Prólogo

PUEDE besar a la novia, excelencia.

Las palabras del sacerdote dieron la boda por terminada y Atticus Harlow, duque de Marlborough, besó a su esposa delante de los más de trescientos miembros de la nobleza que ocupaban los bancos de la catedral. De entre todos aquellos invitados sólo unos pocos se alegraban de verdad por el enlace y el que más era sin duda Ian Harlow, hermano del duque. Hermanastro en realidad, aunque eso a ninguno de los dos les importaba lo más mínimo.

El padre de Atticus, el anterior y legendario duque de Marlborough, se casó en segundas nupcias con una noble irlandesa y unos años más tarde le regaló a su primogénito y heredero un hermano pequeño. Atticus e Ian se parecían mucho físicamente, pero sus personalidades eran tan distintas como la noche lo es del día, aunque se sincronizaban a la perfección. A pesar de las diferencias, de las peleas y de los años que los separaban, nadie habría podido encontrar a dos hermanos que se quisieran y respetaran más que ellos.

Ian sonrió al ver a su serio hermano mayor besar a Alicia Roscoe. Nunca se habría imaginado que Atticus fuera capaz de expresar en público lo que sentía; seguro que con aquel beso pretendía dejar claro que se casaba por amor y que no iba a tolerar que nadie despreciara a su duquesa. Alicia, mejor dicho, la nueva duquesa de Marlborough, se apartó y miró a Atticus con tanta ternura y tanto amor que a Ian le dio un vuelco el corazón. ¿Envidia? No. Se alegraba mucho de que se hubieran casado. Estaban hechos el uno para el otro. Eran almas gemelas.

Atticus y Alicia se habían conocido por casualidad; ella era la dama de compañía de lady Roberta Winswory, una aristócrata malcriada, una auténtica arpía. Ian no sabía exactamente qué había sucedido, pero a partir de la noche en que conoció a Alicia, Atticus no volvió a ser el mismo y ahora, apenas seis meses más tarde, se casaba con la mujer que le había enseñado a sonreír.

En aquel instante, vio que su hermana lo estaba mirando y le guiñó un ojo; Atticus sonrió orgulloso y le ofreció el brazo a su flamante esposa. Abandonaron la iglesia tras un beso, para empezar juntos el resto de su vida.

Una vida que, por desgracia, no duró demasiado.

Apenas un año más tarde, Ian volvía a estar en una iglesia al lado de su hermano mayor, pero esta vez sus rostros no sonreían; el de Atticus estaba devastado por la tristeza y el de Ian reflejaba una rabia incontenible. Era el funeral de Alicia. La duquesa había muerto al dar a luz a Trenton, un niño de ojos tristes que jamás conocería a su madre. Un niño que jamás sabría lo maravillosa que era la mujer que le había dado la vida. En la iglesia apenas había veinte personas, incluido el sacerdote y los monaguillos. Al parecer, la nobleza londinense no había tenido ningún problema en ir a curiosear en su boda, pero se había amedrentado ante la genuina y desgarradora expresión de dolor del duque de Marlborough.

Ian estaba de pie junto a su hermano, lo habría abrazado, pero sabía que Atticus necesitaba mostrarse fuerte y valiente durante el sepelio. Cuando se derrumbara más tarde, Ian estaría también a su lado. El párroco concluyó el sermón e, intuyendo que la familia no quería ni necesitaba más de su presencia, se fue a la vicaría.

—Quiero estar solo —le dijo Atticus a Ian—. Por favor.

—Por supuesto —respondió éste tras colocarle una mano en el hombro—. Tómate todo el tiempo que necesites.

Él no había amado nunca a nadie, no del modo en que su hermano había amado a Alicia, y no podía ni imaginarse lo que sentía en ese momento. No podía imaginar lo que debía de ser tener que despedirse para siempre de la persona con la que uno creía que iba a pasar el resto de su vida. Le apretó el hombro y se dio media vuelta.

—¿Ian? —La voz de Atticus lo detuvo.

—¿Sí?

—Ve con Olivia. Asegúrate de que está bien.

—Claro.

Olivia era la hermana pequeña de Alicia. Ian la había conocido el día de la boda y no había vuelto a verla desde entonces. Gracias a Dios, no se parecía a Alicia, al menos físicamente, pero era evidente que las dos estaban muy unidas. Abandonó la iglesia, pero antes miró por encima del hombro una última vez y vio a Atticus junto al ataúd. Tenía la cabeza agachada, el mentón pegado al torso y no trataba de reprimir las lágrimas que le caían por el rostro. Cuando lo vio levantar una mano, supo que estaba acariciando el rostro de Alicia y los dejó solos. No tenía ningún derecho a entrometerse en aquel momento tan íntimo.

