Mi interés en la localidad de Mirocaw despertó cuando oí que allí se celebra un festival anual que prometía, hasta cierto punto, la participación de payasos entre sus demás boatos. Un antiguo colega mío, ahora asociado al departamento de Antropología de una universidad lejana, había leído uno de mis recientes artículos («La figura del payaso en los medios de comunicación americanos», Journal of Popular Culture) y me escribió para contarme que recordaba vagamente haber leído u oído de un pueblo, en alguna parte del estado, en el que se celebraba todos los años la «Fiesta del Bufón», y creía que podría ser pertinente para mis peculiares estudios. Por supuesto, era más pertinente de lo que él tenía motivos para creer, tanto para mis objetivos académicos en esta área como para mis intereses personales.
Aparte de mis clases, durante algunos años había participado en varios proyectos antropológicos con la principal ambición de articular el significado de la figura del payaso en diversos contextos culturales. Todos los años desde hacía veinte había acudido a los festivales previos a la Cuaresma que se celebraban en varios puntos del sur de los Estados Unidos. Todos los años aprendía algo más acerca del esoterismo de la celebración. En esos estudios era un participante animoso: aparte de interpretar mi papel de antropólogo, también ocupaba un lugar detrás de la máscara del payaso, y disfrutaba de este papel como de ninguna otra cosa en la vida. Para mí, el título de payaso siempre había tenido connotaciones nobles. Era yo un bufón diestro, extrañamente, y siempre me había enorgullecido de las habilidades para cuyo desarrollo había trabajado con tanta diligencia.
Escribí al Departamento Estatal de Pasatiempos indicando la información que deseaba, y exponiendo una urgencia entusiasta que me resultaba natural al hablar de estos temas. Muchas semanas después recibí un sobre marrón con un logotipo del gobierno. Dentro había un panfleto que catalogaba las diversas festividades estacionales de las que el estado era oficialmente consciente, y noté de inmediato que había tantas a finales de otoño y en invierno como en las estaciones más cálidas. Una carta metida en el panfleto me explicaba que, de acuerdo con sus voluminosos registros, no constaba oficialmente ningún festival en el pueblo de Mirocaw. No obstante, sus archivos estaban a mi disposición si deseaba investigar estos o similares asuntos en relación con algún proyecto determinado. En el momento de esta oferta yo ya estaba lastrado por tantas cargas personales y profesionales que, con mano cansada, simplemente deposité el sobre y sus contenidos en un cajón, para no volver a consultarlos nunca.
Sin embargo, algunos meses después me aparté impulsivamente de mis responsabilidades y, más mal que bien, me embarqué en el proyecto de Mirocaw. Esto sucedió mientras conducía hacia el norte, una tarde de verano, con la intención de examinar unos diarios en poder de una biblioteca de otra universidad. Una vez fuera de los límites de la ciudad, el escenario cambió a uno de campos y granjas soleados, alejando mis pensamientos de las señales que pasaba por la autopista. En cualquier caso, el erudito subconsciente que había en mí debía de estar estudiándolos con detenimiento. El nombre de un pueblo apareció ante mí. Al instante el erudito recuperó ciertos registros de algún cajón mental bien escondido, y me encontré realizando rápidos cálculos acerca de si tendría tiempo y motivación suficientes para aquella desviación investigadora. Pero la señal de salida apareció aún más rápido, y no tardé en verme fuera de la autopista, pensando en la promesa del cartel, que prometía que la localidad estaba a menos de doce kilómetros hacia el este.
Aquellos doce kilómetros incluían varios giros confusos, la necesidad forzosa de tomar temporalmente un desvío alternativo, y un destino invisible hasta que se subía por completo un alto pronunciado. En el descenso, otro amistoso cartel me informó de que estaba dentro del límite urbano de Mirocaw. Algunas casas dispersas en las afueras fueron los primeros edificios que me encontré. Más allá, la autopista numérica se convirtió en Townshend Street, la avenida principal de aquel pueblo.
El lugar me impresionó al resultar mucho más grande una vez llegabas al casco urbano que lo que parecía desde el promontorio exterior. Vi que las colinas circundantes también formaban parte de la misma localidad. Sin embargo, allí el efecto era distinto. Las partes del pueblo no parecían muy bien adheridas entre ellas. Esta condición podía achacarse a la irregular topografía. Detrás de algunas de las casas viejas del distrito comercial, sobre una repentina pendiente, se habían erigido casas de cubierta muy inclinada que asomaban a una extraordinaria altura sobre los edificios más bajos. Y como no alcanzaba a ver los cimientos de estas casas, daban la impresión de estar o precariamente suspendidas en el aire, amenazando con derrumbarse, o de estar construidas con una arrogancia incongruente con su anchura y su masa. La situación también creaba una extraña distorsión de la perspectiva. Los dos niveles estructurales se solapaban sin dar sensación de profundidad, de modo que las casas, debido a su superior elevación y a la cercanía de los edificios inferiores, no parecían disminuidas en tamaño, como correspondería a un objeto situado detrás de otro. Como consecuencia, en aquella zona predominaba un aspecto plano, similar a una fotografía. De hecho, Mirocaw podía compararse con un álbum de viejas instantáneas, especialmente unas en que se hubiera movido la cámara en el momento del disparo, haciendo que las imágenes desarrollaran un ángulo: una torre de cubierta cónica, como un gorro de punta torcido con garbo, colocado sobre las casas de una calle cercana; un gran cartel con un grupo de verduras sonrientes que inclinara sus contenidos ligeramente hacia el oeste; los coches estacionados a lo largo de las aceras empinadas parecían volar hacia el cielo en el escaparate distorsionado por el brillo de una tienda de todo a cien; la gente se inclinaba letárgica mientras subían y bajaban por las aceras; y en aquel día soleado la torre del reloj, que al principio confundí con el campanario de una iglesia, arrojaba una larga sombra que parecía extenderse una distancia imposible y llegar a lugares improbables a su paso por el pueblo. Debería decir que quizá las inarmonías de Mirocaw afectan más a mi imaginación al recordarlas que en aquel primer día, cuando mi principal preocupación era localizar el ayuntamiento o algún otro centro de información.
Doblé una esquina y estacioné. Me incliné sobre el otro lado del asiento, bajé la ventanilla y llamé a un viandante.
—Discúlpeme, señor —dije—. El hombre, mal vestido y muy viejo, se detuvo un momento pero no se acercó al coche. Aunque aparentemente había respondido a mi llamada, su expresión vacía no traicionaba el menor reconocimiento de mi presencia, y por un momento pensé que solo por una coincidencia se había detenido en la acera en el mismo momento en que yo lo llamaba. Sus ojos estaban concentrados en algo más allá de mí, con una expresión cansada e imbécil. Tras unos momentos, siguió su camino y no hice nada para volver a llamarlo, aunque en el último segundo su rostro comenzó a parecer vagamente familiar. Por fin apareció alguien capaz de dirigirme hacia el ayuntamiento de Mirocaw y el Centro comunitario.
El ayuntamiento resultó ser el edificio con la torre del reloj. Dentro, me encontré frente a un mostrador tras el que había algunas personas trabajando en sus mesas y recorriendo arriba y abajo un pasillo trasero. En una pared había un cartel de la lotería estatal, un bufón que salía de una caja con las manos llenas de billetes verdes. Después de unos momentos, una mujer alta de edad madura se acercó al mostrador.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó con voz neutra y burocrática.
Le expliqué lo que había oído del festival (sin decir nada acerca de académicos fisgones) y le pregunté si podía proporcionarme más información, o dirigirme a alguna instancia adecuada para ello.
—¿Se refiere al que se celebra en invierno? —preguntó.
—¿Cuántos hay?
—Solo uno.
—Entonces supongo que ese es al que me refiero. —Sonreí como si compartiéramos una broma.
Sin más palabras, la mujer se dirigió hacia el pasillo trasero. Mientras estuvo ausente intercambié miradas con varios de los trabajadores detrás del mostrador, que periódicamente levantaban la vista de su trabajo.
—Aquí tiene —dijo al regresar, entregándome un trozo de papel que parecía el producto de una fotocopiadora barata. «Por favor, venga a la Diversión», decía en grandes letras. «Desfiles», seguía, «Baile de Máscaras Callejero, Bandas, la Rifa Invernal», y «La Coronación de la Reina del Invierno». La página seguía mencionando diversas festividades variadas. Releí las palabras. Había algo en aquel implorante y pequeño «por favor» del comienzo que hacía que todo aquello pareciera una función de beneficencia.
—¿Cuándo se celebra? No dice cuándo es el festival.
—Porque la mayoría de la gente ya lo sabe. —Me arrebató abruptamente la página de las manos y escribió algo abajo. Cuando me la devolvió, vi «1921 de diciembre» escrito con tinta azul verdosa. Me impactó de inmediato una rara sensación de programación por parte del comité del festival. Por supuesto, había sólidos precedentes antropológicos e históricos para celebrar festivales alrededor del solsticio de invierno, pero las fechas de aquel acontecimiento en particular no parecían enteramente prácticas.
—Si no le importa que le haga una pregunta, ¿ no entran en conflicto estos días con la temporada regular de vacación? Quiero decir que, en esas fechas, la mayoría de la gente ya tendrá fiesta suficiente.
—Es la tradición —dijo ella, como si tras sus palabras invocara a algún venerable abolengo.
—Eso es muy interesante —dije tanto para mí como para ella.
—¿Algo más? —preguntó.
—Sí. ¿Podría decirme si en este festival hay alguna clase de payasos? Veo que aquí dice algo de un baile de máscaras.
—Sí, claro que hay gente con… disfraces. Yo nunca me he disfrazado… Es decir, sí: hay payasos de alguna clase.
En ese punto mi interés se despertó definitivamente, pero no estaba seguro de hasta qué punto quería rendirme a él. Agradecí a la mujer su ayuda y le pregunté por el mejor modo de llegar a la autopista, agobiado ante la perspectiva de rehacer la ruta laberíntica que me había llevado al pueblo.
Volví a mi coche con la cabeza llena de preguntas a medio formular, y de tantas respuestas vagas y conflictivas.
Las indicaciones de la mujer me llevaban por el sur de Mirocaw. En aquella sección del pueblo no se veía a tanta gente. Los pocos que encontré caminaban letárgicos por un bloque de escaparates rotos, y exhibían la misma expresión triste y las maneras del viejo al que había preguntado al llegar. Debía de estar atravesando la arteria central del área, pues a ambos lados se extendía una calle tras otra de patios descuidados y casas dobladas por la edad y la indiferencia. Cuando llegué a una señal de «stop» en una esquina, uno de los ciudadanos de aquel suburbio pasó frente a mi coche. Aquella persona delgada, decaída y epicena se giró en mi dirección y sonrió de forma ostentosa con una boca tensa y pequeña, aunque no parecía estar mirando a nadie en particular. Tras recorrer unas cuantas calles más llegué a una carretera que me devolvió a la autopista. Me sentí muchísimo más cómodo en cuanto me encontré recorriendo una vez más las grandes y soleadas extensiones agrícolas.
