Lo primero que aprendí es que nadie es capaz de anticipar la llegada del Teatro. Uno nunca diría, ni siquiera pensaría, «el Teatro nunca ha venido a esta ciudad, me parece que ya nos toca», ni quizá «no te sorprendas si aparece quien ya sabes, que hace años que no pasa por aquí». Incluso si la ciudad en la que uno vive es exactamente el tipo de sitio que gusta al Teatro, no hay base alguna para predecir su llegada. No se dan avisos, no hay fanfarrias para anunciar que está a punto de comenzar la temporada, o que otra temporada de esa clase estará pronto entre nosotros. Pero si una ciudad en particular posee lo que a veces se llama un «submundo artístico», y si uno está en contacto cercano con esta sociedad de artistas, tienes todas las papeletas para encontrarte entre los que se enteran de que las cosas ya se han puesto en marcha. Esto es todo a lo que puedes aspirar.
Durante un tiempo todo eran rumores, cuchicheos y sueños. Cualquiera que no apareciera durante unos días por los locales o librerías habituales, o que no acudiera a los acontecimientos artísticos más especiales, era sujeto de especulación. Pero la mayoría de la gente a la que me refiero lleva vidas de lo más inestables, incluso precarias. Cualquier de ellos podía hacer las maletas y desaparecer sin avisar absolutamente a nadie. Y casi todos los presuntos «desaparecidos» acababan siendo vistos antes o después. Una de estas personas era un cineasta cuyo cortometraje Infierno privado servía como objeto de debate en un festival local de una noche. Pero no se le vio por ninguna parte, ni durante el pase ni en la fiesta posterior. «Se ha ido con el Teatro», dijo alguien como si ya estuviera de vuelta de aquellas cosas, mientras otros sonreían y entrechocaban sus copas como irónico brindes de despedida.
Pero solo una semana después, el cineasta era visto en una de las filas traseras en un cine porno. Más tarde explicó su ausencia insistiendo en que había estado en el hospital después de que le diera una paliza una gente a la que había estado filmando, y a la que no le había hecho mucha gracia el asunto. Aquello sonaba plausible, dado el interés de aquel director. Pero por alguna razón nadie se tragó la historia del hospital, a pesar de las pruebas en forma de vendas que se veía obligado a llevar. «Tiene que ser el Teatro», argüía una mujer que siempre vestía en tonos púrpuras y que era una buena amiga del cineasta. «Cosa suya y cosa del Teatro», dijo, levantando dos dedos cruzados a la vista de todos.
¿Pero qué se quería decir con «cosa del Teatro»? Aquella era una expresión que había oído decir a varias personas, no todas ellas artistas del tipo pretencioso o dramático. Desde luego, no faltan anécdotas que han circulado de un lado a otro tratando de explicar la naturaleza y funcionamiento de esta «troupe cruel», un epíteto empleado por aquellos demasiado supersticiosos para llamar al Teatro Grottesco por su nombre. Pero otra cosa muy distinta es hacer encajar todas esas historias en un informe coherente, por no hablar de fiel a la verdad.
Por ejemplo, la mujer de púrpura a la que mencioné antes nos tuvo hechizados toda una noche con una historia sobre el compañero de piso de su prima, un autodenominado «artista visceral» que trabaja como reponedor nocturno en una cadena de supermercados de los suburbios. En una mañana de diciembre, más o menos una hora antes del amanecer, el chico salió del trabajo y comenzó la caminata de vuelta a casa atravesando una angosta callejuela que daba durante varias manzanas a la parte trasera de algunas tiendas y negocios de la calle principal de aquel barrio. Durante la noche había caído una ligera nevada, que había cuajado de forma regular sobre el pavimento del callejón y que reflejaba una luna llena que parecía flotar justo a la salida de la vía. El chico vio una figura a lo lejos, y algo en aquella visión en la mañana invernal le hizo detenerse un momento y quedarse mirándola. Aunque tenía buen ojo para juzgar tamaños y perspectivas, encontró intensamente inquietante aquella silueta humana recortada contra el callejón. No era capaz de determinar si era alta o baja, o si se movía (ya fuera hacia él o alejándose) o estaba quieta. Entonces, en un instante de fabulosa alucinación, la figura apareció junto a él en medio de la calle.
La luz de la luna iluminó al hombrecillo, que estaba totalmente desnudo y que tenía extendidas las manos, como si tratara de agarrar un objeto justo fuera de su alcance. Pero el artista vio que en aquellas manos había algo raro. Mientras que el cuerpo del hombrecillo era pálido, las manos eran oscuras, y demasiado grandes para los brazos diminutos a los que estaban pegadas. Al principio el chico creyó que el otro llevaba unos guantes sin dedos demasiado grandes. Las manos parecían cubiertas por alguna clase de pelusa, al igual que la callejuela en la que se encontraban estaba cubierta por la capa de nieve que había caído durante la noche. Aquellas manos parecían blandas y poco definidas, como la nieve, salvo porque la nieve era blanca y las manos negras.
A la luz de la luna, el artista logró ver que los guantes de aquel hombrecillo eran en realidad algo similar a las zarpas de un animal. Casi tenía sentido que hubiera pensado que aquellas manos eran en realidad zarpas que daban la impresión de ser guantes negros. Entonces cada una de las zarpas se separó en dedos largos y delgados que se agitaron confusos a la luz de la luna. Pero no podían ser los dedos de una mano, porque había demasiados. Y las manos no eran zarpas, y estas en realidad no eran guantes. Y durante todo aquel tiempo el hombrecillo se hacía cada vez más pequeño a la luz de luna de la callejuela, como si se estuviera alejando mucho del chico, que estaba hipnotizado por aquella visión. Al fin, habló una voz que el artista apenas pudo escuchar, y que le dijo: «No puedo seguir manteniéndolos alejados de mí, me hago cada vez más pequeño y débil». Estas palabras convirtieron de repente aquel escenario invernal y matutino en algo que era excesivo incluso para el presunto «artista visceral».