Fuera, el sol lo cegó durante unos instantes y le pareció insultante que el astro hubiese decidido brillar en un día tan lúgubre como aquél. Se llevó una mano a la frente y, en cuanto recuperó la vista, buscó a Olivia. Estaba de pie, sola junto a los rosales que había a la entrada del camino que conducía a la pequeña iglesia. Él se encaminó hacia allí, pero no dijo nada; ella parecía necesitar el silencio.

—A Alicia le habría gustado casarse aquí —dijo Olivia, sorprendiéndolo, creía que no se había percatado de su presencia—. Le encantaban las rosas blancas.

Por eso Atticus había ordenado que todas las flores que acompañaban el sarcófago fueran ésas. Ian mismo llevaba una en la solapa.

—¿Está usted bien, lady Roscoe? —le preguntó Ian.

Él sabía cómo consolar a su hermano, o al menos eso creía, pero no tenía ni idea de qué podía hacer o decir para aliviar a la joven que tenía delante. Olivia no lloraba, no parecía haber derramado ni una sola lágrima, pero tenía el par de ojos más tristes que Ian había visto nunca. Mantenía los hombros erguidos y la tensión que irradiaba era tal que temió que fuera a romperse. Iba vestida de riguroso negro, lo que acentuaba las sombras de su rostro y el vacío de su mirada y en las manos no paraba de retorcer un pañuelo que sin duda estaba completamente seco.

—No, no estoy bien —contestó ella mirándolo a los ojos—. ¿Cómo quiere que esté bien? —le preguntó enfadada—. Y no me llame así.

Los oscuros iris de Olivia se clavaron en Ian con tanta fuerza que éste tardó unos segundos en comprender lo que le estaba diciendo. Las hermanas Roscoe no pertenecían a la nobleza y, si bien era cierto que Alicia se había convertido en duquesa al casarse con Atticus, Olivia carecía de título.

—Lo lamento, señorita Roscoe —enmendó Ian, pero sólo porque no quería que ella siguiera mirándolo de aquel modo—. Sé que no está bien, comprendo perfectamente por lo que está pasando.

—¿Ah, sí? —Olivia no sabía por qué se estaba comportando así con el hermano de Atticus, pero no pudo contenerse—. ¿Cómo lo sabe? ¿Acaso ha perdido a la única persona que le ha querido jamás? ¿Acaso sabe lo que es quedarse sin familia, completamente solo? —Formuló las preguntas con tanta rabia que incluso dio un paso hacia él—. Dígame, lord Harlow, ¿cuándo le ocurrió algo así? ¿Cuándo perdió todo lo que quería? ¿En su última escapada a Londres?

Ian se mordió la lengua. Cierto, no era ningún santo, pero tampoco era el crápula que retrataban las páginas de sociedad. Al parecer, los periódicos londinenses sentían una extraña fascinación por él. Su padre había tenido la osadía de casarse por amor con una mujer mucho más joven, cuyo único mérito era ser la segunda hija de un discreto barón. A nadie le había importado que se quisieran, ni que Richard Harlow ya se hubiera casado una vez siguiendo las normas y hubiera terminado siendo un desgraciado. Su padre siempre hablaba con respeto de su primera esposa, la madre de Atticus, pero no era ningún secreto que la primera duquesa de Marlborough había sido de moral alegre —había muerto en un accidente de carruaje, yendo en compañía de otro hombre—, pero al menos había tenido la decencia de no buscarse ningún amante antes de darle a su esposo un heredero. El duque no volvió a casarse hasta cinco años más tarde e Ian nació dos años después, acallando así todos los rumores que circularon en su momento acerca de que el duque de Marlborough contraía matrimonio con una irlandesa para dar legitimidad a su futuro hijo.

Sí, Ian había despertado mucho interés desde antes de su nacimiento, pero no era culpa suya que se siguieran con avidez todos sus pasos y que sólo se molestaran en publicar los datos más escandalosos. Si bailaba con una mujer, a la mañana siguiente aparecía publicado en alguna parte que tenía nueva amante, pero si invertía en la construcción de un hospital o si discutía en el Parlamento a favor de las mejoras en las fábricas, no se oía ni una palabra sobre el tema.

—Tiene razón, señorita Roscoe, no sé por lo que está pasando. —Carraspeó—. Pero quiero a mi hermano, quizá tanto como usted a su hermana, y él me ha pedido que cuide de usted. No quiero molestarla más. —Inclinó levemente la cabeza a modo de saludo y dio un paso atrás. Hacía años que había dejado de justificarse, de defenderse, y aquél tampoco era el momento adecuado para hacerlo—. La esperaré junto al carruaje; cuando esté lista para partir, venga a buscarme.

