Una escalera sinuosa sube rodeada de una oscuridad total, aunque su contorno es visible como el garabato de un rayo grabado sobre un cielo negro; y a pesar de no tener apoyo, no se cae. Ni tampoco termina su ascenso irregular hasta alcanzar el desván donde Voke, el ermitaño, se ha enclaustrado. Alguien llamado Cheev está subiendo la escalera, lo que parece de algún modo molestarle. Aunque la estructura en su totalidad es bastante segura, Cheev parece indeciso al colocar todo su peso sobre el peldaño. Víctima de un vago recelo, asciende acompañado de movimientos extraños y afectados. De vez en cuando mira hacia atrás por encima del hombro hacia los escalones por los que acaba de pasar, como esperando ver allí las huellas de las suelas de sus zapatos, como si los peldaños no estuvieran hechos de madera sólida, sino de arcilla blanda y moldeada. Pero la escalera sigue igual.
Cheev lleva un abrigo largo de un color muy vivo. Las enormes astillas de la barandilla de la escalera a veces se enganchan en las voluminosas mangas, también en las manos huesudas, pero Cheev está más exasperado por los destrozos ocasionados en la ropa cara que por la carne menospreciada. Mientras sube, sorbe un pequeño pinchazo en su dedo índice para evitar mancharse el abrigo de sangre. En el decimoséptimo escalón, por encima del decimoséptimo y último descansillo, se tropieza. Los largos faldones del abrigo se enredan en sus piernas y se produce un estruendo cuando este cae. Al límite de su paciencia, se quita el abrigo y lo arroja por las escaleras hacia el negro abismo. Los brazos y las piernas de Cheev son muy delgados.
Hay una única puerta al final de las escaleras, detrás de la cual está el desván de Voke, que parece ser un cruce entre un cuarto de juegos y una cámara de tortura. Sin duda Cheev advierte esto cuando, con cinco dedos muy separados que empuja contra la puerta, entra.
La oscuridad y el silencio de la gran sala solo se ven interrumpidos por los ruidosos surtidores de luz verde azulada que parpadean espasmódicamente por las paredes. No obstante, la mayor parte del espacio permanece oculto entre las sombras. Incluso es difícil determinar su altura exacta, ya que por encima de la iluminación convulsa apenas se puede ver nada, ni tan siquiera por la vista más aguda, cuanto menos por las pequeñas hendiduras entrecerradas de Cheev. La parte inferior del entramado de las vigas es visible, pero el techo está totalmente oculto, si es que el santuario de Voke en realidad dispone de uno.
En algún lugar encima del suelo arenoso, unas cuantas muñecas de tamaño natural están suspendidas por unos cables que relucen y parecen ser pegajosos como las hebras húmedas de una telaraña. Pero ninguna de las muñecas se aprecia al completo: el perfil narigudo de una sobresale hacia la luz; las satinadas piernas brillantes de otra encuentran su camino fuera de la penumbra superior; una mano maravillosamente pálida resplandece en la distancia mientras, mucho más cerca, la mejor parte del arlequín cuelga a la vista, cortada a la altura del cuello por la negrura. La mayoría del inventario de esta inmensa habitación parece constar solo de partes y piezas que logran apartarse de la sofocante oscuridad. Sobre el suelo veteado, una larga caja baja saca a escena una esquina de sí misma, realzando los bordes reforzados con brillantes ribetes metálicos sujetos con gruesos tornillos. Unos instrumentos puntiagudos y con forma extraña se abren paso entre la marga de sombras; están recubiertos de… años. Una gran rueda aparece en el cuadrifásico del espacio nocturno. Otras partes, apéndices y engranajes de aparatos curiosos complican esta inmensa galería.
