Antes de que ocurriera nada de una naturaleza verdaderamente prodigiosa, la temporada había estallado de forma manifiesta con alguna febril intención. Esto, al menos, es lo que nos parecía, ya viviéramos en la ciudad o en algún lugar fuera de sus límites. (Entre la ciudad y el campo viajaba el señor Marble, que llevaba estudiando las señales estacionales mucho más tiempo y con mayor profundidad que nosotros, desentrañando profecías que nadie le reconocía en aquel momento). En los calendarios que colgaban de muchos de nuestros hogares, la fotografía mensual ilustraba el espíritu de los días contados que había debajo: gavillas de trigo ocres y quebradizas sobre un campo recién cosechado, una casa estrecha con una gran cerca al fondo, un cielo de luz vacía y un feroz follaje retozando en los límites de la escena. Pero algo oscuro, algo abisal siempre logra abrirse paso en la insípida belleza de tales imágenes, algo que normalmente se mantiene a la expectativa, una presencia enroscada que siempre sabemos allí. Y era exactamente esta presencia la que había entrado en crisis, o quizá había sido invocada en secreto por unas pequeñas voces oscuras que la llamaban durante nuestro sueño. El aire se inundó de un olor amargo, como el del vino dulce al avinagrarse, y en los árboles de la ciudad, y en los de los bosques exteriores, floreció un brillo histérico mientras en las carreteras intermedias teníamos las desmedidas demostraciones de los estramonios, los zumaques y los enormes girasoles que asentían desde las cercas torvas que jalonaban el asfalto. Incluso las estrellas parecieron, en las noches frías, tornarse delirantes y adoptar el tinte de la inflamación terrena. Por último, había un campo iluminado por la luna, en el que se había dejado un espantapájaros para vigilar unos sembrados que se habían limpiado hacía mucho, pero que no se enfriaban.
El campo, adyacente al límite urbano, concedía una clara visión de sí mismo desde muchas de nuestras ventanas. Se abría espacioso detrás de los postes inclinados, bajo la brillante luna redonda, limpio salvo por las siluetas picudas de los tallos de trigo y una forma humanoide, inmóvil en la soledad nocturna. La cabeza de la figura estaba inclinada hacia delante, como si un sueño grotesco se hubiera apoderado de su cuerpo lleno de paja, y los brazos estaban perezosamente extendidos de un modo que sugería algún gesto increíble hacia la luz. Durante un momento pareció levantarse un viento insistente que sacudía su abrigo parcheado e hinchaba los dobladillos de las mangas de la camisa; y debía de ser un viento muy fuerte el que hacía que la cabeza remendada asintiera en sus sueños. Pero nada más se unía a tales movimientos: las hojas marchitas del trigo estaban rígidas e inmóviles, los árboles en los bosques lejanos guardaban silencio en la noche clara. Solo una cosa parecía vivir bajo la luz lunar que iluminaba aquel terreno muerto. Y había quien aseguraba que el espantapájaros realmente elevaba los brazos y su rostro vacuo hacia el firmamento, como si se declarara a los cielos, mientras que otros pensaban que las piernas pateaban furiosas, como las de un hombre ahorcado, y que lo hacían con más fuerza justo antes de que aquella cosa se desplomase y se quedara quieta. Luego descubrimos que muchos de nosotros habíamos sido sacados de nuestras camas aquella noche, llamados como testigos de aquel espectáculo siniestro. Después, las cosas que vimos, creyéramos lo que creyéramos acerca de su causa, no descansaron en nuestro interior, sino que se aferraron a los bordes de nuestro sueño hasta la mañana.
