En la oscuridad de su sueño, unas luces empezaron a brillar como velas en una celda enclaustrada. La iluminación era débil e inestable y no procedía de ninguna fuente determinada. Sin embargo, gracias a esta descubrió muchas formas bajo las sombras: unos edificios altos cuyos tejados se inclinaban hacia el suelo, unos edificios grandes cuyas fachadas parecían seguir la curva de una calle y edificios oscuros cuyas puertas y ventanas se ladeaban como cuadros mal colgados. Incluso si se veía incapaz de situarse en esa escena, sabía dónde lo habían llevado una vez más sus sueños.
Mientras las estructuras alabeadas se multiplicaban en su visión y llenaban la distancia perdida, él seguía teniendo una sensación de intimidad con cada una de ellas, una conciencia peculiar del espacio de sus interiores y de las calles que se enroscaban alrededor de su masa. Una vez más sabía lo que había en lo más hondo de sus cimientos, donde una vida oscura parecía establecerse, una civilización secreta de repeticiones que crecían entre unas paredes crujientes. Sin embargo, en lo más profundo de su interior se presentaban algunas dificultades: había escaleras que se desviaban hacia lugares inútiles, ascensores cerrados que instaban a los pasajeros a hacer paradas no deseadas, escaleras de mano delgadas que subían a un laberinto de huecos y conductos, las arterias y válvulas oscuras de un organismo petrificado y monstruoso.
Y él sabía que cada rincón de ese mundo corroído tenía muchas opciones, aunque debía elegirlas a ciegas en un lugar donde no había claras consecuencias ni una jerarquía de posibilidades: una habitación cuya decoración gastada y silenciosa irradiara una serenidad sombría podía atraer a un visitante que después descubriera determinadas figuras envueltas en mobiliarios lujosos, figuras que no se movieran ni hablaran sino que solo miraran fijamente; y llegar a la conclusión de que estos maniquís cansados habían ejercido una indulgencia extraña en reposo y que había que reflexionar sobre las alternativas: ¿quedarse o marcharse?
Al eludir los encantos claustrales de esas estancias, su mirada vagaba ahora por las calles del sueño. Escudriñaba las alturas más allá de los altos tejados inclinados. Allí era como si las estrellas no fueran más que ceniza plateada que se asomara por la boca de las grandes chimeneas, aferrada a algo oscuro y espeso que amenazaba por encima, algo que se cernía sobre todos los horizontes negros. Le pareció que algunas torres altas prácticamente rompían la negrura decaída al alargarse hacia la noche para estar lo más lejos posible del mundo de allí abajo. Y fue en la punta de una de las torres más altas donde descubrió unas siluetas borrosas que se movían de forma desenfrenada en una ventana con mucha luz, y que giraban y se inclinaban sobre el cristal como sombras chinescas engarzadas en una disputa demencial.
A través de las calles laberínticas su visión se deslizaba despacio, como si fuera arrastrada por una lenta corriente. Las ventanas a oscuras reflejaban la luz de las estrellas y la de las farolas; las ventanas iluminadas, por débiles que brillaran, revelaban extrañas escenas que el viajero soñador dejaba atrás mucho antes de que todo su misterio pudiera abrumarlo. Paseaba por las calles más apartadas, y empujado por la corriente se movía junto a un muro expansivo que parecía bordear un abismo, flotar sobre puentes que se arqueaban sobre el murmullo de las negras aguas de los canales.
Cerca de una esquina determinada de la calle, en un lugar tranquilo y de claridad sobrenatural, vio dos figuras que quedaban bajo la mirada cristalina de una luz colocada en la parte alta de un muro de piedra tallada. Sus sombras eran perfectas columnas de oscuridad sobre el pavimento lívido; sus caras un par de máscaras descoloridas que ocultaban ideas profundas. Parecían hacer su vida sin ser conscientes de la presencia del observador soñante, que solo deseaba vivir con estos espectros y conocer sus sueños, quedarse en aquel lugar donde todo estaba paralizado en el orden de lo irreal.
Parecía que nunca jamás podrían obligarlo a abandonar aquel reino de hermosas sombras.