Mientras Cheev avanza a través de la penumbra, de repente lo detiene un brazo metálico con un suave mango negro. Retrocede y continúa arrastrando los pies por la cámara, pisando el serrín, la arena, tal vez estrellas pulverizadas. Las extremidades desmembradas de las muñecas y los títeres están desparramadas por el suelo, sin su relleno. Carteles, letreros, carteleras y folletos de distintas clases están esparcidos como naipes, sus brillantes palabras convertidas en galimatías por el desorden. Otros innumerables objetos, artefactos y artículos sobrantes llenan la habitación, más de lo que cualquiera podría advertir. Pero, de alguna manera, todos son como los que ya han sido descritos, por lo que uno se pregunta cómo pueden cuadrar en un ambiente como aquel de… ¿No es «reposo» la palabra? Sí, pero un tipo en concreto de reposo: el reposo de la ruina.
—Voke —lo llama Cheev—. Doctor, ¿está ahí?
Entre la oscuridad aparece de repente un rectángulo alto, como la taquilla del vendedor de entradas de una feria ambulante. La parte inferior está hecha de madera y la superior de cristal; el interior está iluminado únicamente por un resplandor untuoso de un rojo deslumbrante. En su asiento del interior de la cabina, inclinado hacia delante como si estuviera dormido, hay un muñeco bien vestido con una chaqueta negra apropiada y un chaleco con relucientes botones de plata, una camisa blanca de cuello alto con gemelos de plata y una corbata ahuecada que muestra un dibujo de lunas y estrellas. Puesto que su cabeza está inclinada hacia delante, el único rasgo digno de mención en el muñeco es el lustre negro de su pelo pintado.
Cheev se acerca a la cabina con un poco de cautela y no se fija o considera irrelevante el personaje inanimado de la figura que hay dentro. A través de una abertura semicircular en el cristal, Cheev mete la mano en la cabina, por lo visto con la intención de agitar el brazo al muñeco. Pero antes de que su propio brazo avance demasiado hasta su objetivo, pasan muchas cosas seguidas: el muñeco levanta la cabeza con toda tranquilidad y abre los ojos…, extiende su mano de madera y la coloca sobre la de carne y hueso de Cheev… y abre la mandíbula para dejar escapar una risa mecánica: «ja-ja-ja-ja, ja-ja-ja-ja».
Mientras forcejea para apartar la mano del espeluznante muñeco, Cheev se tambalea hacia atrás, unos pocos pasos caóticos. El muñeco continúa sin parar con aquella risa burlona, que sacude cada rincón del siniestro desván y resuena como ecos extraños. El muñeco tiene una cara bonita y una expresión distraída; le ruedan los ojos como canicas en movimiento. Entonces, de entre las sombras detrás de la cabina sale una figura igual de delgada que Cheev, aunque más alta. Va vestida no muy diferente del muñeco, pero la ropa le cuelga, y lo que queda de su pelo ralo cae como trapos viejos por el cuero cabelludo, blanco como un hueso.
—¿Alguna vez se ha preguntado, señor Veech —empieza a decir Voke mientras desfila despacio hacia su invitado y sostiene una parte de su abrigo como la cola de un vestido—, alguna vez se ha preguntado qué es lo que hace tan horrible de ver, por no mencionar de oír, la animación de un muñeco? Escucharla, y quiero decir escucharla de verdad. «Ja-ja-ja-ja-ja»: una sucesión estúpida de sonidos que llegan a ser terriblemente elocuentes cuando los pronuncia el Taquillera. Son una especie de poesía que entona lo que no debería, que habla de lo que no debería hablarse. ¿Pero de qué diantre se ríe? Parecería que de nada, no hay motivos evidentes o impulsos que provoquen la risa del muñeco, ¡y aun asilo hace! «Ja-ja-ja-ja-ja», de la manera más pura y maligna posible.