Llegué a la biblioteca con tiempo más que suficiente para mi investigación, así que decidí tomar un desvío doctoral para ver qué material podía encontrar que me iluminara acerca del festival de invierno de Mirocaw. La biblioteca, una de las más viejas del estado, incluía entre sus posesiones toda la tirada del Courier de Mirocaw. Pensé que aquel sería un lugar excelente por el que comenzar. Sin embargo, pronto descubrí que no había un modo cómodo de extraer información de aquel periódico, y no quería lanzarme a una búsqueda ciega de artículos relacionados con un asunto específico.
A continuación acudí a los recursos más organizados que representaban los periódicos de las ciudades más grandes en el mismo condado, que incidentalmente también tenía el nombre de Mirocaw. Descubrí muy poco acerca de aquel pueblo, y casi nada concerniente a su festival, salvo en un artículo general sobre acontecimientos anuales que erróneamente atribuía a Mirocaw «una gran comunidad del Oriente Medio», que todas las primaveras celebraba una especie de congreso étnico. Por lo que ya había observado, y por lo que más tarde aprendí, los ciudadanos de Mirocaw eran claramente del medio oeste americano, probables descendientes en línea directa de un emprendedor grupo de habitantes de Nueva Inglaterra durante el siglo XIX. Había una breve nota dedicada a un acontecimiento de Mirocaw, pero resultó ser una mera necrológica de una anciana que se había quitado la vida alrededor de Navidad. Así que volví a casa aquel día con las manos prácticamente vacías en lo que respectaba a aquel lugar.
Sin embargo, no mucho después recibí otra carta de aquel antiguo colega mío que ya me había puesto en la pista de Mirocaw y su festival. Resultó que había redescubierto el artículo que le había hecho agitar mi interés acerca de una «Fiesta del Bufón» local. Este artículo solo había aparecido en un oscuro compendio de estudios antropológicos publicado hacía veinte años en Amsterdam. La mayoría de las piezas estaban en holandés, algunas en alemán, y solo una en inglés: El último festejo de Arlequín: notas preliminares acerca de un festival local. Por supuesto, era emocionante poder leer por fin aquel estudio, pero aún más lo era el nombre de su autor: doctor Raymond Thoss.
Antes de seguir adelante, debería mencionar algo acerca de Thoss, e inevitablemente acerca de mí mismo. Hace dos décadas, durante mis estudios en Cambridge, Massachusetts, Thoss fue profesor mío. Mucho antes de tener papel alguno en los acontecimientos que estoy a punto de describir, ya era una de las figuras más importantes de mi vida. Era una personalidad asombrosa, e inevitablemente influía en cualquiera que entrara en contacto con él. Recordaba sus lecciones sobre antropología social, cómo convertía aquella aula a oscuras en un brillante y profundo circo del aprendizaje. Se movía de una forma asombrosamente vivaz. Cuando giraba el brazo para señalar en la pizarra a su espalda algún término vulgar, uno sentía que estaba presentando nada menos que un artículo de fantásticas cualidades y un valor secreto. Después devolvía la mano al bolsillo de su vieja chaqueta, y aquella magia efímera quedaba de nuevo guardada en su bolsa ajada, para quedar a disposición de la voluntad del hechicero. Todos sentíamos que nos enseñaba más de lo que éramos capaces de aprender, y que él mismo estaba en posición de un saber mucho más grande y profundo del que probablemente pudiera impartir. En una ocasión, reuní la audacia necesaria para ofrecer una interpretación propia (en parte opuesta a la suya) acerca de los payasos tribales entre los indios hopi. Sugerí que mi experiencia personal como payaso aficionado y la devoción especial a este estudio me proporcionaban una comprensión quizá más valiosa que la suya. Fue entonces cuando reveló, de modo informal y obiter dicta, que él mismo había representado el papel de uno de estos bufones tribales enmascarados, y que había celebrado con ellos las danzas de los kachinas. Sin embargo, al revelar estos actos logró de algún modo no agrandar la humillación que ya me había infligido yo solo. Siempre le estuve agradecido por ello.
Las actividades de Thoss eran tales que a veces se convertía en objeto de rumores o especulaciones romantizadas. Era un trabajador de campo par excellence, y su capacidad para insinuarse en culturas y situaciones exóticas, logrando por tanto conocimientos acerca de los que otros antropólogos se limitaban a recoger datos, era reconocida. En varias ocasiones de su carrera había habido rumores de que se había «pasado a los nativos», al estilo de la leyenda de Frank Hamilton Cushing. Había noticias, no siempre irresponsables o revestidas de un glamour barato, de que estaba involucrado en proyectos más que raros, muchos de los cuales se concentraban en Nueva Inglaterra. Es un hecho que pasó seis meses haciéndose pasar por paciente en una institución mental del oeste de Massachusetts, reuniendo información acerca de la «cultura» de los perturbados psíquicos. Cuando su libro Solsticio de invierno: la noche más larga de una sociedad fue publicado, la opinión general fue que era decepcionantemente subjetivo y basado en impresiones, y que, aparte de algunas observaciones conmovedoras pero «poéticamente oscuras», no había nada que le diera valor. Aquellos que defendían a Thoss aseguraban que era una especie de superantropólogo: aunque gran parte de su obra hacía hincapié en su propia mente y en sus sensaciones, su experiencia había en realidad penetrado hasta un rico núcleo de datos que aún estaba por desvelar en un discurso objetivo. Como estudiante de Thoss, yo solía apoyar esta última estimación. Por una variedad de razones sostenibles e insostenibles, creía a Thoss capaz de desenterrar estratos de la existencia humana hasta entonces inaccesibles. Por eso me resultó tan satisfactorio al principio el que aquel artículo titulado El último festejo de Arlequín pareciera sostener la mística de Thoss, y en un área que yo encontraba personalmente cautivadora.
No comprendí de inmediato gran parte del artículo, dada la característica (y a menudo estratégica) opacidad del autor. En la primera lectura, el aspecto más interesante de su breve estudio (las «notas» solo comprendían veinte páginas) era el tono general. Sin duda, allí estaban presentes las excentricidades de Thoss, pero solo como una pugnante fuerza interior claramente contenida (encarcelada, podría decir incluso) por los sombríos y rítmicos movimientos de su prosa, y por las lóbregas referencias que en ocasiones invocaba. Dos referencias en particular compartían un tema común. Una era una cita de El gusano conquistador de Poe, que Thoss empleaba como un epígrafe sensacional. Sin embargo, la idea del epígrafe no se reflejaba en el texto del artículo, salvo en otra referencia pasajera. Thoss traía a colación la bien conocida génesis de la moderna celebración de la Navidad, que por supuesto descendía de la Saturnalias romanas. Entonces, dejando claro que aún no había observado el festival de Mirocaw y que solo conocía su naturaleza por diversos informadores, establecía que contenía también muchos elementos de la Saturnalia, incluso de forma más evidente. A continuación hacía lo que me pareció una observación trivial y puramente lingüística, y que tenía menos que ver con su argumentación principal que con el igualmente periférico epígrafe de Poe. Mencionaba de forma sucinta que los miembros de una antigua secta de gnósticos sirios se hacían llamar «saturnianos», y que creían, entre otras herejías, que la humanidad había sido creada por ángeles que a su vez habían sido creados por el Supremo Desconocido. Los ángeles, sin embargo, no poseían el poder para convertir a su creación en seres erectos, que durante mucho tiempo se arrastraron por la tierra como gusanos. Con el tiempo, el Creador remedió este estado grotesco de las cosas. En ese momento supuse que las correspondencias simbólicas entre los orígenes del hombre y su asociación con los gusanos, unidas a un festival de fin de año que reconocía la muerte invernal de la tierra, era el fondo de la cuestión de aquella «comprensión» thossiana, una observación poética pero carente de valor científico.
Otras observaciones que realizaba acerca del festival de Mirocaw eran también estrictamente éticas; en otras palabras, estaban fundamentadas en fuentes de segunda mano, en testimonios que eran meras habladurías. Sin embargo, incluso en esa tesitura daba la sensación de que Thoss sabía más de lo que revelaba; y, como más tarde descubrí, de hecho había incluido información sobre determinados aspectos de Mirocaw sugiriendo que ya estaba en poder de varias claves que de momento prefería guardarse a salvo en el bolsillo. Para entonces yo ya tenía una información mucho más reveladora. Una nota en el artículo Arlequín advertía al lector que el artículo no era más que un fragmento en forma tosca de una obra mucho más amplia que se hallaba en preparación. Aquella obra nunca vio la luz del día. Mi antiguo profesor no había publicado nada desde su retirada de la circulación académica, hacía unos veinte años. Y ahora sospechaba adonde había ido.
Porque el hombre al que había parado en las calles de Mirocaw, y del que había tratado de obtener direcciones, el hombre de la mirada desconcertada y letárgica, se parecía mucho a una versión anciana del doctor Raymond Thoss.
Y ahora tengo que hacer una confesión. A pesar de mis motivos de entusiasmo acerca de Mirocaw y sus misterios, especialmente su relación tanto con Thoss como con mis más intensas preocupaciones de erudito, contemplaba los días que tenía por delante con una sensación de frígida insensibilidad, y a menudo con una profunda depresión. Pero no tenía motivos para sorprenderme por ese estado emocional, que no tenía mucha relación con los acontecimientos externos de mi vida sino que estaba determinado por condiciones internas que operaban por su cuenta, siguiendo enigmáticos ciclos y estaciones. Durante muchos años, al menos desde mis días universitarios, he sufrido este mal siniestro, esta dejación recurrente en la que me sepultaría cuando llegara el momento de que la tierra se tornara fría y pelada, y los cielos se velaran de nubarrones. A pesar de todo proseguí con mis planes, aunque de forma mecánica, de visitar Mirocaw durante sus días de festival, pues esperaba supersticiosamente que esta actividad disminuyera el peso de mi desesperación estacional. En Mirocaw habría desfiles y fiestas, y la ocasión de hacer el payaso una vez más.
Durante semanas practiqué mi arte, perfeccionando incluso un nuevo número de ilusionismo malabar, que era mi punto fuerte. Limpié mis trajes, compré maquillaje nuevo y estuve preparado. Había recibido de la universidad permiso para cancelar algunas de las clases anteriores a las vacaciones, explicando la naturaleza de mi proyecto y la necesidad de llegar al pueblo algunos días antes del comienzo del festival, para así realizar una documentación preliminar, establecer fuentes de información, etc. En realidad, mis planes eran posponer todo lo posible cualquier investigación formal hasta después del festival, e involucrarme por adelantado cuanto fuera posible en las actividades. Por supuesto, durante todo ese tiempo llevaría un diario.