Victor Keirion se despertó con una breve convulsión de sus miembros, como si se hubiera estado moviendo de forma caótica para evitar una caída desde una altura imaginaria. Durante un momento permaneció con los ojos cerrados, con la esperanza de conservar la euforia del sueño que se disipaba. Finalmente, parpadeó una o dos veces. La luz de la luna que entraba por la ventana sin cortinas le ofreció una imagen de sus brazos extendidos y de sus manos, que por algún motivo estaban retorcidas. Al agarrar las sábanas por el borde del colchón, se liberó de esa postura y se giró sobre su espalda. Después tanteó hasta que sus dedos encontraron la cadena que colgaba de la lámpara que había sobre la cama. Apareció ante él una habitación pequeña, sin apenas muebles.
Se incorporó y alcanzó la mesilla de noche de metal pintado. Entre el espacio de sus dedos separados vio las tapas de color gris claro de un libro, y algunas de las letras en negrita estampadas sobre la cubierta: «V», «S», «R», «N». De repente retiró la mano sin tocar el libro, pues la intoxicación mágica del sueño había desaparecido y temía no ser capaz de restablecerlo.
Se liberó de las gruesas mantas y se sentó en el borde del colchón, con los codos reposados en las piernas y las manos cruzadas de forma relajada. Tenía el pelo y los ojos claros, una tez bastante grisácea que recordaba el color de ciertas nubes, o aquel característico del que ha estado mucho tiempo recluido. La única ventana de la habitación solo estaba a unos pasos de distancia, pero él trataba de no acercarse, ni siquiera intentaba mirar en aquella dirección. Sabía perfectamente lo que vería a esas horas de la noche: edificios altos, edificios grandes, edificios oscuros, unas cuantas estrellas y luces desperdigadas, un movimiento letárgico en las calles de allí abajo.
En muchos sentidos, la ciudad que había detrás de aquella ventana guardaba semejanza con el otro lugar, que ahora parecía sumamente lejano e inaccesible. Pero el parecido se manifestaba tan solo en su visión interna, únicamente en las imágenes que recordaba y formaba cuando cerraba los ojos o desenfocaba la vista. Sería difícil concebir una criatura para quien este mundo —con su forma desnuda vista con los ojos abiertos— representara un paraíso codiciado.
Delante de aquella ventana, con las manos metidas en los bolsillos de un albornoz acartonado, se dio cuenta de que faltaba algo, una propiedad crucial que se había negado a las estrellas arriba y a las calles abajo, una esencia de otro mundo necesaria para salvarlas. La expresión «de otro mundo» resonó en la habitación. En aquel lugar y a aquella hora, la ausencia paradójica, la cualidad perdida, se hizo evidente para él: se trataba del factor de lo irreal.
Pues Victor Keirion pertenecía a aquella secta de almas desgraciadas que creían que el único valor de este mundo residía en su poder de, en determinadas ocasiones, insinuar otro mundo. Sin embargo, el lugar que ahora contemplaba por la ventana no podría ser nunca nada más que un sutil fantasma de aquel otro sitio, nada más que una vaga imitación de la anatomía de aquel gran sueño. Y aunque era cierto que había veces en que uno podía engañarse, momentos aislados cuando el don del disfraz triunfa, la imitación nunca podría ser perfecta o duradera. No existía nada que desafiara la rica irrealidad de Vastarien, donde todas las formas insinuaban otros cientos, cada sonido se difundían en ecos eternos y las palabras fundían un mundo. Ningún miedo o alegría igualaba las sensaciones a flor de piel que se experimentaban en aquel lugar que estaba en otra parte, ese fascinante retiro donde todas las vivencias estaban entrelazadas para componer fantásticas texturas de sensaciones, una fina tracería oscura de diseños ilimitados. Pues todo en lo irreal apunta al infinito, y todo en Vastarien era irreal, ilimitado por la mentira tangible de la existencia. Hasta sus aspectos más modestos revelaban esa verdad. Él se preguntaba: ¿qué puerta de otro mundo podría implicar las posibilidades extrañas y abundantes que pertenecían a las fascinantes puertas del sueño?
