Con un interés considerable y algo de intranquilidad, escuchaba mientras un hombrecillo pálido llamado Tressor contaba su experiencia con una suave voz que apenas rompía el silencio de la habitación iluminada por la luna. Al parecer era uno de esos que no podían dormir, así que a menudo pasaba estos momentos superfluos caminando hasta el alba, intercambiando su descanso natural por aquellas visiones nocturnas que nuestra ciudad revela a determinados ojos. Y quién puede resistirse a tal encantamiento, incluso si sabe que en verdad es un mal secreto que adorna nuestro mundo con maravillas. Pero ese mismo mal puede a la larga arruinar tanto esas maravillas como nuestro mundo; y esta paradoja, sobre todo, tiene que ver con los que no encuentran descanso en sus camas.
Sin embargo, el hecho de mirar arriba fijamente y alcanzar a ver una forma fuera de lo común trotando por los empinados tejados con una agilidad desconcertante podría ser una compensación para tantas noches de infiernos en vela. Tal vez aliviaría los efectos cansados de un tormento monótono, si oyéramos un murmullo casi perceptible a la luz de la luna en una de nuestras callejuelas y siguiéramos esos susurros a través de la noche sin siquiera ser capaces de acercarnos, aunque no por ello se desvanecieran en lo más mínimo. ¿Y si la mayoría de estos incidentes no fueran decisivos, y si se los considerara meros episodios tentadores, no documentados y poco desarrollados? ¿Acaso no servirían a su propósito? ¿Cuántos había rescatado ya nuestra ciudad de esa manera, alejando sus manos del cuchillo, la soga o el frasco de veneno? Sin embargo, aunque la historia de Tressor era una exageración, una versión aumentada y adornada con dichas aventuras indeterminadas, no me sorprendió que las consecuencias fueran concluyentes, si lo que creo que le pasó es verdad.
Durante una de sus vacías noches de insomnio había ido a pasear por el casco antiguo de la ciudad, donde hay actividad sin reservas a todas horas. Pero Tressor estaba interesado en agotarlas, en usar esas horas con el menor dolor posible. Por tanto, no echó más que un modesto vistazo al personaje que estaba en las escaleras de un viejo y asqueroso edificio, tan solo para advertir que aquel hombre era más o menos de su estatura y parecía estar perdiendo el tiempo sin ningún propósito, con las manos hundidas en los enormes bolsillos de su abrigo y los ojos fijos con mucha paciencia en el transeúnte.
El edificio fuera del que estaba sentado tenía una estructura bastante sencilla, de la que solo destacaban las ventanas, de la misma manera que algunos rostros son inconfundibles únicamente gracias a un interesante par de ojos. Estas ventanas no eran los rectángulos estrechos que se encontraban en los otros edificios de la calle, sino que tenían la forma de semicírculos divididos en unos cuantos cristales con forma de porción que a la luz de la luna parecían brillar de un modo asombroso, aunque lo más seguro es que fuese solo un efecto de contraste con el contorno, donde unos pocos trozos limpios de cristal no podían evitar llamar la atención. No sé con seguridad cuál sería la explicación.
Fuera como fuese, Tressor pasaba por el edificio con aquellas ventanas cuando el hombre de las escaleras le ofreció algo que dejó a su alcance, y mientras lo hacía lanzó una mirada tan intensa y directa a los pobres ojos de Tressor que este bajó al instante la vista y la fijó en el objeto que tenía en la mano. Lo que le había entregado era un trozo de papel, y al bajar un tramo más de calle se paró al lado de una farola para leer las delgadas líneas de letras diminutas. Impreso con tinta negra sobre una cara de aquella pasta de papel gruesa, más bien gomosa, el folleto anunciaba un espectáculo esa misma noche, un poco más tarde, en el edificio que acababa de pasar de largo. Tressor se volvió para mirar al hombre que se lo había dado, pero ya no estaba en aquel lugar. Por un momento todo aquello pareció muy extraño, pues a pesar de su aspecto despreocupado, hasta tranquilo, y de dar la impresión de no esperar nada ni a nadie, aquel hombre sí parecía estar de algún modo relacionado con ese lugar en particular fuera del edificio, y su ausencia repentina hizo que Tressor se sintiera… confuso.