Sí había, sin embargo, algo que quería consultar. Regresé específicamente a aquella biblioteca estatal para examinar los números del Courier de Mirocaw que comenzaban en el diciembre de hacía dos décadas. Una historia en particular confirmó un punto que Thoss señalaba en el artículo Arlequín, aunque el acontecimiento debía haber tenido lugar antes de que Thoss escribiera su estudio.
El artículo del Courier apareció dos semanas después del fin del festival de aquel año, y trataba de la desaparición de una mujer llamada Elizabeth Beadle, esposa de Samuel Beadle, dueño de un hotel de Mirocaw. Las autoridades del condado conjeturaban que se trataba de un nuevo caso de los «suicidios vacacionales» que parecían darse con inusitada regularidad estacional en la región de Mirocaw. Thoss documentaba este fenómeno en Arlequín, aunque yo sospechaba que hoy en día esas muertes serían catalogadas claramente en el encabezado «desorden estacional afectivo». En cualquier caso, las autoridades registraron media docena de lagos en las afueras de Mirocaw, donde en los años pasados habían encontrado a muchos suicidas. Sin embargo, aquella vez no se descubrió cuerpo alguno. Junto al artículo aparecía una fotografía de Elizabet Beadle. A pesar de la reproducción granulosa del microfilm, era posible detectar una clara vivacidad y vitalidad en la cara de la Sra. Beadle. Que se presentara de inmediato la hipótesis de un «suicidio vacacional» para explicar su desaparición parecía extraño y, en cierta medida, injusto.
En su breve artículo, Thoss escribía que todos los años se producían cambios en un molde moral o espiritual que parecía afectar a Mirocaw, junto a la habitual metamorfosis invernal. No era preciso acerca de su origen o naturaleza, pero establecía, a su modo típicamente misterioso, que los efectos de esta «subestación» en la localidad era conspicuamente negativa. Además de los muchos suicidios con éxito durante este periodo, también se producía un aumento en el tratamiento de condiciones «hipocondríacas», que era como los médicos de hacía veinte años caracterizaban aquellos casos de los que hablaba Thoss. Esta situación se agravaba poco a poco hasta alcanzar el clímax durante los días del festival de Mirocaw. Thoss conjeturaba que, dada la naturaleza secretista de los pueblos pequeños, la situación era probablemente aún más pronunciada de lo que revelaba una investigación superficial.
La conexión entre el festival y aquel insidioso clima subestacional de Mirocaw era un punto acerca del que Thoss no llegaba a conclusiones rígidas. No obstante había escrito que aquellos dos «aspectos climáticos» habían llevado una existencia paralela en la historia de la localidad, si uno empezaba a investigar hasta los documentos más antiguos disponibles. Una historia del siglo XIX sobre el condado de Mirocaw se refiere al pueblo por su nombre original, New Colstead, y castiga a sus habitantes por celebrar una «fiesta licenciosa y sin alma», llegando a la exclusión de las observancias cristianas normales. (Thoss comenta que el historiador había fundido por error dos aspectos diferentes de la estación, siendo su verdadera relación esencialmente antagónica). El artículo Arlequín no se trazaba la historia del festival hasta sus primeras apariciones (no había sido posible), aunque Thoss hacía hincapié en los orígenes de los fundadores de Mirocaw, procedentes de Nueva Inglaterra. El festival, por tanto, había sido importado de esta región y podía razonablemente tener un siglo de existencia; eso si no había sido traído desde el Viejo Mundo, en cuyo caso el descubrimiento de sus raíces quedarían en suspenso hasta que se realizaran más investigaciones. Sin duda, las alusiones de Thoss a los gnósticos sirios sugerían que no había que descartar la última posibilidad por completo.
Pero parecía el vínculo del festival con Nueva Inglaterra lo que nutría las especulaciones de Thoss. Escribió sobre aquella región como si fuera un lugar aceptable para terminar las pesquisas. Para él, las mismas palabras «Nueva Inglaterra» parecían desnudas de toda connotación tradicional, hasta llegar a implicar nada menos que un portal hacia todas las tierras, tanto conocidas como sospechadas, e incluso a eras más allá de la historia civilizada de la zona. Yo, que había sido educado en parte en Nueva Inglaterra, podía en cierto modo comprender estas exageraciones sentimentales, pues es cierto que hay allí lugares que parecen arcaicos más allá de toda medida cronológica, y que parecen trascender los estándares relativos de tiempo para alcanzar una especie de antigüedad absoluta que no puede aprehenderse de forma lógica. Pero cómo se relacionaba esta vaga sugestión con un pequeño pueblo del Medio oeste, no era capaz de imaginarlo. El propio Thoss observaba que los habitantes de Mirocaw no traicionaban ninguna conciencia misteriosamente primitiva. Por el contrario, parecían superficialmente conscientes de la génesis de su festividad invernal. Sin embargo, que tal tradición hubiera soportado el paso de los años, eclipsando incluso la convencional fiesta navideña, revelaba una profunda consciencia del significado y función del festival.
No puedo negar que lo que yo había descubierto acerca del festival de Mirocaw me inspiraba una resobada sensación de predestinación, especialmente por la participación de una figura tan importante en mi pasado como era la de Thoss. Fue la primera vez en mi carrera académica en la que me sabía mejor preparado que ningún otro para discernir el verdadero significado de unos datos dispersos, aunque solo pudiera atribuir esta autoridad especial a unas circunstancias azarosas.
Fuera como fuese, mientras estaba sentado en aquella biblioteca una mañana de mediados de diciembre, dudé por un momento acerca de la conveniencia de marcharme a Mirocaw en vez de regresar a casa, donde me aguardaba el más familiar rite de passage de la depresión invernal. Mi esquema original era evitar las caídas cíclicas que la estación me reservaba, pero parecía que estas también formaban parte de la historia de Mirocaw, solo que a una escala mucho mayor. Sin embargo, mi inestabilidad emocional era exactamente lo que me cualificaba como el más apto para aquel trabajo de campo en particular, aunque no hallaba en ello ni orgullo ni consuelo. Y retirarme hubiera sido negarme una oportunidad que podría no volver a repetirse nunca. En retrospectiva, parece que en la decisión que había de tomar no había nada de fortuito. Y como sucedió, me dirigí al pueblo.
Justo pasado el mediodía del 18 de diciembre, comencé a conducir hacia Mirocaw. Un borrón de escenarios apagados y de colores terrosos se extendía en todas direcciones. Las nevadas de finales de otoño habían sido parcas, y solo aparecían algunos parches blancos en los campos cultivados que bordeaban la autopista. Las nubes eran grises y abundantes. Al pasar junto a una zona boscosa reparé en los cúmulos negros y rasgados que formaban los nidos abandonados aferrados a la malla retorcida de ramas desnudas. Creí ver pájaros negros paseando por la carretera delante de mí, pero no eran más que hojas muertas, que volaron por el aire a mi paso.
Me acerqué a Mirocaw desde el sur, entrando por donde me había marchado en mi visita del pasado verano. Aquello volvió a llevarme por aquella parte del pueblo que parecía existir en el lado equivocado de una gran barrera invisible que dividiera las secciones deseables de la localidad de las indeseables. Por fantástico que me hubiera parecido aquel distrito bajo el sol de verano, a la débil luz de la tarde invernal había degenerado hasta convertirse en un pálido espectro de sí mismo. Las frágiles tiendas y las casas de aspecto famélico sugerían una región fronteriza entre el mundo material y el inmaterial, una zona en la que uno portaba sardónico la máscara del otro. Vi unos pocos paseantes enjutos que se giraban a mi paso, aunque aparentemente no la causa de mi paso, mientras me abría camino hacia la calle principal de Mirocaw.
Tras ascender la empinada cuesta de Townshend Street, encontré las vistas comparativamente amistosas. Las avenidas estaban preparadas para el festival. El fuste de las farolas había sido cubierto de verde, y los verdes ramos parecían orgullosamente sospechosos en aquella estación baldía. En las puertas de muchos comercios de Townshend había ramilletes de acebo, igualmente verdes pero claramente plásticos. Sin embargo, aunque no había nada inusual en aquel verdor tradicional del invierno, pronto me resultó evidente que Mirocaw se había abandonado a aquel símbolo particular de la Navidad. Su presencia era chillonamente evidente por todas partes. Los escaparates de las tiendas y las ventanas de las casas estaban enmarcados en luces verdes, espumillón del mismo color colgaba de los dinteles, y los faros del Red Rooster Bar eran focos verdes con forma de gallo. Supuse que los habitantes de Mirocaw preferían esas decoraciones, pero el efecto era de exceso. Una inquietante bruma esmeralda impregnaba la localidad, y los rostros parecían levemente reptilianos.
En ese momento asumí que el prodigioso verdor, los ramos de acebo y las luces de colores (bueno, de un solo color) demostraban un énfasis en los símbolos vegetales de la Navidad nórdica, que inevitablemente se fundirían con el festival invernal de cualquier país septentrional, del mismo modo que habían sido incorporados a la Navidad. En su artículo Arlequín, Thoss escribió acerca de los aspectos paganos del festival de Mirocaw, semejándolos al ritual de un culto de la fertilidad, con probables conexiones con divinidades chthónicas en algún momento del pasado. Pero Thoss había confundido, como yo, lo que no era más que parte de la significación del festival.
El hotel en el que había hecho mi reserva estaba situado en Townshend. Era un viejo edificio de ladrillo pardo, con una puerta en arco y un patético remate que pretendía conferir una impresión neoclásica. Encontré estacionamiento frente al hotel y dejé las maletas en el coche.
Cuando entré en el vestíbulo lo encontré vacío. Había creído que el festival de Mirocaw habría atraído a visitantes suficientes para por lo menos llenar el único hotel, pero parecía que me había confundido. Pulsé el botón de una pequeña campana y me apoyé sobre el mostrador antes de girarme para ver un pequeño árbol de Navidad, tradicionalmente decorado, sobre una mesa cerca de la entrada. No le faltaban sus bolas resplandecientes, los bastones de caramelo en miniatura, los Papá Noel con los brazos abiertos, la estrella en lo alto asintiendo incómodamente contra el hombre delicado de una rama alta, y luces de colores que se abrían desde las bombillas con forma de flor. Por algún motivo me pareció triste.
—¿Puedo ayudarlo? —dijo una joven que llegaba desde una sala adyacente al vestíbulo.
Debí quedarme mirándola fijamente, porque apartó la mirada y pareció muy incómoda. Apenas podía imaginar qué decirle, o cómo explicarle lo que estaba pensando. En persona, sus modos y su expresión irradiaban de inmediato un fulgor gélido. Pero aquella mujer no se había suicidado había veinte años, como sugería el artículo del periódico, ni había envejecido en todo aquel tiempo.
—¿Sarah? —dijo una voz de hombre desde las alturas invisibles de una escalera. Bajando por ellas apareció un hombre alto de mediana edad—. Creía que estabas en tu habitación —dijo el recién llegado, a quien tomé por Samuel Beadle. Sarah, no Elizabeth Beadle, miró en mi dirección girando la cabeza, para indicarle a su padre que estaba llevando los asuntos del hotel. Beadle se disculpó ante mí, antes de excusarlos a los dos un momento mientras se retiraban a un lado para seguir hablando.