Se alejó del camino y, sin saber muy bien por qué, se acercó al panteón donde descansaban sus padres. Leyó la lápida, a pesar de que se sabía de memoria las palabras, y recordó el día en que murió su padre. Aquel hombre que siempre le había parecido eterno, casi un dios, envejeció y murió un día de repente, sentado en su butaca, con su esposa cosiendo a su lado y sus dos hijos durmiendo en casa. Su madre se quedó desolada, Ian nunca había visto a nadie llorar así —«excepto a Atticus hace unos minutos», pensó—. A pesar del amor de sus hijos —ella siempre había querido a Atticus como propio y él la consideraba su madre—, la duquesa viuda murió un par de años más tarde. Ian pasó la mano por la lápida y se dio cuenta de que todavía les echaba de menos. Era extraño, tenía treinta y dos años y sus padres habían fallecido hacía una década. Suspiró. Si él seguía sintiendo aquella pérdida, lo que le había sucedido a Atticus tenía que ser demoledor.

—Los envidio.

La voz de su hermano mayor lo sacó de su ensimismamiento y se dio media vuelta. No lo sorprendió ver que Atticus también había sentido la necesidad de visitar el panteón familiar y se apartó un poco para que pudiera acercarse.

—¿Qué es lo que envidias?

—Que estén juntos —respondió, con la mirada perdida—. Ellos dos están juntos, Alicia y yo, no.

Ian sintió un horrible escalofrío en la espalda; era imposible que su hermano estuviera insinuando lo que él creía.

—Piensa en Trenton, Atticus —«Y en mí», quiso añadir—. Te necesita.

Su hermano cerró los ojos un segundo.

—Lo sé. Tranquilo, no voy a hacer ninguna tontería. —Le puso una mano en el hombro y respiró hondo—. Pero los envidio.

Los dos se quedaron allí, en silencio, durante un rato.

Olivia no iba a llorar. No iba a llorar porque si empezaba no iba a poder parar. Alicia y ella se habían quedado huérfanas a muy temprana edad. Su hermana apenas había cumplido los dieciséis y ella los doce cuando murió su padre, justo dos años después de que hubiese fallecido su madre. Las dos hermanas Roscoe se quedaron solas en el mundo, en la ciudad de Brighton, para ser más precisos, y en cuanto hubieron recibido las condolencias de todos los vecinos, empezaron a llegar las insinuaciones acerca de qué iban a hacer para salir adelante; al fin y al cabo, su padre, un mero comerciante, les había dejado una discreta herencia que no iba a durar para siempre. Un par de caballeros se ofrecieron para hacerse cargo de ellas, pero Alicia se negó en redondo, pues sabía qué esperaban recibir a cambio de tan generosa oferta. En esa época, Olivia no sabía exactamente qué estaba pasando, pero todavía recordaba la expresión de alivio que vio en el rostro de su hermana cuando llegó la tía Harriet.

Harriet Holburn era su tía abuela y la persona con más agallas que Olivia había conocido nunca. Al parecer, se había peleado con la abuela de ellas, su hermana, y se había distanciado de la familia, pero al enterarse de que las niñas —que era como solía llamarlas— se habían quedado solas, decidió ir a buscarlas. Harriet nunca se había casado, aunque tanto Olivia como Alicia sospechaban que había amado mucho a un hombre, y gozaba de cierta independencia económica gracias a que había trabajado durante años como institutriz y como dama de compañía.

El día en que Harriet apareció, se presentó, les hizo las maletas y se las llevó a vivir con ella a Bath. Las cuidó y las educó y les enseñó que tenían que valerse por sí mismas. Fue ella quien le consiguió a Alicia el puesto de dama de compañía de lady Winswory pocos meses antes de morir. Las dos chicas lloraron la pérdida de su tía, pero salieron adelante. Ahora, Olivia temía ser capaz de no volver a conseguirlo.

Desvió la vista hacia el lateral de la pequeña iglesia y vio aparecer a los hermanos Harlow. Atticus e Ian eran muy parecidos y al mismo tiempo completamente distintos. El duque de Marlborough era alto y de espaldas anchas, pero su aspecto no era nada intimidatorio. Había algo en él, una dulzura inherente, que tranquilizaba a cualquiera que se encontrara a su lado. Tenía el pelo rubio ceniza y los ojos castaños y con Alicia, también de pelo rubio pero ojos azules, había formado una de las parejas más atractivas de todo Londres.

