CENAR con Ian le había abierto los ojos. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había sido capaz de casarse sin estar enamorada? ¿Cómo había sido capaz de traicionar así el recuerdo de su hermana? Habría tenido que insistir en lo de mantener únicamente un matrimonio en apariencia, pero Atticus le había dicho que si no lo consumaban podría ser anulado y entonces quizá alguien se cuestionaría también la legitimidad de su unión con Alicia. No podía hacerle eso a su hermana. Sin embargo, tampoco podía entregarle su cuerpo a Atticus. Ellos dos no estaban enamorados y ella, ella… quería reservarse para el amor de su vida. Un hombre que cada vez compartía más aspectos con Ian Harlow. Dios, iría al infierno.
La habitación estaba completamente a oscuras. Jeffreys le había dicho que los postigos de la ventana se habían quedado atascados y que los arreglarían por la mañana. Las dos lámparas estaban secas de aceite y no encontraba las velas por ninguna parte. La única luz provenía del fuego de la chimenea y las llamas inundaban el dormitorio con pequeños destellos dorados. Apenas podía verse las manos, pero no le importó. Mejor así. Si no veía a Atticus, quizá podría fingir que aquello no estaba sucediendo, o fingir que era… Llamaron a la puerta. Había llegado el momento.
—Adelante —susurró en voz baja y con el corazón en la garganta. Pensó que quizá él no la había oído, pero al cabo de un segundo las bisagras anunciaron su llegada.
El pasillo también estaba a oscuras, así que lo único que distinguió Olivia fue la silueta de su esposo. Éste cerró la puerta a su espalda y caminó hacia donde estaba ella, que se quedó inmóvil, primero asustada y luego, en cuanto sintió el torso de él pegado a su pecho, impaciente. ¿Qué le estaba pasando? Nunca había reaccionado así ante Atticus. Él levantó ambas manos y le sujetó la cara. Le acarició los pómulos con los pulgares y con los índices le dibujó el labio superior. Ella respiró y él se estremeció. Olivia notó el temblor que sacudió el cuerpo de su esposo y respondió del mismo modo. Los dos estaban quietos; en su caso, porque no sabía qué hacer, porque no comprendía lo que estaba sucediendo y él porque estaba luchando contra todos sus demonios. Se oyó un gemido de rendición e, instantes después, Ian agachó la cabeza y la besó.
La estaba besando. La estaba besando y era maravilloso. Primero le recorrió los labios con la lengua, despacio, ardiente, intercalando pequeños besos a lo largo del recorrido. Seguía sujetándole la cara con las manos y había pegado el resto del cuerpo al suyo. Olivia nunca había besado a nadie, pero jamás habría podido imaginarse un beso como aquél. Atticus la consumía con los labios, la seducía con la lengua, con su aliento y no cejó hasta que ella se rindió y empezó a devolverle las caricias.
Olivia lo estaba besando, había separado los labios más dulces y maravillosos que había tocado jamás y lo estaba besando. La lengua de ella buscaba tímida la de él y sus dientes chocaban con torpeza. A Ian nunca lo habían besado así, nunca lo habían besado como si él fuera el motivo de vivir de la otra persona. Nunca lo habían besado así y la primera mujer que lo hacía creía estar besando a otro. Se detuvo de repente e interrumpió el beso. No quería que Olivia besase así a su hermano. «Atticus eres tú, idiota —se dijo—. Olivia no está besando a Atticus, te está besando a ti». «Pero ella no lo sabe», añadió aquella voz de su conciencia. Dejó de besarla del todo y se apartó un poco. No quería que besase así a Atticus y decidió que no podía volver a besarla. De hecho, no volvería a besar jamás a nadie. Quería que su último beso fuese aquél, uno en el que se había sentido amado, aunque fuese mentira.
—¿Sucede algo? —le preguntó ella, al ver que se había detenido.