Yo sonreí y pretendí que todo era normal, mientras trataba de enterarme de su conversación. Hablaban en un tono que sugería que se trataba de un conflicto ya trillado: la preocupación excesiva de Beadle respecto al paradero de su hija, y la frustrada comprensión de Sarah de las restricciones a las que se veía sometida. La conversación terminó y Sarah subió las escaleras, girándose un momento para ofrecerme la pantomima facial de una disculpa por aquella escena tan poco profesional que acababa de tener lugar.
—Y ahora, señor, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó, casi demandó Beadle.
—Sí, tenía una reserva. En realidad he llegado un día antes de lo previsto. Si ello representa un problema… —Le di al hotel el beneficio de la duda de que en secreto estuviera floreciendo.
—No hay ningún problema, señor —dijo el, presentándome el formulario de registro y una llave de color bronce que colgaba de un disco de plástico con el número 44.
—¿Equipaje?
—Sí, está en el coche.
—Le echaré una mano.
Mientras Beadle me alojaba en mi habitación de la cuarta planta, pareció un momento oportuno para abordar el asunto del festival, los suicidios vacacionales y quizá, dependiendo de su reacción, la muerte de su esposa. Necesitaba una fuente que llevara muchos años en el pueblo y que pudiera iluminarme acerca de la actitud de aquella gente hacia su temporada de luces verdes.
—Está muy bien —dije acerca de la habitación, limpia pero sombría—. Bonitas vistas. Desde aquí se ver perfectamente las luces verdes de Mirocaw. ¿Suelen tener el pueblo decorado así? Durante el festival, me refiero.
—Sí, señor, durante el festival —replicó mecánicamente.
—Imagino que durante los siguientes días recibirán muchos forasteros como yo.
—Podría ser. ¿Desea algo más?
—Sí. Me preguntaba si podría contarme algo acerca de las festividades.
—Como por ejemplo…
—Bueno, ya sabe, los payasos y esas cosas.
—Los únicos payasos de por aquí son los que son… bueno, seleccionados, supongo que dirían ustedes.
—No le entiendo.
—Discúlpeme, señor, ahora mismo estoy muy ocupado. ¿Quería algo más?
En aquel momento no se me ocurría nada más para perpetuar nuestra conversación, así que Beadle me deseó una buena estancia y se marchó.
Deshice las maletas. Además de la ropa normal también había traído algunas de las cosas de mi guardarropa de payaso. El comentario de Beadle acerca de que los payasos de Mirocaw eran «seleccionados» me había dejado preguntándome qué propósito exacto tenían aquellos cómicos callejeros en el festival. La figura del payaso había tenido muchos significados distintos en diferentes épocas y culturas. El alegre y bienamado bufón con el que casi todo el mundo estaba familiarizado no era sino un aspecto de esta criatura proteica. Locos, jorobados, amputados y otros seres anormales habían sido antaño considerados payasos natos; eran elegidos para interpretar un papel cómico que permitiera a los demás verlos como graciosos y entretenidos, y no como terribles recordatorios de las fuerzas del desorden en el mundo. Pero a veces se requería de un bufón sin alegría que llamara la atención sobre ese mismo desorden, como en el caso del morboso y honesto bufón del rey Lear, que por supuesto terminó ahorcado, poniendo así fin a su cómica sabiduría. Los payasos habían interpretado en ocasiones papeles ambiguos, incluso contradictorios. Por tanto, sabía bien que no bastaba con saltar con arrojo y el disfraz puesto y gritar «¡Aquí estoy otra vez!».
Durante aquel primer día en Mirocaw no me alejé mucho del hotel. Leí y descansé durante algunas horas antes de comer en una cafetería cercana. A través de la ventana junto a mi mesa vi cómo la noche invernal convertía el suave resplandor verde del pueblo en un color áspero y casi totalmente nuevo en contraste con la oscuridad. Las calles del Mirocaw me parecieron inusualmente ajetreadas para el anochecer de una pequeña población. Pero no era la clase de actividad que uno vería normalmente antes de las inminentes fechas navideñas. Aquella no era un multitud de compradores cargados de bolsas brillantes con los regalos. Sus brazos estaban vacíos y llevaban las manos metidas en los bolsillos para protegerse del frío, que a pesar de todo no los había encerrado en la soledad de sus hogares, presumiblemente cálidos. Los vi entrar y salir de una tienda y otra sin comprar nada. Muchos comercios permanecieron abiertos hasta tarde, e incluso aquellos que cerraban dejaban encendidas las luces de neón. Los rostros que pasaban junto a la ventana de la cafetería probablemente estuvieran tan tensas debido al frío; solo veía ceños profundos, nada más. En la misma ventana vi el reflejo de mi propio rostro. No era el de un adepto payaso, sino dejado y abalado, y en ese momento me pareció el de alguien más muerto que vivo. Fuera estaba el pueblo de Mirocaw, con sus calles que se hundían y elevaban con lunática severidad, con sus ciudadanos atestando las aceras, su corazón bañado en verde. Era el campo de desafío profesional y personal más prometedor que había visto nunca… y estaba aburrido como una ostra. Volví a mi habitación a toda prisa.
«Mirocaw tiene otra frialdad dentro de su frío», escribí aquella noche en mi diario. «Otro conjunto de edificios y calles que existe tras la fachada visible del pueblo, como un mundo de desgraciados callejones». Así seguí más O menos una página, que por fin taché con una enorme «X». Después me fui a la cama.
Por la mañana dejé el coche en el hotel y caminé hacia la principal zona comercial, a algunas manzanas. Mezclarse con las buenas gentes de Mirocaw parecía lo adecuado en aquel punto de mi viaje de investigación. Pero a medida que comenzaba a remontar laboriosamente Townshend (las aceras estaban atestadas de peatones), un atisbo de alguien reemplazó de repente mi plan fortuito con otro más específico e inmediato. A través de la multitud, a unos quince pasos por delante, estaba mi objetivo.
—Doctor Thoss —llamé.
Su cabeza casi pareció girarse y mirar atrás como respuesta a mi grito, pero no podía estar seguro. Me abrí paso entre varios cuerpos cálidamente vestidos y cuellos con bufanda verde, solo para descubrir que mi objetivo parecía conservar la misma distancia respecto a mí, aunque no sabía si lo había hecho de forma deliberada o no. En la siguiente esquina Thoss, vestido con un abrigo oscuro, giró abruptamente para tomar una calle empinada que conducía directamente hacia abajo, hacia la dilapidada zona sur de Mirocaw. Cuando alcancé la esquina miré acera abajo y pude distinguirlo claramente desde arriba. También vi cómo lograba sacarme tanta ventaja en una multitud que había impedido mi propio avance. Por alguna razón, la gente de la acera hacía sitio de modo que pudiera superarlos fácilmente, sin tener que pelear con ellos paso a paso. No se trataba de una evitación física espectacular, aunque sin duda parecía intencionada. Resistiéndome al tenso tejido humano, reanudé mi seguimiento, perdiéndolo de vista en algunos momentos.
Para cuando alcancé el fondo de aquella calle empinada, la multitud se había arralado considerablemente, y después de caminar una manzana más me encontré con que estaba prácticamente solo, caminando detrás de una figura lejana que esperaba que aún fuera la de Thoss. Ahora andaba bastante rápido, y de un modo que parecía consciente de mi persecución, aunque en realidad yo sentía que él me guiaba en la misma medida en que yo lo perseguía. Grité su nombre algunas veces más a un volumen que no podría no haber oído, asumiendo que la sordera no fuera uno de los cambios que se habían operado en él. Después de todo, no era un hombre precisamente joven, ni siquiera maduro.
De repente, Thoss cruzó a la mitad de la calle. Dio algunos pasos más y entró en un edificio de ladrillo sin cartel alguno, entre una licorería y un taller de alguna clase. En el artículo Arlequín, Thoss mencionaba que la gente que vivía en esa zona de Mirocaw tenía negocios propios, y que sus clientes eran casi exclusivamente los mismos residentes del área. No tuve problemas en creer aquella afirmación cuando miré aquellos diminutos comercios, pues tenían el mismo aspecto ajado y desaseado de su clientela. A pesar de la formidable baja calidad de aquellos edificios, seguí a Thoss dentro de aquel cascarón de ladrillo de lo que había sido, o posiblemente aún fuera, una cafetería.
Dentro estaba inusualmente oscuro. Aun antes de que mis ojos se acostumbraran, sentí que aquel no era un próspero restaurante agradablemente lleno de sillas y mesas (como el establecimiento en el que había cenado la noche pasada), sino un lugar con solo unas pocas mesas mal colocadas, y muy frío. Parecía, de hecho, más frío que las calles invernales.
—¿Doctor Thoss? —llamé dirigiéndome hacia una mesa solitaria en el centro de la gran sala. Quizá hubiera cuatro o cinco personas sentadas en ella, y otras ocultas por la oscuridad detrás. Sobre la mesa había algunos libros y papeles sueltos. Allí sentado había un anciano que señalaba algo en las páginas frente a él, pero no era Thoss. A su lado había dos jóvenes cuyos rasgos saludables los distinguían del sombrío cansancio de los otros. Me acerqué a la mesa y todos me miraron. Ninguno de ellos mostró un asomo de emoción salvo los chicos, que intercambiaron miradas preocupadas y culpables, como si hubieran sido descubiertos en algún acto vergonzoso. Los dos se levantaron de repente de la mesa y corrieron hacia la oscuridad, donde apareció brevemente una luz, como si hubieran abierto una puerta trasera.
—Disculpen —dije comedidamente—. Creí ver entrar a alguien a quien conozco.
No dijeron nada. De la sala trasera empezaron a llegar otros, sin duda interesados por la fuente de la conmoción. En unos momentos, la sala estuvo atestada de aquellas figuras como vagabundos; todos observaban vacíos en la penumbra. En aquel momento no sentía miedo de ellos, al menos no de que me pudieran causar algún daño físico. En realidad me sentía como si tuviera capacidad para someterlos fácilmente a golpes, y sus caras de roedor casi invitaban a propinarles unos cuantos puñetazos. Pero había demasiados.