Luego, mientras centraba la vista sobre una parte remota de la ciudad, recordó una puerta en particular, uno de los objetos menos sugerentes con los que se había encontrado nunca y que indicaba poco de lo que había más allá.
Era un rectángulo de cristal difuminado dentro de otro rectángulo de madera rayada, algo estropeado y colocado en una pared de ladrillos al final de unas escaleras que bajaban de una calle que se desmoronaba. Se abrió con facilidad hacia dentro, era una mera formalidad sutil entre la tienda subterránea y el mundo exterior. Al entrar te encontrabas con un espacio abierto con forma un tanto circular, que parecía más el pasillo de un viejo hotel que una librería. La circunferencia que formaba el local estaba compuesta por estanterías llenas de libros cuyas partes separadas estaban unidas para crear un polígono irregular de once lados, con un largo escritorio donde hubiera ido la duodécima. Detrás del escritorio había unas cuantas estanterías más, dispuestas formando pasillos, con una monótona longitud que conducía a las sombras. En la otra punta de la tienda empezó su recorrido por las estanterías, que parecían muy prometedoras por toda la variedad de cubiertas antiguas y rojizas, como restos de algún otoño magnífico.
Sin embargo, muy pronto se rompió la promesa y el halo de misterio de la Librairie de Grímoires, de acuerdo con las expectativas, se retiró para revelar, a sus ojos, el puestecillo de un charlatán; pero esa desilusión era solo culpa suya. Además, apenas podía expresar la naturaleza de la discrepancia entre lo que había esperado hallar y lo que en realidad había encontrado en esos lugares. Dejando a un lado lo que él esperaba, había muy poco en lo que basarse para pensar que allí existían otros misterios, uno totalmente diferente al que le ofrecían los libros que había ante él, que estaban empapados de una realidad obscena, aventuras falsamente herméticas que consistían en dar vueltas alrededor de un paisaje absurdo. Los otros mundos descritos en esos libros servían de forma inevitable como anexos de este; eran impostores de la irrealidad auténtica que servía como único reino de redención, por más horripilante que pudiera parecer. Y era este el paisaje terminal que él buscaba, no aquellos rituales del «camino» que nunca llega, cielos o infiernos que son meros pretextos para circunnavegar lo real y deleitarse en ello. Pues él soñaba con volúmenes extraños que se apartaban de toda luz terrenal para perderse en sus propias pesadillas, páginas que predicaban una salvación nocturna, una liturgia de las sombras, catecismo de fantasmas. Su máxima: habitar entre las ruinas de la realidad.
Y parecía rebasar toda probabilidad el hecho de que allí no existiera ningún precedente de ese sueño, que no se hubiera detallado la visión por escrito en una Biblia delirante que sería la ruina de todas las otras, una escritura sagrada que empezaría con el apocalipsis y conduciría a sus discípulos a la destrucción de toda creación.
De hecho, en ciertos libros se había encontrado con pasajes que se acercaban a este ideal y daban a entender al lector —casi amonestándolo— que la página que tenía ante sus ojos estaba a punto de ofrecerle una idea del abismo y arrojar una luz temblorosa sobre alucinaciones desoladas. «Convertirse en viento en lo más crudo del invierno», así podría empezar un verso tentado de sueños. Pero pronto el visionario desconcertado vacilaría y retraería el escenario prometido de un reino de sombras al final de toda entidad, y quizá se disculparía por ese lapso en lo irreal. La obra una vez más retomaría el tema universal y revelaría su verdadera intención de fustigar la ambición más trivial y profana de todas: el poder, con el conocimiento como esclavo. La visión de una ilustración desastrosa, de una iluminación catastrófica que se invocaba de pasada y luego se desechaba. Lo que quedaba era siempre una metafísica tan sistemáticamente banal y degradada como las leyes físicas que pretendía trascender, un manual que esbozaba el camino a un estado hipotético de gloria absoluta. La que continuaba perdida era la revelación de que nada hasta ahora había acabado en gloria; de que todo lo que termina lo hace agotado, confuso y convertido en desechos.