Y durante las horas encapotadas del día siguiente no pudimos evitar el visitar el lugar sobre el que ya habían surgido numerosos rumores apresurados. Vagamos como peregrinos hacia aquel campo, escrutando los restos de su cosecha en busca de signos de augurio, rodeando al espantapájaros como si fuera un gran ídolo disfrazado como un pordiosero, un avatar sagrado fuera de estación. Pero todo en aquella tierra parecía negarse a satisfacer nuestra ansia de revelación, y nuestra congregación se perdió en una nerviosa e inquieta confusión (con la excepción, por supuesto, del señor Marble, cuyos ojos, recordamos, resplandecían con iluminaciones que no podía ofrecernos con palabras que fuéramos capaces de comprender). El cielo se había escondido detrás de una bóveda de nubes plomizas, privándonos del elemento crucial de la pura luz del sol que tanto necesitábamos para quemar por completo los sueños brumosos de la noche pasada. Una pared de piedra cubierta de enredaderas en el perímetro de la granja tenía la misma tonalidad que el cielo, mientras que la propia vegetación era tan descolorida como la piedra a la que abrazaban como una extraña red de venas muertas. Pero aquel gris calculado era meramente un aspecto de la escena, pues los colores de los bosques abundantes en los márgenes del paisaje no eran sombríos, como si aquellas hojas radiantes poseyeran una fuente de luz interior, o como si pretendieran contrastar con alguna sombra profunda a la que estuvieran enmascarando.
Tales condiciones sin duda obstaculizaban nuestros esfuerzos para aliviar el miedo que sentíamos hacia ese campo. Sin embargo, por encima de todas estas manifestaciones estaba el hecho de que la tierra de aquellos acres cosechados, especialmente en el área que rodeaba al espantapájaros, era antinaturalmente cálida para la estación. Parecía, de hecho, que esperaba una cosecha tardía. Y algunos insistían en que los extraños ruidos ronroneantes que llenaban el aire no podían achacarse a las legiones de cigarras locales, sino que procedían de debajo del suelo.
Para la hora del ocaso, solo quedaban algunos rezagados en el campo, entre ellos el viejo granjero que poseía aquella parcela repentinamente notoria. Sabíamos que compartía el mismo impulso que el resto cuando se acercó a su espantapájaros y comenzó a hacer pedazos al impostor. Otros se unieron en el vandalismo, arrancando manojos de paja y rasgando las ropas hasta que expusieron lo que había debajo, el espectáculo extraño e inesperado.
Pues el esqueleto de aquella cosa debería haber sido una mera cruz de maderos. Verificamos este hecho común con su creador, que nos juró que no se habían empleado otros materiales. Pero la forma que teníamos delante era de una naturaleza totalmente distinta. Era algo negro y retorcido hasta asumir la forma de un hombre, algo que parecía haber ascendido desde la tierra y haber crecido sobre las tablas de madera como un hongo oscuro, consumiendo la estructura. Ahora había unas piernas negras que colgaban como si hubieran sido quemadas y podridas; había una cabeza que pandeaba como un saco de cenizas sobre un magro cuerpo de negrura; y había brazos delgados estirados como las ramas nudosas de un árbol calcinado por un rayo. Todo esto quedaba sostenido por un pedúnculo grueso y oscuro que ascendía de la tierra y se introducía en la efigie como una mano en una marioneta.
Y a pesar de que el día plomizo se deslizaba hacia la noche, nuestra visión fue distraída por la oscuridad más profunda de aquella cosa, tan negra contra el crepúsculo. Parecía compuesta por la tierra más oscura, tierra estancada de algún modo en las profundidades, en un lugar en que la rica marga había ulcerado hasta convertirse en un tremedal de sombras. Pronto comprendimos que todos nos habíamos quedado callados, arrebatados por una profunda negrura que parecía absorber nuestra atención, pero que no exponía al escrutinio más que un abismo dentro de la silueta de un hombre. Incluso cuando nos atrevimos a tocar la masa de tinieblas, no hallamos sino más misterios. Pues no tenía apenas aspecto tangible, solo un indicio de sensación material, apenas el toque del viento o el agua. No parecía poseer más sustancia que unas pocas llamas danzantes, pero llamas apenas calientes, llamas negras que se han enroscado para adoptar la textura fundida de la fruta podrida. Y había una vaga sensación de circulación, como si en el interior se arremolinara una especie de vida serpentina. Pero nadie era capaz de mantener el tacto mucho tiempo antes de retirarse repentinamente.
