La dibujé o, bueno, al menos traté de hacerlo. La pinté al óleo, con acuarela, e incluso la pintarrajeé sobre una ventana junto a la que me situé para revivir el fulgor del objeto original. Y siempre en abstracto. Nunca la verdadera puesta del sol en los cielos primaverales, otoñales o invernales; nunca una luz sepia en descenso sobre el horizonte desgastado de un lago, ni siquiera del lago al que me gusta mirar desde la terraza de mi vieja mansión. Pero mis Crepúsculos no eran solo una abstracción, de serlo no supondrían más que una cuestión de técnica, un método diseñado para deshacerse de la parte vulgar del mundo real. Eso hace que otros pintores abstractos puedan asegurar que sus lienzos no representan nada. Probablemente tengan razón: una raya rojo violeta no es más que una raya rojo violeta, una mancha de negro sin matices equivale a una mancha de negro sin matices; y, por el contrario, el color puro, la luz pura, las líneas puras con sus ritmos y la forma pura en general, tendrían todos ellos mucho más sentido que eso. Pero esos otros pintores solo han contemplado sus dramas de figuras y sombras; yo —y es imposible insistir sobre esto demasiado enérgicamente— he estado allí. De hecho, mis abstracciones crepusculares representaban alguna realidad, en alguna parte, en algún momento: representaban una zona formada por palacios de un color leve y áspero, elevados junto a océanos de un estampado centelleante y bajo cielos tristemente iluminados, representaron una zona en la que el propio visitante llega a transformarse en una esencia formal, en una presencia luminosa, o en un ser libre de substancias; en un ciudadano de lo abstracto. Y una zona (no puedo ampliar suficientemente mi desesperación en este punto, por lo que no trataré de hacerlo) que no volveré a conocer.
Hace solo algunas semanas estaba sentado afuera en la terraza, contemplando cómo caía el sol matinal del otoño sobre el lago que antes he mencionado, mientras hablaba con tía T. Sus tacones repiqueteaban de forma grácil sobre las baldosas. De pelo plateado, vestía con un atuendo gris y un aparatoso pañuelo que le llegaba hasta la mandíbula inferior. En su mano izquierda sostenía un largo sobre, abierto con esmerada precisión, y en su mano derecha la carta que este había contenido, doblada en secciones como si se tratara de un tríptico.
—Quieren verte —me dijo haciendo un gesto con la carta—. Quieren venir aquí.
—No lo creo —contesté, y con escepticismo di la vuelta a mi silla para contemplar la luz del sol que, a través de los desniveles de la hierba, se extendía en largos haces de luz como si fueran pasillos de una catedral.
—Si por lo menos leyeras la carta… —insistió.
—Está en francés ¿no? No puedo leerla.
—No creo que sea verdad, a juzgar por esos libros que sueles apilar en la biblioteca.
—Da la casualidad de que esos son libros de arte. Solo miro las imágenes.
—¿Te gustan las imágenes, André? —preguntó en su mejor tono irónico—. Yo tengo una imagen ti. Es esta: se les va a permitir venir y estar con nosotros tanto tiempo como quieran. Son una familia con dos niños, y por lo que se menciona en la carta, incluso una hermana soltera. Han venido desde Aix-en-Provence para visitar América, y durante su viaje desean ver a su único pariente de sangre que aún está vivo. ¿Comprendes esta imagen? Ellos saben quién eres, y lo que es más, dónde estás.
—Me sorprende que quieran visitarme, son los únicos.
—No, no son los únicos. Proceden del lado de la familia de tu padre. Los Duval —explicó—. Aunque conocen todo sobre ti, digamos que… —al llegar a este punto tía T. consultó la carta por una momento— son sans préjugé.
—La generosidad de semejantes criaturas me hiela la sangre. Qué canallas. Hace veinte años esa gente le hizo a mi madre lo que le hizo, y ahora tienen la desfachatez, la desfachatez de decir que no tienen prejuicios contra mí.
Tía T. se aclaró la garganta mientras me hacía un gesto de advertencia para que me callara, precisamente porque para entonces Rops salía a la terraza llevando una bandeja que contenía un juego de vasos. Yo le había puesto el apodo de Rops porque, al igual que el artista, nunca dejaba de obsequiarme con unos andares arrastrados propios de una casa de muertos.
Se acercó como un cadáver a tía T. y le sirvió su aperitivo vespertino.
—Gracias —le dijo ella mientras cogía un vaso de contenido anubarrado.
—¿Algo para usted, señor? —me preguntó entonces, sujetando la bandeja con el pecho como si fuera un escudo de plata.
—Cada vez que me veas ten preparada una bebida, Rops —le respondí—. Cada vez.
—André, compórtate. Eso es todo, gracias.
En pocas zancadas Rops desapareció de nuestra vista.
—Ya puedes continuar tu discurso —dijo tía T., indulgente.
—Estoy en ello, pero ya sabes cómo me siento —contesté mientras, a falta de un refresco corriente, dejaba la mirada perdida en la lejanía del lago y me bebía la oscura atmósfera del crepúsculo.
—Sí, sé cómo te sientes, pero siempre has estado equivocado. Siempre con esas románticas ideas acerca de que tú y tu madre, descanse en paz, habéis sido victimas de una monstruosa injusticia. Pero las cosas no son como te empeñas en creer. No fueron unos campesinos analfabetos los que, podría decirse, salvaron a tu madre; fueron unos ricos y sofisticados miembros de su propia familia. Y no hubo ninguna superstición, pues lo que creían acerca de tu madre era verdad.