»“¿Por qué se ríe?”, estará preguntándose, señor Veech. Parece que sea solo para sus oídos, ¿no? Parece estar dirigido a cada secreto indescriptible de su ser. Parece… saber. Y lo sabe, pero de un modo distinto del que supone, en un sentido totalmente opuesto. No es a usted al que conoce el muñeco, sino solo a sí mismo. La pregunta no es por qué se ríe, en absoluto. La pregunta es de dónde viene esa risa. En realidad, eso es lo que da miedo. El muñeco lo aterroriza, pero es él quien de verdad está atemorizado. Piénselo: la madera se despierta. No se lo puedo poner más claro. Y no olvidemos la pintura del pelo y los labios, o el cristal de los ojos que también han despertado del sueño que jamás debió ser interrumpido; ahora también son parte de la red de hormigueo de los nervios del muñeco, vivos y conscientes de un modo que no podemos imaginar. Es algo demasiado doloroso para las lágrimas, y por eso el muñeco se ríe en la cara de usted, intentando dar rienda suelta a una maldad que no forma parte de su vieja casa de cristal, pintura y madera. No obstante, ese mal es ahora la esencia de su nuevo hogar, nuestro mundo, señor Veech; eso es lo que hace tan horrible la risa del Taquillera. Vete a dormir ya, muñeco. ¿Ve? Ya vuelve a su agradable silencio. Alégrese de que no haya creado uno que grite, señor Veech. Alégrese de que el muñeco, después de todo, sea tan solo un artefacto.
»Bien, ¿a qué debo hoy aquí su presencia? Es de día o está a punto de hacerse de día, ¿no?
—Sí —responde Cheev.
—Bien, me gusta mantenerme al corriente de las cosas. ¿Qué me cuenta? —pregunta Voke mientras pasea despacio y con tranquilidad, admirando el desorden de su desván.
Cheev se inclina hacia detrás, se apoya en un montón de objetos indefinidos y clava los ojos en el suelo. Parece adormilado.
—No tendría que haber venido, pero no sabía qué hacer. ¿Cómo se lo diría? Los últimos días y noches, sobre todo las noches, han sido como un infierno helado. Supongo que se puede decir que hay alguien…
—A quien le ha cogido simpatía —termina Voke.
—Sí, pero hay alguien más…
—Que está siendo un obstáculo, alguien cuya existencia ayuda a asegurar que sus noches sean frías. Parece muy sencillo. Dígame, ¿cómo se llama, la primera persona?
—Preña —contesta Cheev después de dudar un poco.
—¿Y él, la segunda persona?
—Lamm, pero, ¿por qué necesita sus nombres para ayudarme?
—Sus nombres, como el suyo y el mío, no son realmente importantes para este asunto. Solo estaba demostrando interés en su aprieto por cortesía, nada más. Respecto a ayudarlo, eso supone que poseo un control sobre esa situación que, gracias a Dios, no tengo.
—Pero pensé… —tartamudea Cheev—. El desván, sus artefactos… Parecía tener cierto… conocimiento.
—¿Como el del muñeco? No debería haber contado con ello. Ahora ya tiene otra decepción más a la que enfrentarse, otro dolor. Pero escuche, ¿no puede seguir adelante? Por una u otra razón podría acabar olvidándose de Preña y de ese Lamm; se dará cuenta de que son solo dos sombras unidas por su propio delirio. Vale la pena tenerlo en cuenta, cualquier cosa puede ocurrir en este mundo.
—No puedo esperar más, doctor —dice Cheev con una voz nerviosa y sombría.
—Bueno, ya sabe lo que dicen: no hay nada peor que algo o alguien con tu propia sombra. Me he olvidado de cómo era exactamente.
—Yo soy mi propia sombra —contesta Cheev.
—Sí, ya me doy cuenta. Escuche, hablemos de manera hipotética por un momento. ¿Conoce la calle de los Tejados Vacilantes? Sé que tiene un nombre más común, pero me gusta llamarla así por todas esas casas altas e inclinadas.
Cheev asiente con la cabeza para señalar que también conoce la calle.
—Bueno, recuerde que no le prometo nada, yo no hago promesas, pero si se las acaba arreglando para llevar a sus dos amiguitos a esa calle esta noche, creo que podría haber un remedio para su problema, si de verdad quiere encontrar uno. ¿Le importa la forma que tome esa solución?