—Cosa maldita, no pienso dejar que eche raíces en mi tierra —dijo el viejo granjero. Después se dirigió hacia la cerca, y como el resto de nosotros trató de quitarse algo de la mano que había tocado al espantapájaros arrugado, algo que no era posible ver.
Volvió con nosotros cargado de hachas, palas y otros aperos para desraizar lo que había crecido en su tierra, aquella excentricidad de la cosecha. Parecía tarea sencilla: el terreno era inusualmente blando alrededor de la base de la excrecencia negra, y su tenue sustancia apenas podía resistir la hoja ancha del hacha del granjero. Pero cuando el viejo dio el tajo y trató de partir aquella cosa como un trozo de leña para la chimenea, el acero no hendió. El hacha entró y la materia se cerró a su alrededor, como si se hubiera hundido en una ciénaga viscosa. El granjero tiró del mango y logró recuperar el hacha, pero de inmediato lo dejó caer de sus manos.
—Estaba tirando de mí —dijo en voz baja—. Y ya habéis oído ese sonido…
De hecho, el sonido que había acechado en la zona durante todo el día, como el de innumerables insectos riendo, pareció aumentar en tono e intensidad en el momento del golpe.
Sin más palabras, comenzamos a cavar la tierra en la que estaba enterrado aquel tallo negro. Alcanzamos una buena profundidad antes de que la oscuridad de la noche nos obligara a abandonar nuestros esfuerzos. Pero, por mucho que profundizáramos, no parecía suficiente para alcanzar el fondo de aquella negrura excrecente. Además, nuestros intentos se vieron perjudicados por una perversa reluctancia, como cuando alguien duda cuando le tienen que amputar un miembro gangrenado para impedir la extensión de la enfermedad.
Prácticamente no quedaba luz cuando por fin nos marchamos de aquel campo, pues los nubarrones del día se habían quedado para ocultar la luna. En la negrura, nuestras voces susurraron diversas estrategias para completar lo que hasta el momento habíamos sido incapaces de lograr. Susurrábamos, aunque ninguno podríamos haber explicado el motivo.
La gran sombra de una noche sin luna abarcó todo el paisaje, preservándonos de ver el campo del viejo granjero y lo que allí se hallaba, aunque muchas de las casas del pueblo mantuvieron la vigilia durante aquellas horas siniestras. Suaves luces brillaron a través de las ventanas con cortinas de todas las calles, donde nuestros pequeños hogares de madera parecían pequeños como casas de muñecas bajo las oscuras profundidades de la estación susurrante. Sobre los tejados reunidos flotaban los globos de vidrio de las farolas, como pequeñas lunas colocadas dentro de las densas copas de olmos, robles y arces. Aun en la noche, la luz que brillaba a través de esas hojas traicionaba el festival de colores que se filtraba desde ellas, auras cegadoras que no se habían apagado con el paso de los días, una plaga de colores que ya había comenzado a infectar nuestros sueños. Este prodigio se había conectado para entonces en nuestras mentes con el campo en las afueras del pueblo y con el extraño crecimiento que allí había echado raíces.
Por tanto, una sensación de urgencia nos devolvió a aquel lugar, donde encontramos al viejo granjero esperándonos a medida que la frígida aurora del alba aparecía sobre los bosques lejanos. Nuestros ojos revisaron la tierra cubierta de escarcha y estudiaron cada espacio entre las sombras y las gavillas de grano dispersas por el suelo, buscando lo que ya no estaba presente en aquella escena.
—Ha vuelto —nos reveló el granjero—. Ha vuelto a la tierra como algo que se ocultara en su caparazón. No entréis ahí —nos advirtió, señalando la boca de un gran pozo.
Nos reunimos alrededor del borde de este hoyo, contemplando sus profundidades. Aun la plena luz del día no nos mostró claramente el fondo de las tinieblas. Nuestras especulaciones fueron breves e inútiles. Algunos tomamos las palas que se encontraban cerca, como si fuéramos a comenzar la larga tarea de rellenar aquel socavón.