—Verdad o mentira —repliqué—. Creían lo increíble, actuaban en función de ello, y a eso lo llamo yo superstición. ¿Qué motivo podría…?
—¿Qué motivo? Tengo que decirte que en aquel tiempo tú no estabas en situación de juzgar motivos, puesto que no eras más que un abultamiento dentro del cuerpo de tu madre. Pero yo sí estaba allí. Vi a «los nuevos amigos» que se había hecho, esa «aristocracia de sangre», tal y como ella la llamaba en contraste con la riqueza que duramente se había ganado su propia gente. Pero no la juzgo, nunca lo he hecho. Después de todo, acababa de perder a su marido, tu padre era un buen hombre y es una lástima que no llegaras a conocerlo, y encima llevaba un niño dentro, el hijo de un hombre muerto… Estaba aterrorizada, confundida, y por eso se apresuró a regresar a su tierra natal y su familia. Quién puede culparla de haber actuado irresponsablemente. Aunque no deja de ser una pena que pasara, especialmente para ti.
—No sabes cómo me alivias con tus palabras, tiíta —dije, ahora con un lamentable sarcasmo.
—Bien, me tienes a tu lado tanto si quieres como si no. Creo que te lo he demostrado durante años.
—Desde luego que lo has hecho —convine, y en cierto sentido lo hice con sinceridad.
Tía T. apuró el resto de su bebida, y una pequeña gota, de la que no se había percatado, se derramó desde un lado de su boca como una perla brillante en la luminosidad crepuscular.
—Cuando tu madre no vino a casa una noche, aunque debería decir una mañana, todos sabían lo ocurrido, pero nadie dijo nada. Y, contrariamente a tus ideas acerca de sus supersticiones, durante algún tiempo no fueron capaces de creer la verdad de lo sucedido.
—Fue un detalle por vuestra parte dejar que siguiera desarrollándome durante un tiempo, a pesar de que en ese momento decidíais cuál era el mejor modo de capturar a mi madre.
—Voy a ignorar ese comentario.
—No tengo ninguna duda al respecto.
—Como bien sabes, nosotros no capturamos a tu madre. Esa es otra de tus fantasías persecutorias. Ella vino a nosotros, ¿o no fue así?, arañando las ventanas en plena noche…
—Te puedes saltar esa parte, ya la…
—… hinchada por todas partes como la luna llena. Muy extraño, teniendo en cuenta que eras tan pequeño que, de haber nacido en esa época, habrías sido considerado un bebé prematuro de alto riesgo; no obstante, cuando seguimos a tu madre de vuelta al mausoleo de la iglesia local en el que se tendía durante las horas del día, cargaba con todo el peso de su embarazo. El cura se espantó al ver que, por decirlo así, había estado en la inopia acerca de su situación. Fue él precisamente, y no tanto alguien de la familia de tu madre, quien pensó que no debíamos permitir que fueras traído al mundo. Y fue su mano la que al final liberó a tu madre de la compañía de sus nuevos amigos. Inmediatamente después ella empezó a parir, justo en el ataúd en el que estaba tumbada. La cantidad de sangre era terrible. Sí…
—No es necesario que…
—… capturamos a tu madre, pero deberías estar agradecido de que yo estuviera en aquella ceremonia. Tuve que sacarte esa misma noche del país, y volver a América. Yo…
En ese momento pudo ver que ya no la escuchaba, pues me había distraído siguiendo los voluptuosos cambios de la puesta del sol. Cuando dejó de hablar y participó de aquellas vistas, dije:
—Gracias, tía T., por ese bonito cuento. Nunca me canso de escucharlo.
—Lo siento, André, pero quería recordarte la verdad.
—¿Qué puedo decir? Soy consciente de que te debo la vida, ni más ni menos.
—No es eso lo que quiero decir. Me refiero a la verdad sobre lo que llegó a ser tu madre y lo que eres tú ahora.
—No soy nada. Soy completamente inofensivo.
—Por eso mismo es por lo que debemos dejar que los Duval vengan y se queden con nosotros. Para mostrarles que el mundo no tiene nada que temer de ti, que es lo que yo creo que vienen a averiguar. Ese va a ser el mensaje que llevarán a tu familia en Francia.
—¿De verdad crees que vienen por eso?
—Sí. Y además creo que, si no les dejamos venir, podrían crearte bastantes problemas, y a mí también.
Me levanté de la silla mientras las sombras del desfalleciente atardecer se hacían más profundas. Me acerqué a tía T. y me quedé de pie contra la piedra de la barandilla de la terraza; entonces le susurré:
—En ese caso, déjalos venir.
Soy un vástago de la muerte, descendiente de lo difunto, progenie de fantasmas. Mis ancestros son ilustres multitudes de fallecidos, grandiosas e innumerables. Mi linaje es más extenso que el tiempo. Mi nombre se escribe con fluido embalsamado en el libro de la muerte. Mi nombre es un nombre noble.
