—¡MAMÁ, Atticus dice que soy un duque y que tendré que ir a Inglaterra a hacer un montón de cosas aburridas!
—No todas son aburridas, hijo —le dijo Olivia a Trenton, que ya tenía catorce años.
—Yo no quiero ser duque, quiero ser médico —insistió.
—Puedes ser las dos cosas, Trent —lo consoló Ian.
—Pues yo quiero ser pistolero —dijo el pequeño Atticus.
—Y yo princesa —apuntó Alicia, que acababa de cumplir cuatro años.
—¿Por qué quieres ser princesa? —le preguntó Olivia.
—Porque así vendrá un príncipe y me besará.
—A ti no te besará nadie excepto yo —afirmó Ian—. ¿Está claro?
—Por supuesto que no —dijo Olivia—. Niños, id a ver qué está haciendo vuestro tío Bradshaw, seguro que vuestra tía ya está harta de él.
Los niños salieron en tropel y Olivia se abrazó a su esposo. Llevaban ya trece años en Nueva York; Ian y Bradshaw habían conseguido levantar un imperio y sus fábricas habían impulsado cambios muy importantes en el país. Olivia había participado en varias organizaciones a favor de los derechos de la mujer y había descubierto que lo que más le gustaba en este mundo, aparte de hacer el amor con su marido, era cuidar de sus hijos. Ian y ella habían adoptado al pequeño Trenton y habían decidido que, cuando fuera mayor, le contarían quiénes eran sus padres y que era el duque de Marlborough. Pero hasta entonces querían que creciera como un niño más. Seguro que sería un duque excelente, en caso de que quisiera serlo, o un médico brillante. Por sus venas corría la sangre de Atticus y de Alicia, así que seguro que su hijo los haría sentir muy orgullosos, tomara la decisión que tomase.
—Supongo que sabes que a Bradshaw no le hará ninguna gracia que vayan a molestarlo —dijo Ian con una sonrisa.
La familia de Bradshaw y la de Ian solían veranear juntos en un pueblo de la costa. Bradshaw había sido un gran apoyo para Ian tras la muerte de su hermano Atticus y el rudo americano se había convertido en un miembro más de la familia.
—Lo sé —respondió Olivia antes de besarlo.
—Vaya, señora Harlow, ¿está tratando de seducirme?
—Así es, señor Harlow. ¿Está funcionando?
—¿Usted qué cree? —Ian miró a su esposa con todo el amor que sentía.
Ya no tenía miedo de decirle que la amaba y Olivia sabía sin ninguna duda que su marido jamás le fallaría. Juntos habían sobrevivido a la pérdida de sus hermanos, unas personas maravillosas a las que siempre echarían de menos. Su vida en América no había sido siempre fácil e Ian todavía recordaba el terror que había sentido las dos veces que Olivia había dado a luz. Pero tal como le había prometido el día en que se le declaró, se enfrentaría a Dios o al mismo diablo si trataba de arrebatársela antes de tiempo. Sonrió y le apartó una brizna de paja que se le había quedado enredada en el pelo. Ella y los niños habían estado jugando al escondite en el granero. Otra vez.
—Creo, señor Harlow, que lo amo con locura —dijo ella tras el gesto y respondiendo a su pregunta.
—Y yo a ti, Olivia, y yo a ti.
La estrechó entre sus brazos, la besó y rezó para que Bradshaw entretuviese a los niños un rato más. Él iba a estar ocupado haciéndole el amor a su preciosa esposa a plena luz del día.