Los años pasaron y nadie en nuestro pueblo, nadie que pueda nombrar, dedicó una sola palabra a aquella gran ruina que nublaba el horizonte. Ni tampoco se hizo mención del terreno misteriosamente cerrado cerca de los límites de la ciudad. Incluso en un tiempo más remoto, poco se comentó de estos sitios. Quizás alguien proponía derribar el viejo manicomio y arrasar el cementerio donde ningún interno había sido inhumado durante una generación o más; y a lo mejor otros tantos, llevados por el momento, daban su conformidad. Pero la resolución no se acababa de constituir, pronto perdía la forma completamente y su ímpetu tenía una muerte dulce en las tranquilas calles de nuestra población.
Entonces, ¿cómo puedo explicar el súbito cambio de los acontecimientos, esa transformación repentina que nos hizo ir hacia aquel descomunal y decadente edificio, y de camino pisotear su cementerio? Como respuesta sugiero la existencia de un movimiento secreto llevado a cabo en las almas de los habitantes de la aldea y en sus sueños. Si lo consideramos de esta manera, la inexplicable transformación pierde algo de misterio: basta con que se acepte que todos estábamos embrujados por el mismo fantasma, que ciertas imágenes comenzaron a establecerse en lo más profundo de nosotros y se convirtieron en parte de nuestras vidas ocultas. Al final, llegamos a la conclusión de que ya no podíamos vivir como lo habíamos hecho.
Cuando surgió primero la idea de una auténtica actuación, los vecinos de la humilde parte oeste del pueblo fueron los más impacientes y entusiastas, ya que habían sido ellos los que sufrieron las molestias más considerables, al vivir como vivían tan cerca de los terrenos salvajes y las lápidas torcidas de aquel tramo de tierra atestada de gente donde las mentes enfermas habían sido encerradas para toda la eternidad. No obstante, todos soportábamos la carga de la derruida institución mental, que parecía verse desde cualquier rincón del pueblo, desde las altas habitaciones del antiguo hotel, desde los cuartos tranquilos de nuestras casas, desde las calles ocultas por la niebla matutina o la neblina del atardecer y desde mi propia tienda cada vez que miraba por el escaparate de delante. Cuando se ponía el sol siempre quedaba medio oculto por la gran silueta, aquella enorme lápida rota de una tumba incalificable. Sin embargo, más perturbadora que la vista del manicomio era la mirada fija e idiota que parecía lanzarnos, y con el paso de los años la verdad es que determinadas personas supersticiosas aseguraban de forma vergonzosa haber visto figuras inmóviles con ojos de loco, que miraban fijamente desde las ventanas del manicomio en las noches en que la luna resplandecía con un brillo inusual y el cielo oscuro sobre el pueblo parecía contener más estrellas de las que le correspondían. Aunque pocas personas hablaban de dichas experiencias, casi todo el mundo había visto otras cosas en el manicomio que no podían negar, como tampoco podían negar las extrañas imágenes que les venían a la mente después de aquello; por toda la ciudad se tuvieron visiones de escenas confusas.
Cuando éramos niños, la mayoría visitamos en algún momento aquel lugar prohibido, y más tarde nos llevamos con nosotros recuerdos de aquellas aventuras lúgubres. Con el paso de los años llegamos a comparar lo que habíamos vivido y recopilamos estos conocimientos de la institución mental hasta que llegó a ser indecoroso ir más allá.
Según se cuenta, la antigua institución era una cámara de los horrores, si no en su totalidad al menos sí en ciertos rincones aislados. No se trataba simplemente de que una habitación en particular atrajera la atención por su atmósfera de desolación: las paredes grises agujereadas como esponjas, el suelo lleno de restos de todos los años en que se pudo entrar con libertad por las ventanas rotas, y la cama vacía y marchita después de soportar tantas noches de gritos y lágrimas inútiles. Había algo más.