En el bolsillo de su abrigo llevaba la herramienta que usaba para abrir las cajas en el supermercado. En el pasado ya había cortado carne, y con la luz de la luna resplandeciendo sobre la nieve del callejón, dio algunos tajos que convirtieron en rojo aquel mundo blanco. Dadas las circunstancias, lo que había hecho le parecía a él perfectamente justificado, incluso misericordioso. Aquel hombre se estaba haciendo tan pequeño…
Después el chico corrió por la callejuela sin detenerse hasta llegar a la casa de alquiler en la que vivía con su compañera de piso. Fue ella la que telefoneó a la policía, diciendo que había un cuerpo tirado en la nieve en tal y tal lugar, y después colgó sin dar su nombre. Durante días, semanas, el artista y su compañera de piso revisaron el periódico local buscando alguna noticia acerca de aquella cosa extraordinaria que la policía tenía que haber encontrado en el callejón. No apareció nada.
—Ya veis cómo se silencian estos incidentes —nos había susurrado la mujer de púrpura—. La policía sabe lo que está pasando. Hay incluso una policía especial para encargarse de estos asuntos. Pero nada se hace público, no se interroga a nadie. Y sin embargo, después de aquella mañana en el callejón, mi prima y su compañero de piso quedaron bajo vigilancia, y unos coches sin marcar los seguían a todas partes. Porque estos policías especiales saben que es a los artistas, o a las personas con una gran inclinación artística, a las que se acerca el Teatro. Y saben a quién tienen que vigilar después de que haya sucedido algo. Se dice que estos policías pueden estar conchabados con las actuaciones de esta «compañía de pesadillas».
Pero ninguno nos creímos ni una palabra de aquella anécdota del Teatro contada por la mujer de púrpura, como ninguno nos creíamos que su amigo, el cineasta, cuando negó todas las insinuaciones que lo relacionaban con el Teatro. Por una parte, nuestra imaginación estaba del lado de aquella mujer cuando nos aseguró que su amigo, el creador del corto Infierno privado, estaba asociado de algún modo con el Teatro; por la otra, teníamos dudas y nos burlábamos de la historia de su prima y de su compañero, el presunto artista visceral y su encuentro en el callejón nevado.
Esta reacción dividida no era tan natural como parecía. Daba igual que el caso del cineasta fuera más creíble que el del artista visceral, aunque solo fuera porque la primera historia carecía de los detalles extravagantes que lastraban a la segunda. Hasta entonces habíamos paladeado sin mucho espíritu crítico todo lo que oíamos acerca del Teatro, por extrañas que pudieran ser estas historias, y por mucho que se opusieran estas a una verdad verificable, o incluso a una explicación coherente del fenómeno. Como artistas sospechábamos que nos venía bien llenarnos la cabeza con toda esta clase de locuras acerca del Teatro. Incluso yo, escritor de prosas nihilistas, saboreaba la inconsistencia y el exuberante absurdo de lo que me decían en la mesa de una tranquila biblioteca, o en un ruidoso local. En una palabra, me refocilaba en la irrealidad de las historias del Teatro. Cualquier verdad que pudieran contener era inmaterial. Y nunca nos cuestionábamos ninguna de ellas hasta que la mujer de púrpura nos relató el episodio del artista visceral y el hombrecillo del callejón.
Pero aquella novedosa descreencia no estaba en absoluto inspirada por nuestro sentido de la razón o de la realidad. De hecho, su única base estaba en el miedo; la alimentaba la voluntad de negar lo que uno teme. Nadie renuncia a algo hasta que esto se vuelve contra él, ya se trate de algo real o irreal. En cierto modo, todo aquel asunto del Teatro había conseguido hacer mella en nuestros nervios; se había quebrado el equilibrio entre una locura que nos embriagaba y otra que comenzaba a amenazar nuestras mentes. Por lo que respectaba a la mujer que siempre se vestía con tonos púrpuras… la evitamos. Hubiera sido algo típico del Teatro, dijo alguien, usar a una persona de ese modo para lograr sus propósitos.
Quizá nuestro juicio acerca de la mujer de púrpura fuera injusto. Sin duda sus teorías concernientes al «acercamiento del Teatro» nos ponían a todos nerviosos. ¿Pero era esta razón suficiente para expulsarla de aquel submundo artístico que era la única sociedad a la que tenía acceso? Como muchas otras sociedades, por supuesto, la nuestra estaba cimentada en una temerosa superstición, y aquello siempre era razón suficiente para cualquier clase de comportamiento. Ella se había visto permanentemente estigmatizada por asociarse demasiado con algo en esencia impuro. Porque incluso después de ser desacreditadas sus teorías por una nueva historia del Teatro, su posición no mejoró.
Ahora me refiero a una historia que circulaba y en la que un artista no era contactado por el Teatro, sino que era él quien daba un paso hacia la compañía, como si actuara bajo el impulso de una voluntad soberana.
El artista en este caso era un fotógrafo del tipo «soy una cámara». Era un espécimen estudiadamente exangüe que muy a menudo, y sin motivo aparente, comenzaba a mirar a alguien sin parar hasta que esa persona reaccionaba de alguna manera, normalmente huyendo de la escena, pero en ocasiones asaltando al fotógrafo, que invariablemente presentaba denuncia. Por tanto, no resultaba del todo sorprendente enterarnos de que había intentado lograr los servicios del Teatro del modo en que lo hizo, pues creía que aquella troupe cruel podía ser contratada para, en palabras del fotógrafo, «destruir por completo a alguien». Y aquel a quien quería desintegrar era su casero, un hombre pequeño y bigotudo de cabello en retirada que, después de que el fotógrafo abandonara el apartamento, se negó a devolverle el dinero de la fianza, quizá con un buen motivo o quizá no.