En la familia más cercana, el primero en encontrarse con su creador fue mi propio creador, que descansa en la tumba del misterioso padre. Y en cualquier caso, mientras ese hombre trataba de engendrarme, daba su último aliento en este mundo antes de que yo sacara el mío. Fue derrocado de un solo golpe, su primer y último golpe. En esos momentos finales, según me han contado, sus irregulares y delicadas ondas cerebrales hicieron unos extraños movimientos de un lado al otro del monitor EEG. El mismo doctor que le dijo a mi madre que su marido ya no estaba entre los vivos también le informó, precisamente el mismo día, de que estaba embarazada. Pero no fue esta la única coincidencia mordaz en la vida de mis padres. Ambos pertenecían a familias acomodadas de Aix-e-Provence, en el sur de Francia. Sea como sea, su primer encuentro no tuvo lugar en el viejo mundo sino en el nuevo, en la universidad americana a la que ambos asistían. Y fue así como dos vecinos cruzaron el frío océano para encontrarse en un curso obligatorio de ciencias. Más tarde, cuando compararon los detalles de su procedencia común, supieron que se habían encontrado por destino en el trabajo. Se enamoraron el uno del otro y también de su nueva patria. Posteriormente se mudaron a un rico y prestigioso barrio (cuyo nombre o situación rehúso mencionar, pues aún resido en él y, por razones que pueden resultar obvias, debo mantener discreción). Durante años, la pareja vivió satisfecha, pero después mi directo antepasado varón murió justo después de alcanzar la paternidad y se convirtió en padre para el que sería su hijo.
Un vástago de la muerte.
Y, por qué no, alguien podría decir que nací de una madre viva; como si durante mi llegada a este mundo me hubiera vuelto y hubiera clavado mi mirada en el fulgor de un par de relucientes ojos maternales. Pero no fue así, como creo que evidencia mi anterior conversación con mi querida tía T. Viuda y embarazada, mi madre había escapado a Aix en busca de la comodidad de los bienes de la familia y de una vida aislada. Pero continuaré con esto más adelante. Antes no puedo evitar decir unas pocas palabras sobre mi patria ancestral.
Aix-en-Provence, donde nací pero nunca viví, tenía muchos vínculos conmigo, aunque necesariamente fueran de segunda mano. Pero en todo caso, no es solo una conexión entre Aix y mi propia vida lo que mantiene en mi imaginación tan poderoso asidero, sino una imperecedera ideé fixe que, de hecho, tenía más que ver con un puñado de hechos desconocidos de la historia de la región. Concretamente unos hechos que fueron recogidos por dos sucesos históricos que, en honor a la verdad, se hallan separados por siglos, e incluso por épocas, unos hechos que tuvieron lugar en diferentes situaciones anímicas y unos hechos que son, en consecuencia, dos mundos aparte. A pesar de lo cual, desde cierto punto de vista, a alguien le podrían parecer dos opuestos inseparables. El primer hecho se trata de lo siguiente: en el siglo XVII tuvo lugar la posesión de las monjas del convento ursulino de Aix por parte de varios demonios. Pronto llegó la excomunión a las desafortunadas hermanas, las cuales, por obra y gracia de Grésil, Sonnillon y Vérin, habían sido seducidas para que blasfemaran. El Dictionnaire infernal Plancy caracteriza a estos demonios respectivamente, en palabras de un traductor desconocido, como «aquel que resplandece horriblemente como un arco iris de insectos», «aquel que se estremece de manera espantosa» y «aquel que se mueve con un peculiar movimiento rastrero». De estos seres de movimientos y colores extraños incluso existen allí grabados, aunque desgraciadamente son estáticos y están en blanco y negro. ¿Cómo es posible? ¿Qué clase de gentes eran —tan estúpidas y obtusas— que podían tener devoción por semejante absurdo? ¿Es que alguien puede penetrar en la ciencia de la superstición? (Pues, como un poeta del mal garabateó una vez, la superstición es la reserva de todas las verdades). Esta es, en definitiva, una parte de mi imaginada Aix. La otra parte, y segundo dato histórico que ofrezco, es sencillamente el nacimiento en 1839 de su más prominente ciudadano: Cézanne. Mi obsesión por su figura incita a mi cerebro a deambular por la campiña provenzal en busca de sus hermosos cuadros.
Estos son, en definitiva, los dos aspectos de mi Aix personal. Juntos, se funden en una sola imagen, tan grotesca y coherente como un panteón de gárgolas en medio del esplendor de una iglesia medieval.
Así era el mundo al que mi madre emigró, hace algunas décadas, el mundo de horror y belleza de Notre Dame. No cabe duda de que mi madre fue seducida por la sociedad de aquellos extraños maravillosos que le prometieron escapar de una vida mortal dominada por el desasosiego y el sufrimiento, y que al hacerlo la llevaron al exilio. Tengo entendido, por lo que cuenta tía T., que todo empezó en una fiesta de verano en la finca de Ambrosie y Paulette Valraux. «El bosque encantado», tal y como se conocía este lugar entre las hautes classes de la vecindad. La noche de la fiesta era tan perfectamente moderada como la atmósfera de los sueños, en la que uno raramente nota bochorno o frío glaciar. Se colgaron farolillos en lo alto de los tilos, luces que conducían a un cielo anunciado. Una orquesta tocaba.
Había gran variedad de gente en la fiesta. Y, como de costumbre, se presentaron algunas personas que nadie parecía conocer, desconocidos exóticos cuya invitación era su propia elegancia. En aquel momento tía T. no les prestó atención, por lo que su descripción es más bien imprecisa. Uno de ellos bailó con mi madre, sin que le preocupara instar a una viuda a salir de su retiro social. Otro, de ojos enigmáticos, le susurró cerca de los árboles. Esa noche se formaron alianzas y se hicieron promesas. A partir de entonces mi madre empezó a salir sola para reunirse tras la caída del sol. Más tarde, dejó de venir a casa. Teresa —enfermera, confidente y doncella personal que mi madre se había traído consigo desde América— quedó dolida y desconcertada por las frías humillaciones que en los últimos días recibió de su dueña. La familia de mi madre se mostró cuidadosamente reservada acerca de aquel reciente cambio de comportamiento (y más en el estado en que se hallaba, mon Dieu!). Nadie supo qué medidas tomar. Entonces fue cuando algunos sirvientes dijeron haber visto una mujer pálida embarazada que, al llegar la oscuridad, se escondía fuera de la casa.