Ian Harlow era unos centímetros más alto que su hermano mayor y su espalda parecía interminable; tenía un pelo negro que parecía tan indomable como su amo y ojos oscuros rodeados por unas pestañas tan espesas que en otro hombre habrían sido consideradas femeninas. A él en cambio le otorgaban una mirada digna de rivalizar con la de un lobo. Llevaba barba y se rumoreaba que era para ocultar una cicatriz que había recibido en un duelo por culpa de una mujer.

Era evidente que los dos estaban muy unidos, algo que Olivia no terminaba de comprender. Atticus era un gran hombre, y no lo decía sólo porque hubiera hecho muy feliz a su hermana, sino también porque era considerado, inteligente y se preocupaba por los demás. Ian Harlow sólo se preocupaba de sí mismo. Olivia sonrió con tristeza al recordar una conversación que tuvo con Alicia.

Estaban en el banquete de boda; su hermana estaba radiante y ella furiosa.

—¿Estás segura de que ha dicho eso? —le preguntó Alicia, incrédula.

—Segurísima. Laura y yo estábamos sentadas en esas butacas de ahí. —Le señaló un par de butacas de brocado rosa, que quedaban ocultas tras un par de jarrones que parecían a punto de estallar de tantas flores como contenían—. Lord Ian estaba con unos amigos, un par de…

—Contente, Olivia —le aconsejó su hermana mayor—. Dime exactamente qué ha dicho.

—Lord Cameron lo ha felicitado por la boda y él le ha dado las gracias.

—De acuerdo. Sigue.

—Entonces, lord Cameron, ese viejo verde, le ha dicho que él podría seguir los pasos de su hermano mayor y fijarse en mí.

—Olivia. —La reprendió por el comentario sobre lord Cameron—. Y ¿qué ha dicho lord Ian? —insistió.

—Ha dicho que no, que al parecer la madre naturaleza había hecho serias distinciones en nuestra familia.

Alicia abrió la boca sorprendida, no era propio de su cuñado hacer comentarios de ese estilo.

—Y también ha dicho que, cito textualmente, él no se interesaba por «señoritas como yo». ¡Como si yo fuera a interesarme por él! —Olivia ocultó tras ese enfado la curiosidad que le había despertado su nuevo pariente al conocerlo.

—Se lo comentaré a Atticus y le diré que hable con él.

—¡No! Ni se te ocurra. —Olivia sujetó a Alicia por el antebrazo, como si así quisiera asegurarse de que no iba en busca de su marido para contarle lo sucedido—. No pasa nada. Además, lo que ha dicho es verdad.

Alicia era rubia, de ojos azules, una muñeca aunque con las curvas necesarias en una mujer. Mientras que ella era alta, delgada, de piel blanca, pelo oscuro y un rostro en el que los labios y la nariz no parecían encajar.

—No digas tonterías, Olivia.

—Dejémoslo. Hoy es tu gran día, ve a bailar con Atticus.

—¿De verdad estás bien? —Alicia la miró a los ojos y le dio un cariñoso beso en la mejilla.

—Por supuesto —respondió ella sincera.

Era una tontería que el comentario de Ian Harlow le hubiese hecho tanto daño; al fin y al cabo acababa de conocerlo y, con toda probabilidad, sólo lo vería un par de veces al año. El problema era que, por un instante, cuando todavía estaban en la catedral, lo había visto guiñarle el ojo a Atticus y había tenido el presentimiento de que le gustaría conocerlo mejor. No todos los días se podía presenciar un gesto de afecto tan genuino. Olivia había creído que Ian podía merecer la pena, igual que su hermano mayor, pero al parecer se había equivocado. Aunque mucho mejor saberlo cuanto antes.

Alicia se despidió y fue en busca de su esposo y ella, a pesar de lo que le había asegurado a su hermana, no pudo dejar de pensar en las palabras de Ian Harlow. Pero dado que su fallecida tía Harriet siempre insistía en que las primeras impresiones podían ser engañosas, Olivia decidió que le daría una segunda oportunidad al hermano de Atticus. Unas horas más tarde, cansada de estar en la sala de baile sin que nadie le pidiera bailar, salió a pasear un rato por el jardín de la mansión Marlborough, donde se tropezó con Ian Harlow besándose a escondidas con la voluptuosa y casadísima lady Marton. Quizá las primeras impresiones fuesen engañosas, pero las segundas no. Ian Harlow no estaba a la altura de su hermano mayor; no era más que otro noble malcriado que sólo se preocupaba por frivolidades y si era capaz de estar con una mujer casada, era evidente que carecía de honor y de principios.

—¿Señorita Roscoe? ¿Señorita Roscoe? —La voz de Ian alejó a Olivia de esos recuerdos y la hizo volver al presente.

—Disculpe —dijo, tras sacudir ligeramente la cabeza.

—Mi hermano está listo. El carruaje nos está esperando.