Se deslizaron lentamente hacia mí, como una masa anélida. Sus ojos parecían vacíos y desenfocados, y me pregunté por un momento si eran siquiera conscientes de mi presencia. En cualquier caso, era el centro en el que convergía su letárgico arrastrar de pies. Sus zapatos se deslizaban suavemente sobre el suelo pelado. Comencé a soltar varias inanidades apresuradas mientras seguían acercándose, mientras sus cuerpos débiles e inesperadamente inodoros rozaban el mío. (Ahora entiendo por qué la gente de las aceras parecía evitar instintivamente a Thoss). Piernas invisibles se enredaron con las mías; trastabillé un poco antes de recobrar el equilibrio. Este movimiento repentino me despertó de una especie de confusión mesmérica en la que debía haber caído sin reparar en ello. Había pretendido dejar aquel lugar tenebroso mucho antes de que los acontecimientos llegaran a ese punto, pero por algún motivo no pude concentrar mis intenciones con fuerza suficiente como para actuar. Mi mente debía de haber vagado lejos mientras aquellas cosas serviles se acercaban. En un repentino estallido de pánico atravesé sus blandas filas y llegué afuera.
El aire me revivió y me hizo recuperar mi estado de alerta, y de inmediato comencé a caminar rápidamente colina arriba. Ya no estaba seguro de que no hubiera imaginado simplemente lo que había parecido, y al mismo tiempo no lo había parecido, un momento de peligro. ¿Estaban sus movimientos encaminados hacia un asalto dañino, o solo trataban de intimidarme? Para cuando alcancé la verdosa calle principal de Mirocaw, no era capaz de determinar en realidad lo que había sucedido.
Las aceras seguían atestadas con una multitud de peatones, que ahora me parecían más vivos que hacía tan poco tiempo. Había una especie de vitalidad que solo podía atribuirse a las inminentes festividades. Un grupo de jóvenes había comenzado a celebrar prematuramente y caminaba ruidosamente por el medio de la calzada, obviamente embriagados. Por las risas y chanzas de los ciudadanos aún sobrios pude colegir que, al estilo del Mardi Gras, la borrachera pública era una de las tradiciones de aquel festival de invierno. Busqué cualquier cosa que indicara el comienzo del baile de máscaras callejero, pero no vi nada: ni arlequines de atuendo colorista ni pierrots blancos como la nieve. ¿Se estaba preparando de verdad la coronación de la Reina del Invierno? «La Reina del Invierno», escribí en mi diario. «Figura de la fertilidad investida con simbólicos poderes de reavivamiento y prosperidad. Elegida a la manera de la reina del baile en una fiesta de instituto. Buscar una posible figura consorte en la forma de un representante del inframundo».
En las horas anteriores a la noche del 19 de diciembre me senté en mi habitación del hotel y escribí, pensé y organicé. No me sentía demasiado mal, teniéndolo todo en cuenta. La excitación de las fiestas, que aumentaba poco a poco en las calles bajo mi ventana, sin duda comenzaba a infectarme. Me obligué a echarme una breve siesta en previsión de una noche muy larga. Cuando desperté, la fiesta anual de Mirocaw ya había comenzado.
Gritos, conmoción, jolgorio. Me acerqué adormilado a la ventana y miré a la calle. Parecía que todas las luces de Mirocaw estaban encendidas, salvo aquella sección del pueblo colina abajo, que se había convertido en el negro vacío del invierno. Y ahora el tinte verdoso de la población era aún más pronunciado y se extendía por todas partes como un gran arco iris esmeralda que se hubiera fundido con el cielo y hubiera resistido, fosforescente, la llegada de la noche. En las calles se veía el resplandor de una primavera artificial. Los derroteros de Mirocaw vibraban de actividad. En una esquina cercana tronaba una banda de metales; los coches merodeadores hacían sonar sus bocinas y en ocasiones eran abordados por peatones risueños; un hombre emergía del Red Rooster, echaba los brazos al aire y cacareaba. Miré con atención a los celebrantes, buscando las vestiduras de los payasos. Encantado, no tardé en distinguirlos. El disfraz era rojo y blanco con gorro a juego, y la cara estaba pintada de un noble alabastro. Casi parecía ser una encarnación carnavalesca de ese bufón de barba blanca y botas negras de la Navidad.
Aquel bufón particular, sin embargo, no recibía el afecto y el respeto que suele reservársele a Papá Noel. Mi pobre camarada de payasadas estaba en medio de un círculo de celebrantes que lo empujaban para pasárselo de uno a otro. El objeto de aquel abuso parecía aceptarlos voluntariamente, pero aquel pequeño juego parecía de todos modos tener la humillación como propósito. «Los únicos payasos de por aquí son los que son seleccionados» resonaron en mi memoria las palabras de Beadle. «Castigados» parecía acercarse más a la verdad.
Tras abrigarme de forma adecuada, salí a las calles verdosas. No lejos del hotel me topé con un personaje de amplia sonrisa azul y roja, y pantalones brillantes y abolsados. En realidad lo habían empujado hacia mí unos jóvenes que había junto a una farmacia.
—Mirad al rarito —dijo un tipo obeso y borracho—. Mirad cómo se cae el rarito.
Mi primera respuesta fue la furia, y después el miedo al ver a otros dos flanqueando al gordo. Se acercaron hacia mí y me tensé ante el enfrentamiento.
—Esto es una pena —dijo uno, en cuya mano izquierda sostenía con negligencia el cuello de una botella de vino.
Pero no era a mí a quien hablaban; era al payaso, al que habían empujado hacia la acera. Sus tres perseguidores lo ayudaron a incorporarse con un tirón brusco y le echaron vino por la cara. A mí me ignoraron por completo.
—Soltadlo —dijo el gordo—. Vete, arrástrate, rarito. ¡Oh, se escapa!
El payaso se alejó aprisa y se perdió entre el gentío.
—Esperad un momento —dije al trío de pendencieros, que comenzaban a alejarse. Decidí rápidamente que probablemente fuera fútil pedirles que me explicaran lo que acababa de contemplar, especialmente en medio del ruido y la confusión de los festejos. Con mi mejor actitud jovial les propuse que podríamos ir a algún sitio para invitarlos a beber algo. No pusieron objeción, y al poco tiempo estábamos los cuatro apelotonados alrededor de una mesa del Red Rooster.
A lo largo de varias rondas les expliqué que era de fuera del pueblo, lo que les agradó enormemente por algún motivo. Les dije que había cosas que no entendía acerca de su festival.
—No creo que haya nada que comprender —dijo el gordo—. Es solo lo que ves.
—Le pregunté acerca de los que se vestían de payasos.
—¿Esos? Esos son los raritos. Este año es su turno. Todo el mundo tiene su turno. El año que viene podría ser el mío. O el suyo —dijo, señalando a uno de sus amigos por encima de la mesa—. Y cuando descubramos cuál es el suyo…
—No eres lo bastante listo —dijo el desafiante «rarito» potencial.
Aquel era un punto importante: el hecho de que las personas que interpretaran a los payasos permanecieran, o al menos lo intentaran, en el anonimato. Aquel arreglo ayudaría a eliminar las inhibiciones que un residente de Mirocaw pudiera tener respecto a abusar de su propio vecino, o incluso de un familiar. Por lo que observé más tarde, el alcance de este abuso no pasaba de una trapatiesta juguetona. Y aun así, solo algunos celebrantes ocasionales se aprovechaban de aquella ventaja del festival, y la mayoría de la gente se quedaba al margen.
Aparte de su capacidad para iluminar el significado de aquella costumbre, mis tres jóvenes amigos resultaban inútiles. Para ellos solo era diversión, como imagino que era para la mayoría de los habitantes del pueblo. Aquello era comprensible. Supongo que alguien normal no sería capaz de explicar cómo la profundamente extendida Navidad llegó a ser celebrada en su forma presente.
Dejé el bar solo, algo afectado por las bebidas consumidas. Fuera continuaba el jolgorio general. De todas partes llegaba música fuerte. Mirocaw se había transformado por completo, pasando de ser un pueblecito sedado a un enclave de Saturnalia dentro de la oscura inmensidad de una noche de invierno. Pero Saturno es también el símbolo planetario de la melancolía y la esterilidad, un choque de opuestos contenido en esa única palabra. Y mientras yo vagaba medio borracho calle abajo, descubrí que había un conflicto dentro del propio festival invernal. Este descubrimiento parecía, de hecho, ser esa clave secreta que Thoss guardaba respecto a su estudio de la localidad. Extrañamente, fue gracias a mi poco conocimiento de la naturaleza externa del festival que llegué a conocer su verdadera esencia.
Estaba mezclándome con el gentío en las calles, disfrutando cálidamente de la confusión a mi alrededor, cuando vi a una criatura extrañamente diseñada esperando en una esquina cercana. Era uno de los payasos de Mirocaw. Sus ropas eran desastradas e inclasificables, casi del tipo del payaso vagabundo, pero no lo bastante exageradas de un modo humorístico. La cara, sin embargo, compensaba lo deslucido del disfraz. Nunca había visto una representación tan extraña de la faz de un payaso. La figura se encontraba bajo la pálida luz de una farola, y cuando giró la cabeza en mi dirección comprendí por qué me parecía familiar. La cabeza delgada, suave y pálida; los ojos anchos; los rasgos ovalados que recordaban sobre todo a la criatura con cara de calavera, que grita en ese famoso cuadro (me falla la memoria). Esta imitación bufonesca rivalizaba con el original en su capacidad para sugerir reinos enfermos de horror y desesperación abyectos: una afinidad más propia de algo bajo la tierra que sobre ella.
Desde el primer momento en que vi a esta criatura, pensé en aquellos habitantes del gueto colina abajo. En su porte había la misma pasividad nauseabunda, la misma languidez. Quizá de no haber estado bebiendo antes no hubiera sido lo bastante osado como para hacer lo que hice. Decidí unirme a una de las tradiciones del festival invernal, pues me molestaba ver de pie a aquel mórbido impostor de payaso. Cuando llegué a la esquina me choqué riendo contra la criatura («¡Uuups!»), que trastabilló hasta terminar en la acera. Volví a reír y miré a mi alrededor buscando la aprobación de los celebrantes. Sin embargo, nadie parecía apreciar, o siquiera reconocer, lo que había hecho. No se reían conmigo ni señalaban divertidos, sino que pasaban de largo, quizá andando un poco más rápido hasta que ponían alguna distancia con aquel incidente callejero. Comprendí al instante que había violado alguna regla tácita de comportamiento, aunque pensaba que mi actuación quedaba dentro de las prácticas habituales. Se me ocurrió que podría incluso ser detenido y acusado por lo que en otras circunstancias sería sin duda un acto delictivo. Me giré para ayudar al payaso a ponerse en pie, esperando redimir mi ofensa de algún modo, pero la criatura había desaparecido. Me alejé solemne de la escena de mi inadvertido delito y busqué otras calles lejos de los testigos.
Vagué por varias callejuelas de Mirocaw, hasta detenerme exhausto en el mostrador de una pequeña tienda de sandwiches llena de clientes. Pedí una taza de café para revivir mi sistema lleno de alcohol. Me calenté las manos con la taza y bebí lentamente, mientras observaba por el escaparate a la gente que pasaba fuera. Ya era bien pasada la medianoche, pero el flujo de peatones no daba indicación alguna de que fueran a empezar a marcharse a casa. Pasó un carnaval de perfiles y me contenté con acomodarme y observar, hasta que al final una de aquellas caras me hizo dar un respingo. Era aquel payaso terrorífico al que había empujado antes, pero aunque el rostro resultaba familiar en su imagen espectral, había esta vez algo distinto. Y entonces pensé en que debía haber de aquellas rarezas repulsivas.