En cualquier caso el fotógrafo, cuyo nombre por cierto era Spence, realizó pesquisas acerca del Teatro a lo largo de varios meses. Siguiendo la pista a cualquier información, por pequeña, sospechosa u oscura que fuera, el tenaz Spence llegó al fin al distrito comercial de un viejo suburbio donde había un edificio de dos plantas que alquilaba espacio a diversas personas y negocios, entre ellos un pequeño videoclub, un dentista y, tal y como se deletreaba en el directorio del edificio, el Teatro Grottesco. Al fondo de la planta baja, directamente debajo de un estudio de danza, había un pequeño grupo de oficinas cuyas puertas de cristal mostraban unos rótulos estarcidos que rezaban «T. G. VENTURES». Sentada detrás del escritorio de la zona de recepción, detrás de la puerta de cristal, había una joven de largo pelo moreno y gafas de montura negra. Estaba totalmente absorta en la escritura de algo en una pequeña tarjeta en blanco, una entre muchas otras dispersas sobre la mesa. Por el modo en que Spence lo contó, no se vio afectado por aquella fachada que parecía sugerir que el Teatro, o Teatro, no era lo que él pensaba que era. Entró en el área de recepción del despacho, se acercó al escritorio de la joven y se presentó con su nombre y su profesión, al creer importante comunicar cuanto antes su identidad como artista, o al menos dar a entender del mejor modo posible que se trataba de un fotógrafo de gran calado artístico, lo que sin duda era. Cuando la mujer se ajustó las gafas y preguntó: «¿En qué puedo ayudarlo?», el fotógrafo Spence se inclinó hacia ella y susurró: «Me gustaría contratar los servicios del Teatro». Cuando la recepcionista le preguntó lo que tenía planeado, el fotógrafo respondió: «Destruir por completo a alguien». La joven no mostró el menor azoro ante aquella declaración, según Spence, sino que comenzó a reunir con calma las tarjetas dispersas por su escritorio mientras le explicaba que T. G. Ventures era, según sus palabras, un «servicio de entretenimiento». Después de colocar las pequeñas tarjetas en blanco a un lado, sacó de su mesa un folleto plegado que resumía la naturaleza del negocio, y que incluía payasos, magos y actuaciones novedosas para una variedad de ocasiones, siendo la especialidad las fiestas infantiles.
Mientras Spence estudiaba el folleto, la recepcionista se sentaba plácidamente con las manos plegadas, y lo contemplaba desde los marcos negros de sus gafas. La luz en aquella oficina suburbana era fuerte, pero no áspera; las paredes pálidas estaban increíblemente limpias y la moqueta, según la descripción de Spence, era sospechosamente nueva y mostraba el púrpura exacto de los nabos. El fotógrafo aseguraba que se sintió como si se encontrara sobre un espejismo. «Esto no es más que una fachada», dijo al fin Spence, tirando el folleto sobre la mesa de la recepcionista. Pero la joven se limitó a recogerlo y devolverlo al cajón de donde había salido. «¿Qué hay detrás de esa puerta?», demandó Spence, señalando al otro lado de la sala. Y justo mientras indicaba hacia esa puerta, desde detrás de la misma llegó un sonido, un temblor breve, como si algo pesado acabara de caerse al suelo. «Las clases de danza», dijo la recepcionista, señalando con el índice derecho hacia el techo. «Quizá», concedió Spence, pero aseguró que aquel sonido que oyó, al que atribuyó una «resonancia abismal», le provocó una repentina sensación de pánico. Trató de no moverse del sitio en el que estaba, pero su cuerpo se veía asaltado por el impulso de dejar aquel lugar. Se giró y vio su propio reflejo en la puerta de cristal. La recepcionista lo observaba desde detrás de las lentes de sus gafas de pasta negra, y el rótulo estarcido en la puerta estaba al revés, como si lo viera en un espejo. Unos pocos segundos después, Spence estaba en el exterior del edificio de aquel viejo suburbio. Asegura que durante todo el camino a casa el corazón le latió desbocado.
Al día siguiente, Spence se acercó a la oficina de su casero, un despacho diminuto en un decrépito edificio del centro. Como había renunciado al Teatro, tendría que encargarse a su modo de aquel hombre que se negaba a devolverle el dinero de la fianza. La estrategia del fotógrafo era plantarse en el despacho y someterlo con su inquietante mirada. Tras llegar al lugar alquilado, en la sexta planta de lo que era un edificio absolutamente deprimente, Spence se vio sentado en una silla, mirando sobre un escritorio sucio a un hombre pequeño, con bigote y casi calvo. Pero aquel tipo apenas le devolvía la mirada. Para empeorar las cosas, el casero (cuyo nombre era Hermann Zick) se inclinaba con frecuencia hacia Spence y le decía en voz baja: «Todo es perfectamente legal, ¿sabe?». Entonces Spence retomaba su mirada asesina, que para su frustración resultó ineficaz contra aquel tal Zick, que por supuesto no era un artista, ni siquiera tenía inquietudes al respecto, como la mayoría de las víctimas del fotógrafo. Así que la batalla se prolongó durante casi una hora, y el casero no dejaba de decir «todo es perfectamente legal», y Spence trataba de captar la mirada de aquel hombre al que quería destruir por completo.
