Caracas era una ciudad madrugadora. Desde mucho antes de amanecer, sus gentes comenzaban a bullir y ponerse en movimiento, y con la primera claridad del día —sobre las seis de la mañana— las calles, las avenidas y las rápidas autopistas se convertían en un hervidero de alborotados automovilistas a los que pese a lo tempranero de la hora se diría que había atacado el veneno de la prisa.

Era como si con la misma velocidad con que el sol ascendía en el horizonte, más allá de la cordillera que dominaba el Monte Ávila, ascendiera el volumen del estruendo de aquella ciudad que hasta pocos años antes no había sido más que una recoleta villa de nostalgias coloniales en la que tan sólo se escuchaba el piar de los pájaros y el canto del viento en las copas de los altos chaguaramos.

Cientos, miles, millones de rugientes motores; griterío de claxons; sirenas de policías y ambulancias; chirriar de grúas, llamadas de vendedores ambulantes que voceaban las más heterogéneas mercancías y, sobre todo ello, dominándolo, confundiéndolo, pero nunca ahogándolo, la algarabía de también cientos, miles y millones de aparatos de radio a todo volumen que parecían querer competir entre sí por emitir una voz diferente o una música más chillona.

Emigrantes que habían llegado desde dispersos rincones del planeta decididos a recuperar velozmente los años perdidos en guerras, hambre, cárceles o campos de concentración, habían contagiado de su fiebre a un gran número de criollos que parecían estar despertando de una larga siesta para descubrir que también ellos, los más humildes y olvidados, aquellos a los que la antigua Venezuela agrícola y colonial no brindo nada nunca, estaban igualmente en condiciones de apoderarse de un hermoso pedazo del gran pastel en que se había transformado la nueva Venezuela del petróleo, el hierro y la bauxita.

Tan sólo la vieja aristocracia del dinero; los descendientes de las vetustas familias de hacendados cuyos tatarabuelos conquistaron las planicies del interior a golpe de espada y lomo de caballo, se esforzaba inútilmente por mantener la calma con el aire distante del marqués que ve cómo un populacho enloquecido irrumpe en su jardín, aplasta sus parterres y roba sus rosas y manzanas.

Como altivos castillos asediados por las bárbaras hordas, los viejos caserones circundados de robles centenarios se iban viendo asaltados por agresivos edificios de veinte y treinta pisos desde cuyas diminutas ventanas ávidos ojos inquisidores espiaban lo que ocurría en el interior de los empedrados patios, ansiosos siempre por avanzar un metro más, tumbar un nuevo árbol o transformar en Galería Comercial, Hotel, o Condominio, un mimado jardín o una lánguida rotonda.

La Caracas de las buganvillas, las mimosas, los chaguaramos, los caobos y los flamboyanes se esforzaba inútilmente al comienzo de la agitada década de los cincuenta por contener él desenfrenado empuje de la Caracas del cemento, el hierro y el asfalto, pero ya todos sabían que era aquella una batalla perdida tiempo atrás, y que uno a uno los reductos de un hermoso pasado colonial y romántico se irían derrumbando vencidos por la especulación y el desenfreno.

Caracas era en verdad una ciudad madrugadora, pero aquella mañana, horas antes de que el más activo de sus habitantes se dispusiera a iniciar un nuevo día de afanes y trabajos, ya en el deprimente y tétrico cuartucho de los Perdomo Maradentro nadie dormía por más que los cuatro permanecieran tumbados con los ojos clavados en el levísimo rectángulo de claridad del ventanuco.

Fue Aurelia, que tan bien conocía el sueño de sus hijos, la que al fin inquirió con un susurro:

—¿Qué ocurre…? ¿Por qué estáis despiertos?

Le constaba sin embargo que constituía una pregunta inútil, porque el desvelo de sus hijos era el mismo que el suyo; un desvelo provocado por el miedo a un futuro que se les presentaba tan incierto en un ambiente extraño e incomprensible para ellos.

Aquella había sido siempre la hora de ponerse en pie, tomar café y ayudar al padre a lanzar la barca al agua para hacerse a la mar en busca del sustento. Aquella era la hora de estudiar la dirección y la fuerza del viento, la altura de las olas, el empuje de la corriente y la forma de las nubes que recorrían el cielo. Aquella era la hora de alegrarse con la promesa de un próximo amanecer esplendoroso más allá de la Punta del Papagallo; la hora de la esperanza de que hermosos meros y sabrosas cabrillas mordieran con saña los anzuelos y se dejasen izar a bordo tras una corta y dulce lucha. Aquella había sido, desde que tenían memoria, la hora más amada del día o de la noche.

Pero ahora… ¿Qué hora era aquella, tan lejos de Lanzarote y de su mundo…?