Cheev gira la cabeza con timidez de un lado a otro, queriendo decir que le da igual.
—¿Va en serio, no?
Cheev no responde. Voke se encoge de hombros y poco a poco retrocede hasta su punto de origen entre las más oscuras sombras de la habitación. La luz roja de la cabina del Taquillera también se va desvaneciendo como el sol al atardecer, hasta que el único color que permanece en la sala es el ultramarino de las llamas que arden en las paredes. Cheev continúa mirando fijamente la parte superior del desván durante unos poco segundos, como si ya pudiera ver los delgados tejados de las casas de la calle de los Tejados Vacilantes.
Por la noche, las fachadas de las casas a ambos lados de esta calle estrecha están unidas, como si las hubieran cortado de una pieza única de cartón muy viejo. Pegadas por las sombras y cubiertas por la luz de la luna, una casa ondula hacia la otra. Aparte de los cimientos y unos pocos pisos con ventanas con postigos, son todo tejado. Se alzan en la noche con gran esplendor, y a menudo alcanzan alturas fantásticas. Desde algunos ángulos determinados por un sistema de fuerzas desconocido y fijado para siempre en la inclinación del destino, caen hacia y a través del cielo.
Esta noche, el cielo es un pantano de nubes oscuras que brillan en el falso fuego de la luna. Desde el punto de vista de la entrada arqueada de la calle, tres figuras que se acercan están precedidas por tres sombras alargadas. Una silueta camina delante guiando a los otros, pero sin los gestos apropiados de sabiduría y autoridad. Detrás están los cuerpos de un hombre y una mujer, el uno junto al otro, con tan solo un fragmento del suave resplandor del atardecer entre ellos.
Hacia el final de la calle, la figura que va a la cabeza se detiene y las otras dos le alcanzan. Ahora están los tres de pie delante de una de las casas más majestuosas con techos altos, que también parece ser un comercio de alguna clase, ya que un gran cartel, que se balancea un poco por el viento y está confuso por las sombras, muestra un dibujo de los artículos y servicios que allí ofrecen: un par de tenacillas, o algo similar, puestas en diagonal sobre lo que podría ser un atizador o algún otro utensilio largo. No obstante, la tienda está cerrada por la noche y los postigos están bien cerrados. Un ojo de buey en la buhardilla no parece más que un agujero vacío allí en lo alto, aunque desde la calle —donde las tres figuras han asumido las posturas provisionales de los sonámbulos— es difícil decir cómo son las cosas allí arriba. Y encima, una niebla empieza a cortarles la vista de las zonas superiores de la calle de los Tejados Vacilantes. A Cheev se lo ve un tanto afligido, al parecer no está seguro de cuánto tiempo deberían merodear por aquel lugar. Sin saber lo que se supone que ocurrirá, si es que ocurre algo, ¿qué debería hacer? De momento, solo puede entretenerse. Pero pronto todo llega a una conclusión, aunque muy precipitada, sin sentido de la prisa o la violencia.
Cheev está conversando de forma somnolienta con sus dos acompañantes, aunque ambos ya parecen bastante desconfiados a estas alturas; de repente, es como si fueran dos marionetas a las que se han llevado hacia arriba con cuerdas invisibles, en dirección a la niebla, fuera del alcance de la vista. Todo ocurre tan deprisa que no hacen ni un ruido, aunque poco después de su desaparición se oyen unos gritos ahogados que provienen de arriba. Cheev ha caído de rodillas y se cubre la cara con las manos huesudas.
Dos subieron, pero solo uno baja y queda suspendido a unos centímetros del suelo, mientras se balancea un poco por el viento. Cheev se descubre los ojos y mira hacia aquella cosa. Sí, solo hay uno, pero ese uno tiene muchos… Hay mucho de todo en ese cuerpo. Dos caras comparten una única cabeza, dos bocas calladas para siempre con labios separados. Aquella cosa continúa colgada en el aire incluso después de que Cheev se haya derrumbado completamente sobre la calle de los Tejados Vacilantes.