Fue Spence el primero en perder el control. Saltó de la mesa en la que se sentaba y comenzó a gritarle incoherencias al casero. Entonces Zick maniobró rápidamente alrededor del escritorio y expulsó físicamente al fotógrafo de aquel despacho diminuto, echándolo al pasillo. Spence dice que solo llevaba un segundo o dos en el pasillo cuando se abrieron las puertas del ascensor que estaba directamente enfrente de aquel despacho de la sexta planta. De la cabina salió un hombre de mediana edad con un traje negro y gafas de pasta también negra. Tenía una barba bien arreglada que, observó Spence, estaba ligeramente salpicada de gris. En la mano izquierda el caballero aferraba una bolsa marrón arrugada, que llevaba un poco apartada de su cuerpo. Se dirigió a la puerta del despacho del casero y, con la mano derecha, tomó el picaporte negro y redondo, girándolo varias veces a un lado y a otro. Se produjo un chasquido fuerte que resonó en el pasillo de aquel viejo edificio. El caballero giró la cabeza y miró a Spence por primera vez, sonriendo brevemente antes de entrar en la oficina de Hermann Zick.
De nuevo experimentó el fotógrafo aquel sentimiento de pánico que había sufrido el día anterior, al visitar las oficinas suburbanas de TG Ventures. Pulsó el botón de bajada del ascensor y, mientras esperaba, prestó atención al despacho del casero. Lo que oyó, asegura Spence, fue aquel sonido terrible que lo había hecho salir corriendo a la calle, huyendo de TG Ventures, aquella «resonancia abismal», tal y como la definía él. De repente, el caballero de la barba arreglada y las gafas de montura negra salió del pequeño despacho. La puerta del ascensor acababa de abrirse, y el hombre pasó por delante de Spence para entrar en la cabina vacía. El propio fotógrafo no entró sino que se quedó esperando, contemplando impotente a aquel hombre, que seguía sosteniendo la bolsa arrugada. Una fracción de segundo antes de que las hojas del ascensor se cerraran, el caballero miró directamente a Spence y le guiñó un ojo. Asegura el fotógrafo que aquel guiñó, ejecutado desde detrás de unas gafas de pasta negra, hizo un sonido mecánico que resonó en aquel oscuro pasillo. Antes de salir del edificio en ruinas, tras bajar por las escaleras y no con el ascensor, intentó abrir la puerta del despacho de su casero. La encontró sin la llave echada, y entró con cautela. Pero no había nadie al otro lado.
La conclusión de la aventura del fotógrafo tuvo lugar una semana después. A su buzón llegó por correo ordinario un pequeño sobre cuadrado sin remitente. Dentro había una fotografía, que llevó a la Biblioteca Des Esseintes, una librería donde varios de nosotros hacíamos lecturas nocturnas de nuestros más recientes esfuerzos literarios. Varios miembros del submundo artístico local, yo incluido, vimos la fotografía y oímos el relato frenético que Spence nos ofreció respecto a sus circunstancias. La fotografía mostraba al propio Spence mirando con aire lúgubre a la cámara, una imagen que aparentemente había sido tomada desde el interior de un ascensor, ya que en el borde derecho de la fotografía se podía ver en parte un panel con botones numerados. «No vio ninguna cámara», no dejaba de repetir Spence. «Pero aquel guiño que me hizo… y lo que está escrito en el dorso de esta cosa…». Spence giró la fotografía y leyó la siguiente inscripción manuscrita: «Ese hombrecillo es ahora mucho más pequeño. Pronto sabrá de las blandas y negras estrellas. Y el pago ya se retrasa». Alguien le preguntó entonces qué tenían que decir de todo aquello en las oficinas de TG Ventures, pero el fotógrafo sacudió lentamente la cabeza, en exasperada negación. «Ya no está allí», dijo una y otra vez. Con mi única excepción, aquella noche en la Biblioteca Des Esseintes fue la última vez que nadie vio al señor Spence.
Después de que el fotógrafo dejara de aparecer en los puntos de reunión habituales y en los acontecimientos artísticos, no surgieron ingeniosos comentarios acerca de que «se había ido con el Teatro». Todos habíamos superado ya aquella fase. Yo me sentí perversamente orgulloso de notar que se había empezado a desarrollar una madurez filosófica en aquel submundo artístico del que era parte. No hay nada como el miedo para complicar la propia consciencia, induciendo niveles de reflexión previamente desconocidos. Sometido a esa tensión mental comencé a organizar mis propios pensamientos y observaciones acerca del Teatro, en concreto acerca de aquel fenómeno relacionado con los artistas que parecían ser su único objeto de atención.
Ya se dirigiera el Teatro al artista, o tuviera este la iniciativa de dar el primer paso, el efecto parecía el mismo: el final de la obra de ese creador. Yo mismo verifiqué este hecho en la medida en que pude. El cineasta cuyo cortometraje Infierno privado muchos de nosotros admirábamos se había convertido con dedicación exclusiva, según todos los indicios, en un distribuidor de vídeos pornográficos, ninguno de ellos producido por él. Aquel presunto artista visceral había anunciado públicamente el fin de aquellas proezas que le habían reportado una modesta reputación entre ciertos sectores. Según su compañera de piso, la prima de la mujer de púrpura, ahora era el encargado del supermercado en el que antes había trabajado como reponedor. Por lo que respectaba a la propia mujer de púrpura, que nunca había sido muy alabada como artista y cuyo renombre comenzó y terminó de hecho con la fase «maqueta de cajetillas de tabaco» de su carrera, ahora era agente inmobiliaria, una profesión en la que estaba teniendo bastante éxito. Aquel plantel de ex artistas podía extenderse considerablemente, no me cabe la menor duda. Pero para los propósitos de este informe o confesión (o como prefieras llamarlo), debo terminar mi lista de antiguos artistas conmigo mismo, mientras trato de explicar el modo en que el Teatro Grottesco puede transformar a un escritor de prosa nihilista en un ser no artístico, o más específicamente, un ser posartístico.