Sin embargo, un libro que contuviese siquiera un gesto en falso hacia su excéntrica máxima verdadera podría realmente servir a su propósito. Cuando dirigía la atención de un librero para seleccionar los contenidos de tales volúmenes, decía: «me interesa un área temática en particular, quizá usted sepa… eso, me preguntaba si sabe de otras, cómo le diría, fuentes que me pudiera recomendar para mi…».
De vez en cuando consultaba a otro librero o al propietario de una colección privada, y a la larga no le quedaba otro remedio que darse cuenta de que lo habían malinterpretado de forma grotesca cuando se encontraba al margen de una sociedad dedicada a una empresa totalmente demoníaca.
La misma librería en la que estaba ahora curioseando representaba solo el paréntesis más reciente en una búsqueda sin progresos. Pero había aprendido a ser cauteloso, e intentaría perder el menor tiempo posible en descubrir si había algo oculto allí para él. Desde luego, no en las estanterías que lo rodeaban.
—¿Ha visto a nuestro amigo? —preguntó una voz cercana que lo sobresaltó un poco.
Víctor Keirion se volvió hacia el desconocido. Aquel hombre era bastante bajo y llevaba un abrigo negro; su pelo también era negro y le caía con libertad por la frente. Aparte de su aspecto en general, había también algo en su presencia que recordaba a un cuervo, a una criatura carroñera al acecho.
—¿Ha salido de ese agujero? —preguntó señalando el escritorio vacío y hacia la zona oscura que había detrás.
—Perdone, no he visto a nadie —contestó Keirion—. En usted acabo de reparar ahora mismo.
—No puedo evitar ser silencioso. Mire estos piececillos —comentó el hombre mientras apuntaba a un par de zapatos negros muy lustrados.
Sin pensar, Keirion miró hacia abajo; se sintió como un inocentón y subió de nuevo la mirada hacia el desconocido sonriente.
—Parece muy aburrido —opinó el cuervo humano.
—¿Perdone?
—No se preocupe. Ya veo que lo estoy molestando.
El hombre se alejó con un leve aleteo del abrigo y empezó a mirar algunas estanterías de más allá.
—No lo había visto por aquí antes —dijo desde el otro lado del local.
—Nunca había estado aquí —contestó Keirion.
—¿Ha leído alguna vez este? —preguntó el desconocido mientras sacaba un libro y sujetaba la cubierta negra sin nada escrito en ella.
—No —contestó Keirion sin apenas echarle un vistazo al libro.
Parecía ser la mejor manera de tratar a aquel personaje que, por algún motivo indefinible, creía extranjero, extranjero de manera indiscutible.
—Bueno, debe de estar buscando algo en particular —continuó el otro hombre, que devolvió el libro de color negro a la estantería—. Y ya se sabe cómo es cuando buscas algo muy especial. ¿Alguna vez ha oído hablar de un libro, un libro muy especial, que no… Sí, que no trata sobre nada, pero en realidad es ese algo?
Por primera vez el repelente desconocido había conseguido intrigar a Keirion en vez de irritarlo.
—Eso parece… —comenzó a decir, pero entonces, el otro hombre exclamó—: Ahí está, ahí está. Perdone.
Parecía que el propietario (el amigo mutuo) por fin había aparecido y ahora estaba detrás del escritorio, mirando hacia sus dos clientes.
—Amigo mío —dijo el hombre cuervo mientras daba un paso con una mano extendida hacia el caballero suavemente calvo y dulcemente gordo.
Ambos se estrecharon la mano y cuchichearon durante un rato. Luego el hombre cuervo fue invitado a pasar detrás del escritorio y, guiado por el fornido y adusto librero, se adentró en la oscuridad al fondo de la tienda. En un rincón apartado de aquella negrura, se iluminó de repente el rectángulo brillante del contorno de una puerta, que dejaba entrar a través del marco una sombra larga con dos cabezas.