Pagué rápidamente mi consumición y corrí fuera para ver al payaso de nuevo, aunque ya no estaba a la vista. La densa multitud me impidió perseguir con facilidad aquella figura, y me pregunté cómo el payaso había logrado con tanta facilidad cobrarme ventaja. Salvo que la gente le abriera paso de forma instintiva a través de la masa, como había hecho con Thoss. En el proceso de buscar a aquel monstruo en particular, descubrí que dispersos entre la población celebrante de Mirocaw, que incluía a los payasos autorizados del festival, no había uno ni dos, sino un número considerable de aquellas criaturas pálidas y fantasmales. Y todas navegaban por las calles sin molestia alguna siquiera de los más borrachos. Ahora comprendí uno de los tabúes del festival. Aquellos otros payasos no debían ser molestados, incluso había que evitarlos, como se hacía con los residentes de aquel suburbio en el límite del pueblo. A pesar de todo, sentía de forma instintiva que los dos grupos de payasos estaban de algún modo identificados entre ellos, aunque los del gueto no fueran bienvenidos en el festival de invierno de Mirocaw. En realidad, simplemente no eran parte de la comunidad y celebraban la estación a su modo. A todos los aspectos, aquel grupo de mimos melancólicos constituía nada menos que un festival por completo independiente, un festival dentro de otro.
Regresé a mi habitación y anoté mis suposiciones en el diario que llevaba para esta empresa. Lo que sigue son algunos extractos:
Los habitantes de Mirocaw muestran una superstición respecto a aquellos que viven en las zonas bajas, particularmente cuando estos últimos aparecen con el horrendo maquillaje que significa su propio festival. ¿Cuál es la relación entre estas celebraciones simultáneas ? ¿ Precedía una a la otra ? De ser así, ¿cuál? Mi opinión al respecto, que ya mismo declaro provisional, es que el festival de invierno de Mirocaw es la manifestación posterior, que apareció tras el festival de estos payasos pálidos y deprimentes, para cubrirlo o mitigar sus efectos. Pienso ahora en los suicidios navideños y en el subclima del que habló Thoss, en la desaparición de Elizabeth Beadle hace veinte años, y en mi propia experiencia con el clan paria que vive al tiempo dentro y fuera de la comunidad. En mi propia experiencia con esta subestación emocionalmente deletérea de la que prefiero no hablar en esta ocasión. Aún no soy capaz de determinar si mi habitual melancolía invernal es o no la causa. Respecto al asunto general de la salud mental, debo considerar el libro de Thoss acerca de su estancia en un hospital psiquiátrico (en el oeste de Massachusetts, estoy casi seguro. Comprobar en este libro y en las raíces de Mirocaw en Nueva Inglaterra). El solsticio de invierno es mañana, aunque en algún momento pasada la medianoche (¡qué confusos se están haciendo estos días y noches!). Es, por supuesto, el día del año en que las horas de noche superan a las de día por el mayor margen. Considerar lo que este hecho tiene de relación con los suicidios y un aumento en los desórdenes mentales. Recordando la lista de suicidios documentados que Thoss señalaba en su artículo, parecía haber una recurrencia de apellidos concretos, cosa común en cualquier recogida de datos de cualquier clase en una localidad pequeña. Entre estos nombres había un Beadle o dos. Quizá, pues, haya una base genealógica para los suicidios ajena al subclima místico de Thoss, que sin duda es una idea entretenida y que parece adecuada para este pueblo de variados aspectos internos y externos, pero que en definitiva es un concepto que no se puede sostener.
Una cosa que parece cierta, sin embargo, es la división de Mirocaw en dos clases de ciudadanía muy diferentes, lo que resulta en dos festivales y en la aparición de similares payasos (un término ahora empleado en un sentido extremadamente amplio). Pero existe una conexión, y creo tener una idea de qué se trata. Dije antes que los residentes normales del pueblo tratan a aquellos del gueto, y especialmente a sus figuras bufonescas, con superstición. Pero es algo más que eso: hay miedo, quizá una especie de odio; la clase particular de odio que resulta de una memoria poderosa e irracional. Creo poder comprender muy bien lo que amenaza a Mirocaw. Recuerdo el incidente de hoy en la cafetería vacía. «Vacía» es el término apropiado, a pesar de la contradicción del hecho. La congregación de aquella sala en penumbra creaba menos una presencia que una ausencia, aun considerando el opresivo número de individuos. Aquellos ojos que no podían o no querían enfocarse en nada, la lánguida lasitud de sus rostros, la marcha perezosa de sus pies… Cuando escapé de allí me sentí espiritualmente drenado. Entonces comprendí por qué se evita a estas gentes, y a sus actividades.
No puedo cuestionar la sabiduría de estos mirocavianos ancestrales que comenzaron la tradición del festival de invierno y dieron al pueblo un pretexto de celebración y comunicación social en una época en que las consecuencias del aislamiento absorto son más graves, esos largos y oscuros días del solsticio. Es obvio que un ambiente de jovialidad navideña no bastaría para contrarrestar la amenaza de esta estación. Pero aun así, están todavía los suicidios de las personas que, imagino, de algún modo quedan aisladas de las revitalizadoras actividades del festival.
Es la naturaleza de esta insidiosa subestación que parece determinar las formas externas del festival invernal de Mirocaw: el verdor optimista en un periodo de gris letargo; la fértil promesa de la Reina del Invierno; y, lo que es para mí más interesante, los payasos: los brillantes payasos de Mirocaw que son maltratados de aquel modo, que parecen servir como figuras sustitutivas de aquellos mimos de ojos oscuros de los suburbios. Como estos últimos son temidos por el poder o influencia que puedan poseer, es posible enfrentarse a ellos simbólicamente y conquistarlos a través de sus contrapartidas, que son elegidas precisamente para esa función. Si tengo razón en este aspecto, me pregunto hasta qué punto existe una consciencia despierta entre la población de esta demostración indirecta de agresión. Los tres jóvenes con los que hablé esta noche no parecían ser conscientes más que de la diversión robusta de esta tradición festiva. Y ya puestos, ¿qué conciencia existe en el otro lado de estos dos festivales antagónicos? Es demasiado horrible pensar en algo así, pero debo preguntarme si, a pesar de su aparente indeterminación, estos habitantes del gueto no son los únicos que saben lo que sucede. No se puede negar que detrás de sus expresiones inhumanamente lasas parece haber una especie de molesta inteligencia.
Ahora comprendo la confusión de mi presente estado, pero mientras me tambaleaba esta noche de calle en calle, observando a estos payasos de boca ovalada, no podía dejar de pensar que todo aquel jolgorio de Mirocaw simplemente se permitía gracias a su tolerancia. Espero que esto no sea más que una antojadiza intuición thossiana, la clase de idea que es curiosa y provocativa pero que nunca parece lograr el beneficio de la prueba. Sé que no estoy enteramente lúcido, pero siento que puede ser posible penetrar las muchas complejidades de Mirocaw e iluminar el lado oculto de este festival. En especial debo buscar el significado del otro carnaval. ¿Es también alguna clase de celebración de la fertilidad? Por lo que he visto, el tenor de este subgrupo «celebrante» es acaso el de la anti fertilidad. ¿Cómo han logrado sobrevivir, no extinguirse a lo largo de los años? ¿Cómo mantienen su número?
Pero estaba demasiado cansado para formular ninguna más de mis alcohólicas especulaciones. Me caí en la cama y me perdí muy pronto en sueños de calles y rostros.
Por supuesto, cuando me desperté a la mañana siguiente tenía una ligera resaca. El festival seguía con ganas, y la música atronadora del exterior me despertó de una pesadilla. Era un desfile. Varios globos procedían calle Townshend abajo, predominando el color ya familiar. Había globos de peregrinos e indios, de vaqueros e indios, de payasos de algún tipo ortodoxo. En medio de todo estaba la Reina del Invierno, helada sobre su trono gélido. Saludaba en todas direcciones, e incluso imaginé que lo hacía hacia mi oscura ventana.
En los primeros y confusos momentos de vigilia no sentí simpatía por mi excitación de la noche anterior. Pero descubrí que mi entusiasmo simplemente se había quedado dormido, y pronto regresó con aun mayor intensidad. Nunca antes mi mente y mis sentidos habían estado tan activos durante esta época del año, normalmente inerte. En casa hubiera estado escuchando lúgubres y viejos discos y mirando por la ventana. Me sentía enormemente agradecido de una forma por completo abstracta por mi compromiso con una manía significativa. Y estaba ansioso por ponerme a trabajar después de haber desayunado algo en la cafetería.
Cuando regresé a mi habitación descubrí que la puerta estaba sin la llave echada. Había algo escrito en el espejo del vestidor. La escritura era roja y grasienta, como si se hubiera realizado con el lápiz de maquillaje de un payaso… el mío, comprendí. Leí el mensaje, o quizá debería decir el acertijo, varias veces: «¿Qué se entierra antes de estar muerto?». Lo miré largo rato, estremecido por lo vulnerables que eran mis fortificaciones vacacionales. ¿Se suponía que aquello era una advertencia de alguna clase? ¿Una amenaza que sugería que, de proseguir un determinado camino, terminaría prematuramente enterrado? Me dije que tendría que andarme con cuidado. Mi resolución fue no permitir que nada me apartara de la estrategia inspirada que había desarrollado. Limpié el espejo, pues ahora lo necesitaba para otro propósito.
Pasé el resto del día diseñando un traje especial y un rostro apropiado para él. Ajé fácilmente mi impermeable con un bolsillo roto o dos, y un juego completo de manchas. Junto con unos vaqueros azules y un par de zapatos muy usados, conseguí un aceptable disfraz de derrelicto. La cara fue no obstante más difícil, pues tuve que experimentar de memoria. Conjuré una imagen mental de ese pierrot aullante del cuadro (El grito, recordé ahora), lo que me ayudó no poco. A la noche, salí del hotel por la escalera posterior.
Era extraño mezclarse con la multitud callejera con aquel disfraz grotesco. Aunque pensaba que me sentiría conspicuo, la experiencia real fue muy cercana, imaginé, a la de la completa invisibilidad. Nadie me miraba al pasar, ni cuando yo me dirigía hacia ellos. Era un fantasma, quizá el de los festivales pasados, o de los que están por llegar.