Ya al final, la familia depositó su confianza en un sacerdote que sugirió una opción que no sería discutida por nadie, ni siquiera por Teresa. Se apostaron a la espera de mi madre cual cazadores de almas llamados por la justicia. Siguieron el movimiento vago de su silueta al regresar al mausoleo ante un inminente amanecer. Retiraron la gran piedra que cubría el sarcófago y la hallaron dentro. «Diabolique», exclamó uno de ellos. Discutieron acerca de cuántas veces y en qué lugares se le debía incrustar la estaca. Al final lo hicieron en el corazón, y clavaron una sola al lecho de cuero en el que estaba tendida. Pero, ¿qué hacer con el niño? ¿Cómo sería? ¿Un santo defensor de lo vivo o un monstruo de la muerte? (¡Ninguna de las dos cosas, estúpidos!). Afortunada o desafortunadamente, nunca he estado seguro de cuál. Teresa estaba con ellos y aceptó sus sesudas especulaciones. Alargó los brazos hacia el colchón de sangre y me ayudó a nacer. Yo era heredero de la fortuna familiar y, por esta razón, Teresa me llevó de vuelta a América. Supo gestionar el asunto con extremo provecho personal, pues convino, junto a un compasivo y avaricioso abogado, que ella iba a ser la administradora legal de mi fortuna. Esto requería algunos actos de magia con las identidades, como era el que Teresa, por razones personales que nunca he puesto en tela de juicio, de sirvienta de mi madre pasara a ocupar el lugar de hermana póstuma de ésta. Y así fue como se convirtió en tía T., bautizada como tal el mismo día en que yo llegué al mundo.
Naturalmente, todo esto ha marcado un destino en la historia de mi vida, una vida que, no obstante, no contiene más vida que historia. No se trata de una historia de cine, ni novelesca; no valdría para componer un solo poema de modesta longitud. Podría acaso servir para una pieza de música moderna: una lenta, un canto palpitante como el latido aletargado de un corazón prematuro. Mejor aún, el retrato de mi vida podría ser como una pintura abstracta: un mundo crepuscular, difuminado en sus márgenes y sin centro o lugar al que enfocar; un puente sin orillas; un túnel sin entradas; una existencia pura y simplemente crepuscular. Sin cielo y sin infierno, solo un espacio silencioso entre la histeria de la vida y la tenaz oscuridad de la muerte. (Y así es, lo que más amaba del crepúsculo era esa sensación con la que uno mira con desprecio hacia la oscuridad del ocaso, pero no porque se trate de algo pasajero sino porque, en realidad, no hay nada ni antes ni después de él: lo que muestra es todo lo que es). Mi vida nunca ha tenido un principio, y por eso pensé que tampoco iba a tener un final, pero estaba equivocado.
En fin, ¿cuál fue la respuesta a aquellas cuestiones formuladas precipitadamente por los monstruos que acechaban a mi madre? ¿Se dotaría a mi naturaleza de alma humana o de alma vampírica? La respuesta: de ninguna de las dos. Existí entre dos mundos y tuve pocas quejas sobre los valores activos y pasivos de ambas. Ni vivo ni muerto, ni no-vivo ni no-muerto, sin tener nada que ver con tan aburridas polaridades, tan fastidiosos opuestos, que además, en última instancia, no eran más distintos uno de otro que un par de estúpidos monocigotos. Dije no a la vida y a la muerte. No, señor Brote Primaveral. No, señor Gusano. Y sin decir siquiera hola o adiós, simplemente evité su compañía y desprecié sus atractivas invitaciones.
Desde luego, al principio tía T. intentó cuidar de mí como si yo fuera un niño corriente. (Casualmente, puedo recordar con total precisión cada momento de mi vida desde que nací, desde que mi existencia tomó la forma de un momento sin interrupciones, sin un ayer para olvidar ni un mañana por venir). Trató de darme comida normal, que vomité sin hacer excepciones. Más adelante me preparó una especie de puré de carne, que ingerí y digerí, aunque sin acostumbrarme nunca a él. Jamás le pregunté con qué lo había elaborado, pues a tía T. no le importaba gastar dinero, y yo sabía lo que el dinero podía comprar en forma de comida inusual para una criatura fuera de lo común. Supongo que llegué a acostumbrarme a una alimentación similar mientras crecía en el vientre de mi madre, una variedad de tipos de sangre suministrada por los ciudadanos de Aix. Pero nunca tuve un apetito demasiado grande para la comida carnal.
Mucho más fuerte fue mi hambre de una clase de alimento trascendental, un festín para la mente y el espíritu: el banquete astral del arte. Con esto me alimenté. Y tuve no pocos chefs para planificar el menú. A pesar de que vivíamos exiliados del mundo, tía T. no descuidó mi educación. Por razones de apariencia y de legalidad, obtuve diplomas de las escuelas privadas más prestigiosas del mundo (diplomas que, por cierto, también el dinero puede comprar). Pero mi verdadera educación fue mucho más privada que esa. Se contrató a verdaderos genios para que fueran mis tutores en casa, y estos estuvieron encantados de enseñar a un niño inválido que, a pesar de ello, prometía ser excepcional.
Por medio de una educación personal, escudriñé las artes y las ciencias. Sí, aprendí a citar a mis poetas franceses,
Fina inmortalidad negra y dorada,
consuelo de guirnaldas que dañan la vista.