Una vez más examinó la hoja que tenía en la mano y la frotó de forma distraída con los dedos. Tenía una textura rara, como ceniza mezclada con grasa. Sin embargo, pronto empezó a pensar que le estaba dando demasiada importancia, y mientras reanudaba su marcha de insomne tiró el trozo de papel. Pero antes de que llegara al suelo, alguien que caminaba muy rápido en dirección contraria cogió al vuelo el folleto. Tressor miró hacia atrás, pero no supo distinguir cuál de aquellos peatones había recuperado el papel. Después continuó su camino.
Sin embargo más tarde, aquella noche, desesperado por encontrar alguna distracción que el simple paseo no podía ya proporcionarle, volvió al edificio con ventanas brillantes en forma de semicírculos.
Entró por la puerta principal, que estaba abierta y desatendida, y avanzó en silencio por los pasillos vacíos. En las paredes había lámparas con forma de esferas que brillaban débilmente. Al doblar una esquina se topó de pronto con un negro abismo, dentro del cual una escalera sin luz empezaba a tomar forma conforme sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Tras unos momentos de vacilación subió los escalones, cuyas viejas tablas producían un ruido exasperante. Desde el primer rellano de la escalera podía distinguir las tenues luces de arriba, y en vez de volver atrás siguió ascendiendo hacia ellas. El segundo piso, en cambio, se parecía más al primero, como el tercero y los subsiguientes. Cuando llegó a la cumbre del edificio, Tressor empezó a deambular otra vez. Incluso abrió alguna de las puertas.
Pero la mayoría de las habitaciones que había detrás de aquellas puertas estaban vacías y a oscuras, y la luz de la luna que brillaba a través de las ventanas totalmente transparentes caía sobre el suelo sin alfombras, cubierto de polvo, y las paredes lisas. Tressor estaba a punto de darse la vuelta y marcharse de aquel lugar para siempre, cuando descubrió al final del último pasillo una puerta con un halo áureo, apenas visible, que se filtraba por los bordes. Caminó hasta aquella puerta, que estaba entreabierta, y con cautela la empujó.
Mientras inspeccionaba la habitación, Tressor vio el globo amarillento de luz que pendía del techo. Al examinar detenidamente las paredes vio unas cositas que parecían sombras y se movían en los rincones, por el suelo; llegó a la conclusión de que serían las consecuencias de un servicio inútil. Entonces vio algo en una pared, a lo lejos, que lo hizo retroceder hasta el pasillo. Lo que había vislumbrado eran los oscuros contornos de cuatro figuras con forma extraña apoyadas contra la pared, de las cuales la más alta tenía casi su misma estatura, mientras que la más pequeña era mucho más baja. Sin embargo, una vez en el pasillo se dio cuenta de que esas imágenes las veía ahora más claras en su mente. Tenía la impresión de estar casi seguro de su verdadera naturaleza, aunque tengo que confesar que no pude imaginarme lo que podían ser hasta que dijo la palabra clave: «estuches».
Se aventuró de nuevo a entrar en la habitación y se detuvo ante los estuches cerrados, que probablemente pertenecieran a un cuarteto de músicos. Parecían muy antiguos y, como si fueran libros, estaban encuadernados con una tela oscura. Tressor pasó los dedos por aquel material y al poco rato empezó a tocar los pestillos de metal deslustrado del estuche del violín. Pero de repente se detuvo cuando vio un grupo de sombras que se alzaban en la pared de delante.
—¿Por qué ha venido aquí? —preguntó una voz que sonaba tan agotada como maliciosa.
—Vi la luz —contestó Tressor sin darse la vuelta, y continuó en cuclillas junto al estuche del violín.
De algún modo, el eco de su propia voz en aquella habitación vacía le molestaba más que el de su interrogador, aunque en ese momento no supo por qué. Contó cuatro sombras en la pared, tres de ellas altas y estilizadas, la cuarta algo más pequeña y con una enorme cabeza deforme.
—Levántese —le ordenó la misma voz de antes.
Tressor se levantó.
—Dése la vuelta.
Tressor se dio la vuelta despacio y se sintió aliviado al ver que ante él había tres hombres de aspecto bastante corriente y una mujer que tenía la cabeza envuelta en nubes de pelo blanco y desgreñado. Además, entre aquellos hombres estaba el que le había dado a Tressor esa misma noche el folleto, aunque ahora le parecía mucho más alto que antes, en la calle.
—Tú me diste la hoja —le recordó Tressor como si desenterrara una vieja amistad. Una vez más su voz le pareció extraña cuando resonó en aquella habitación vacía.
El hombre alto miró a sus compañeros y analizó las tres caras una a una, como si leyera un silencioso mensaje en sus facciones inexpresivas. Luego sacó un trozo de papel de su abrigo.