No tenía una idea clara de dónde me llevaría mi disfraz aquella noche, solo vagas expectativas de lograr la confianza de mis camaradas espectrales, y de llegar a conocer de algún modo sus secretos. Durante un momento me limité a vagar de aquel modo apático que había aprendido de ellos, siguiendo el camino que pudieran indicar. En su mayor parte, esto se tradujo en no hacer casi nada, y en hacerlo en silencio. Si me cruzaba con uno de los míos en la acera no se hablaba, no se intercambiaban miradas de saludo, no había reconocimiento alguno del que yo fuera consciente. Estábamos allí, en las calles de Mirocaw, para crear una presencia, nada más. Al menos así es como yo me sentía. Mientras vagaba con mi invisibilidad incorpórea, sentí cómo me convertía más y más en una forma vacía, flotante, que veía sin ser vista y que caminaba sin la interferencia de aquellas criaturas palpables que compartían mi mundo. No era una experiencia que careciera por completo de interés, o incluso que no fuera placentera. El lema bufo de «aquí estamos de nuevo» cobraba para mí un nuevo significado, pues me sentía un novicio de una orden excepcional del arlequinado. No tardó en presentarse la oportunidad de realizar mayores progresos en esta senda.
Marchando en dirección contraria, bajando por la calle, pasaba lentamente una camioneta que partía con delicadeza un mar de celebrantes. El cargamento que llevaba detrás era curioso, pues se componía por completo de mis compañeros sectarios. Al final de la manzana, la camioneta se detuvo y otro de ellos subió por la puerta trasera. Una manzana más allá vi cómo se subía otro. Entonces la camioneta giró 180 grados en una intersección y se dirigió hacia mí.
Me quedé en la acera como había visto hacer a los otros. No estaba seguro de si el vehículo me recogería, pues pensaba que me sabrían un impostor. Sin embargo, la camioneta frenó hasta casi detenerse al llegar junto a mí. Los otros estaban estabulados sobre el suelo de la parte trasera. La mayoría se limitaba a contemplar la nada con la habitual indiferencia que ya esperaba de ellos. Pero unos pocos me miraban en realidad con alguna anticipación. Por un segundo dudé, sin saber si quería seguir con aquella charada. En el último momento, un impulso me hizo subir a la camioneta y apretarme como pude entre los demás.
Solo recogimos a unos poco más antes de que la camioneta se dirigiera hacia las afueras de Mirocaw, y más allá. Al principio traté de mantener una clara orientación con respecto a la localidad, pero a medida que tomábamos un giro tras otro en la oscuridad de aquellas angostas carreteras comarcales, me vi incapaz de conservar sentido de la dirección alguno. La mayoría de los demás no exhibía conciencia aparente de sus compañeros. Con cuidado miré todos aquellos rostros espectrales. Unos cuantos hablaban a otros cercanos con frases cortas y susurradas. No podía entender lo que decían, pero el tono era el de una inocente normalidad, como si no pertenecieran a los endurecidos suburbios de Mirocaw. Quizá, pensé, aquellos fueran aventureros que se habían disfrazado como yo había hecho, o quizá, lo que era más probable, iniciados de alguna clase. Posiblemente hubieran recibido ya instrucciones en reuniones como aquella con la que me había topado yo el día anterior. También era probable que entre aquella gente estuvieran los mismos chicos que había asustado hasta hacerlos escapar de la vieja cafetería.
La camioneta aceleraba ahora por un tramo bastante abierto, dirigiéndose hacia las colinas más elevadas que rodeaban el ya lejano Mirocaw. El viento helado soplaba a nuestro alrededor, y yo no podía evitar temblar de frío. Aquello sin duda me traicionaba como uno de los recién llegados al grupo, pues los dos cuerpos que se apretaban contra el mío estaban rígidamente quietos, e incluso parecían irradiar una frigidez propia. Observé las tinieblas, la negrura hacia la que progresábamos rápidamente.
Ya habíamos dejado atrás todo el campo abierto y la carretera quedaba enmarcada por bosques cerrados. La masa de cuerpos en la camioneta se apretujó cuando comenzamos a ascender una cuesta empinada. Sobre nosotros, en la cima de la colina, brillaban luces en algún punto de los bosques. Cuando la carretera se niveló la furgoneta realizó un giro cerrado, dirigiéndose hacia lo que parecía una gran zanja.
Sin embargo, había un camino sin pavimentar por el que la camioneta procedió hacia el resplandor no demasiado lejano.
Este resplandor se hizo más fuerte y nítido a medida que nos aproximábamos, titilando entre los árboles para revelar con lúgubre detalle lo que antes solo era suave tiniebla. A medida que la camioneta entraba en un claro y se detenía, vi una rala reunión de figuras, muchas de las cuales sostenían lámparas que emitían una luz cegadora y gélida. Me incorporé en la caja de la camioneta para bajar, como los demás estaban haciendo. Al mirar a mi alrededor desde aquella altura, vi aproximadamente a treinta más de aquellos payasos cadavéricos en las inmediaciones. Uno de mis compañeros me vio demorarme en la camioneta y, con un susurro extrañamente agudo, me dijo que me apresurara, explicándome algo acerca del «apogeo de la oscuridad»,. Volví a pensar en la noche del solsticio; era técnicamente el periodo de oscuridad más largo del año, aunque no por un margen muy importante respecto a otras noches de invierno. Su verdadero significado, sin embargo, estaba relacionado con consideraciones que no tenían mucho que ver ni con estadísticas ni con el calendario.
Me dirigí hacia el lugar en el que los demás formaban un grupo apretado que traicionaba una expectación en los gestos sutiles y en las expresiones de cada uno de sus miembros. Ahora se intercambiaban miradas, la mano de uno tocaba ligeramente el hombro de otro, y un par de ojos circulares miraban al punto en el que dos figuras colocaban sus lámparas sobre el suelo, separadas unos dos metros. La luz de estas lámparas revelaba una abertura en la tierra. Poco a poco, la conciencia de todos se concentró en aquel pozo redondeado, y a una señal preestablecida todos comenzamos a congregarnos a su alrededor. Los únicos sonidos eran los del viento y los de nuestros propios movimientos, a medida que aplastábamos con los pies las hojas y ramas.
Por fin, cuando hubimos rodeado la abertura, el primero saltó dentro, desapareciendo durante un momento para asomarse y coger la linterna que le entregaba otro. El abismo en miniatura se llenó de luz y pude ver que no tenía más de dos metros de profundidad. La figura que sostenía la luz se agachó un poco y desapareció en el pasadizo.
Cada uno de nosotros, por turno, bajamos a la oscuridad de este pozo, cogiendo una linterna uno de cada cinco. Yo me quedé de los últimos, pues fueran cuales fueran las actividades subterráneas que fueran a tener lugar, estaba seguro de que preferiría encontrarme en su periferia. Cuando solo quedábamos unos diez arriba, maniobré para dejar a cuatro de ellos delante, de modo que fuera yo quien recibiera la linterna. Así fue exactamente como sucedió, pues después de saltar al fondo del pozo se me entregó una luz de forma ritual. Me giré y entré rápidamente en el pasadizo. En ese momento temblaba tanto por el frío que no sentía ni miedo ni curiosidad, solo agradecimiento por aquel cobijo.
Entré en un túnel largo y de pendiente suave, lo bastante alto como para permitirme caminar erguido. Allí hacía bastante menos frío que en la gélida oscuridad de los bosques. Tras algunos momentos me había descongelado lo bastante como para que mis preocupaciones pasaran de aquellas de la comodidad física a una repentina y justificada preocupación por mi supervivencia. Mientras caminaba sostenía mi linterna cerca de los lados del túnel. Estos eran relativamente lisos, como si el pasadizo no se hubiera realizado mediante excavación manual, sino que hubiera sido creado por algo que hubiera dejado atrás una pista de sus dimensiones en el tamaño y la forma del túnel. Aquella idea delirante me llegó cuando recordé el mensaje que me habían dejado en el espejo de mi hotel: «¿Qué se entierra antes de estar muerto?».
Tuve que apresurarme para mantener el ritmo de los asombrosos espeleólogos que me precedían. Sus linternas se bamboleaban con cada paso de sus portadores, y la lenta procesión parecía menos real a cada paso que nos adentrábamos en aquella abrigada mina. En algún punto noté que la línea por delante de mí se hacía más corta. Los procesionarios estaban repartiéndose por una cámara cavernosa a la que también yo llegué sin tardar mucho. Aquella área tenía una altura de unos diez metros, y sus otras dimensiones se aproximaban a las de un salón de baile grande. Al mirar hacia arriba cobré incómoda conciencia de lo mucho que habíamos descendido hacia el interior de la tierra. Al contrario que los suaves laterales del túnel, las paredes de la caverna parecían toscas e irregulares, como si las hubieran tallado a dentelladas. Asumí que la tierra había sido retirada, ya fuera a través del túnel por el que habíamos emergido o por una de las otras muchas aberturas oscuras que vi en los bordes de la cámara, pues posiblemente también condujeran hasta la superficie.
Pero la estructura de la cámara ocupaba mi mente mucho menos que sus ocupantes. Para reunirse con nosotros en el suelo de la gran caverna estaba allí lo que debía de ser toda la población de los suburbios de Mirocaw, y más aún, todos con la misma cara de inquietantes ojos anchos y bocas ovaladas. Formaban un círculo alrededor de un objeto con forma de altar que se había cubierto con alguna clase de tela oscura, parecida al cuero. Sobre el altar, otro lienzo del mismo material ocultaba una forma inmóvil.
Y tras esta forma, mirando hacia abajo desde el altar, estaba la única figura cuyo rostro no estaba cubierto de maquillaje.
Vestía una larga túnica nívea del mismo color que el cabello etéreo que le coronaba la cabeza. Sus brazos descansaban calmados a los costados. No hacía movimiento alguno. El hombre que antaño creí capaz de penetrar grandes secretos estaba ante nosotros con el mismo porte profesoral que me había impresionado hacía tantos años, aunque ahora no sentía más que miedo ante la idea de las revelaciones que se escondían dentro de los pliegues abisales de su atuendo magisterial. ¿De verdad había acudido yo allí para enfrentarme a una figura tan formidable? El nombre por el que lo conocía parecía insuficiente para designar a alguien de su estatura. Era más adecuado llamarlo por sus otras encarnaciones: dios de toda sabiduría, escriba de todos los tomos sagrados, padre de los magos, tres veces grande, y más aún. Debía llamarlo Thoth.
Levantó sus manos hacia la congregación y dio comienzo a la ceremonia.
Era muy sencilla. Toda la asamblea, que hasta el momento había permanecido en total silencio, prorrumpió en el más horrísono y penetrante cántico que pueda imaginarse. Era un coro de pesar, de aullante delirio, y de vergüenza. La caverna resonó con el quejido agudo y disonante. También mi voz se sumó a la de la congregación, tratando de mezclarse con su música amputada. Pero mi canto no podía imitar el suyo, pues tenía una ronquera ajena a su gemido espectral y cacofónico. Para no exponerme como intruso, seguí moviendo la boca sin emitir sonido. Estas palabras eran una revelación de la sombría malignidad que hasta entonces solo había sentido en presencia de aquellas figuras. Estaban cantando al «nonato en el paraíso», a las «puras vidas no vividas». Cantaban una endecha por la existencia, por todas sus formas y estaciones vitales. Sus ideales eran los de las tinieblas, el caos y una melancólica semiexistencia consagrada a las muchas formas de la muerte. Un mar de rostros enjutos y exangües temblaba y gritaba con esperanzas perversas. Y la figura con túnica que lo guiaba desde su corazón, elevada a lo largo de veinte años a la posición de sumo sacerdote, era el hombre del que yo había tomado tantos de los principios de mi propia vida. No tendría sentido describir lo que sentí en ese momento, y además necesito ese tiempo para describir los acontecimientos que siguieron.