—No tiene sentido —dijo el granjero. Entonces buscó una gran piedra y la tiró por la mina. Esperamos y esperamos; acercamos la cabeza al agujero y escuchamos, pero lo único que creíamos percibir eran ecos remotos y vagos, como el de incontables voces de insectos invisibles castañeteando. Finalmente cubrimos la peligrosa sima con algunos tableros y enterramos la improvisada tapa bajo un montón de tierra blanda.
—Puede que haya algún cambio en primavera —dijo alguien, pero el viejo granjero se limitó a reír entre dientes.
—¿Te refieres a cuando el suelo se caliente? ¿Por qué crees que esas hojas no están cayendo del modo que deberían?
No pasó mucho de este preocupante episodio cuando nuestros sueños, que hasta entonces solo habían sido meras sombras y retazos, cobraron una dimensión completa. Pero no eran sueños enteramente, sino también excavaciones en la estación que los había inspirado. Durante el sueño éramos consumidos por la febril vida de la tierra, proyectada sobe un mundo maduro y vagamente putrefacto de extraños brotes y transformaciones. Ocupábamos un lugar dentro de un paisaje de tétrico florecimiento en el que incluso el aire estaba preñado de tonos rubicundos y todo mostraba el arrugado visaje de la debilidad, el aspecto esquizado de la carne vieja. La faz de la tierra misma estaba salpicada de otras muchas caras, rostros corrompidos por impulsos viles. Las expresiones grotescas se moldeaban a sí mismas en las oscuras arboledas, en el corcho viejo, en las espirales de hojas podridas; unos rasgos pulposos y desdichados asomaban desde los ceños húmedos; y la piel tersa de los pedúnculos y las semillas muertas se partía en una multitud de sonrisas malignas. Todo era una máscara estrambótica pintada con los colores bermejos de un salpullido, colores que sangraban con intensidad virulenta, tan ricos y vibrantes que las cosas tremolaban por su propia sazón. Pero a pesar de esta grosera tangibilidad, había algo espectral en el corazón de tales sueños. Se movía en las sombras, una presencia que se encontraba en el mundo de las formas sólidas pero sin ser parte de él. Y tampoco pertenecía a ningún otro mundo que pudiera ser nombrado, salvo a ese reino que nos sugiere una noche de otoño en que los campos aparecen desastrados a la luz de la luna, y algún espíritu salvaje ha entrado en las cosas, como una gran aberración brotada de una sima de sombras húmedas y fértiles, una aullante malignidad de ojos huevos que se alza para presentarse a la fría vacuidad del espacio y a la pálida mirada de la luna.
Y fue a esa luna a la que nos vimos obligados a mirar buscando consuelo cuando despertamos trémulos en medio de la noche, abrumados por la sensación de que otra vida se enraizaba en nuestro interior, buscando su encarnación definitiva en los cuerpos que siempre habíamos soñado que eran nuestros, y que nos invitaban a las profundidades de una extraordinaria cosecha. Ciertamente hubo parte de alivio cuando empezamos a descubrir, tras muchos e inseguros indicios e indagaciones, que los sueños no eran una enfermedad restringida a gentes o familias determinadas, sino que en realidad eran una epidemia de toda la comunidad. Ya no era necesario disfrazar nuestra inquietud cuando nos encontrábamos en las calles bajo las sombras exuberantes de los árboles que no se desprendían de su follaje chillón, las plumas burlescas de una estación extraña. Nos habíamos convertido en una raza de excéntricos y declarábamos abiertamente toda una suerte de curiosos antojos y sospechas, al menos mientras la luz del día nos permitía esta audacia.
Honrado entre nosotros era el viejo tipo, bien conocido por sus rarezas, que había anunciado nuestros problemas con semanas de anticipación. A medida que vagaba por el pueblo, girando la muela de piedra con la que se ganaba la vida afilando hojas, el señor Marble había hablado de lo que podía «leer en las hojas», como si aquellos trozos aleteantes de color exuberante fueran las páginas de un libro secreto en el que leía atentamente jeroglíficos dorados y escarlatas. «Simplemente mírenlas», urgía a los viandantes, «cómo sangran sus colores. Deberían sangrar hasta secarse, pero ahora están… haciendo dibujos. Algo en su interior trata de mostrarse. Ahora están tan muertas como un andrajo, mírenlas flácidas y aleteantes. Pero algo sigue ahí. Esas imágenes, ¿las ven?».