—¿Se refiere a esto? —le preguntó a Tressor.
—Sí, exacto.
Todos le dedicaron una leve sonrisa y el alto dijo:
—Pues se ha equivocado de sitio, debería estar en el piso de arriba. Pero la escalera principal no lo llevará hasta allí, hay otra más pequeña al fondo del pasillo, seguro que la ve. ¿Tiene buena vista?
—Sí.
—¿Buena vista mientras mira? —preguntó otro de los hombres.
—Veo muy bien, si se refiere a eso.
—Sí, precisamente a eso nos referimos —contestó la mujer.
Entonces los cuatro se apartaron para cederle el paso, dos a cada lado de Tressor, y este salió de la habitación.
—Ya hay algunas personas arriba para ver el concierto —comentó el hombre alto cuando Tressor alcanzó la puerta—. Dentro de poco subiremos para tocar.
—Sí… sí… sí… —murmuraron los otros mientras empezaban a mover con torpeza los oscuros estuches que contenían sus instrumentos.
Sus voces no, pensó Tressor, mi voz.
Según Tressor me explicó más tarde, las voces de los músicos, a diferencia de la suya, no resonaban en la habitación vacía.
No obstante, Tressor se fue a buscar la escalera, que al principio parecía un hueco vacío y oscuro en el rincón del fondo del pasillo. Guiado por una frágil barandilla que giraba en espiral, llegó hasta el piso más alto del viejo edificio. Allí los pasillos eran mucho más estrechos que los de abajo, meros corredores iluminados por lámparas esféricas que estaban cubiertas de polvo y ya no aparecían ni a intervalos constantes. También había menos puertas, y estas se encontraban más por el tacto que por la vista. Pero Tressor tenía muy buenos ojos, como había asegurado, y halló la sala donde ya se habían reunido unas cuantas personas, tal y como habían afirmado los músicos.
Puedo imaginarme que no fue fácil para Tressor decidir si llevaba a cabo o no lo que había empezado aquella noche. Si la incapacidad para dormir a veces lleva al que la sufre a consuelos extraños o peligrosos, Tressor todavía conservaba bastante lucidez como para comprometerse. Así que no entró en la habitación donde divisó gente tirada en asientos desperdigados y negras siluetas de cabezas humanas visibles solo a la luz de la luna que se filtraba a través del cristal inmaculado de aquellas ventanas tan particulares. Lo que hizo fue ocultarse en las sombras pasillo abajo, y cuando los músicos llegaron arriba cargados con los instrumentos y entraron en fila en la habitación iluminada por la luna, no se imaginaron que Tressor estaba allí fuera. La puerta se cerró detrás de ellos con un clic que no resonó en el angosto pasillo.
Durante unos instantes no hubo nada más que silencio, un silencio más puro que cualquiera que él hubiera conocido, como el silencio de un mundo oscuro y sin vida. Luego el sonido empezó a filtrarse en él, pero de manera tan discreta que no supo cuándo había terminado el silencio absoluto y había empezado el silencio adornado. El ruido se convirtió en música, una música lenta y apagada en la tenue oscuridad, que llegaba algo debilitada al traspasar la puerta intermedia. Al principio era como una única nota que vibraba en un universo de silencio y oscuridad, que intentaba persuadir a la audiencia para que entendiera su voz sutil, para que sintiera sus secretos y quizás oyera lo inaudible. Aquella nota estalló en una lluvia de tonos que proliferaban armonías, y justo en ese momento una segunda nota empezó a seguir el mismo curso; después, otra nota, y otra. Ahora había más música que la que podría contener el silencio anterior, que al parecer era expansivo. Pronto ya no hubo espacio para el silencio, o a lo mejor la música y el silencio se confundieron, se hicieron indistinguibles, como los colores se funden con el blanco. Y por fin, para Tressor, aquella interminable secuencia de noches en vela, cada una de ellas un espejo de la anterior y de la siguiente, se rompió.
Cuando se despertó, la luz de un tranquilo amanecer gris inundaba el estrecho pasillo en el que estaba apoyado entre paredes desconchadas. Al recordar un momento los acontecimientos de la noche anterior, se puso de pie y caminó hacia la habitación cuya puerta aún seguía cerrada. Colocó el oído sobre la madera áspera, pero no oyó ningún ruido al otro lado. Le vino a la memoria una música maravillosa, y que al instante se había desvanecido. Como antes, la música le sonaba apagada, con muy poca fuerza, ya que había tenido demasiado miedo para entrar en la sala donde estaban tocando. Pero ahora lo hizo.