Solo, entre aquellos volúmenes de la tienda sin ningún valor, Victor Keirion sintió la triste frustración del que no ha sido invitado, del que ha sido abandonado. Más que nunca se había contagiado de las esperanzas y curiosidades de una clase indeterminable, y pronto encontró imposible quedarse fuera de aquel radiante cuartito en el que los otros dos habían entrado y sobre cuyo umbral él, en ese momento, permanecía en silencio.
La habitación era un estrecho cubículo bibliográfico dentro del que había otro cubículo formado por unas estanterías independientes que creaban cuatro pasillos muy estrechos en el espacio que quedaba entre ellas. Desde la puerta no podía ver cómo se entraba al cubículo interior, pero oía las voces de los otros que hablaban dentro de este. Caminó con cautela y empezó a recorrer el perímetro de la estancia, escudriñando con voracidad una amplia variedad de volúmenes de aspecto extraño.
Enseguida sintió que alguna cosa de especial naturaleza aguardaba su descubrimiento, y la prueba para tal intuición empezó a desarrollarse. Cada uno de los libros que examinaba servía como pista en esta investigación delirante, una señal enigmática que atraía sus poderes de interpretación y transmitía la fe para continuar. Muchas de las obras estaban escritas en lenguas extranjeras que él no conocía; algunas parecían estar redactadas en un código basado en caracteres familiares y otras parecían transcritas en una criptografía totalmente artificial. No obstante, en cada uno de esos libros encontró una orientación indirecta, una característica de mayor o menor importancia: alguna rareza en el tipo de letra, las páginas y las cubiertas de textura poco común, o diagramas abstractos que no indicaban ningún ritual ortodoxo o sistema oculto. Hasta se creó mayores expectativas por algunas ilustraciones en particular, dibujos y grabados misteriosos que representaban escenas y situaciones que jamás había visto. Y obras tales como Cynothoglys o El noctuario del tronco expresaban esquemas tan extraños, tan distantes de los textos y los tratados conocidos de tradición esotérica, que estaba seguro del sentido de aquella búsqueda.
Los susurros se hicieron cada vez más altos, aunque no más claros, mientras doblaba una esquina del cubículo interior y advertía con ansiedad la abertura en la otra punta. Al mismo tiempo lo distrajo, sin razón aparente, un librito grisáceo que estaba inclinado dentro de un hueco entre tomos más grandes y estridentes. El librito estaba colocado en el estante más alto, por lo que tuvo que estirarse para alcanzarlo, como si estuviera en un potro vertical de tortura. Intentó no revelar su presencia con los ruidos de su dolor y al final logró agarrar el objeto de color ceniza —tan pálido como él mismo— con las yemas del pulgar y el índice. Tiró de él con cuidado para sacarlo de su sitio sin hacer ruido; una vez conseguido su objetivo, volvió a su posición normal y examinó las frágiles páginas del libro.
Parecía ser una crónica de sueños extraños. No obstante, de algún modo los pasajes que revisó no eran un recuerdo de sueños no controlados, sino más bien una encarnación de ellos, no mera retórica sino la cosa en sí. El uso del lenguaje en el libro era muy forzado, y el autor de la obra desconocido. Es más, daba la impresión de que el texto hablaba por sí solo y únicamente para sí mismo; las palabras fluían como sombras proyectadas por una forma ajena al libro. Pero aunque este volumen parecía estar escrito en una jerga de misterios, sus palabras sí infundían una clara comprensión y creaban en el lector una aprensión visceral por el mundo que describían, al existir inseparables de este. ¿Podría realmente ser aquello la invocación de Vastarien, aquel mundo inverosímil al que hacían referencia las letras retorcidas de la cubierta? ¿Es que acaso era un mundo? Más bien la esencia irreal de uno, con todos los elementos naturales purgados por un proceso oculto de extracción, donde por el día se destilan sueños y por las noches pesadillas. Cada pasaje que comenzaba lo cautivaba y a la vez lo consternaba con imágenes e incidentes tan extraños y caóticos que el sentido habitual de estos términos se desintegraba junto con todo lo demás. La rareza desatada parecía ser la norma del reino; la imperfección se convirtió en el origen de lo milagroso, las maravillas de la deformidad y la malformación. Sin duda era un horror; pero un horror no comprometido por ningún sentimiento de alegría perdida o redención frustrada; más bien se trataba de salvarse a través de la condenación. Y si Vastarien era una pesadilla, era una pesadilla transformada en espíritu por la ausencia absoluta de un refugio: la pesadilla convertida en normalidad.