La bonita mentira del vientre de una madre,
la artimaña piadosa, ¡para ella está la tumba!
aunque generalmente traducidos, pues algo hizo que me mantuviese siempre lejos de alcanzar más allá de un nivel de principiante en lenguas extranjeras. En todo caso dominé la gramática, cada dialecto o lengua del ojo francés. Pude leer el mundo interior de Redon (que estuvo a punto de nacer en América), su grand isolé paraíso de oscuridad. Comprendí sin esfuerzo el mundo exterior de Manet y los impresionistas, ese lenguaje secreto hecho de luz. Y pude incluso descifrar las palabras imposibles de los surrealistas, esas retorcidas galerías donde hay sombras brillantes que se unen a la carne podrida del arco iris.
Concretamente me acuerdo de un hombre llamado Raymond, que me enseñó la técnica rudimentaria del artista de óleos. Recuerdo vivamente haberle mostrado un trabajo que había realizado sobre el fenómeno sagrado que presenciaba en cada puesta del sol. Y sobre todo me acuerdo de la expresión de sus ojos, como si hubiera presenciado el alzamiento de una cortina que estuviera ocultando alguna atrocidad. Se ajustó distraídamente sus delicadas lentes y las movió de un lado a otro alrededor del tabique nasal. Pasó la atención del lienzo a mi persona una y otra vez. Su único comentario fue: «las figuras… No se supone que los colores deben perderse de esa manera. Alguno… No, es imposible». En ese momento pidió usar el cuarto de baño. Al principio pensé que con ese gesto apreciaba de un modo simbólico mi cuadro. Pero era un hombre bastante reservado y lo único que pude hacer fue indicarle el camino hacia el excusado más cercano, en un tono igualmente sobrio. Salió de la habitación con los dos primeros dedos de la mano derecha sobre la muñeca de la otra. Después de esto, nunca más volvió.
Este es, en pocas palabras, el boceto de mi mediocre existencia: crepúsculo tras crepúsculo tras crepúsculo. Y en toda esa confusión temporal me pregunté, aunque solo ocasionalmente y por poco tiempo, si yo también poseía el mismo potencial de inmortalidad que mi madre no-muerta antes de que su vida fuera abortada y yo naciera. Aunque no es una cuestión que realmente preocupe a alguien que existe más allá, por debajo, por encima, entre medias (triunfantemente al margen) de los mundos en colisión de padres humanos y madres ultraterrenas.
Ahora tenía curiosidad por saber (cómo explicarlo, dado que es algo que se disimula) cómo sería mi modo antinatural de ser desde el punto de vista de los parientes que me visitaban. A pesar de la hostilidad que mostraba hacia ellos delante de tía T., deseaba que se llevaran una buena imagen de mí de vuelta al mundo real, aunque solo fuera para mantener dicha imagen alejada de mi propio mundo en el futuro. Durante los días previos a su llegada, llegué a pensar en mí como en un personaje sin duda corriente en las historias góticas: el extraño que habita en la misteriosa torre de una casa, esa figura tenebrosa para encontrar a la cual el héroe recorre largas distancias, un alma oscura que esconde sus horrores. En resumen, un individuo medieval que vive perpetrando misteriosos actos en santuarios secretos. Y esperaba que, en contraste, pronto tuvieran la imagen acertada de mí, la de una impotencia absoluta, sin ningún ímpetu. Y era así como iba a ser.
A pesar de todo, en ningún momento precipité el hecho de ser llamado para enfrentarme a los fenómenos casi olvidados del vampirismo, a ese defecto que se hallaba en el fondo del retrato de familia.
La familia Duval, y la hermana aún doncella, iban a llegar en un vuelo nocturno al que esperaríamos en el aeropuerto. Tía T. pensó que me vendría bien hacerlo así, debido a mi tendencia a dormir la mayor parte del día y a levantarme con la caída del sol. Sin embargo, en el último momento sufrí un grave ataque de pánico: la muchedumbre. Apelé a tía T., que sabía que la muchedumbre era el talismán más poderoso del mundo contra mí, si es que hacía falta alguno. Se dio cuenta de que yo no sería capaz de servir como comité de bienvenida, y por eso Gerald, el hermano más joven de Rops, un hombre de unos 75 años, se fue con ella sola hacia el aeropuerto. Sí, prometí a tía T. que sería sociable y saldría al encuentro de todos tan pronto viera vibrar las luces del gran coche negro por nuestra calle privada.
Pero no iba a hacerlo y no lo hice. Me dirigí a mi habitación y me quedé adormecido con un programa de la televisión que había puesto sin sonido. Mientras los colores bailaban en la oscuridad, yo me sumergía más y más en un estado de somnolencia antisocial. Por último, di instrucciones a Rops, por medio del intercomunicador, para que informara a tía T. y compañía de que no me encontraba muy bien y necesitaba descansar. Esto, pensé, estaría en consonancia con la fachada de una enfermiza inocuidad, y, aún mejor, con la de una persona totalmente normal. Un durmiente nocturno. «Muy bien», podía oírles decir en su alma. Y entonces, lo juro, apagué la televisión y realmente dormí en una auténtica oscuridad.