Fue después de la desaparición del fotógrafo Spence que mis intuiciones acerca del Teatro comenzaron a cristalizar y a volverse pensamientos explícitos, un proceso indeciso pero del que soy sujeto inevitable como escritor de prosa. Hasta aquel punto en el tiempo, todo el mundo asumía tácitamente que había una intimidad «de casta» entre el Teatro y los artistas que se acercaban a la institución o que eran abordados por aquella troupe cruel tras alguna obertura, como en el caso de Spence, o quizá por gestos más sutiles, quizá puramente noéticos (me niego a escribir «inconscientes», aunque otros podrían discutirme esta reserva intelectual). Muchos de nosotros hablamos incluso del Teatro como una manifestación del súper arte, un término que siempre dejábamos convenientemente nebuloso. Sin embargo, tras la desaparición del fotógrafo, todo el saber que había reunido acerca del Teatro, fragmentario como era, quedó configurado en un patrón completamente nuevo. Quiero decir que ya no consideraba posible que el Teatro estuviese relacionado en modo alguno con un súper arte, o con ningún arte de ninguna clase, sino más bien todo lo contrario. Para mí el Teatro era, y es, un fenómeno intensamente destructivo de todos los artistas, e incluso de personas con una fuerte inclinación artística. No tengo ni idea de si esta fuerza destructiva es una materia de intención o un epifenómeno de algún diseño no relacionado, o quizá mayor; tampoco sé si existe siquiera en el Teatro nada que se acerque a la intención o al diseño, o al menos no soy capaz de pensar en todo esto con términos comprensibles. En cualquier caso, estoy convencido de que para un artista que se encuentra con el Teatro solo hay una posible consecuencia: el final de su obra. Es extraño, pues, que sabiendo esto actuara de todos modos como lo hice.
No sabría decir si fui yo quien buscó al Teatro o viceversa, como si esta estupidez marcara alguna diferencia. Lo importante es que, desde el momento en que percibí al Teatro como un fenómeno profundamente anti artístico, concebí la ambición de convertir mi forma de expresión artística, con lo que me refiero a mis escritos de prosa nihilista, en un fenómeno antiteatro. Para lograrlo, por supuesto, necesitaba un conocimiento penetrante del Teatro Grottesco, o de algún aspecto significativo de esa troupe cruel, un entendimiento de una variedad profundamente sutil, aun onírica, acerca de su naturaleza y funcionamiento.
El fotógrafo Spence había hecho un gran avance visionario al intuir que la naturaleza del Teatro era actuar sobre su petición de destruir completamente a alguien (aunque el significado exacto de la frase «pronto sabrá de las blandas y negras estrellas» en referencia al casero de Spence se nos dio a conocer a ambos solo un tiempo después). Comprendí que yo necesitaba realizar un salto de pensamiento similar en mi propia mente. Aunque ya había percibido al Teatro como un fenómeno profundamente antiartístico, aún no estaba para nada seguro de qué constituía un fenómeno antiteatro, ni tenía la menor idea de cómo poner mis propios escritos al servicio de este propósito.
Por tanto, durante varios días medité acerca de estas cuestiones. Como era habitual, las exigencias psíquicas de esta meditación se cobraron un gran precio en mis procesos corporales, y en mi estado debilitado contraje un virus, específicamente un virus intestinal, que me confinó a mi pequeño apartamento durante una semana. A pesar de todo, fue durante este periodo que comenzaron a encajar las cosas respecto al Teatro y a la comprensión que necesitaba para oponerme a aquella compañía de pesadillas de un modo más o menos eficaz.
El sufrir los días y noches de una enfermedad, especialmente de un virus intestinal, lo hace a uno muy consciente de ciertas realidades, así como altamente sensible a las funciones de esas realidades, que de otro modo no suelen ser sujeto de una atención o meditación prolongadas. Tras recuperarse de un virus así, la conciencia de estas realidades y de sus funciones necesariamente se desdibuja, de modo que el antiguo enfermo puede reanudar sus actividades y no llegar a la demencia o al suicidio por la aguda consciencia de estos desagradables hechos de la existencia. Mediante la iluminación de la analogía, comprendí que el Teatro operaba de un modo muy similar al mal que acababa de sufrir, con la consecuencia de que la persona expuesta a la enfermedad del Teatro se hace extremadamente consciente de ciertas realidades y de sus funciones, por supuesto muy distintas de las realidades y funciones de un virus intestinal. Sin embargo, el virus intestinal termina sucumbiendo antes o después, en una persona razonablemente sana, ante la formación de anticuerpos (o algo de esa clase). Pero la enfermedad del Teatro, ahora lo comprendo, era una enfermedad para la que los sistemas de las personas (es decir, de los artistas) atacados nunca habían creado agentes defensivos, o anticuerpos. Un encuentro con cualquier enfermedad, incluido el virus intestinal, sirve para alterar la mente de una persona, haciéndola intensamente consciente de ciertas realidades, pero esta mente no puede permanecer alterada una vez el encuentro ha terminado, o esa persona nunca será capaz de desarrollar su vida tal y como lo había hecho hasta entonces. En contraste, un encuentro con el Teatro parece quedarse dentro del propio sistema y alterar la mente de una persona de forma permanente. Para el artista, el resultado no es ni la demencia ni el suicidio (como podría ser el caso de alguien con una permanente conciencia de un virus intestinal), sino el fin absoluto de la obra de dicho artista. La sencilla razón de este efecto es que no hay anticuerpos para la enfermedad del Teatro, y por tanto no hay alivio de la conciencia de las realidades cuando un artista se ve sometido a un encuentro con esta entidad.