Quizá una de las paredes que daba a dicha habitación tenía incorporado un panel corredizo, una larga ranura rectangular cerca del techo, y al otro lado habría otro cuarto, uno sin muebles y que pareciera no haber estado nunca ocupado; pero apoyados contra una pared de esta otra habitación, justo debajo del panel corredizo, habría unos palos largos de madera, y colocados sobre la punta de esos palos, unos horribles muñequitos.
Puede que hubiera otra habitación completamente desnuda y cuyas paredes todavía estarían cubiertas de claros fragmentos de extrañas escenas itinerarias. Al quitar algunas tablas del suelo sueltas en el centro de la habitación se descubrían unos cuantos centímetros de tierra amontonada sobre un viejo ataúd vacío. Y después habría una habitación muy especial, una habitación que había visitado yo mismo, que estaba situada en el piso más alto del manicomio y en la que había un gran tragaluz sin ventana.
Colocada bajo aquella abertura sobre los cielos, y bien sujeta, había una mesa larga con unas correas enormes que colgaban de ambos lados.
Podrían haber existido otras habitaciones raras que la memoria me impide recordar, pero de alguna manera ninguna de ellas fue mencionada en los comentarios durante el mismo desmantelamiento del manicomio, cuando la mayoría de nosotros estaba ocupada tirando los escombros de años por las grandes brechas que habíamos hecho en las paredes externas del edificio, mientras, a poca distancia, el resto del pueblo era testigo de la demolición en un prudente estado de silencio. Entre este grupo estaba el señor Harkness Locrian, un hombre mayor, delgado y de ojos grandes, y cuyo silencio no era igual que el de los otros.
Tal vez esperábamos que el señor Locrian se opusiera a nuestro proyecto, pero no lo hizo durante ninguna fase de la demolición. Aunque nadie, por lo que yo sé, sospechaba que conservara ningún sentimiento morboso por el manicomio, era difícil olvidar que su abuelo había sido el director del sanatorio del condado de Shire durante los años de decadencia y que su padre había cerrado la clínica en circunstancias que quedaron como un episodio oscuro en la historia de nuestra localidad. Si nosotros hablamos muy poco sobre el manicomio y su cementerio, el señor Locrian no los menciona en absoluto. Sin duda, esta reticencia solo servía para consolidar en nuestras mentes el vínculo intangible que parecía existir entre él y las espantosas ruinas que tapaban el horizonte. Incluso yo, que conocía al viejo mejor que nadie en la ciudad, lo contemplaba con un grado de circunspección. En apariencia, por supuesto, era educado con él, hasta simpático; era, después de todo, el cliente más antiguo y de confianza de mi tienda. Y no mucho después de que la demolición del manicomio hubiera acabado, y el último de los restos de sus antiguos internos fuera exhumado e incinerado a toda prisa, el señor Locrian me hizo una visita.
En el preciso instante en que entró en la tienda, yo estaba examinando unos libros que acababan de llegar para él por un pedido especial. Pero a pesar de que me había hartado de tales coincidencias durante todos los años que había dedicado a la compraventa de libros, que se caracteriza por la generación de acontecimientos de esta naturaleza, había algo desagradable en este fenómeno de sincronización.
—Buenas tardes —lo saludé—. Bueno, estaba revisando…
—Ya veo —dijo y se acercó al mostrador, donde los libros amontonados dejaban muy poco espacio libre.
Mientras echaba un vistazo a las novedades (por lo visto no muy interesado) se desabrochó despacio el abrigo, un tanto grande, lo que hacía que la cabeza pareciera demasiado pequeña para su cuerpo. Con qué facilidad puedo visualizarlo aquel día; incluso ahora puedo oír con claridad su voz en mi memoria, una voz demasiado calmada para los ojos brillantes y de mirada dura del viejo. Después de unos segundos se volvió y empezó a deambular por la tienda con indiferencia, como si buscara observadores que pudieran estar ocultos entre las estanterías. Dobló una esquina y lo perdí de vista.