No obstante, las cosas se volvieron menos reales en algún punto de la profundidad nocturna. Debí de haberme dejado encendido el intercomunicador, pues oí débiles voces metálicas procedentes de la pequeña caja que hay colgada en la pared de mi habitación. En mi estado de somnolencia no llegó a ocurrírseme que podía sencillamente levantarme y hacerlas desaparecer apagando la caja horrible. Pues, de hecho, tenía un aspecto horrible. Las voces hablaban en una lengua extranjera que no era el francés, como cabía esperar. Algo más extraño que el francés. Quizá una mezcla entre la conversación de un maníaco que hablara en sueños y el sonido estridente de un murciélago. Escuché a las voces cuchichear y cuchichear unas con otras hasta que, al final, caí profundamente dormido una vez más. Antes de que me despertara, por primera vez en mi vida con la luz resplandeciente de la mañana, aquel diálogo había terminado.
La casa estaba en silencio. Incluso los sirvientes parecían tener tareas que los mantenían inaudibles e invisibles. Aproveché que estaba despierto a esas horas de la madrugada para merodear sin ser visto alrededor del viejo lugar, imaginando que todos lo demás estarían todavía en la cama tras su larga y, en cierto modo ruidosa, noche. Las cuatro habitaciones que tía T. había preparado para nuestros invitados tenían las grandes puertas cerradas: una para el papá y la mamá, otras dos cerradas para los niños, y una fría alcoba que había al final del pasillo para la hermana soltera. Me detuve un momento frente a cada habitación y estuve atento a los reveladores cantos de la somnolencia, con la esperanza de llegar a conocer mejor las relaciones con mis parientes por sus ronquidos, silbidos y gruñidos entre sus respiraciones. Sin embargo no armaban mucho alboroto, apenas hacían algún ruido, a pesar de que se contestaban los unos a los otros y producían un sonido peculiar que parecía emitido por una misma cavidad. Se trataba de un jadeo extraño, procedente de la parte trasera de la garganta, la aspereza de un demonio tuberculoso. Habiendo asistido a una chismería de extrañas cacofonías la noche anterior, pronto abandoné mis indagaciones.
Pasé el día en la biblioteca, donde noté que las altas ventanas habían sido diseñadas para proporcionar la máxima luz natural posible con la que leer. Fuera como fuese, descorrí las cortinas y me quedé en las sombras para descubrir que la salida del sol no era tanto como se decía de ella. No me resultó fácil leer allí, pues tenía la sensación de que en cualquier momento oiría pasos extraños que bajaban la escalera de doble barandilla y cruzaban el tablero de ajedrez negro y blanco de mármol del vestíbulo/ para tomar posesión de la casa. Sin embargo, a pesar de mis temores y de mi creciente estado de incomodidad, la familia no llegó a aparecer.
Llegó el ocaso y aún no había rastro de mamá y papá, ni del hijo y la hija de ojos soñolientos, ni tampoco de la hermana recatada que comenta asombrada la inusual duración de su bonito sueño. Ni siquiera había ni rastro de tía T. Supongo que habían tenido suficiente con la noche anterior, y en todo caso no me importaba estar solo en la penumbra. Descolgué las cortinas de las tres ventanas que daban al oeste y vi que cada una de ellas bosquejaba la misma escena en el cielo, en mi Salón d’Automme privado.
No era un crepúsculo corriente. Como había estado sentado detrás de velados cortinajes durante todo el día, no me había dado cuenta de que se avecinaba una tormenta y de que gran parte del cielo se había convertido en la sombra exacta de los viejos trajes con armaduras que uno encuentra en los museos. Al mismo tiempo, unos fragmentos de resplandor se engarzaban en una disputa territorial con el recién llegado ónice de la tormenta. La luz y la oscuridad se entremezclaban por extraños caminos que iban hacia arriba y hacia abajo. Las sombras y los brillos del sol se confundían, y pasaban como un rayo por el paisaje con una impronta de resplandor y penumbra que no parecía ser de este mundo. Las nubes claras se plegaban entre las negras, en un terreno del cielo que no parecía ser el cielo de los hombres. Los árboles otoñales tomaron la apariencia de esculturas creadas en sueños, con sus troncos y ramas de color plomizo y con sus hojas de un rojo metálico, todos ellos encerrados en un momento infinito y ajeno a la vida que, en su singularidad, se encontraba fuera del tiempo. El lago gris rieló lentamente y cayó en un sueño inerte, mientras se daba codazos inconscientes contra su rompiente de piedra aletargada. Fue una escena de contradicción y ambivalencia, pero sobre todo de una bruma tragicómica. Una tierra de un crepúsculo perfecto.
Me encontraba en plena exaltación: finalmente el crepúsculo había llegado hasta la tierra, y hasta mí. No tenía otra alternativa, necesitaba huir e introducirme en aquella atmósfera enrarecida. Dejé la casa, me dirigí al lago y me quedé en la ladera de hierba espigada que llegaba hasta él. Levanté la mirada para clavarla en los tonos opuestos del cielo a través de los árboles. Me quedé con las manos en los bolsillos, sin tocar nada excepto con los ojos.
No pensé en volver a la casa hasta que transcurrió al menos una hora. Para entonces estaba oscuro, si bien no recuerdo el paso del ocaso a la noche, aunque esto podía deberse a que el ocaso carece de ostentosos finales. No se veían las estrellas. Algunas nubes de tormenta se habían aproximado y habían encapotado el cielo. Incluso empezaban a hacer tentativas de descargar unas gotas de lluvia. Retumbó un trueno y me vi forzado a volver a la casa, traicionado una vez más por la noche.
En el vestíbulo los llamé por sus nombres en tono interrogativo. «¿Tía T.? ¿Rops? ¿Gerald? ¿M. Duval? ¿Madame?». Pero todo seguía en silencio. ¿Dónde estaba todo el mundo?, me pregunté. No podían estar todavía dormidos. Pasé de habitación en habitación sin encontrar ningún signo de su presencia. El polvo de un día descansaba sobre todas las superficies. ¿Dónde estaban los sirvientes? Por fin abrí la doble puerta del comedor. ¿Había llegado tarde a la cena que tía T. había planeado en honor de los familiares que nos visitaban?