Era diferente Caracas bajo la primera claridad de la mañana. El Monte Ávila que dominaba la ciudad cerrando el valle por el Norte destacaba de un verde luminoso al reflejar el agua caída la noche anterior sobre las hojas de millones de árboles los primeros rayos de un sol que penetraba desde más allá de Petare. El aire aparecía limpio, como si lo hubiesen lavado cuidadosamente antes de tenderlo a secar a ese sol mañanero, y el sordo rumor del tráfico que iba creciendo por momentos retumbaba más apagado y menos molesto que durante la tarde anterior. Olía a salchichas y «arepas» recién hechas, y antes de sumergirse definitivamente en el bullicio de las gentes que marchaban calle abajo, Asdrúbal y Sebastián emplearon la mitad del dinero que les diera su madre en llenar el vacío de casi veinticuatro horas de sus estómagos con un «perro caliente» y un enorme vaso de café humeante.

—¿Dónde podríamos encontrar trabajo? —preguntaron al vendedor, un negro retinto de arrugadísimo rostro—. Cualquier clase de trabajo…

El otro, un anciano escuálido al que faltaban casi todos los dientes, observó con detenimiento a ambos hermanos, reparó en el enorme tórax y los poderosísimos brazos de Asdrúbal, e inquirió ceceante:

—¿Te gusta cargar ladrillos…?

—No me gusta, pero tampoco me importa…

El negro terminó de llenar un nuevo vaso de café, se lo entregó a una mujeruca apresurada, cobró su dinero y señaló parsimoniosamente hacia el extremo de la calle:

—A cuatro cuadras encontrarán la Avenida Sucre. Luego a la izquierda, como a cinco o seis cuadras más, están levantando un edificio enorme. Puede que necesiten peones.

Le dieron las gracias y se alejaron con el vaso de cartón en una mano y la salchicha en la otra, ansiosos por no perder un minuto y presentarse los primeros en la obra en demanda de trabajo.

Trabajo había, desde luego, pero duro y mal pagado, puesto que aunque la ciudad crecía como un cáncer grisáceo sobre la verde piel del valle, era tal la masa de emigrantes que arribaban cada día al puerto de La Guaira, que los patronos especulaban descaradamente con el hambre de los recién llegados.

Los obreros portugueses, la mayoría de los cuales habían dejado al otro lado del Atlántico a sus desamparadas familias y tenían que ganar por tanto para mantenerse a sí mismos y enviarles algo con que subsistir, se ofrecían a destajo por sumas irrisorias, y Asdrúbal y Sebastián comprendieron de inmediato que, o aceptaban el jornal por miserable que pudiera parecerles, o cualquiera de los que se sumaban constantemente a la larga fila y que bajaba desde los «ranchitos» de los cerros se quedaría con el puesto.

Eran más de ocho horas diarias de cargar sacos, empujar carretillas o palear arena bajo un sol vengativo y un calor húmedo y agobiante para obtener a cambio un puñado de bolívares que malamente bastaban para matar el hambre, pagar el cuartucho y ahorrar lo que un despótico intermediario exigía por conseguirles las cédulas de identidad y los permisos de residencia.

—En cuanto los tengamos, nos volveremos a la costa. Al mar, que es lo nuestro.

Era siempre Asdrúbal el que insistía en esa necesidad de abandonar Caracas, pero Aurelia dudaba, Sebastián se oponía, y Yáiza continuaba sumida en el largo mutismo que parecía haberse apoderado de ella desde que pusieran el pie en el Continente.

—Ya oíste lo que dijo Monagas. En la costa nos moriríamos de hambre.

—¿Más que aquí? —se asombró su hermano ante la objeción de Sebastián—. Si hay un mar, hay peces, y nosotros sabemos pescar. Y prefiero morirme de hambre allí que aquí. ¡Mira este lugar! ¡Y mira a Yáiza, encerrada entre cuatro paredes sin más paisaje que ese muro de mierda! No puede poner el pie en la calle sin que la hostiguen los gamberros, y a veces creo que esas bandas de chulos son muy capaces de subir a molestarla.

Había puesto el dedo en la llaga y lo sabía. El barrio, poblado de prostitutas, borrachos, vagos y pandilleros, paso obligado de toda la hez de la ciudad que subía y bajaba a los «ranchos» de un cerro en el que no imperaba otra ley que la violencia, constituía un peligro para cualquier transeúnte a cualquier hora del día o de la noche, pero sobre todo se había convertido en una auténtica amenaza para la menor de los Perdomo Maradentro desde el instante mismo en que puso por primera vez el pie en la calle.

Su portentoso cuerpo, que había sido causa ya de tantas desdichas, parecía borrar de inmediato con su sola presencia la del resto de los seres humanos, y sus inmensos ojos verdes, a la vez infantiles y profundamente penetrantes, fascinaban y atraían como un imán irresistible.

A sus diecisiete años la menor de la estirpe de los Maradentro provocaba el asombro por la absoluta perfección de su belleza y no bastaban su timidez o su ansia de pasar inadvertida para evitar que de inmediato todos los ojos se posaran en ella.