—Así que por fin está hecho —comentó—. Toda una proeza, una página asombrosa en la historia de esta población.
—Supongo que sí —contesté mientras miraba cómo el señor Locrian atravesaba el pasillo de la parte trasera de la tienda y aparecía y desaparecía cuando pasaba por las distintas filas de estanterías.
—Sin duda lo es —replicó y continuó recto por el pasillo delante de mí. Finalmente, cuando alcanzó el mostrador detrás del que yo estaba de pie, colocó las manos sobre él, se inclinó hacia delante y preguntó—: ¿Pero qué se ha conseguido, qué es lo que de verdad ha cambiado?
El tono de voz con el que formuló aquella pregunta era tan sarcástico como taciturno, y conllevaba connotaciones no deseadas que resonaban en todos los lugares remotos donde la verdad había sido encerrada y abandonada como una imbécil total. Sin embargo, me acogí a la mentira.
—Si se refiere a que hay muy poca diferencia, tengo que darle la razón. Se trataba solo de quitar una monstruosidad. Esa era la intención de todos, nada más.
Después traté de que centrara su atención en los libros que habían llegado para él, pero me interrumpió con frialdad:
—Debemos de caminar por calles diferentes, señor Crane, ver caras y oír voces muy distintas en este pueblo. Dígame, ¿alguna vez le han contado una de esas historias sobre el sanatorio? ¿Sobre lo que la gente ve en las ventanas? —me preguntó, de pronto animado—. Quizá usted mismo fuera uno de ellos.
No dije nada, lo que tal vez hizo que lo interpretara como confirmación de que yo era una de aquellas personas.
—¿Y no hay ahora la misma sensación en este pueblo que la que había en aquellas historias? ¿Puede afirmar que los días y las noches son mucho peores ahora que… antes? Por supuesto, me dirá que se trata tan solo de la depresión provocada por esta época del año, por el frío, por las tardes oscuras que observa a través del escaparate de su tienda. De camino aquí, de hecho, he oído a algunas personas hacer este tipo de comentarios. También decían otras cosas que pensaban que yo no podía oír. No sé cómo, pero parece que todo el mundo sabe lo de mis libros, señor Crane.
No me miró mientras pronunciaba esta última observación, pero empezó a caminar sin parar de un extremo a otro del mostrador, muy despacio.
—Lo siento, señor Locrian, si piensa que no he respetado su confianza. Siempre creí que daría lo mismo.
Detuvo su paseo y se me quedó mirando fijamente con una expresión de perdón casi paternal.
—Claro —dijo con la voz calmada de antes—, pero las cosas son muy diferentes ahora. ¿Lo reconocerá, no?
—Sí —admití.
—Pero nadie sabe con seguridad en qué sentido son diferentes.
—No —acepté.
—¿Sabía que mi abuelo, el doctor Harkness Locrian, fue enterrado en ese cementerio?
Lleno de sorpresa y una vergüenza repentina, contesté:
—Lo sabría si me lo hubiera comentado.
Pero era como si yo fuera el que no había dicho palabra, nada que lo disuadiera de lo que había venido a decirme.
—¿Me puedo sentar ahí? —preguntó señalando la vieja silla que había al lado del escaparate de delante. Más allá del cristal, sin nada que lo ocultara, podía verse el pálido sol de otoño que se ponía.
—Sí, está en su casa —dije, mientras me daba cuenta de que algunos transeúntes habían advertido la presencia del señor Locrian y lo miraban de manera extraña.