A Ian nada le habría gustado más que encender una vela y confesarle la verdad, pero ya era demasiado tarde. Ni siquiera podía pronunciar una sola palabra. Seguían de pie en medio del dormitorio y él volvió a agachar la cabeza, pero en esta ocasión le besó el cuello. Se lo recorrió a besos, mordiéndola de vez en cuando. No podía hablar, pero con sus caricias le diría todo lo que ella significaba para él. Marcaría su cuerpo, la haría suya sin remedio. Quizá se hubiera casado con Atticus ante los ojos de Dios, pero en aquel dormitorio iba a ser su esposa y, en su corazón, lo sería el resto de su vida. No la besaría, pero le entregaría todo lo demás.
Se detuvo en el hueco del hombro y succionó con fuerza, hasta sentir que Olivia se estremecía bajo sus labios. Le quedaría una marca, pero seguro que ella encontraría el modo de tapársela. En la mano izquierda llevaba el anillo que le había puesto Atticus, el resto del cuerpo le pertenecía a él. Frenético y desesperado, empezó a desabrocharle el camisón, una delicada confección de tela que habían inventado las mujeres para torturar a los hombres. Consiguió soltar el último botón de madreperla y dejó que la tela resbalara por los hombros de Olivia hasta el suelo. Daría su vida por verla, pero iba a tener que conformarse con grabarse sus curvas en las yemas de los dedos. Ella estaba desnuda delante de él, que seguía completamente vestido. Jamás había hecho nada tan erótico, tan sensual y que le estuviera sucediendo con Olivia tenía todo el sentido del mundo. Le acarició los pechos con reverencia y cuando ella trató de apartarle las manos, se las sujetó por las muñecas y se las acercó a los labios. Le besó todos y cada uno de los dedos, recorrió con la lengua los recovecos entre los mismos y después dibujó las líneas de la palma de sus manos.
La sintió temblar, estaba tan excitado que temió ponerse en ridículo. Le soltó las manos con cuidado y se las posó encima de sus pantalones, justo en la cintura. No dijo nada. No podía. Pero ella comprendió lo que le estaba pidiendo y empezó a desnudarle. Ian tragó saliva y se armó de valor para contener las ganas que tenía de decirle que era él y no su hermano el que estaba allí con ella.
Olivia le desabrochó el botón del pantalón, pero fue incapaz de hacer nada más e Ian, comprendiendo sus temores, le cogió de nuevo las manos y se las colocó encima de la camisa. Ella suspiró aliviada y empezó a desabrocharle los botones, mientras él se concentraba en quitarse los pantalones. En cuanto Olivia llegó al último botón, el que se escondía debajo del cuello de la camisa, lo desabrochó y, despacio, colocó las manos sobre la piel desnuda que descubrió debajo. Ian se mordió el labio inferior para no gemir de placer, pero cuando ella deslizó los dedos por sus pectorales perdió la batalla definitivamente y la apartó un segundo para terminar de desvestirse. Desnudos los dos, la cogió en brazos y la llevó hasta la cama.
En cuanto sintió su cuerpo pegado al de él, Ian tuvo miedo de caerse al suelo. El corazón amenazaba con salírsele del pecho. Le temblaban las piernas, le sudaban las manos y nunca había estado tan excitado. Ella también lo estaba, podía sentir sus pezones clavándosele en el torso y su sexo estaba casi tan húmedo como el de él. Si no fuera porque sabía con absoluta certeza que era virgen, le habría hecho el amor allí de pie, contra la pared. Dios, si no se calmaba un poco haría justamente eso. La tumbó en el colchón y se detuvo un segundo. No podía verla, pero le recorrió el cuerpo entero con las manos. Notó que ella temblaba, que se excitaba todavía más.
—Atti… —quiso decir Olivia, pero él se lo impidió, colocándole un dedo encima de los labios y, acto seguido, le atrapó un pecho entre los labios y ella fue completamente incapaz de hablar.
No iba a permitir que lo llamase por el nombre de su hermano. Jamás. La volvería loca de deseo, lograría consumirla con la pasión que ardía entre ambos, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para hacerle olvidar el nombre del hombre con el que estaba casada. Allí sólo estaban ellos dos. Nadie más.