El siguiente encuentro de Voke con Cheev es tan inesperado como el último. Se produce un alboroto en el desván y el estricto ermitaño arrastra sus huesos fuera de las sombras para investigar. Lo que ve es a Cheev y al Taquillera riéndose a carcajadas. Sus risotadas remueven el aire estancado del sobrado; son dos gemelos maníacos que gritan y ríen socarronamente con una única voz.
—¿Qué pasa aquí, señor Veech? —pregunta Voke.
Cheev lo ignora y continúa riéndose a dúo con el muñeco. Incluso después de que Voke toque la cabina y diga «vete a dormir, muñeco», Cheev todavía se ríe solo, como si él también fuera un autómata sin control sobre sus acciones. Voke lo tumba, lo que parece accionar el mecanismo adecuado para hacerlo callar. Al menos se ha calmado durante unos instantes. Luego levanta los ojos del suelo y fulmina a Voke con la mirada.
—¿Por qué les tuvo que hacer eso? —le reprocha muy dolido. Tiene la voz ronca por tanta risa, suena como una maquinaria chirriante.
—No voy a fingir que no sé de lo que está hablando. He oído lo que ocurrió, nada que me debiera importar. No me puede hacer responsable, señor Veech, yo nunca salí de mi desván, eso ya lo sabe. Sin embargo, usted es perfectamente libre de marcharse, si quiere irse ahora. ¿Es que no me ha causado ya bastantes problemas?
—¿Por qué tuvo que ocurrir de aquella forma? —protesta Cheev.
—¿Cómo iba a saberlo? Usted dijo que no le importaba qué forma adoptara la solución a su problema. Además, creo que todo se arregló de la mejor manera. Aquellos dos lo estaban dejando en ridículo, señor Veech. Ambos se querían y ahora ya se tienen, por así decirlo, mientras usted es libre para seguir adelante hacia la próxima catástrofe. Espere un momento, sé lo que le molesta —dice Voke con una repentina iluminación—. Está afligido porque fueron ellos los que fallecieron y no usted. La muerte siempre es lo mejor, señor Veech, ¿pero quién hubiera pensado que usted apreciaría ese punto de vista? Sin duda lo he subestimado. Acepte mis disculpas.
—No —grita Cheev temblando como un animal enfermo.
Voke se empieza a entusiasmar.
—¿No? ¿Noooo? ¿Qué es lo que le pasa, joven amigo? ¿Por qué me tiende una trampa para estas decepciones? Ya tengo suficiente sin añadirlo al montón. Aprenda del Taquillero, ¿acaso lo ve lloriquear? No, está callado, está tranquilo. El silencio de un muñeco es el silencio más relajante de todos, y su calma es la perfecta calma de un nonato. Podría estar armando un escándalo, pero no lo hace; y es precisamente esta falta de actuación, su naturaleza frustrada la que lo convierte en la compañía ideal, al parecer en mi verdadero amigo. ¡Mi trozo de madera, cómo te adoro! Mire cómo sus manos reposan sobre el regazo en una plegaria vacía. Mire el porte majestuoso de sus extremidades caídas y sin fuerzas. Mire sus labios entumecidos que no mascullan nada, y mire esos ojos, ¡cómo mantienen la vista fija para siempre!
Voke echa un vistazo a los ojos del muñeco desde más cerca y los suyos empiezan a bajar con una oscura concentración. Se inclina contra la cabina para lograr el examen más riguroso posible, con las manos pegadas al cristal como por la fuerza de alguna succión poderosa. En el interior de la cabina, los ojos del muñeco han cambiado, de ellos manan ahora pequeñas gotas de sangre, que parecen negras en la roja neblina que lo rodea.
Voke se aparta de la cabina y se vuelve hacia Cheev.
—¡Ha estado manipulándolo! —brama tanto como puede.
Cheev parpadea, se le saltan un par de lágrimas restantes de la risa falsa, y sus labios forman una sonrisa sincera.