—Mi abuelo —continuó— se sentía a gusto con sus locos. Quizá le asuste oír tal cosa, pero no pasaba el tiempo en la casa que ahora es mía y una vez fue suya, ni siquiera para dormir; fue solo después de que cerraran el sanatorio cuando en realidad empezó a vivir en su propia casa, que también era la mía y la de mis padres, que entonces se hicieron cargo del anciano. Por supuesto, usted seguramente no se acuerde…
»Mi abuelo pasó los últimos años de su vida en una pequeña habitación del piso de arriba que daba a las afueras del pueblo, y recuerdo verlo día tras día mirando fijamente por la ventana de su habitación hacia el sanatorio…
—No tenía ni idea —tercié—. Parece bastante…
—Por favor, antes de que piense que se trataba de una relación sentimental, por retorcida que fuera, déjeme decir que no era así. Sus sentimientos respecto al sanatorio eran de hecho bastante increíbles, debido a la manera en que había utilizado su autoridad en aquel lugar. Me enteré de esto cuando todavía era muy joven, aunque no tanto como para no entender el profundo conflicto que existía entre mi padre y mi abuelo. Sucumbí al misterio de su presencia e hice caso omiso de las advertencias de mis padres respecto a que no pasara mucho tiempo con el abuelo. Y una tarde se reveló.
»Estaba mirando fijamente por la ventana y no se volvió ni una vez para mirarme a la cara. Pero después de llevar sentados en silencio un rato, empezó a susurrar algo. “Hacían preguntas”, dijo. “Acusaban. Se quejaban de que aquí nadie nunca se ponía bien”. Luego sonrió y empezó a entrar en detalles. “¿Qué era lo que habían visto”, dijo entre dientes, “para… llegar a esa conclusión? No miraban a las caras”. No, no dijo “caras” sino “ojos”. Sí, dijo: “… no miraban a los ojos de aquellos seres, los ojos que reflejaban la belleza anodina del silencio con la mirada clavada en el mismo universo”.
»Aquellas fueron sus palabras, y después habló de las voces de los pacientes bajo su cuidado. Susurró tal y como cito que “la maravillosa música de aquellas voces emitía el delirio supremo de los planetas mientras giraban y giraban como brillantes marionetas que bailan en la oscuridad”. Me dijo que en las palabras itinerantes de aquellos lunáticos se recuperaban los antiguos misterios.
»Como todos los auténticos ocultistas —continuó el señor Locrian—, mi abuelo anhelaba un conocimiento que era tácito e incalificable. Cada uno de los volúmenes de la extraña biblioteca que dejó a sus herederos atestigua ese deseo. Como sabe, he ampliado esa colección a mi estilo, como lo hizo mi padre, aunque nuestras razones no son las del viejo doctor. En su sanatorio, el doctor Locrian había hecho algo muy extraño, algo para cuya realización quizá él fuera el único con el conocimiento y el impulso necesarios. No fue hasta muchos años después que mi padre intentó explicármelo todo, como ahora yo se lo intento contar a usted.
»Como ya he dicho, mi abuelo era y siempre había sido un ocultista, nunca un filántropo de la mente, ni un restaurador de las psiques heridas. No mantenía en absoluto un enfoque terapéutico con los internos del manicomio. No los veía como almas que estaban poseídas, ya fuera por demonios o por sus propias historias dolorosas, sino como seres que mantenían una extraña alianza con otros órdenes de existencia, que contenían dentro de sí mismas una partícula de algo eterno, una pizca dorada de magia que él creía que podía aumentar. Por tanto, su ambición no lo llevó a mitigar la locura de sus pacientes, sino a exasperarla, a dejarla respirar con vida propia. Y lo que hizo en cierto modo erradicó por completo las cualidades humanas que quedaban en aquellas personas, aunque a veces aquella magia peculiar que veía en sus ojos parecía desvanecerse, y entonces iniciaba su «tratamiento adecuado», que consistía en someterlos a una serie de terribles y traumáticas experiencias con la intención de aflojar su relación con el mundo de los humanos y distanciarlos hacia el absoluto, el reino del «silencio, del universo que mira fijamente», donde la locura final del vacío infinito podría resultar una cura bastante paradójica. El resultado fue algo tan patético como un títere y tan magnífico como las estrellas, algo al mismo tiempo muerto y eterno, algo totalmente sin destino y por lo tanto imperecedero, que poseía aquella ausencia abismal de juicio, aquella infinita vacuidad que es la esencia de todo lo que es inmortal. Y de alguna manera, durante sus últimos días, mi abuelo usó el mismo procedimiento en sí mismo para alcanzar un espacio más allá de la muerte.