—Disculpe, no me había dado cuenta de que había llegado hasta aquí —dijo el librero con voz alta, pero débil.
Acababa de salir de la cámara interior de la habitación y allí estaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Por favor, no toque nada. ¿Podría devolverme esto?
El librero alargó el brazo derecho y volvió a su postura anterior cuando el hombre de los ojos claros no soltó la mercancía.
—Creo que quiero comprarlo —contestó Keirion—. Estoy seguro de que lo haría si…
—Si el precio fuera razonable, por supuesto —terminó el librero—. Pero quién sabe, tal vez no sea capaz de comprender lo valiosos que pueden llegar a ser estos libros. Ese… —comentó mientras sacaba un bloc y un lápiz del interior de su chaqueta y garabateaba un poco.
Arrancó la primera hoja y se la colocó delante al futuro comprador para que la viera. Después, con absoluta seguridad, guardó los materiales de escritura como si ya hubiera acabado.
—Pero podríamos llegar a un acuerdo… —protestó Keirion.
—Me temo que no —respondió el librero—, y menos cuando no hay otro igual, como ocurre con la mayoría de estos volúmenes. No obstante, el libro que tiene entre las manos, esa copia única…
Una mano rozó el hombro del librero y pareció apagar su voz. El hombre cuervo salió al pasillo. Sus ojos estaban fijos sobre el objeto que se trataba y preguntó:
—¿No considera el libro un tanto… difícil?
—Difícil… —repitió Keirion—. No sé. Si se refiere a que el lenguaje es extraño, tengo que admitirlo, pero…
—No —interpuso el librero—, no se refiere a eso en absoluto.
—Discúlpenos un momento —dijo el hombre-cuervo.
Después los dos hombres volvieron a meterse en la habitación interior, donde se quedaron cuchicheando un rato. Cuando se callaron, salió el librero y le comunicó que había habido un error. El libro, aunque era una rareza, merecía un precio mucho menor del antes propuesto. La valoración revisada, aunque todavía era alta, estaba sin embargo dentro del alcance del bolsillo de este comprador en particular, quien accedió al instante a pagarlo.
De este modo fue cómo empezó la obsesión de Victor Keirion por un libro en particular y cierto mundo imaginado, aunque hacer una distinción de estos dos fenómenos a la larga fue un error, pues el libro, de hecho, no solo describía aquel mundo extraño sino que, de manera un tanto oscura, era una redacción fiel de la cosa en sí misma, la encarnación de su forma.
A partir de entonces, cada día estudiaba los episodios hipnóticos del librito; cada noche, mientras soñaba, realizaba expediciones sin forma a su fantástica topografía. Todo parecía indicar que había descubierto la cumbre o el abismo de lo irreal, el paraíso del agotamiento, de la confusión y los restos, donde la realidad acaba y donde se puede morar entre sus ruinas. Y no tardó mucho en pensar que era necesario volver a visitar la tienda de doce lados con la intención de preguntar al librero obeso por el tema del libro, aunque no quería descubrir la verdad acerca de por qué había acabado vendiéndolo.
Cuando llegó a la librería, en algún momento a mitad de una tarde gris, Victor Keirion se sorprendió al encontrarse con que la puerta que había abierto con tanta libertad en su visita anterior ahora estaba cerrada a cal y canto; ni siquiera hizo ruido en el marco cuando, nervioso, la empujó y tiró del picaporte. Como el interior de la tienda estaba iluminado, sacó una moneda del bolsillo y empezó a dar golpecitos en el cristal. Finalmente, alguien avanzó entre las sombras del fondo de la habitación.
—Está cerrado —dijo con mímica el librero desde el otro lado del cristal.
—Pero… —se quejó Keirion mientras señalaba su reloj de pulsera.
—De todas formas —gritó el grandullón.