—No he hecho nada —susurra con sorna—. ¡No me eche la culpa de sus problemas!
Voke parece estar por un momento paralizado de indignación, aunque su cara está retorcida por miles de ideas que se le pasan por la cabeza. Por lo visto, Cheev es consciente del peligro y busca con los ojos por toda la habitación una forma de escapar o un arma que usar contra su contrincante. Se fija en un objetivo y comienza a moverse hacia él en cuclillas.
—¿Adonde se cree que va? —dice Voke, ya liberado de los efectos de la furia que lo inutilizaban.
Cheev intenta alcanzar algo que hay en el suelo con el tamaño y la forma aproximada de un ataúd. Solo una esquina de la larga caja negra se asoma entre las sombras hacia el verde azulado resplandor del desván. Una gruesa franja plateada y resplandeciente bordea el objeto, asegurada por unos tornillos plateados.
—Márchese de aquí —grita Voke mientras Cheev se agacha hacia la caja y toquetea la tapa.
Pero antes de que la pueda abrir, antes de que pueda hacer cualquier otro movimiento, Voke da el primer paso.
—He hecho todo lo que he podido por usted, señor Veech, y no he recibido más que dolor. He intentado librarlo del destino de sus amigos… pero lo entrego a él. Únase a ellos, Cheev.
Con estas palabras, el cuerpo de Cheev empieza a subir como una marioneta, luego se eleva hacia las vigas tenebrosas y más allá, transportado por cables invisibles. Los brazos y las piernas se mueven sin control durante el ascenso y sus gritos… se desvanecen.
Pero Voke no presta atención al vuelo de su víctima. Con las ropas anchas agitándose de manera histérica, corre hacia el objeto al que acaban de amenazar con la violación y lo arrastra hacia un espacio iluminado en el suelo. La luz de las paredes, espectral y oceánica, brilla sobre la superficie sedosa y negra del ataúd. Voke está de rodillas ante el féretro y prueba con ternura y con la yema de los dedos su seguridad. Como si cada momento acumulado de deliberación fuera una blasfemia, de repente retira la tapa.
Amortajada en el interior hay una mujer joven cuya belleza ha sido perpetuada de manera poco natural por un fanático de su forma. Voke se queda mirando durante un rato el cadáver y luego, finalmente, dice:
—Siempre lo mejor, cariño. Siempre lo mejor.
Todavía está de rodillas ante el féretro cuando sus rasgos comienzan a sufrir los estragos de las diferentes, obviamente contradictorias, fases de sentimientos. Los ojos, la boca, toda la estructura de la cara representan horripilantes acrobacias de expresión. Al final, una tarea imposible se alivia o se evita por la risa: la risa liberadora de una inocente locura, de una demencia virginal. Voke se pone en pie con el poder de su hilaridad idiota. Empieza a ir de un sitio a otro bailando de forma extraña, saltando a la pata coja, botando y meneándose. Su risa se hace aún peor mientras gira sin rumbo fijo y sus gestos se hacen más convulsos. Sin prestar ni la más remota atención, o tal vez recuperándola por un momento, Voke sale del desván y ahora ríe en el oscuro abismo más allá de la barandilla precaria al final de la sinuosa escalera. Su última risa parece atascársele en la garganta; pasa por encima de la barandilla y cae sin hacer ruido mientras sus ropas sueltas se agitan en vano.
De esta manera, los gritos que ahora oímos no son aquellos del Voke que caía en picado, ni tampoco los de Cheev que hace tiempo que se fue, ni los ecos sobrenaturales de los gritos de terror de Preña y Lamm. Estos gritos, los que se oyen más allá de la puerta al final de las escaleras, pertenecen solo a un muñeco que siente cómo unas gotas calientes de sangre le resbalan con densidad sobre las mejillas lacadas, y al que han dejado solo y vivo en las sombras de un desván abandonado. Y sus ojos dan vueltas como canicas.