Se sorprendió al ver que la audiencia todavía estaba en sus asientos de cara a cuatro sillas vacías y cuatro instrumentos abandonados de distintos tamaños. No había ni rastro de los músicos.
Los espectadores estaban todos vestidos de blanco, con túnicas encapuchadas hechas de algún material diáfano. Eran como sudarios andrajosos en los que estaban bien envueltos. Estaban muy callados y tranquilos, tal vez eran presa todavía del profundo sueño del que Tressor acababa de despertar. Sintió un miedo extraño por aquella congregación, extraño porque también percibía que estaban completamente indefensos y no eran más capaces de realizar cualquier acción voluntaria que una habitación llena de muñecos abandonados. Conforme iba viendo mejor gracias a la penumbra grisácea de la habitación, se dio cuenta de que las túnicas que llevaban aquellas figuras paralizadas se parecían cada vez más a vendas de algún tipo, una malla blanca y fuerte que los envolvía y los dejaba bien atados.
—Pero no eran vendajes, ni túnicas, ni sudarios —me dijo al final Tressor—. Eran telarañas, gruesas capas de telaraña que al principio creí que cubrían el cuerpo entero de todos.
Pero esto era lo que le parecía a Tressor desde su perspectiva detrás del público momificado, pues cuando avanzó rodeando por un lado la terrible concurrencia y continuó hacia las cuatro sillas vacías que había delante, vio que cada capullo blanco y fibroso estaba tejido de tal manera que dejaba al descubierto la cara de su habitante. También observó que las expresiones de esas caras eran muy similares, y casi se podría decir que eran serenas, si hubieran sido caras completas; porque al parecer ninguna tenía ojos: el público estaba mirando en la misma dirección para presenciar un espectáculo que ya no podía ver, y contemplaba la nada con cuencas sangrantes. Todos menos uno, como descubrió finalmente Tressor.
Al final de una hilera de sillas bastante caótica que había al fondo de la sala, un miembro de la audiencia muerta estaba despierto en su asiento. Al acercarse despacio a la figura, con pensamientos vagos de rescate en su mente, Tressor se dio cuenta de que el infortunado tenía los párpados cerrados. Sin perder ni un segundo, empezó a arrancar la telaraña que aprisionaba a la víctima y le dio esperanzas mientras se esforzaba por deshacer aquella malla horrible. Pero entonces los párpados cerrados se abrieron y miraron alrededor, y en última instancia a Tressor.
—Eres el único —le informó Tressor, que insistía en deshacer las ataduras de telaraña.
—Shhhh —dijo el otro—. Estoy esperando.
Tressor se detuvo lleno de confusión y los dedos se le enredaron de forma insufrible en aquella cosa horripilante, pegajosa, abrasiva y extraña al tacto.
—Puede que vuelvan —insistió, aunque no estaba muy seguro de quiénes eran «ellos».
—Volverán —respondió la otra voz suave pero nerviosa—. Con la luna volverán con su música maravillosa.
Consternado por el enigma, con miedo de cosas que no podía mencionar, Tressor empezó a retroceder. Y sospecho que desde el interior de algunas de aquellas cuencas huecas, cuatro para ser exactas, los diminutos ojos de unas extrañas criaturas lo observaban mientras huía de aquella habitación horrible.
Más tarde Tressor empezó a visitarme noche tras noche para hablarme sobre aquella música, hasta que pareció que casi podía oírla yo mismo y contar su historia como si me hubiera sucedido a mí. Poco después solo hablaba de música, mientras recordaba cómo la había escuchado un tanto apagada tras la puerta cerrada. Cuando intentó imaginarse cómo sería haber oído la música, como el mismo expresó, «en las carnes», fue obvio que se había olvidado del destino de aquellos que sí la habían escuchado de esa manera. Su voz se iba debilitando a medida que la música se hacía más fuerte y clara en su cabeza. Una noche dejó de venir a visitarme.
Y al parecer ahora soy yo el que no puede dormir, sobre todo cuando veo la luna que se cierne sobre la ciudad; la luna, grande y pálida, que nos observa desde dentro de la maraña de nubes transparentes. ¿Cómo puedo dormir bajo su mirada encantadora? Qué difícil es mantenerme alejado de cierta parte de la ciudad cuando, noche tras noche, vago solo por calles extrañas.