Pero entonces, después de examinar al cliente decepcionado, el librero quitó el cerrojo a la puerta y la abrió lo suficiente para mantener una breve conversación.
—¿Qué puedo hacer por usted? Está cerrado, así que tendrá que venir en otro momento si…
—Solo quería preguntarle una cosa: ¿recuerda el libro que le compré no hace mucho, aquel…?
—Sí, me acuerdo —contestó el librero, como si estuviera preparado para aquella pregunta—. Y permítame decirle que me quedé bastante impresionado, así como por supuesto… el otro hombre.
—¿Impresionado? —repitió Keirion.
—Estupefacto sería una palabra más apropiada en su caso —prosiguió el librero—. Me dijo que el libro había encontrado su lector, ¿y qué otra cosa podía hacer más que estar de acuerdo?
—Me temo que no lo entiendo —dijo Keirion.
El librero parpadeó y no añadió nada más. Después de unos instantes explicó a regañadientes:
—Esperaba que, por lo menos, ahora ya lo entendiera. ¿No ha contactado con usted el hombre que estuvo aquí aquel día?
—No, ¿por qué debería hacerlo?
El librero volvió a parpadear.
—Bueno —dijo—, supongo que no hay razón por la que deba quedarse ahí fuera. Está empezando a hacer mucho frío, ¿no lo nota?
Luego cerró la puerta y movió a Keirion un poco hacia un lado.
—Hay una cosa que querría comentarle —susurró—. Aquel día no me equivoqué en el precio del libro. Lo que costaba lo pagó en su totalidad el otro hombre, y no me pregunte nada más sobre él. Pues bien, pagó aquel precio menos la pequeña cantidad que usted aportó. No estafé a nadie y mucho menos a él, que hubiera sido feliz de pagar incluso más con tal de que el libro cayera en sus manos; y aunque no estoy seguro de sus razones, creo que usted debería saberlo.
—Pero, ¿por qué no se limitó a comprar el libro para él? —preguntó Keirion.
El librero parecía confuso.
—No le servía para nada. Tal vez hubiera sido mejor si usted no se hubiera descubierto cuando le preguntó por el libro, por lo que sabía de él.
—Pero yo no sabía nada, aparte de lo que había leído en el libro. Vine aquí a encontrar…
—… nada, me temo. Usted es el que debería explicarme, es impresionante. Pero no le estoy preguntando nada, no me malinterprete, y no le puedo contar nada más, pues ya he violado todo precepto de discreción. Aunque este es un caso muy excepcional. Es impresionante, si de hecho usted es el lector del libro.
Comprendió que como mucho había entrado en un diálogo de misterio, y posiblemente en uno de mentiras, así que Víctor Keirion no se arrepintió cuando el librero le abrió la puerta para que saliera.
Pero no pasaron muchos días, y sobre todo muchas noches, antes de que supiera por qué el librero se había sorprendido tanto y por qué el desconocido con aspecto de cuervo había sido tan generoso: el que le había obsequiado con el libro no veía sus misterios. En el transcurso de aquellos días, de aquellas noches, supo que aquel desconocido le había dado una cosa que no podía obtener de otro modo, pues leía el libro a través de unos ojos prestados y robaba sus secretos del alma del lector legítimo. Al final quedó claro lo que estaba ocurriéndole durante aquellas noches de sueños.
Todas aquellas noches las formas de Vastarien se abrían paso entre la oscuridad de su sueño, un vasto paisaje que surgía de su propia imagen onírica profunda y salía de un lugar sin nombre ni dimensión. Y mientras los inclinados monumentos se volvían a manifestar, parecían expandirse y elevarse alto por encima de él, arrastrando su visión hacia ellos. La escena iba adquiriendo cada vez más matiz y expresión; a un ritmo constante, la creación se convertía en algo más compacto y complicado dentro de su negra matriz: las calles eran entrañas sinuosas que serpenteaban por el oscuro cuerpo, y los edificios eran los huesos prominentes de un esqueleto con una delgada musculatura de sombras.
