecía un cadáver mutilado, algo de terrible crudeza, destrozado y despellejado, cuyas laceraciones podían distinguirse con cristalina agudeza. Era la única cosa con color a mi gris alrededor, y se movía y agitaba como un corazón sangriento expuesto bajo el cuerpo del sueño; y producía un sonido como el de una risita infernal.
—Ya he vuelto de mi viaje —dijo con una horrible voz desgarradora.
Fue esta simple afirmación la que me sirvió de estímulo para intentar quitarme los anteojos de la cara, aunque ahora parecían ser parte de ella. Los agarré con ambas manos y los lancé contra la pared, donde se hicieron añicos. No sé cómo, pero esto fue lo que exorcizó a mi atormentado compañero, que se volvió a desvanecer entre las sombras. Luego miré a la pared y vi una mancha roja allí donde los anteojos habían chocado. Las lentes rotas en el suelo estaban sangrando.
El hecho de experimentar un sueño como este una sola vez puede ser perfectamente el producto de un recuerdo inolvidable para toda la vida, algo que a lo mejor se ha conservado por las insondables profundidades de esa sensación. Pero cuando se padece una y otra vez la misma pesadilla, como pronto descubrí que era mi destino, uno no busca más que una cura para acabar con el sueño, para revelar todos sus secretos y así provocar una amnesia selectiva.
Al principio miraba las reconfortantes sombras de mi casa para liberarme y olvidarme, las aleccionadoras sombras que en otros tiempos me habían otorgado una paz fría y estancada. Intenté deshacerme de mis excursiones nocturnas, apartar aquellas visiones, erigir barreras contra los prodigios de un mundo misterioso.
—Puesto que ninguna forma de existencia… —murmuré—, puesto que ninguna forma de existencia es por definición un conflicto de fuerzas, o no es nada en absoluto, ¿qué puede importar si estas escaramuzas tienen lugar en un mundo de maravillas o en uno de barro? La diferencia entre ambos no merece la pena mencionarla, si es que hay alguna. Tales distinciones son solo el trabajo de la perspectiva más ordinaria y limitada, donde el sentido del misterio y lo asombroso es lo más importante. Incluso el éxtasis más esotérico, cuando llega, requiere el atrezzo del dolor común para ponerlo como experiencia. Una vez reconocida la verdad, aunque provisional, y la realidad, si bien ha sido sometida a un cambio, de todas las cosas extrañas del universo, ya sean conocidas o desconocidas, o simplemente imaginadas, a uno solo le queda llegar a la conclusión de que todas son iguales, de que tales maravillas no cambian nada: nuestra experiencia permanece intacta. La galería de sensaciones humanas que existía en la prehistoria es idéntica a la que afrontamos en el día a día de hoy, y a la que continuará haciendo frente cada nueva vida que venga a este mundo… y que mire más allá de él.
Y de ese modo traté de razonar mi vuelta a la serenidad, pero no lo conseguí; al contrario, mis días, al igual que mis noches, estaban envenenados por la obsesión con Plomb. ¿Por qué le había dado aquellos anteojos? Y lo que es más, ¿por qué había permitido que se los quedara? Ya era hora de recuperar mi regalo, de confiscar aquellos trocitos de cristal y metal retorcido que ahora estaban atormentando la mente equivocada. Y como me las había apañado muy bien para mantenerlo lejos de mi puerta, tendría que ser yo quien me acercara a la suya.
Pero no fue Plomb el que contestó a la puerta podrida de aquella casa que estaba al final de la calle, al lado de un extenso descampado. No fue Plomb el que preguntó si yo era un periodista o un policía, antes de cerrar en mi cara la puerta agujereada y mugrienta cuando le contesté que no era nada de eso. Aporreé aquella puerta destartalada que parecía que se iba a romper con cada golpe de mi puño. Quería llamar al hombre de ojos hundidos una segunda vez y preguntarle si en realidad aquella era la dirección del señor Plomb. Nunca lo había ido a visitar a su casa, aquella penosa cajita de zapatos en la que vivía, dormía y soñaba.
—¿Era pariente suyo?
—No —contesté.
—Un amigo. No estará aquí para cobrar deudas, porque si ese es el caso…
Para simplificar le dije que sí, que era amigo del señor Plomb.
—Entonces, ¿cómo es que no lo sabe?
Por curiosidad dije que había estado fuera de viaje, como a menudo sucedía, y que tenía mis razones para notificarle al señor Plomb mi llegada.
—Entonces no sabe nada —dijo rotundamente.
—Exacto —contesté.
—Ha salido hasta en los periódicos, y me preguntaron por él.
—Por Plomb —confirmé.
—Sí —afirmó, como si de pronto se hubiera convertido en el guardián de un conocimiento secreto.
Después me pidió que entrara con un gesto de la mano y me llevó a través del interior de la casa, desagradable y con el aire cargado, hasta un pequeño trastero que había en la parte de atrás. Extendió el brazo hacia la pared de dentro de la habitación, como si evitara entrar, y encendió la luz. Comprendí enseguida por qué el hombre de la cara hundida prefería quedarse fuera, ya que Plomb había renovado aquel pequeño espacio de un modo muy raro. Las paredes, así como el techo y el suelo, eran un mosaico de espejos, una espantosa galaxia de reflejos inútiles. Cada espejo estaba salpicado de siniestras gotitas, como si alguien hubiera sacudido un pincel lleno de pintura desde varios puntos del cuarto y hubiera extendido oscuras estrellas en un firmamento plateado. En su intento por agotar o acentuar las visiones de las que al parecer era esclavo, Plomb no había hecho más que multiplicar esas visiones hasta el infinito y así había creado océanos de su propia sangre que le permitieron verse con innumerables ojos. Extasiado por tal aspiración, me quedé mirando los espejos, estupefacto. Entre ellos se encontraba uno que recordaba haber visto hacía unos días. ¿O habían sido semanas?
El casero, que no me siguió hasta la habitación, comentó algo de un suicidio y un cuerpo destrozado. Aquella información era desde luego innecesaria, y hasta aburrida, pero me hallaba abrumado por el ingenio de Plomb: sucedió poco después de que pudiera apartarla vista de aquella galería de cristal y sangre. Solo después de hacerlo me acabé de dar cuenta de que nunca me desharía de aquel horrible hombre. Había roto todos los espejos y se había proyectado hacia la eternidad, más allá de ellos.
Incluso cuando abandoné mi casa y aquel espantoso desván, Plomb todavía me seguía en sueños. Ahora viaja conmigo hasta los confines de la Tierra y me enseña noche tras noche sus indescriptibles maravillas. Solo espero que no nos encontremos en otro lugar, allí donde los misterios son siempre nuevos y los sueños no terminan. Ay, Plomb, ¿porqué no te quedarás en esa caja donde han puesto tu cuerpo desgarrado?