Le devoró los pechos con los labios. Se los besó, le recorrió los pezones con los dientes, le hizo el amor hasta asegurarse de que Olivia jamás olvidaría la sensación de sus besos. Después, le recorrió el esternón con la lengua y se detuvo largo rato en el ombligo. Ella temblaba, todo su cuerpo buscaba ansioso algo que todavía le era desconocido. Ian se deslizó un poco más hacia abajo y respiró hondo, impregnándose de su aroma. Abrió los labios y muy, muy despacio, dibujó el sexo de ella con la lengua. Olivia se sentó en la cama de golpe, tenía la respiración entrecortada y el pelo le caía alborotado por los hombros. Levantó una mano y la colocó encima del hombro de él, como si quisiera apartarlo, pero Ian volvió a agacharse y repitió la caricia. Olivia apretó los dedos. Ian se atrevió entonces a besarla en aquel lugar tan íntimo con toda la pasión que sentía. Ella se tensó, pero él buscó con una mano la suya y entrelazó sus dedos.
Olivia se aferró a él como si estuvieran en medio de un naufragio y él fuera lo único que pudiera salvarla. Ian la oyó gemir e intensificó las caricias; movió la mano que tenía libre y deslizó un dedo hacia su interior. Casi tuvo un orgasmo al hacerlo. Jamás había sentido algo semejante, pasión, ternura, amor, miedo. Se apartó con cuidado y le besó los muslos y las caderas. Ella se quedó quieta y él se incorporó un poco. Colocó la punta de su sexo en la entrada del de Olivia y rezó para no hacerle daño. Ojalá pudiera susurrarle al oído que todo iba a ir a bien, que no se preocupara. Respiró hondo y pensó que estaba lo suficientemente calmado como para ir despacio, pero entonces, ella levantó una mano, le acarició la cara y él perdió el control. Ian siempre se había imaginado que cuando le hiciera el amor a su esposa sentiría una especie de calma, de serenidad, pero con Olivia lo que sentía era desesperación, anhelo, una pasión tan desgarradora que amenazaba con destrozarle el alma.
Penetró en su interior y esperó a que ella se acostumbrara. Para que Olivia no pensara en el dolor, apoyó todo su peso en una mano y, con la que tenía libre, le acarició de nuevo los pechos. Ella fue relajándose poco a poco, y, en cuanto notó que movía ligeramente las caderas, Ian se las sujetó y se perdió por completo dentro de su cuerpo. Escondió el rostro en el cuello de Olivia y le dio todos los besos que no podía darle en los labios. Las caderas de ambos se movían frenéticas, con torpeza, ansiosas por acompasar sus ritmos, pero al mismo tiempo perdidas en medio de tanto deseo. Ian notó que ella estaba a punto de alcanzar el orgasmo; tenía los labios entreabiertos y echó la cabeza hacia atrás. Nunca en su vida había visto algo más bello que Olivia al borde del clímax. Y cuando ella empezó a estremecerse, el calor que envolvió su erección fue tal que Ian tuvo el orgasmo más intenso y menos controlado de toda su existencia. Gritó de placer sin importarle si ella detectaba o no la diferencia entre él y su hermano y buscó frenético el modo de fundirse con su cuerpo, de perderse en él y no tener que abandonarlo jamás.
Al terminar, Ian se quedó tumbado encima de Olivia y notó que ella le acariciaba la espalda. Sintió sus labios en el cuello y, a pesar del orgasmo tan demoledor que acababa de experimentar, se estremeció de nuevo. Si se quedaba allí un segundo más la besaría y le confesaría toda la verdad. Y ahora sí que no podía hacerlo: Olivia jamás le perdonaría que la hubiera convertido en una adúltera. Se apartó con cuidado y fingió que no se daba cuenta de que a ella le dolía que no la besara. Se levantó y fue a buscar el cuenco con agua y la toalla que debían de estar en el tocador. Volvió a la cama y limpió del cuerpo de ella los rastros de aquel maravilloso encuentro. Al terminar, lo dejó todo en el suelo y se quedó sentado en el colchón. Los dedos de Olivia se deslizaron por el brazo que tenían más cerca y trataron de enlazarse con los de él. Ian le apartó la mano y se puso en pie. Cogió su ropa y se fue de allí. En el pasillo, se dijo que no la oía llorar.