Pero justo cuando su visión se extendía para abarcar completamente la forma irregular y misteriosa del sueño, parecía que todo se alejaba y lo abandonaba en el borde de un vacío sin sueños. El paisaje se alejaba y se reducía en la distancia. Ahora, lo único que podía ver era una única calle limitada por dos líneas convergentes de edificios, y al otro lado de esta calle, más alta incluso que los mismos edificios, se veía la silueta de una gran figura. Desde aquella posición, la imponente sombra asimilaba todas las otras formas en la suya, lo que hacía que poco a poco fuera ganando altura mientras el paisaje se retraía y disminuía. El perfil de aquella figura titánica parecía ser el de un hombre, aunque también era el de una oscura ave rapaz.
Aunque durante unas cuantas noches Victor Keirion se las arregló para despertarse antes de que el carroñero hubiera consumido a conciencia lo que no era suyo, no había garantía de que siempre fuera capaz de conseguirlo, o de que el sueño no pasara a manos de otro. A la larga, consideró que era necesario apoderarse del sueño que había codiciado durante tanto tiempo.
Vastarien, susurró entre las sombras y entre la luz de la luna de aquel cuartito en que apenas había muebles, donde una puerta de metal macizo evitaba que se escapara. Dentro de aquella puerta había instalado un cuadradito de grueso cristal para que lo pudieran observar día y noche. También había una malla rígida de alambre fuerte que cubría la ventana que daba a la ciudad que no era Vastarien. Nunca, gritó una voz que podría haber sido la suya. Y después, más insistente: nunca, nunca, nunca…
Cuando se abrió la puerta y algunos hombres con uniformes entraron en la habitación, encontraron a Victor Keirion gritando con todas sus fuerzas e intentando trepar por la gruesa malla de metal que cubría la ventana, como si estuviera arrastrándose hacia una inverosímil vía de liberación. Por supuesto, lo tiraron al suelo y lo estiraron sobre la cama, donde le ataron con fuertes correas las muñecas y los codos. Más tarde, por la puerta entró a zancadas una enfermera que llevaba una fina jeringuilla rematada con una aguja plateada.
Durante la inyección continuó vociferando palabras que todos los de la habitación ya habían oído antes, y con cada arranque desarrollaba el tema de su injusto confinamiento: cómo el hombre al que había matado lo estaba utilizando de un modo horrible, un modo imposible de explicar o de hacer creíble. El hombre no podía leer el libro —aquel libro—, y estaba robando los sueños que el libro había generado. Roba mis sueños, murmuró mientras la droga empezaba a hacerle efecto. Roba mis…
El grupo de personas permaneció alrededor de la cama durante unos instantes. Contemplaron en silencio a su ocupante dominado. Luego, uno de ellos señaló el libro y empezó una conversación familiar para todos ellos.
—¿Qué debemos hacer con esto? Ya se lo han llevado varias veces, pero siempre aparece otro.
—No sirve de nada. Mira estas páginas, no hay nada, no hay nada escrito.
—Entonces, ¿por qué se pasa horas leyéndolas? No hace otra cosa.
—Creo que va siendo hora de que lo consultemos con las autoridades.
—Sí, muy bien, podemos hacerlo, pero, ¿qué les diremos exactamente?
¿Que se le tiene que prohibir la lectura de un libro aun interno? ¿Que se pone violento? Y luego preguntarán por qué no le quitamos el libro. ¿Qué contestaremos a eso?
—No podremos decir nada. ¿Puedes imaginarte lo locos que pareceríamos? Y en cuanto abriéramos la boca, sería lo último que hiciéramos.
—Y cuando alguien preguntara qué significa para él el libro, o incluso su nombre…, ¿cuál sería nuestra respuesta?
Como respuesta a esa pregunta, unos gemidos sin forma salieron del delincuente sicótico que estaba atado a la cama. Pero nadie pudo entender el significado de la palabra o las palabras que pronunció, y menos todavía él mismo, pues ahora se hallaba muy lejos de sus propias palabras, en lo más profundo de sus sueños, en un lugar donde todo estaba paralizado en el orden de lo irreal; y de donde, al parecer, ciertamente no volvería nunca.