El simple hecho de cruzar el mercado vecino, aun en compañía de su madre, se convertía por tanto en una aventura desagradable y denigrante, pues a los silbidos de admiración y las frases soeces que tanto odiaba, se unía ahora con demasiada frecuencia el acoso de pandillas de muchachuelos que se abalanzaban sobre ella con la evidente intención de manosearla.

Cuando un mulato malencarado llegó al punto de pellizcarle brutalmente el pecho desgarrándole parte de su único vestido, Yáiza Perdomo optó por refugiarse definitivamente en el tétrico cuartucho del que no se atrevía a salir más que en compañía de sus hermanos.

Pero ni siquiera encerrada entre cuatro paredes Yáiza Perdomo podía sentirse a salvo de los hombres, porque al otro lado del muro, justamente frente a la cama en que solía permanecer tumbada durante horas cosiendo o leyendo semidesnuda para combatir el asfixiante calor y no gastar más aún su escasa ropa, el gordo Mauro Monagas había practicado un pequeño agujero, disimulado tras un desportillado espejo y, encerrado a solas en su mísero despacho-dormitorio, había convertido el hecho de espiar y masturbarse en la razón principal de su existencia.

La primera vez que el Manco Monagas vio a Yáiza en la estación de autobuses se sintió impresionado, pero la primera vez que aplicó el ojo a un agujero, y a la oblicua luz que penetraba por el ventanuco distinguió el cuerpo desnudo de la muchacha, creyó enfrentarse a una visión del otro mundo y advirtió que se ahogaba, falto de aliento.

No sabía entonces que con aquel acto se había convertido en el primer hombre que la contemplaba desnuda, y por unos instantes tuvo que apoyar la frente en la pared y sujetarse con su única mano al borde de la mesa, porque experimentó la sensación de que las fofas piernas le temblaban negándose a sostener su inmenso culo, y de un momento a otro se derrumbaría sobre el piso estrepitosamente.

Se le secó de inmediato la boca que tuvo que abrir por completo para que el aire lograra descender a sus pulmones, y se masturbó contra el muro sin importarle que el semen resbalase por el pringoso papel de flores amarillas. Luego, dejó caer sus ciento treinta kilos de grasa en un desfondado sillón que crujió tristemente y permaneció largo rato espatarrado y abierta la bragueta, fija la vista en un punto indefinido porque aún continuaba teniendo ante los ojos la indescriptible visión que había estado contemplando.

—¡Nunca imaginé que algo así pudiera existir! —musitó roncamente—. ¡Nunca!

Las paredes de su habitación se hallaban tapizadas de fotografías de mujeres desnudas arrancadas de las más atrevidas revistas masculinas, pero ahora, al recorrer con la vista aquellos cuerpos que durante gran parte de su vida le habían fascinado, tuvo la sensación de que no constituían más que un conjunto de caricaturas esperpénticas.

Manco de nacimiento, adiposo, maloliente y prematuramente calvo, Mauro Monagas no había disfrutado de otro contacto con mujeres que aquel de la contemplación de las revistas o sucios encuentros con las más baratas prostitutas, y en las escasas ocasiones en que, muchos años atrás, trató de iniciar una relación más profunda, se sintió de inmediato tan violentamente rechazado, que pronto llegó a la conclusión de que su destino era continuar engordando en la soledad de aquel fonducho que su madre le había dejado, y para el que cada vez le resultaba más difícil encontrar huéspedes pues se caía a pedazos.

Nada había en su vida que mereciera la pena ser recordado salvo aquel domingo en que por una nariz de diferencia perdió la oportunidad de acertar los seis ganadores de un «cuadro de caballos» y hacerse rico para siempre, y a sus casi sesenta años no era más que un hombre frustrado en todas y cada una de las facetas de la vida.

Atraído por una fuerza irresistible se puso pesadamente en pie y aplicó de nuevo el ojo al agujero. Recostada en la cama, justamente frente a él, Yáiza leía absorta, y pudo recrearse en la firmeza de sus piernas entreabiertas, la tersura de sus muslos y la leve protuberancia oscura de su sexo apenas cubierto con unas diminutas bragas blancas. Imaginó lo que significaría hundir el rostro en aquellas ingles y hociquear buscando con la lengua la dulce y sabrosa entrada a una cueva viva y rosada que sin duda nadie exploró antes, y advirtió, sin tratar de evitarlo, cómo la boca se le encharcaba y una baba espesa resbalaba entre sus labios para ir a depositarse sobre los blancos pelos de su barba.

Descubrió sorprendido que por primera vez en su vida lograba una segunda erección en escaso margen de tiempo, y permaneció allí pegado, manoseándose excitado, hasta que hizo su entrada en la vecina habitación Aurelia Perdomo y tomó asiento a los pies de Yáiza, impidiéndole continuar contemplándola.

Esa noche, tumbado en su cama del apestoso cuartucho por el que corrían libremente las cucarachas y las chinches, el Manco Monagas, permaneció desvelado durante horas, rememorando la prodigiosa visión de aquella tarde.