Sí, las vimos, pero algo tarde. Y no se las veía solo en los diseños cromáticos de aquellas hojas no muertas. Se mostraban en todas partes, aunque siempre por breve tiempo. En la pared de un sótano podía aparecer el visaje mal formado entre la humedad y la piedra fracturada, una abominable imitación de un rostro que se infiltrara en las oscuras esquinas de nuestros hogares. Otras caras, máscaras leprosas, surgían en el grano de una pared panelada de madera, espiando durante un momento antes de hundirse de nuevo en las sombras nudosas, retirándose bajo la superficie. Y había infinitos patrones sin nombre que podían extenderse entre los tablones de una vieja cerca o el lateral de un cobertizo, incrustaciones retorcidas y deformadas como un laberinto subterráneo de raíces y zarcículos, una algarada infraterrena de convoluciones vegetales, ornamentaciones retorcidas. Pero estos diseños no nos eran ajenos del todo, pues en ellos reconocíamos los mismos contornos de podredumbre otoñal que poblaban nuestros sueños.
Como el viejo visionario que afilaba cuchillos y hachas y guadañas, también nosotros podíamos ahora leer el gran libro de incontables hojas de colores. Pero él seguía sacándonos ventaja acerca de lo que sucedía en lo más profundo de nuestro interior. Pues fue él quien manifestó ciertas idiosincrasias del comportamiento que más tarde aparecerían en tantos otros, ya vivieran en el pueblo o cerca de sus límites. Por supuesto, él siempre había estado aparte de nosotros por sus declaraciones caprichosas, su voluntad de realizar pronunciamientos de terrible o deleitable curiosidad. A un niño podía decirle: «La visión de la noche puede volar como una cometa», mientras le decía a un anciano: «No tiene brazos, pero sabe cómo usarlos. No tiene cara, pero sabe dónde encontrarla».
A pesar de todo se dedicaba a su oficio con diligencia, pedaleando el mecanismo que giraba la muela, afilando experto cada hoja y recibiendo su paga como cualquier otro comerciante. Y entonces nos fijamos en que se distraía durante su trabajo. En un trance torpe acercaba los utensilios de metal a la muela giratoria de piedra, sin reparar en las chispas que le saltaban a la cara. Pero también había una luminosidad salvaje en su mirada, como si una fiebre brillante como un diamante ardiera en su interior. Al final nos vimos incapaces de tolerar su compañía, aunque ahora lo atribuíamos meramente a un aumento vertiginoso de su perenne extrañeza, más que a un cambio totalmente sin precedentes en su comportamiento. Hasta que no dejó de aparecer por las calles del pueblo, ni por ninguna otra parte, no admitimos nuestros miedos respecto a él.
Y estos miedos se relacionaban necesariamente con las otras alteraciones de aquella estación, aquellos augurios extravagantes que cobraban fuerza a nuestro alrededor. La desaparición del señor Marble coincidió con un nuevo fenómeno que se hizo por fin aparente al crepúsculo de cierto día en que el follaje tenaz y arracimado parecía exudar una vaga fosforescencia. Al caer la noche, el prodigio ya quedaba más allá de cualquier escepticismo. Las hojas multicolores brillaban suavemente contra el cielo negro, creando un extemporáneo arco iris nocturno que dispersaba sus tintes espectrales por todas partes, tiñendo la noche con una cosecha de tonalidades: el dorado del melocotón y el naranja dé la calabaza, el amarillo de la miel y el ámbar vinoso, el rojo de la manzana y el violeta de la ciruela. Los colores, luminosos dentro de sus formas vegetales, se extendían por la oscuridad y se derramaban sobre nuestras calles y nuestros campos y nuestros rostros. Todo resplandecía con la pirotecnia de un nuevo otoño.