Había sido la experiencia más impresionante de su vida y él ni siquiera se había quedado a dormir con ella. Olivia se echó a llorar desconsolada. Había traicionado a su hermana del peor modo posible y también había traicionado a su propio corazón. ¿Qué clase de mujer era? ¿Cómo era posible que creyera estar enamorada de Ian y que al mismo tiempo fuera capaz de entregarse de ese modo a su hermano? Estaba segura de que amaba a Ian, a pesar del daño que le había hecho con su repentino abandono y con aquellos comentarios que había escuchado a escondidas antes de que él se fuera. Pero si le amaba, ¿cómo había podido hacer el amor con su hermano mayor? Creía que Atticus y ella consumarían el matrimonio sin más. Creía que se tumbaría en la cama y él haría lo que tuviera que hacer. Se lo había imaginado como un trámite necesario, nada más. Nunca se había imaginado aquellas caricias, aquella pasión, aquella sensación de que si no lo tocaba se moriría. Y nunca se había imaginado un beso como aquél. Quizá si Ian la hubiese besado quella noche, el beso de Atticus no la habría afectado tanto, pero Ian no la había besado nunca y aquel primer beso, el único que le había dado su esposo antes de hacerle el amor, le había arrebatado el alma.
¿Qué diablos le sucedía? ¿Estaba enamorada de los dos? No, ella nunca había sentido nada por Atticus, excepto afecto y mucho respeto, pero si eso era así, ¿por qué había reaccionado de ese modo a sus caricias? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo iba a poder mirar a Ian a la cara? ¿Y a Atticus? A pesar de la gravedad de la situación, estaba tan cansada que los párpados empezaron a pesarle y acabó quedándose dormida. No oyó el puñetazo que Ian dio a la pared de su dormitorio y que casi sacudió toda la mansión.
Ian se encerró en su cuarto y, tras estar a punto de romperse la mano del golpe tan fuerte que le dio a la pared, decidió seguir el ejemplo de su amigo Verlen y emborracharse. Se pasó toda la noche sentado en la butaca de su nuevo dormitorio, el dormitorio verde, y tratando de no pensar en Olivia sola en su cama. Trató de no pensar en los besos que le había dado, ni en el olor de su piel, ni en el calor que desprendía su cuerpo, ni… en nada. Y el único modo de conseguir tal hazaña fue bebiéndose un par de botellas de whisky. No se molestó en desnudarse y se dijo a sí mismo que era porque estaba exhausto, no porque quisiera seguir oliendo el perfume de ella, que se le había pegado a la ropa, a su piel. Se pasó la lengua por los labios y trató de recuperar su sabor. Por Dios, iba a volverse loco.
Le había hecho el amor a Olivia, a la esposa de su hermano, y no se veía capaz de contenerse y no volver a hacerlo nunca más. Quería gritar a los cuatro vientos que ella le pertenecía, que era suya, que le había hecho el amor y había sido la mejor experiencia de toda su vida. Pero no podía. Si alguien se enteraba de lo sucedido, a Olivia la tacharían de adúltera y a él de algo peor; una cosa era acostarse con la mujer de un hombre casado, pero otra hacerlo con la esposa de tu hermano. Si lo que había sucedido esa noche saliera a la luz, Trenton crecería a la sombra del escándalo.
Sólo había una solución posible. Vació la segunda botella y se juró a sí mismo que cuando se fuera a Nueva York no regresaría nunca. Y a la mierda Atticus si no le parecía bien. No podía más, se había enamorado por primera vez en su vida y había cometido el gran error de no haber sabido reconocer ese sentimiento a tiempo; ahora, su única salida era irse lo más lejos posible y tratar de rehacer su vida. Porque de una cosa estaba seguro: jamás conseguiría olvidarla. Olivia era y sería para siempre la única mujer a la que amaría.