Tras realizar estos progresos en mi contemplación del Teatro (de modo que pudiera descubrir su naturaleza o esencia y por tanto convertir mis escritos en un fenómeno antiteatro) descubrí que no podía seguir avanzando. Por mucho seso y meditación que dedicara al asunto, no ganaba una sensación definida de haberme revelado las verdaderas realidades y funciones que el Teatro comunicaba a un artista, y el modo en que esta comunicación ponía fin a la obra de dicho artista. Por supuesto, podía imaginar vagamente la especie de conciencia que podría hacer a un creador incapaz de producir ningún tipo de esfuerzo artístico. De hecho llegué a una detallada y perturbadora idea de lo que sería dicha conciencia, una «conciencia mundial», como yo la concebía. Pero no creí haber penetrado el misterio de la «cosa del Teatro». Y el único modo de saber acerca del Teatro parecía ser tener un encuentro con él. Tal encuentro se habría producido en mi caso en cualquier caso como resultado del descubrimiento de que mis escritos se habían convertido en un fenómeno antiteatro: aquello constituía un acercamiento de la clase más escandalosa para aquella compañía de pesadillas, lo que forzaría un encuentro con todas sus realidades y funciones. Así que no era necesario, en aquel punto de mi plan, haber tenido éxito en transformar mi prosa en un fenómeno antiteatro. Simplemente tenía que hacer saber, falsamente, que así era.
En cuanto me hube recuperado lo bastante de mi virus intestinal empecé a hacer correr la noticia. Cada vez que me encontraba entre otros miembros del así llamado submundo artístico de esta ciudad, presumía de que había logrado una conciencia más intensa de las realidades y funciones del Teatro, y que en vez de acabar conmigo como artista, había usado esa misma comprensión como inspiración para una serie de breves obras en prosa. Expliqué a mis colegas que para meramente existir (por no hablar de crear obras artísticas) teníamos que impedir que determinadas cosas abrumaran nuestras mentes. Sin embargo, continuaba, para impedir que estas cosas, como las realidades de un virus intestinal, abrumaran nuestras mentes, tratábamos de negarles voz alguna, ni dentro de nuestra cabeza ni, por supuesto, de forma clara y precisa en una obra de arte. La voz de la locura, por ejemplo, es apenas un susurro en la historia balbuciente del arte porque sus mismas realidades son demasiado enloquecedoras como para hablar mucho tiempo de ellas… y las del Teatro no tenían voz alguna, dada su naturaleza imponderablemente grotesca. Además, decía, el Teatro no solo propagaba una intensa conciencia de tales cosas, de estas realidades y funciones de realidades, sino que era idéntico a ellas. Y yo, baladroneaba, había permitido que mi mente fuera abrumada por toda suerte de informaciones acerca del Teatro, al tiempo que lograba usar esta experiencia como material para mis escritos. «Esto», prácticamente grité un día en la Biblioteca Des Esseintes, «es el súper arte». Entonces prometí que, en dos días, haría una lectura de mis piezas cortas.
A pesar de todo, mientras nos sentábamos alrededor de un viejo mueble en una esquina de la Biblioteca Des Esseintes, algunos refutaron mis argumentos y afirmaciones acerca del Teatro. Un colega escritor, poeta, habló con aspereza a través de una nube de humo de cigarrillo, diciéndome: «Nadie sabe de qué va todo eso del Teatro. No estoy muy seguro de creer en ello». Pero le respondí que Spence sí que sabía de qué iba todo. «¡Spence!», dijo una mujer con un tono de exagerado disgusto (en el pasado había vivido con él, y también era fotógrafa). «Últimamente no es que hable mucho con nosotros, y mucho menos del Teatro». Pero le respondí que, como la mujer de púrpura y los otros, Spence había sido abrumado por su encuentro con el Teatro, y que su impulso artístico había sido por tanto totalmente destruido. «Y tu impulso artístico sigue intacto», dijo ella con sarcasmo. Le respondí que sí, que así era, y que en dos días se lo demostraría leyendo una serie de obras en prosa que demostraban el conocimiento de las experiencias más insoportablemente grotescas y les daba voz. «Eso es porque no tienes ni idea de lo que estás hablando», dijo otro, y casi todos apoyaron el comentario. Les pedí que fueran pacientes, que esperaran y vieran lo que mis escritos les revelarían. «¿Revelar?», preguntó el poeta. «Qué coño, nadie sabe siquiera por qué se llama Teatro Grottesco». Yo no tenía respuesta para eso, pero les repetí que comprenderían mucho más acerca del Teatro en pocos días, pues pensaba que en ese periodo habría triunfado o fracasado en mi intento de provocar un encuentro con el Teatro, y que el asunto de mi inexistente obra anti-Teatro no tendría la menor importancia.
Al día siguiente, sin embargo, me derrumbé en la Biblioteca Des Esseintes durante una conversación con una congregación diferente de artistas y personas de gran inclinación artística. Aunque los síntomas de mi virus intestinal nunca habían llegado a desaparecer del todo, no esperaba desplomarme del modo en que lo hice, y así descubrí que lo que había creído un virus intestinal era en realidad algo mucho más grave. Como consecuencia de la caída, mi cuerpo inconsciente terminó en la sala de urgencias de un hospital cercano, la clase de lugar donde los que bordeamos la indigencia como yo siempre terminamos: un hospital de barrio bajo con instalaciones anticuadas y una plantilla de sonámbulos.
Cuando volví a abrir los ojos ya era de noche. La cama en la que habían puesto mi cuerpo estaba junto a una alta ventana que reflejaba la débil luz fluorescente fija a la pared sobre mi cama, lo que creaba un reflejo en los cristales que no me permitían ver lo que había fuera, sino solo una imagen fracturada de mí mismo y de la sala que me rodeaba. Había una larga hilera de estas ventanas altas, y otras camas en aquel pabellón, todas ocupadas por un cuerpo que, como el mío, estaba dañado de algún modo y que por tanto había sido confinado en aquel hospitalucho.