El canto se detuvo abruptamente y la inmensa figura de cabellos canos comenzó a hablar. Estaba dando la bienvenida a aquellos de la nueva generación: veinte inviernos habían pasado desde que los «Puros» ampliaran sus filas. La palabra «puro» en aquel entorno era ofensiva para el sentido y la compostura que yo aún conservaba, pues nada podría ser más repugnante que lo que estaba por llegar. Thoss, y empleo esta identidad difunta únicamente como conveniencia, acabó su sermón y se acercó al altar oscuro. Entonces, con todo el estilo de su antigua vida, retiró el lienzo superior. Bajo él había una efigie de miembros flácidos, un títere derrumbado sobre la losa. Yo me encontraba hacia la parte trasera de la congregación e intentaba mantenerme lo más cerca posible del pasadizo de salida. Por tanto, no lo veía todo con la mayor claridad.
Thoss contempló aquella muñeca encorvada, y después a la congregación. Yo incluso imaginé que trababa contacto visual conmigo. Extendió los brazos y un torrente continuo de palabras ininteligibles fluyó de su boca quejumbrosa. Los sectarios comenzaron a agitarse, no de forma violenta pero sí perceptible. Hasta el momento había un límite a la maldad que yo suponía a aquella gente. Después de todo, no eran más que eso. Solo eran almas mórbidas que se torturaban con extrañas creencias. Si algo había aprendido en todos mis años como antropólogo era que el mundo posee una infinita riqueza de ideas extrañas, hasta el punto de que el concepto de extrañeza había perdido significado para mí. Pero ante la escena de la que era testigo, mi conciencia entró en un reino del que nunca regresaré.
Pues ahora llegaba la escena de la transformación, la culminación de toda actuación del arlequín.
Comenzó poco a poco. Hubo un aumento del movimiento entre aquellos al otro lado de la cámara. Alguien había caído al suelo y los que lo rodeaban se retiraban. La voz del altar proseguía su cántico. Traté de lograr una mejor visión, pero había demasiada gente a mi alrededor. A través de la masa de cuerpos solo vi retazos de lo que tenía lugar.
El que había caído al suelo de la cámara parecía estar perdiendo sus formas y proporciones. Creí que era un truco de payaso. Porque eran payasos, ¿no? Yo mismo podía hacer que cuatro bolas blancas se transformaran en otras negras mientras hacía malabares con ellas, y aquella no era mi proeza más asombrosa de magia carnavalesca. ¿Y no había en todas las ceremonias un componente inherente de prestidigitación, que a menudo dependía del delirio transportado de los celebrantes? Aquel era un buen espectáculo, pensé, y reí para mí. La escena de transformación de Arlequín despojándose de su fachada bufonesca. Oh, Dios, ¡Arlequín no se movía así! Arlequín, ¿dónde están tus brazos? Y tus piernas se han fundido y han comenzado a arrastrarse sobre el suelo. ¿Qué horrible ombligo bucal es ese que ocupa lo que debería ser tu cara? ¿Qué se entierra antes de estar muerto? La todopoderosa serpiente de la sabiduría: el Gusano Conquistador.
Ahora comenzaba a suceder por todas partes de la cámara. Algunos miembros de la congregación miraban vacíos, atrapados por un instante en un trance gélido, y entonces se desplomaban sobre el suelo para comenzar la enfermiza transformación. Esto sucedía con frecuencia cada vez mayor, a medida que Thoss cantaba más fuerte, con más frenesí, su demente plegaria o maldición. Entonces comenzó un movimiento reptante hacia el altar, y Thoss dio la bienvenida a las cosas que se retorcían en dirección hacia lo alto del ara. Entonces supe qué era la figura lasa que descansaba encima.
Era Kora y Perséfone, la hija de Ceres y la Reina de Invierno: la niña secuestrada y llevada al inframundo de la muerte. Salvo que aquella pequeña no tenía madre sobrenatural que la salvara, ni madre viva alguna. Pues el sacrificio que presenciaba era un eco del que había tenido lugar veinte años antes, en la fiesta de carnaval de la generación precedente. ¡O carne vale! Ahora madre e hija se habían convertido en víctimas de aquel sabbath subterráneo. Por fin comprendí esta verdad cuando la figura se agitó sobre el altar, levantó su cabeza de gélida belleza y gritó al ver las fauces mudas que se cerraban a su alrededor.
Corrí por la cámara hacia el túnel (no podía hacer nada más, me he dicho de forma obsesiva). Algunos de los que no habían cambiado empezaron a perseguirme. Me hubieran atrapado, de eso no tengo duda, pues caí a los pocos metros de entrar en el pasadizo. Por un momento imaginé que yo también iba a sufrir la transformación, pero no había sido preparado como los otros. Cuando oí acercarse los pasos de mis perseguidores estuve convencido de que me aguardaba un destino aún peor en el altar, pero las pisadas se detuvieron y se retiraron. Habían recibido una orden de voz del sumo sacerdote. También yo la oí, aunque hubiera deseado que no fuera así, pues hasta entonces había imaginado que Thoss no recordaba quién era yo. Fue aquella voz la que me sacó de mi error.
Por el momento tenía libertad para escapar. Me puse en pie como pude y, habiendo roto mi linterna en la caída, rehice mis pasos a través de una negrura de cloaca.
Todo pareció suceder muy rápido una vez emergí del túnel y salí del pozo, me restregué la pintura grasienta y hedionda de la cara mientras corría a través de los bosques, hacia la carretera. Un coche se detuvo, aunque no lo di más opción que aquella o el arrollarme.
—Gracias por parar.
—¿Qué coño está haciendo aquí? —preguntó el conductor.
Recuperé el aliento.
—Era una broma. El festival. Mis amigos pensaron que sería divertido… Por favor, lléveme.
El viaje me acercó a kilómetro y medio del pueblo, y desde allí pude orientarme. Era el mismo camino por el que había llegado a Mirocaw en mi primera visita del verano anterior. Permanecí un rato en la cima de la alta colina que se alzaba más allá del límite urbano, contemplando aquel pequeño y animado villorrio. La intensidad del festival no había decaído, y no lo haría hasta la mañana. Bajé hacia el verdoso brillo acogedor, atravesé el festejo sin llamar la atención y regresé al hotel. Nadie me vio subir a la habitación. De hecho, había en el edificio una atmósfera de ausencia y abandono, y nadie atendía el mostrador de recepción.
Cerré la puerta con llave y me derrumbé sobre la cama.
Cuando desperté a la mañana siguiente, vi desde mi ventana que el pueblo y el campo circundante habían sido visitados durante la noche por una tormenta de nieve que nadie había predicho. La nieve seguía cayendo sobre las calles ahora desiertas de Mirocaw. El festival había terminado. Todos se habían ido a casa.
Y aquella era exactamente mi intención. Cualquier otra cosa por mi parte respecto a lo que había visto la noche anterior tendría que esperar hasta que me hubiera alejado de allí. Aún no estoy seguro de si hablar así será de algún bien. Cualquier acusación que pudiera hacer contra la población de los suburbios de Mirocaw sería considerada, y con justicia, increíble. Quizá todo esto no tarde mucho en no ser asunto mío.
Con una maleta en cada mano, bajé al vestíbulo para pagar la cuenta. El hombre en el mostrador no era Samuel Beadle, y tardó un rato en encontrar mi factura.
—Aquí la tenemos. ¿Todo bien?
—Muy bien —respondí con voz muerta—. ¿Está el señor Beadle por aquí?
—No, me temo que aún no ha regresado. Se ha pasado toda la noche buscando a su hija. Es una chica muy popular, con todas esas tonterías de ser Reina del Invierno. Probablemente esté todavía en alguna fiesta.
No pude evitar un pequeño gemido.
Tiré las maletas al asiento trasero del coche y me puse al volante. En aquella mañana, nada de lo que lograba recordar me parecía real. La nieve caía ante mi vista, lenta, silenciosa e hipnótica. Arranqué el coche, mirando como era mi costumbre por el espejo retrovisor. Lo que allí vi está ahora vívidamente enmarcado en mi mente, como quedó enmarcado por el parabrisas trasero de mi coche cuando me giré para verificar su realidad.
En medio de la calle, detrás de mí, con los pies enterrados en la nieve hasta los tobillos, estaba Thoss con otra figura. Cuando miré a esta con detenimiento lo reconocí como uno de los chicos a los que había sorprendido en aquella cafetería. Pero ahora había adoptado el semblante corrompido y desabrido de su nueva familia. Tanto él como Thoss me miraron, sin hacer intento alguno por impedir mi marcha. Thoss sabía que era innecesario.
Tuve que soportar la imagen de aquellas dos figuras oscuras en mi cabeza mientras conducía de vuelta a casa. Pero solo ahora siento todo el peso de mi experiencia. De momento he alegado una enfermedad para evitar mi programación docente. Enfrentarme al flujo normal de la vida como la había conocido hasta ahora sería imposible. Ahora estoy mucho más bajo la influencia de una estación y de un clima mucho más frío y yermo que todos los inviernos que recuerda el hombre. Y el recrear mentalmente los acontecimientos no parece haberme ayudado; siento cómo me hundo cada vez más profundo en un blanco abismo aterciopelado.
En determinados momentos casi podría disolverme por completo en este reino interior de terrible pureza y vacuidad. Recuerdo aquellos momentos invisibles en que estuve disfrazado y vagué por las calles de Mirocaw, evitado por las formas beodas y ruidosas que me rodeaban: intocable. Pero al instante me retracto de esta nostalgia grotesca, pues comprendo lo que está sucediendo y sé que no quiero que sea cierto, aunque Thoss proclamó que así era. Recuerdo su orden a mis perseguidores mientras me hallaba tumbado e indefenso en el túnel. Podrían haberme prendido, pero Thoss, mi antiguo maestro, les dijo que volvieran. Su voz resonó por toda la caverna, y ahora reverbera dentro de mi propia cámara de memoria psíquica.
«Es uno de nosotros», dijo. «Siempre ha sido uno de nosotros».
Es esta voz la que ahora llena mis sueños y mis días y mis largas noches de invierno. Lo he visto, doctor Thoss, a través de la nieve desde mi ventana. Pronto celebraré, solo, el último festejo que matará sus palabras, solo para demostrar lo bien que he aprendido su verdad.
A la memoria de H. P. Lovecraft