Aquella noche nos quedamos en nuestras casas y miramos desde las ventanas. Por tanto, no resulto extraño que tantos de nosotros viéramos a quien vagaba por aquella velada iridiscente, a quien se unía a sus estallidos y celebraciones. Poseído por el éxtasis de un festival oscuro, se movía en trance, portando en la mano en aquel gran cuchillo ceremonial cuyo peligroso filo reflejaba un millar de sueños resplandecientes. Se lo vio solo debajo de los árboles cuyos colores se derramaban sobre él, manchando su cara y sus ropas harapientas. Se lo vio solo en los patios de nuestras casas, como un rígido espantapájaros elaborado con un retal de colores y sombras. Se lo vio solo merodeando lenta y rítmicamente junto a las altas cercas de madera, ahora decoradas con un brillo trémulo. Finalmente, se lo vio en cierta intersección en el centro del pueblo; pero ahí vimos que ya no estaba solo.
Frente a él, en la noche abierta, había dos figuras a las que nadie conocía: una joven y, firmemente sujeto a su costado, un niño pequeño. No era raro ver extraños paseando por nuestros valles, o incluso deteniéndose en alguna de las granjas circundantes; era gente que estaba de paso, y que en algunos casos se había perdido. Y no era tan tarde como para que no pudiera aparecer algún viajero, ni mucho menos. Pero aquellos dos no deberían de haber estado allí. No aquella noche. Ahora estaban transfigurados frente a una criatura de la que no podían tener concepto alguno, una cosa que apretaba el cuchillo en su mano del mismo modo que la mujer al chiquillo. Podríamos haber actuado, pero no lo hicimos; podríamos haber hecho algo por ayudarlos. Pero lo cierto es que queríamos que les sucediera algo, queríamos verlos silenciados. Aquel era nuestro deseo. Solo entonces estaríamos seguros de que no podrían contar lo que sabían. Nuestro miedo no era lo que aquellos intrusos pudieran haber descubierto acerca de los árboles que brillaban antinaturalmente en medio de la noche; ni acerca de los castañeteos que ahora comenzaban a elevar su tono como una risa viciosa; ni siquiera acerca del campo del granjero en el que un montón de tierra cubría una sima sin fondo. Nuestro miedo era lo que hubiera podido saber, lo que sin duda alguna hubieran descubierto, acerca de nosotros.
Y perdimos toda esperanza cuando vimos la mano temblorosa que no podía elevar el cuchillo, la expresión torturada que no podía sino mirar mientras aquellas dos terribles víctimas (¡el justo sacrificio!) escapaban corriendo para no volver a ser vistos jamás. Después de aquello volvimos a nuestras casas, que ahora apestaban a sombras mohosas, y sucumbimos a un letargo sin sueños.
Sin embargo, al romper el día se hizo evidente que algo había sucedido durante la noche. El aire guardaba silencio, y la tierra estaba fría por todas partes. Los árboles estaban pelados, y todas las hojas se hallaban oscuras y marchitas en el suelo, como si su muerte extrañamente aplazada las hubiera alcanzado por fin en un repentino furor mortificador. Tampoco tardó mucho el señor Marble en ser hallado por un viejo granjero.
El cadáver descansaba en un campo, estirado boca abajo sobre un montón de tierra, y junto a los restos de un espantapájaros desmantelado. Cuando giramos el cuerpo vimos que la mirada era tan roma como aquella cenicienta mañana de otoño. Vimos también que su brazo izquierdo había sido abierto por el cuchillo que sostenía en la mano derecha.
La sangre había fluido sobre la tierra y había ennegrecido la carne del suicidio. Pero aquellos que manejamos aquel cadáver laso, casi sin peso, que hundimos nuestros dedos en la llaga oscura, no encontramos nada que se pareciera ni remotamente a la sangre. Por supuesto, sabíamos muy bien qué sensación transmitía la negrura umbría; sabíamos qué se había abierto camino dentro de aquel hombre que teníamos delante, arrastrándolo hacia su mundo salvaje. Sus sueños siempre habían llegado mucho más hondo que los nuestros. Por eso lo enterramos en aquel sepulcro sin fondo.