No sentía para nada el dolor extraordinario que me había hecho derrumbarme en la Biblioteca Des Esseintes. En aquel momento, de hecho, no podía sentir ninguna de las experiencias de mi pasado. Parecía como si siempre hubiera sido un ocupante de aquel oscuro pabellón del hospital, y como si siempre fuera a serlo. Aquella sensación de extrañamiento tanto de mí mismo como de todo lo demás me hizo terriblemente difícil el permanecer en la cama de hospital en la que me habían puesto. Al mismo tiempo me sentía inquieto por cualquier movimiento que me alejara de aquella cama, especialmente por los que me acercaran al umbral abierto que conducía al pasillo en penumbra de aquel hospital. Hallando un compromiso entre mi impulso de salir de la cama y mi miedo por alejarme de ella y acercarme a aquel corredor, me situé de modo que estuviera sentado en el borde del colchón, rozando apenas con los pies desnudos el frío suelo de linóleo. Llevaba sentado en el borde de aquel colchón ya un buen rato cuando oí una voz procedente del pasillo.
La voz procedía del sistema de megafonía, pero no era especialmente fuerte. De hecho, tuve que esforzarme durante varios minutos simplemente para discernir sus cualidades peculiares y descifrar lo que decía. Sonaba como la voz de un niño, una voz cantarína llena de provocaciones y diabluras. Una y otra vez repetía la misma frase: «Llamando al doctor Groddeck, llamando al doctor Groddeck». Sonaba increíblemente hueca y distante, enmarañada por toda clase de interferencias. «Llamando al doctor Groddeck», reía desde el otro lado del mundo.
Me levanté y me acerqué lentamente al umbral que salía al corredor. Pero aun después de cruzar la sala con los pies descalzos y llegar hasta el umbral, aquella voz de niño no pareció hacerse más fuerte o clara. Incluso cuando al fin entré en aquel pasillo en penumbra, con sus anticuados apliques de luz, la voz que llamaba al doctor Groddeck seguía sonando igual de hueca y distante. Y ahora era como si me hallara en un sueño en el que caminaba descalzo por el corredor de un hospital de mala muerte, oyendo una voz enloquecida que parecía eludirme a medida que iba recorriendo el pasillo y los innumerables pabellones llenos de cuerpos maltrechos. Pero entonces la voz murió, llamando al doctor Groddeck una última vez antes de disiparse como el último eco en un pozo profundo. En el mismo momento en que la voz terminó con sus gritos huecos, me detuve en algún lugar cercano al final de aquel oscuro pasillo. En la ausencia de la voz traviesa fui capaz de oír algo más, un sonido similar al de una risa queda y jadeante. Procedía de la sala que tenía delante, en el lado derecho del corredor. A medida que me acercaba a ella, vi una placa de metal atornillada a la pared, a la altura de los ojos, y las palabras que mostraba eran estas: «Dr. T. Groddeck».
Una luz extrañamente resplandeciente emanaba de la sala desde la que procedía aquella risa sorda y continua. Asomé un momento la cabeza y vi que la risa procedía de un viejo caballero sentado detrás de una mesa, mientras que el extraño fulgor lo provocaba un gran objeto globular situado sobre la mesa, directamente enfrente de él. La luz de aquel objeto (parecía un globo de cristal sólido) brillaba sobre el rostro del hombre, que tenía una expresión demente, con una barba bien arreglada de un blanco puro y unos anteojos con delgadas lentes rectangulares que descansaban sobre el puente de una nariz esbelta. Cuando me asomé dentro del despacho, los ojos del doctor Groddeck no se fijaron en mí, sino que continuaron contemplando aquel extraño globo resplandeciente y las cosas que contenía.
¿Qué eran aquellas cosas que veía el doctor Groddeck? A mí me parecían diminutas flores con forma de estrella dispersas uniformemente por todo el volumen, los típicos elementos que prestan una falsa apariencia artística a un pisapapeles vulgar. Salvo que aquellas flores, aquellos crisantemos arácnidos, eran de un color negro puro. Además, no parecían estar firmemente fijados a la esfera resplandeciente, como uno esperaría, sino que parecían flotar en su posición, temblando su estallido de pétalos como unos tentáculos. El doctor Groddeck parecía deleitarse en los sutiles movimientos de aquellos apéndices negros. Tras los anteojos rectangulares, sus ojos giraban mientras intentaban abarcar a cada una de las formas flotantes dentro de aquel globo radiante frente al que se hallaba.
Entonces el doctor buscó lentamente en uno de los profundos bolsillos de la bata de laboratorio que llevaba, y su risa apagada se hizo más intensa. Desde el umbral abierto vi cómo sacaba con cuidado una pequeña bolsa de papel del bolsillo, siempre sin mirarme. Con una mano sostenía ahora la bolsa arrugada directamente sobre el globo. Cuando dio una pequeña sacudida a la bolsa, las cosas dentro del globo respondieron con una creciente agitación de sus delgados brazos negros. El doctor usó ambas manos para abrir la parte superior de la bolsa y girarla rápidamente para colocarla boca abajo.
Desde la bolsa algo cayó dentro del globo, sobre cuya superficie pareció quedar pegado. Sin embargo, no era tanto que se adhiriera a la superficie, como que se hundía en el interior del cristal. La cosa se agitó cuando aquellas blandas estrellas negras dentro del globo se reunieron para atraerla hacia sí mismas. Antes de que yo alcanzara a ver qué es lo que habían capturado y rodeado, el espectáculo acabó. Las estrellas volvieron a sus lugares, flotando levemente una vez más dentro de la esfera resplandeciente.