Eso parecía. Pero, si tía T. alguna vez me había dado a probar la fruta prohibida de carne y sangre, nunca lo había hecho directamente de las ramas, jamás había tomado la savia del mismo árbol de la vida. Sin embargo, allí todavía yacían esparcidos los restos de tales festines. Era el cuerpo destrozado de tía T., si bien apenas habían dejado suficiente carne en los huesos para identificarla. El grueso lino blanco estaba coagulado como una venda desenvuelta.
—¡Rops! —grité—. ¡Gerald, quien sea!
Aunque sabía que los sirvientes ya no se encontraban en la casa, y que estaba solo.
No completamente solo, desde luego. Lo cual enseguida se hizo patente en mi cerebro, que se sumergió en su modalidad de total oscuridad. Me encontraba en compañía de cinco figuras negras hincadas en las paredes y que pronto empezaron a deslizarse a lo largo de sus superficies. Una de ellas se separó y vino hacia mí, una masa sin peso que noté helada al tratar de expulsarla atravesándola con la mano derecha. Otra la siguió, descolgándose de la puerta en la que colgaba cabeza abajo. Una tercera dejó una marca blanquecina sobre el papel de la pared en el que estaba pegada como una babosa, al soltarse para disfrutar del ataque. Fue entonces cuando vino el resto; bajaron desde el techo, cayeron sobre mí, que en ese momento me movía torpemente en círculos y agitaba los brazos. Salí corriendo de la habitación, pero aquellas cosas me tenían rodeado. Dirigieron mi huida, primero hacia el vestíbulo, y después escaleras arriba. Al final me cercaron en una pequeña habitación, un diminuto lugar polvoriento en el que no había estado desde hacía años. Sobre las paredes había animales de colores que jugueteaban, osos azules y conejos amarillos. También había muebles en miniatura cubiertos con sábanas grisáceas. Me escondí detrás de los altos barrotes de una pequeña cuna de marfil, pero me encontraron y me encerraron. No lo hacían movidos por el hambre, ya que acababan de darse un festín. No los impulsaba el deseo de sangre de un asesino, dado que actuaban metódicamente y con cautela. Se trataba de una simple reunión familiar, un encuentro sentimental. Entonces comprendí cómo los Duval podían ser saris préjugé: ellos eran peores que yo. Yo, que no era más que un bastardo, un híbrido, un simple mulato del alma: ni un humano de sangre caliente ni un demonio empapado de sangre. Y ellos, en cambio, a pesar de venir de la parte del mapa que se llama Aix, eran la pura casta de la familia.
Y vaciaron mi cuerpo seco.
Cuando recobré la conciencia, todavía estaba oscuro y había una enorme cantidad de polvo en mi garganta. No era exactamente polvo, por supuesto, sino una extraña sequedad que nunca antes había experimentado. Y hubo otra experiencia nueva: hambre. Sentí como si hubiera un abismo de profundidad infinita dentro de mí, un gran abismo que necesitaba ser llenado, inundado con océanos de sangre. Ahora yo era uno de ellos, resucitado en el interior de una muerte hambrienta. Ahora sabía que me había convertido en todo lo que antes había evitado en mi imposible y blasfemo afán por no estar vivo ni muerto. En una amarillenta cosa voraz, en una bestia con un centenar de deseos de saciar su hambre, en el guardián de los cementerios.
Cada uno de los cinco había bebido de mi cuerpo por cinco fuentes diferentes. Sin embargo, las heridas ya casi estaban cerradas cuando me levanté en las tinieblas, debido a la milagrosa capacidad de cicatrización que tiene la muerte. Para entonces, todos los pisos de arriba estaban sumidos en las sombras y me encaminé hacia la luz que enmarcaba los peldaños más bajos. Un resplandor impresionante iluminó la barandilla de madera en lo alto de las escaleras, desde las que brotaba la oscuridad del segundo piso. Esta visión me inspiró un sentimiento profundo de emoción, para mí desconocido hasta ese momento: un sentimiento de pérdida, aunque una pérdida de algo a lo que no podía dar nombre, como si de alguna manera la privación hubiera ocupado mi futuro.
Mientras descendía las escaleras vi que ya estaban esperando para encontrarse conmigo, de pie en silencio sobre los cuadrados blancos y negros del vestíbulo. Papá de rey, mamá de reina, el niño de caballo, la niña como un pequeño y oscuro peón, la arrogante doncella de alfil, detrás de ellos. Y ahora tenían mi casa, mi castillo, para completar las piezas que faltaban en su lado del tablero, mientras que en el mío no había nada.
—Demonios —grité inclinándome con fuerza sobre la barandilla de la escalera—. Demonios —repetí, pero ellos se mantuvieron horriblemente serenos, quizá al no entender mi arrebato—. Diablos —reiteré en su propia jerga repulsiva.
Sin embargo, tampoco era el francés su verdadera lengua, como averigüé cuando empezaron a hablar entre ellos. Me cubrí los oídos para tratar de suavizar las voces. Tenían un lenguaje propio, un tipo de discurso bien preparado para unos órganos vocales que estaban muertos. Las palabras salían sin aliento, como vagos recitales en la parte trasera de su garganta, como resecas raspaduras en la puerta de un mausoleo. Jadeos áridos y secos gorjeos eran sus dialectos, unas entonaciones anodinas que resultaban especialmente molestas cuando emanaban de la boca de criaturas con forma humana. Si bien, lo peor de todo fue el darme cuenta de que entendía a la perfección lo que estaban diciendo.