»Sé que esto era verdad, porque una noche, en la última etapa de mi niñez, me desperté y fui testigo de la prueba. Salí de la cama, caminé por el pasillo iluminado por la luna y no pude evitar sentirme atraído hacía la puerta cerrada de la habitación de mi abuelo. Me paré delante de la puerta, giré el frío picaporte y empujé despacio su extraña masa nocturna. Mientras miraba a hurtadillas en la habitación, vi a mi abuelo sentado delante de la ventana iluminado por la brillante luz de la luna. Mi curiosidad debió de apoderarse de mi terror, porque la verdad es que me puse a hablar con su espectro.
»—¿Qué estás haciendo aquí, abuelo?— le pregunté.
»Y sin apartarse de la ventana, contestó lentamente y con un tono apagado:
»—Estamos haciendo justo lo que ves.
»Por supuesto, lo que vi fue un anciano que debía estar en su tumba, pero que en ese momento miraba fijamente desde su ventana a través de las ventanas del sanatorio, donde otros que no eran humanos le devolvían la mirada.
»Cuando, aterrorizado, fui a alertar a mis padres sobre lo que había visto, me sorprendió que mi padre me contestara enfadado en vez de incrédulo: no había hecho caso de sus advertencias sobre la habitación de mi abuelo. Entonces me reveló la verdad como ahora yo se la revelo a usted, y año tras año repetía y ampliaba el secreto que había aprendido: por qué aquella habitación tenía siempre que estar cerrada y por qué no podía perturbar la tranquilidad del sanatorio. Tal vez no esté al corriente de que el intento previo de destruir el sanatorio se suspendió por la intervención de mi padre. Tenía mucho más apego del que yo pueda tenerle a este pueblo, que dejó de tener un futuro ya hace tiempo. ¿Cuánto hace desde que se añadió un nuevo edificio a los que ya había? Este lugar se habría desmoronado con el tiempo. El curso natural de las cosas lo hubiera destruido, así como el manicomio habría desaparecido si lo hubiesen dejado en paz. Pero cuando todos ustedes agarraron aquellas herramientas y se pusieron en marcha hacia las viejas ruinas, no sentí deseos de interferir. Ustedes mismos se lo han buscado —terminó satisfecho de sí mismo.
—¿Y qué es lo que hemos hecho? —pregunté con un tono de voz frío, a la vez que reprimía una indignación misteriosa.
—Solo está intentando conservar lo que le queda de paz mental. Sabe que algo va mal en este pueblo, que nunca debería haber hecho lo hizo, pero todavía no puede sacar conclusiones de lo que le acabo de contar.
—Con todo respeto, señor Locrian, ¿cómo puede imaginar que me he creído algo de lo que ha dicho?
Se rió débilmente.
—La verdad es que no. Como dice, ¿cómo podría? Sin estar un poco loco, ¿no? Pero con el tiempo usted sí lo estará, y entonces le contaré más cosas, cosas que no le quedará más remedio que creer.
Mientras se incorporaba de la silla al lado de la ventana, le pregunté:
—¿Por qué me tiene que contar nada? ¿Por qué ha venido hoy aquí?
—¿Por qué? Porque pensé que tal vez mis libros habían llegado y me los podría llevar. También porque todo ha acabado ya. Los otros… —se encogió de hombros— no tienen remedio. Usted es el único que podría entender; no en este momento, sino con el tiempo. Y ahora yo entiendo mejor que nunca lo que mi abuelo dijo aquel día de otoño hace unos cuarenta años.