Miré al doctor Groddeck y vi que por fin me devolvía la mirada. Había detenido su risa asmática y sus ojos me contemplaban frígidos, totalmente desprovistos de cualquier sentido comprensible. Pero de algún modo, aquellos ojos me provocaban. Estando allí, de pie en aquel umbral abierto en ese despacho repulsivo de un hospital de mala muerte, los ojos del doctor Groddeck me provocaron un intenso ultraje, un astronómico resentimiento por la posición en que se me había colocado. Aunque había consumado mi plan de encontrar al Teatro y experimentar sus más devastadoras realidades y funciones (para convertir mi prosa en un fenómeno anti-Teatro), me sentí ultrajado al encontrarme donde me encontraba, y resentido por aquella mirada del doctor Groddeck. No importaba que hubiera sido yo quien había acudido al Teatro o si el Teatro me había buscado a mí, o si ambos habíamos dado el paso. Comprendí que es posible que te busquen para obligarte a hacer lo que parece ser una búsqueda propia, lo que en realidad es una no-búsqueda que niega todo el concepto de dicha búsqueda. Todo fue una celada desde el principio, porque yo pertenecía al submundo artístico, porque era un artista cuya obra tendría su fin en un encuentro con el Teatro Grotesco. Y por eso me ultrajaron los ojos del doctor Groddeck, que eran los ojos del Teatro, y me sentí resentido por todas las realidades dementes y las penosísimas funciones del Teatro. Aunque yo sabía que las persecuciones del Teatro no se concentraban exclusivamente en los artistas y las personas de gran inclinación artística del mundo, me sentí igualmente ultrajado y resentido por ser elegido para recibir aquel «tratamiento especial». Quería castigar a aquellas personas del mundo que no son objeto de este tratamiento especial. Por eso, a pleno pulmón, grité en aquel corredor en penumbra, grité para que otros se unieran a mí ante el escenario del Teatro. Es extraño que creyera necesario sintetizar la pesadilla de todos aquellos cuerpos maltrechos en aquel hospital de mala muerte, así como a su plantilla de sonámbulos, que se movían dentro de un mundo de instalaciones anticuadas. Pero para cuando llegó alguien el doctor Groddeck ya había desaparecido, y su despacho no era más que una sala llena de ropa sucia.
A pesar de mi escapada de aquella noche, pronto me dejaron salir del hospital, pendientes los resultados de varias pruebas a las que se me había sometido. Me sentía tan bien como siempre, y el hospital, como todos, siempre estaba necesitado de camas libres para acomodar nuevos cuerpos maltrechos. Me dijeron que se pondrían en contacto conmigo en los días siguientes.
Fue de hecho al día siguiente cuando me informaron del resultado de mi estancia en el hospital. «Hola de nuevo», comenzaba la carta, escrita en una hoja de papel lisa, aunque con mancha de agua. «Me encantó conocerlo por fin en persona. Creo que su interpretación durante nuestra entrevista en el hospital fue realmente de primera, y estoy autorizado a ofrecerle una posición entre nosotros. Hay un hueco en nuestra organización para alguien de sus recursos e imaginación. Me temo que las cosas no salieron bien con el señor Spence, pero sin duda tenía una cámara por ojo, y nos ha proporcionado algunas fotografías maravillosas. Me gustaría especialmente compartir con usted sus últimas imágenes de las blandas y negras estrellas, o B.N.E., como a veces nos referimos a ellas. ¡Si existe de verdad el súper arte, aquí tenemos todo un ejemplo!
»Por cierto, los resultados de sus pruebas, a algunas de las cuáles aún está usted por someterse, van a ser positivos. Si cree que un virus intestinal es un fastidio, espérese unos cuantos meses. Así que piense rápido, señor. En cualquier caso, dispondremos una nueva entrevista con usted. Y recuerde: usted nos buscó a nosotros. ¿O era al revés?
»Como ya habrá notado, todo este negocio artístico solo logrará mantenerlo en marcha hasta que quede sin palabras ante las realidades y funciones de… Bueno, asumo que ya sabe lo que quiero decir. Yo mismo me vi forzado a comprenderlo, y soy consciente del golpe que puede llegar a suponer. De hecho, fui yo quien inventó el apelativo para nuestra organización, tal y como se la conoce en estos momentos. Aunque no es que le dé ninguna importancia a los nombres, y tampoco debería dársela usted. Nuestra compañía es mucho más antigua que su propio nombre, o que cualquier otro nombre, ya puestos. (Y cuántos ha tenido a lo largo de los años: las Diez Mil Cosas, Anima Mundi, Nethescurial). Debería usted sentirse orgulloso de que tengamos reservado un papel especial a su talento. Con el tiempo se olvidará a usted mismo en el trabajo, como nos ha pasado a todos antes o después. En lo que a mí respecta, sigo en marcha con numerosos seudónimos, ¿pero cree que soy capaz de recordar quién fui en realidad? Un hombre de teatro, eso parece plausible. Posiblemente fuera el padre de Fausto o de Hamlet. O simplemente Peter Pan.
»Para terminar, espero de corazón que considere seriamente la oferta de unirse a nosotros. Podemos hacer algo respecto a su predicamento médico. Podemos hacer prácticamente cualquier cosa. En caso contrario, me temo que lo único que podré hacer será darle la bienvenido a su propio infierno privado, que será tan horroroso como pueda imaginárselo».
La carta la firmaba el doctor Theodore Groddeck, y su pronóstico de mi salud física era correcto. Me he realizado más pruebas en el hospital y los resultados son funestos. Durante varios días y sus insomnes noches he considerado las alternativas que me propuso el doctor, así como otras de mi propia cosecha, y aún tengo que tomar una decisión respecto al rumbo a seguir. La conclusión que no para de imponerse es que no importa la decisión que tome o deje de tomar. Nunca puedes anticipar el Teatro… ni ninguna otra cosa. Nunca puedes saber a lo que te estás acercando, o qué es lo que se acerca a ti. Muy pronto, mis pensamientos perderán toda claridad y ya no seré consciente siquiera de que tenga que tomar una decisión. Las blandas y negras estrellas ya han comenzado a cubrir el firmamento.