El chico dio un paso hacia delante, Me señaló mientras miraba hacia atrás y le hablaba a su padre. Según aquel joven de ojos aunados y labios rosados, yo debía haber sufrido el mismo final que tía T. Con una paciencia autoritaria, el padre le dijo que yo estaba para servir como una especie de guía turística a través de aquella nueva y extraña tierra, para ser el nativo que pudiera mantenerlos a salvo de las dificultades en las que los visitantes, por ser extranjeros, algunas veces se ven envueltos. Además, concluyó grotescamente, yo era un miembro de la familia. El chico se había encolerizado y mostraba una caracterización de su padre increíblemente inmunda. Las cosas que dijo solo podían haber sido transmitidas a través de un excéntrico dialecto seco, un lenguaje que sugería y sabía representar con una repulsiva perfección sentimientos y relaciones de una naturaleza incomprensible, ajena a este mundo. Era un discurso propio del infierno y creado para tratar la cuestión del pecado.
Esto dio lugar a una disputa. La compostura del padre se convirtió en un arrebato demoníaco, y al final doblegó a su hijo con grotescas amenazas sin equivalente en el lenguaje de la malevolencia ordinaria. Después de que se le hiciera callar, el chico se volvió hacia su tía, aparentemente en busca de consuelo. Aquella mujer de mejillas de yeso y ojos hundidos tocó los hombros del chico y, con un solo dedo, lo atrajo hacia sí, guiando su cuerpo como si fuera un globo, sin peso, cual juguete. Hablaron en susurros rápidos, de un modo personal que daba a entender que existía entre ellos una antigua e inimaginable lealtad.
Excitada aparentemente por esta escena, la hija dio entonces un paso hacia delante y utilizó el mismo modo de dirigirse a los demás para captar mi atención. Su madre la contuvo abruptamente con una sola sílaba. Lo que ella llamaba su hija posiblemente podría imaginarse haciendo referencia a los más bajos sectores del mundo humano. Sus propias palabras, sus ahogados chirridos, traían consigo todas las armonías disonantes del otro mundo juntas. Cada articulación perversa era una escandalosa ópera del demonio, un coro que gritaba salmos de blasfemias intricadas y lujurias enigmáticas.
—No me convertiré en uno de vosotros —creí gritarles. Pero el sonido de mi voz era ya mucho más parecido al de ellos que las palabras con significado exactamente opuesto que pretendía pronunciar. De repente la familia dejó de pelearse. Mi cólera los había unido. Todas las bocas, rellenas de cualquier manera con apenas once dientes, como cementerios rurales atestados de losas destrozadas, se abrieron y sonrieron. Podían sentir que mi hambre se hacía más intensa, y ellos pudieron ver profundamente dentro de la polvorienta catacumba de mi garganta, que ansiaba a gritos ser ungida con sanguinolento alimento. Conocían mi debilidad.
Sí, podían quedarse en mi casa. (Estoy hambriento).
Sí, podía encargarme de los preparativos y de ese modo cubrir la desaparición de los sirvientes, para algo era un hombre rico que sabía lo que el dinero podía comprar. (Por favor, familiares míos, estoy hambriento).
Sí, su seguridad podía ser garantizada, y era perfectamente posible que obtuvieran un asilo permanente. (Por favor, estoy mortalmente hambriento).
Sí, sí, sí. Accedí a todo; me ocuparía de todas sus demandas. (¡Hasta la muerte!).
Pero primero les rogué, por el amor del cielo, que me dejaran salir y adentrarme en la noche.
La noche, la noche, la noche, la noche. La noche, la noche, la noche.
A partir de entonces el crepúsculo se ha convertido en una alarma, una alerta dañina que me despierta y me deja en una interminable vigilia. En mi nueva lengua hay un sonido para ese momento del día transitorio que precede a las horas de oscuridad. Es un sonido que agrupa curiosas sombras de emociones significativas y sombrías. Ninguna de esas emociones pertenece ya a mi concepto anterior de un paraíso abstracto: el jardín verdadero de encantos ultraterrenos. El nuevo crepúsculo es, en cambio, un ladrón de tumbas severo, clandestino y profanador; una campana que anuncia la muerte, un toque de difuntos para la vida, aquel que alza el telón; el hada que anuncia la muerte, la sirena, un aullido de mujer lobo. Ahora el antiguo crepúsculo está muerto. Incluso estoy aprendiendo a despreciarlo, de la misma manera que aprendo a amar mi vida eterna y mi muerte eterna. Con todo, no le desearía ningún mal al que intentara destrozar mi precaria inmortalidad, pues mi renacimiento me ha mostrado el tormento de los principios, y, por el contrario, la idea del final ha cobrado en mis pensamientos un significado de tranquilidad. Tampoco podría rebatir a quienes vengaran las almas desangradas de mi pasado o de mi futuro. Sí, de pasado o futuro. Principios y finales. En definitiva, ahora existe el tiempo, que se mide como un perpetuo día de fiesta que consiste solo en orgías de medianoche. Una vez tuve un mundo y una familia; ahora tengo otros nuevos. Una nueva vida, un mundo nuevo. Un mundo que no es ya aquel en el que podía contemplar lánguidamente los crepúsculos rosados, sino otro en el que tengo el deber de extraer ferozmente la sangre de un cuerpo repleto cada noche.
Noche tras noche… Noche tras noche…