Fue hacia el final del mismo día sombrío, en el transcurso del lóbrego crepúsculo, cuando empezaron a aparecer. Como figuras que emergían silenciosamente de las profundidades de la memoria, forcejeaban en las sombras y poco a poco iban volviéndose visibles. Pero incluso si la transición había sido sutil, graduada de forma insidiosa, no tardó en pasar desapercibida. Al anochecer, sin darse cuenta ya llamaban la atención por todo el pueblo, siempre encuadrados en alguna ventana alta de los edificios que ocupaban: las habitaciones encima de las tiendas del centro, el último piso del viejo hotel, las torres vacías de los edificios municipales, las torrecillas majestuosas y los espléndidos gabletes de las casas más distinguidas, los desvanes de las casas más humildes.
Sus formas eran tan suavemente luminosas como las constelaciones en otoño sobre el oscuro cielo de allí arriba, y las caras les brillaban con la misma expresión petrificada de plácida vacuidad. El atuendo de estas apariciones estaba adaptado de forma grotesca a su entorno. Enterrados hacía muchos años con ropas anticuadas de corte formal y funerario, parecían pertenecer al pueblo agonizante de una manera que sus habitantes vivos no podían emular, porque las calles ahora perdían lo que la vida dejaba en ellas y se convertían en los oscuros pasillos de un museo donde esas pesadillas de cera habían sido expuestas.
A la luz del día, cuando las figuras de las ventanas adoptaban un aspecto de madera sin brillo que las hacía parecer menos exasperantes, algunos de nosotros nos aventurábamos a subir a aquellas habitaciones. Pero nunca se encontraba nada al otro lado de sus ventanas, nada salvo un cuarto sin inquilino que ninguna luz iluminaba y que tarde o temprano inspiraría en cualquier ocupante vivo un terror demencial. Por la noche, cuando parecía que los podríamos oír dando golpecitos en el suelo sin rumbo fijo sobre nosotros, su presencia en nuestras casas nos hacía salir a la calle. Tanto de día como de noche nos convertíamos en vagabundos desvelados, en extraños en nuestra propia localidad. Con el tiempo tal vez nos dejamos de reconocer, pero todavía recordábamos un nombre, una cara, la del señor Harkness Locrian, cuya mirada fija nos perseguía a todos.
Sin duda fue en su casa donde comenzó el fuego que consumió por completo cada uno de los rincones del pueblo. Hubo intentos de cortarle el paso, pero no con muchas ganas, y se acabó desistiendo. Casi todo el rato permanecimos en silencio, mirando ausentes mientras las llamas subían hasta las altas ventanas donde las figuras espectrales posaban como retratos enmarcados.
A la larga, aquellos demonios se exorcizaron y las ventanas quedaron vacías, pero solo después de que el pueblo fuera aniquilado por el desastre.
No quedaron nada más que restos carbonizados. Después se informó de que uno de nuestros vecinos había sido alcanzado por el fuego, aunque nadie investigó las circunstancias exactas en las que murió el anciano señor Locrian.
Por supuesto, no se intentó recuperar la ciudad que habíamos perdido: cuando cayó la primera nevada aquel año, lo hizo sobre unas ruinas frías y espantosas. Pero ahora, después de tantos años, no son los escombros cenicientos de aquel pueblo lo que me obsesiona hora tras hora; es esa gran ruina en cuya sombra se ha recluido mi mente.
Y si me han metido en este cuarto porque hablo con caras que aparecen en mi ventana, que protejan esta misma habitación de las perturbaciones después de que me haya ido. Porque el señor Locrian ha mantenido su promesa: me dijo ciertas cosas cuando estuve preparado para oírlas. Y tenía otras cosas que decirme, unos secretos que superaban toda demencia. Al recomendarme una cura absoluta, habrá encerrado otra alma dentro de las negras paredes sin límites del manicomio eterno, donde las estrellas bailan siempre como brillantes marionetas en el silencioso y completo vacío.